lunes, 29 de febrero de 2016

“IMÁGENES DE ACTUALIDAD” de MARZO 2016, a la venta



La que se anuncia como la película más espectacular de esta primavera, Batman v Superman: El amanecer de la Justicia (Batman v Superman: Dawn of Justice, 2016), de Zack Snyder, acapara la portada del núm. 366 de Imágenes de Actualidad. El extenso reportaje dedicado a este film se complementa con el artículo Murciélago contra acero, que glosa otros enfrentamientos de estos famosos superhéroes en las páginas del cómic, y un retrato de una de sus protagonistas femeninas, Gal Gadot.


Otros estrenos destacados del mes que ocupan sendos reportajes son los de La serie Divergente: Leal (The Divergent Series: Allegiant, 2016), de Robert Schwentke, que se complementa a su vez con el artículo Jóvenes y distópicos; Bone Tomahawk (ídem, 2015), de S. Craig Zahler; La hora decisiva (The Finest Hour, 2015), de Craig Gillespie; La habitación (Room, 2015), de Lenny Abrahamson, complementado con una entrevista con su protagonista femenina, la reciente ganadora del Oscar a la Mejor Actriz Protagonista Brie Larson; los estrenos simultáneos de El cuento de la princesa Kaguya (Kaguyahime no monogatari, 2013), de Isao Takahata, y El recuerdo de Marnie (Omoide no Mâni, 2014), de Hiromasa Yonebayashi, que se complementa con el artículo El recuerdo de Miyazaki. El brumoso horizonte de Studio Ghibli; Nuestra hermana pequeña (Umumachi Diary, 2015), de Hirokazu Koreeda; El bosque de los suicidios (The Forest, 2016), de Jason Zada; Cien años de perdón (2016), que se complementa con entrevistas con su protagonista masculino, Luis Tosar, y con su director, Daniel Calparsoro; Kung Fu Panda 3 (ídem, 2016), de Jennifer Yuh Nelson y Alessandro Carloni; y Mustang (ídem, 2015), de Deniz Gamze Ergüven.


El número se completa con el artículo Mercenario con futuro: “Deadpool”. Consecuencias de un éxito inesperado; y las secciones Además…, con el resto de estrenos cinematográficos del mes; Series TV, con reportajes sobre Juego de tronos T.6, El infiltrado (The Night Manager), complementado con una entrevista con su creadora y realizadora, Susanne Bier, Love y El Ministerio del Tiempo T.2; Primeras Fotos, con avances de Animales fantásticos y dónde encontrarlos (Fantastic Beasts and Where to Find Them, 2016), de David Yates, Money Monster (2016), de Jodie Foster, y Assassin’s Creed (2016), de Justin Kurzel; Noticias; Ranking, de Gabriel Lerman; Stars; Hollywood Babilonia y Hollywood Boulevard, de Nacho González Asturias; Él dice, ella dice; ¿Sabías que…?, del profesor Moriarty; Gran Vía y Se rueda, de Boquerini; Diccionario Fantástico, del Dr. Cyclops; Zona sin Límites, de Ángel Sala; Libros, de Antonio José Navarro; y BSO y DVD & Blu-ray, de Miguel Fernando Ruiz de Villalobos.


Como homenaje a David Bowie, he dedicado el Cult Movie del mes a una de las más populares películas que protagonizó: Dentro del laberinto (Labyrinth, 1986), de Jim Henson: “una curiosísima mezcla de los talentos de los principales implicados en la misma: el arte de ese gran marionetista que fue Jim Henson, unido a un nada despreciable sentido del cine, ya demostrado con creces en la no menos excelente “Cristal oscuro”; el cáustico sentido del humor de Terry Jones, que hace que a ratos el film recuerde vagamente (si bien en versión suavizada) sus trabajos con los Python, o incluso el cine de su colega Terry Gilliam; la desbordante imaginación de los diseños de Brian Froud; y la carismática presencia de David Bowie, como es sabido, gran amante de las ciencias ocultas y los fenómenos extraños en la vida real, y que debía sentirse a gusto (y debió divertirse de lo lindo) encarnando a ese mago que, además, canta y baila las magníficas canciones compuestas por él mismo y que, lejos de ser un pegote, contribuyen en no poca medida a la extravagancia del conjunto. Quien menos «se ve» es, precisamente, George Lucas, quizá porque “Dentro del laberinto” resulta menos «familiar» y más maliciosa de lo que al creador de “Star Wars” le hubiese gustado”.


También firmo un par de críticas: la de la interesante (al margen, o a pesar, de haber ganado el Oscar a la Mejor Película) Spotlight (ídem, 2015), de Tom McCarthy…,


…y la de la meramente simpática ¡Ave, César! (Hail, Caesar!, 2016), de Joel y Ethan Coen.


Libros de Dirigido Por: http://tienda.dirigidopor.com/
Facebook “Dirigido por…”: www.facebook.com/#!/dirigidopor
Facebook “Imágenes de Actualidad”: www.facebook.com/imagenesdeactualidad
Twitter “Dirigido por…”: www.twitter.com/#!/Dirigido_por
Twitter “Imágenes de Actualidad”: https://twitter.com/ImagActualidad
E-mail redacción: redaccion@dirigidopor.com
E-mail pedidos libros, números atrasados y suscripciones: suscripciones@dirigidopor.com
Publicidad cine: publicidad@dirigidopor.com

martes, 23 de febrero de 2016

El hombre de una tierra salvaje: “EL RENACIDO”, de ALEJANDRO G. IÑÁRRITU



[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Como cada vez que uno pone, digamos, “pegas” a una película que genera un consenso generalizadamente positivo, volveré a hacer honor al tópico y empezaré diciendo la consabida frase hecha: vaya-por-delante-que… El renacido (The Revenant, 2015) me ha gustado. Es una buena película, repleta de grandes momentos, y en sus líneas generales se merece la elevada consideración de la que goza en estos instantes. Pero no es menos cierto que, con todas sus virtudes, también me ha parecido más irregular de lo que me esperaba de ella, o si se prefiere, no termina de estar a la altura de las expectativas que me había creado, sobre todo, a raíz de la magnífica impresión que me dieron los dos anteriores trabajos de su director, el mexicano Alejandro González Iñárritu: la espléndida y todavía hoy muy menospreciada Biutiful (ídem, 2010) (1), y sobre todo la extraordinaria Birdman o (La inesperada virtud de la ignorancia) (Birdman or (The Unexpected Virtue of Ignorance), 2014) (2).


Empezaré hablando de lo que no me gusta, o que me gusta menos. En general, y con la excepción hecha de sus mejores instantes, El renacido me ha parecido, sorprendentemente, un film carente de la debida intensidad, o si se prefiere, menos intenso de lo que su planteamiento dramático, duro y violento como pocos, podría dar a entender. No es solo que haya una diferencia entre sus, digamos, “momentos fuertes” (los cuales, insisto, me parecen estupendos), y sus momentos, sigamos diciendo, “menos fuertes” (hablo en términos muy generales). Además, hay que decir a favor de la película que, a pesar de su larga duración (156 minutos), mantiene un ritmo excelente y con escasos altibajos. Lo que me molesta un poco de El renacido es que, incluso en esos buenos momentos, el realizador mexicano haga gala de un estilo tan brillante como pomposo, tan virtuoso técnicamente como un tanto huero formal y narrativamente. Por ejemplo, y sin ir más lejos, la secuencia del ataque en el borde del río de los indios arikaras a la expedición que lidera el capitán Andrew Henry (Domhnall Gleeson), a poco de empezar el film: desde luego que hay que quitarse el sombrero ante el trabajo de planificación del realizador (y el de iluminación del operador Emmanuel Lubezki), repleto de dinámicos movimientos de cámara que recogen, con agilidad y dinamismo, el movimiento de los actores dentro del encuadre, con resultados de notable belleza. Pero, incluso en medio de una secuencia tan lograda, se percibe algo que irá apareciendo a lo largo de la proyección: un cierto embelesamiento formal puramente esteticista que, si bien no llega en ningún momento a estropear el resultado, sí que impregna El renacido de cierto amaneramiento que, por paradójico que suene, empaña su brillo.


Otro aspecto discutible, si bien tampoco grave y, hasta cierto punto, “externo” del film, en cuanto ni lo mejora ni lo empeora, reside en la interpretación que Leonardo DiCaprio hace del protagonista, el explorador Hugh Glass. Quede claro que DiCaprio me parece un buen actor, no tan extraordinario como suele decirse, pero sí competente, y que su actuación en El renacido me parece buena, pero tampoco por encima de lo habitual en él. Por comparación, me parece mucho mejor la interpretación, muy matizada, que en El renacido lleva a cabo el siempre excelente Tom Hardy, estupendo en su papel del trampero traidor y rastrero Fitzgerald.


Desde luego que hay muchas cosas muy buenas en El renacido. Dejando aparte la brillantez de secuencias como la ya mencionada del ataque de los arikaras a la orilla del río; la a estas alturas famosa del ataque de la osa a Glass, dejándole malherido; el momento del asesinato del hijo de Glass, el mestizo Hawk (Forrest Goodluck), a manos de Fitzgerald; la secuencia en la que Glass huye de los arikaras dejándose arrastrar por los rápidos del río, a riesgo de morir ahogado o aplastado contra las rocas; el rescate de Powaqa (Melaw Nakehk’o) por parte de Glass, secuestrada por los cazadores de pieles franceses que lidera Toussaint (Fabrice Adde); la escena en la que el protagonista destripa un caballo y, desnudo, se refugia dentro del vientre del animal para evitar morir congelado; o la violenta pelea final entre Glass y Fitzgerald. Como digo, si algo resulta de agradecer de una película como El renacido es el hecho de hallarnos ante un film que, cosa rara hoy en día, efectúa una notable valoración de los elementos telúricos, haciéndolo además de una manera muy física. El frío, el hambre, las heridas, “duelen” a ojos del espectador.


A pesar de la aspereza de los escenarios naturales y de las situaciones que se viven en ellos, no faltan los apuntes líricos: el mejor, probablemente, sea el plano en contrapicado de los árboles, agitados por el viento, que coincide con el momento en que un compungido Glass, abrazado al cadáver de su hijo, alza la vista. Menos convincentes resultan las escenas oníricas, como la corta del principio: una serie de breves imágenes en las cuales vemos a Glass con su fallecida esposa india (Grace Dove) y su hijo todavía pequeño, las cuales forman parte de un flashback posterior en el que el protagonista rememora el asesinato de su mujer a manos de unos soldados blancos. O aquella en la que, en su delirio, Glass cree ver el espíritu de su esposa, flotando encima suyo, para confortarle. Digamos que El renacido está a ratos cerca de esa “obra maestra” que intenta ser pero que, por más que pone empeño en ello, se queda a mitad de camino.   

(2) http://elcineseguntfv.blogspot.com.es/2015/02/exodus-dioses-y-reyes-big-eyes.html

viernes, 19 de febrero de 2016

¡Hurra! ¡Estamos en crisis!: “LA GRAN APUESTA”, de ADAM McKAY



[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Si tuviera que elegir, ahora mismo tendría dificultades para decidir qué es peor: si las películas que el cine norteamericano de estos últimos años ha dedicado a la Guerra de Iraq, o las que ha centrado sobre la actual crisis económica internacional. Probablemente, en el supuesto de que fuera necesario hacerlo, me decantaría por las primeras, y no porque me entusiasmen, sino porque al menos han proporcionado una obra maestra al cine: El francotirador (American Sniper, 2014), de Clint Eastwood (1). No puedo decir lo mismo de las segundas: dejando aparte los documentales, pues me estoy refiriendo exclusivamente a films de ficción, acaso me quedaría con Margin Call (ídem, 2011, J.C. Chandor), y aun así con reparos, pues sin ser una mala película está lejos, muy lejos de ser un gran film. Con todo, me parece preferible a La gran apuesta (The Big Short, 2015), coescrita y dirigida por Adam McKay y que, lo digo de entrada, me parece una buena oportunidad perdida, pues si bien es verdad que se trata de una película con un planteamiento interesante, al menos en teoría (esto es, a nivel de guion, que a pesar de todo tampoco es una maravilla, como luego veremos), su realidad práctica (su puesta en escena) me parece un completo desastre.


No he tenido el gusto de ver las comedias dirigidas por Adam McKay, pues la prudencia me aconsejó no hacerlo, si bien no falta quien comenta maravillas de El reportero: La leyenda de Ron Burgundy (Anchorman: The Legend of Ron Burgundy, 2004), Pasado de vueltas (Talladega Nights: The Ballad of Ricky Bobby, 2006), Hermanos por pelotas (Step Brothers, 2008), Los otros dos (The Other Guys, 2010) y Los amos de la noticia (Anchorman 2: The Legend Continues, 2013). Pero si, como dicen algunos de esos maravillados, La gran apuesta es su mejor película hasta la fecha, creo que seguiré sumido en esa ignorancia al menos durante una larga temporada. Vuelvo a insistir en que, a priori, el planteamiento de este film no es en absoluto malo; por el contrario, está lleno de posibilidades, y de hecho las apunta todas, por más que a mi entender no desarrolla ninguna con la suficiente creatividad. Básicamente, La gran apuesta consiste en la reconstrucción dramatizada del origen y el estallido de la actual crisis económica, que tuvo lugar en los Estados Unidos y no tardó en propagarse al mundo entero, narrada desde la perspectiva de cuatro personajes: el experto financiero Michael Burry (Christian Bale), personaje real que predijo, desgraciadamente con acierto, el estallido de la burbuja inmobiliaria norteamericana, esto es, la fragilidad de un mercado de bienes raíces (bienes inmuebles) sostenido sobre la base de una serie de hipotecas-basura que, tan pronto como quedaran impagadas, acarrearían el hundimiento de todo el mercado inmobiliario, como así ocurrió; el agente de Wall Street Mark Baum (Steve Carell), basado a su vez en el personaje real de Steve Eisman, quien al frente de su equipo de colaboradores se asoció con el tercer gran personaje de la intriga, el bróker Jared Vennett (Ryan Gosling), un trasunto del auténtico Greg Lippmann, de cara a conseguir lo que Burry intentó pero no logró, esto es, sacar tajada de la inminente crisis mediante una compleja operación de compra y venta de activos “dañados”; y Ben Rickert (Brad Pitt), un exagente de cambio y bolsa basado en el personaje real de Ben Hockett, que presta su pericia y su experiencia negociadora a otros dos jóvenes aspirantes a tiburones de Wall Street, Charlie Geller (John Magaro) y Jamie Shipley (Finn Wittrock), quienes no son sino personajes de ficción basados en los reales Charlie Ledley y Jamie Mai respectivamente. Añadamos que el guion de McKay, coescrito con Charles Randolph, se basa en el libro de investigación del periodista Michael Lewis The Big Short: Inside the Doomsday Machine (2010), inédito en España salvo error del que suscribe.


Teniendo en cuenta que todavía estamos inmersos en esta crisis económica inacabable, y que aún la estamos sufriendo en nuestras carnes y en nuestras mentes, resulta lógico que lo que narra La gran apuesta “toque” la fibra sensible, el ánimo o la conciencia del espectador. Además, a pesar de la experiencia previa de McKay en el terreno de la comedia, y de que en el film abundan los momentos irónicos e incluso humorísticos, La gran apuesta no hace un retrato ni frívolo, ni fácil, ni cómodo de lo que narra, sino por el contrario duro, áspero, cínico y amargo. Sus intenciones son muy claras, y no deja lugar a dudas: todos los protagonistas de la película son una caterva de hijos de la gran puta, por decirlo suavemente, que intentaron aprovecharse de la desgracia ajena, de la ruina financiera de millones de inocentes que perdieron su dinero, sus casas y sus bienes sin que nadie moviera un dedo por ellos, y que en los casos concretos de Vennett/ Lippmann, Rickert/ Hockett, Geller/ Ledley y Shipley/ Mai, y de tantos y tantos otros, acabaron sacando una substanciosa tajada de todo ello. Una infamia que La gran apuesta muestra tal cual, sin paliativos ni paños calientes. Pero una cosa son las intenciones, loables en el caso de La gran apuesta, y otra es el cine.


De entrada, el guion en sí mismo considerado resulta, como mínimo, discutible. Estamos de acuerdo en que el libreto hace un esfuerzo notable para narrar con el máximo detalle posible el prácticamente incomprensible intríngulis económico que desató la crisis, pero aun así su planteamiento resulta bastante molesto. Acaso con la intención de hacer lo más cercano posible al espectador neófito (entre los que me incluyo) todo ese galimatías financiero, los responsables del film apuestan, en primer lugar, por un acercamiento irónico-humorístico, no desprovisto de cinismo. De este modo, en un par de escenas concretas aparecen nada menos que la actriz Margot Robbie, metida en un baño de espuma, y la actriz y cantante Selena Gómez, jugando a las cartas en Las Vegas, ambas interpretándose a sí mismas y hablando hacia la cámara para ofrecer unas complicadísimas explicaciones verbales sobre un par de tecnicismos económicos. Dejando aparte el sarcasmo de la aparición de ambas actrices –que tiene su (malévolo) sentido: Robbie fue la coprotagonista femenina de El lobo de Wall Street (The Wolf of Wall Street, 2013, Martin Scorsese) (2), mientras que Selena Gómez es… Selena Gómez–, sus apariciones, lo que cuentan y cómo lo cuentan no tiene más valor que el anecdótico, o si lo prefieren, el de un chiste (fácil, por añadidura). Por no hablar de la más bien bochornosa escena en la que Vennett se ayuda de una torre de juguete a base de pequeñas piezas de madera para explicarles a Baum y su equipo el funcionamiento del mercado financiero y cómo este, literalmente, se derrumbará tan pronto como fallen las partes fundamentales para sostenerlo.


Siempre cabe la posibilidad de, como en mi caso, desinteresarse del intríngulis financiero, habida cuenta de que, tal y como está planteado y resuelto, no tiene interés alguno, y concentrarse en otros aspectos del relato, tales como la descripción de los personajes y la puesta en escena del mismo. Pero, por desgracia, incluso viéndola desde estas perspectivas en exclusiva, el asunto no mejora. Los personajes, y los intérpretes que se hacen cargo de ellos, dejan bastante que desear. El más penoso es el de Michael Burry, descrito con una serie de tics que pretenden erigirlo en una especie de “genio loco” o de “sabio despistado”: se pasea descalzo por la oficina, oye música rock a un volumen exagerado, toca la batería como un poseso, y habla poco, en voz baja y entre risitas. Cabe la posibilidad, por descontado, de que el auténtico Burry sea exactamente así, pero en cualquier caso no convence ni el personaje (que, con franqueza, parece más bien un tarado que un genio), ni su intérprete: Christian Bale, que por regla general es un buen actor, hace aquí la peor interpretación de su carrera.


No menos cargante resulta el personaje (de alguna manera hay que llamarlo) de Rickert, empezando por la labor de su intérprete, un Brad Pitt haciendo, como siempre, de Brad Pitt (o sea, nada), y acabando con la caracterización de su (ejem) personaje: Rickert está descrito como una especie de figura antisocial que, a capricho del guion, dado que sus motivaciones nunca quedan del todo claras, decide ayudar a Geller y Shipley en su jugada financiera para-joder-al-sistema. El personaje (sic) puede tener gracia si no se es exigente, pero a la hora de la verdad resulta difícil de creerse a alguien que fue un poderoso agente de Wall Street, dejó de serlo para dedicarse a cuidar su huerto, accede a colaborar con Geller y Shipley apenas se lo piden, y una vez hecho (no sin llevarse una buena tajada), regresa a su huerto… Lo dicho: quizá Hockett, la figura real en la que se inspira el personaje de Rickert, fuera así en la vida real; pero, tal y como se lo presenta en el film, resulta burdo, incomprensible y facilón.


Hay dos honrosas excepciones. La primera es el personaje de Mark Baum, el mejor perfilado de la función, el cual se beneficia de la magnífica interpretación –esta sí– de Steve Carell. Con todo, el personaje cojea en un apartado que, tal y como está planteado en ese guion que no para de ganar premios y alabanzas, carece de interés alguno: el hecho de que Baum –y, quizá, también Steve Eisman, la figura real que le sirve de base, cosa que no puedo corroborar dado que lo desconozco– esté traumatizado por la muerte de su hermano. Desde luego que Baum es el único personaje que muestra una humanidad de la cual los demás carecen: su asombro ante el inminente estallido de la burbuja inmobiliaria, su estupefacción ante una catástrofe económica desorbitada e imparable, están muy bien expresados por Carell, vuelvo a insistir, espléndido en su papel: todo el asunto de su hermano, sencillamente, sobra. La segunda excepción a la que me refiero es el personaje de Jared Vennett, la versión de ficción de Greg Lippmann, y que es el único que mantiene su coherencia desde el principio y hasta el final. No me parece casual que sea precisamente el cínico, amoral y arrogante Vennett quien, al igual que Margot Robbie y Selena Gómez, se dirija hacia el espectador hablándole mirando a cámara: en cierto sentido, es “la voz” del film porque es quien tiene claro desde el principio cuál es su propósito: ganar dinero a costa de la ruina del prójimo. Un hijo de puta integral. Además, Ryan Gosling lo interpreta muy bien.


Si los personajes tampoco son lo suficientemente atractivos como para justificar un largo, muy largo metraje de 130 inacabables minutos, siempre cabe la posibilidad, repito, de concentrarse en el trabajo de puesta en escena de la película, o expresándolo en palabras de Alberto Moravia, ver cómo el director se las ha arreglado. El problema es que en La gran apuesta no hay un trabajo de puesta en escena digno de esa expresión, dicen algunos, ya anticuada, pero todavía muy elocuente mientras nadie invente algo mejor. A no ser que entendamos, o mejor dicho interpretemos, como “trabajo de realización” la propensión de Adam McKay a insertar esos típicos primeros planos/ planos medios de los personajes en los que la cámara se mueve, ligeramente “temblorosa”, incluso en las abundantes escenas en las que estos se limitan a estar sentados hablando mucho (pero, en el fondo, sin decir nada), acaso para expresar que son como los tiburones (de los de Wall Street, por supuesto), que necesitan estar siempre en movimiento so pena de ahogarse (algo que ya ensayó, por cierto, el ínclito Oliver Stone en otro engendro de similares y premonitorias características, la inefable Wall Street, ídem, 1987); o bien consideremos que “trabajo de realización” consiste en montar planos cortos y crear una especie de coreográfica presentación de localidades estadounidenses, combinando planos generales y planos de detalle, con vistas a captar así el frenesí de la sociedad norteamericana, en lo que puede verse una especie de revisión liofilizada del estilo de Martin Scorsese. Los responsables de la crisis deben haberse reído mucho viendo La gran apuesta, un film que casi consigue que el mayor robo de la historia, y el más impune, parezca un simple juego de niños traviesos. ¿Una historia real? Pueden metérsela por el culo.     

sábado, 13 de febrero de 2016

El misterio de la Mercería de Minnie: “LOS ODIOSOS OCHO”, de QUENTIN TARANTINO



[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] No es ningún secreto a estas alturas que el cine de Quentin Tarantino tiene mucho de juego narrativo. Dependiendo de las ocasiones y del grado de inspiración de su autor (menos regular de lo que sus admiradores quieren reconocer), ese juego puede ser más o menos brillante –Reservoir Dogs (ídem, 1992), Django desencadenado (Django Unchained, 2012) (1)–, irregular –Malditos bastardos (Inglorious Basterds, 2009) (2)–, cuando no mediocre –Jackie Brown (ídem, 1997), Kill Bill. Volumen 1 & 2 (Kill Bill: Vol. 1 & Vol. 2, 2003-2004), Death Proof (ídem, 2007)–, o decididamente malo –Pulp Fiction (ídem, 1994)–. De ahí que, ante semejantes precedentes, que solo pueden convencer a los convencidos de antemano (hay que reconocerle a Tarantino su extraordinaria habilidad para vender humo como si fuera oro puro), me he llevado una grata sorpresa con Los odiosos ocho (The Hateful Eight, 2015), su más reciente propuesta, entre otras razones porque, en esta ocasión, el juego narrativo me parece más ingenioso, divertido y mucho mejor resuelto de lo que acostumbra su director, hasta el punto de que me atrevería a afirmar que nos hallamos, si no ante su mejor película, por lo menos ante la que a mí, personalmente, más y mejor me ha convencido.
  

En una de las primeras escenas de Los odiosos ocho, Tarantino recupera un pequeño detalle que ya había utilizado en la menos mala de las dos entregas de Kill Bill, el “Volumen 2”. Justo en la secuencia inicial de este último, veíamos a Uma Thurman hablando hacia la cámara, y cómo al final de su parlamento guiñaba un ojo. Ese guiño, que Tarantino copió del final de Family Plot (La trama) (Family Plot, 1976), tenía en Kill Bill. Volumen II el mismo sentido que en la extraordinaria última película de Alfred Hitchcock: erigirse en una llamada de atención al espectador, dándole a entender que todo lo que acababa de ver una vez llegados al final de Family Plot (La trama), o todo lo que iba a ver a continuación en Kill Bill. Volumen II, no era/ es sino un artificio que convenía/ conviene no tomarse demasiado en serio. Como digo, el guiño de ojos reaparece al principio de Los odiosos ocho: a bordo de la diligencia que les conduce hacia la Mercería de Minnie, Daisy Domergue (Jennifer Jason Leigh), la prisionera que conduce John “La Horca” Ruth (Kurt Russell) camino de su ejecución, le guiña un ojo al cazador de recompensas que les acompaña, el mayor Marquis Warren (Samuel L. Jackson), y este, divertido, se lo devuelve… Naturalmente que resulta lícito pensar, en virtud de ese intercambio de guiños, que ambos personajes están secretamente “compinchados”. Una vez muy avanzada esta larga, muy larga película (167 minutos en su versión “Multiplex” en copia digital, 187 minutos en su versión “Roadshow” en copia de 70 mm, que no he visto, pero que parece ser que incluye con respecto a la anterior 4 minutos de obertura musical y 12 minutos de intermedio), pero que a pesar de su extenso metraje no se hace para nada pesada, lo cual es un mérito indiscutible que es justo reseñar en el haber de Tarantino; como digo, lo gracioso es que hacia la mitad de tan larga proyección descubrimos que Daisy y Marquis no son cómplices. El espectador puede sentirse legítimamente estafado ante ese hecho, habida cuenta de que ese cruce de guiños no quería decir que hubiera complicidad entre los personajes. Pero, desde otro punto de vista, podemos interpretar que esos guiños no iban sino dirigidos hacia el público, si bien de una manera no tan evidente como lo hizo Hitchcock o como lo repetiría Tarantino en Kill Bill. Volumen II.


Lo cierto es que, a partir de ese cruce inicial de guiños, Los odiosos ocho se mueve en el terreno del juego narrativo tan querido por su director. Un juego del gato y el ratón que, como muy bien se ha apuntado estos días, vendría a ser un equivalente o, si se prefiere, una especie de revisión en clave westerniana de Reservoir Dogs, protagonizada, recordemos, por otros “odiosos” personajes; que transcurría asimismo en un escenario principal del cual solo “salíamos”, como aquí, vía flashbacks ambientados en otros escenarios; y donde había un personaje que no era quien parecía o decía ser. De hecho, la situación que se plantea en Los odiosos ocho, donde un puñado de indeseables se ven obligados a pasar unos días juntos por culpa de una tormenta de nieve que les mantiene aislados en la posta para diligencias conocida como la Mercería de Minnie, evoca hasta cierto punto la primera y mejor secuencia de Malditos bastardos: la de la cabaña. Recordemos que, en esta última, la tensión y el “suspense” que se creaban lo hacían alrededor del descubrimiento de unos personajes escondidos bajo el suelo de la cabaña, justo debajo de los pies de los que conversan en el piso superior.


Pues bien, en Los odiosos ocho, el relato toma un giro inesperado a partir del momento en que descubrimos no solo que hay más de un “odioso” presente en la posta y que, estos sí, son cómplices de Daisy, sino que también hay un personaje escondido, literalmente, en el sótano de la Mercería de Minnie, o lo que a efectos prácticos es casi lo mismo, en un segundo nivel, oculto, del relato: Jody (Channing Tatum), el hermano de Daisy. En Los odiosos ocho, los personajes son, en puridad de conceptos, piezas de un retorcido ajedrez de vida y muerte que asumen desde el principio su condición de títeres: de partícipes de ese juego narrativo que, por una vez y sin que sirva de precedente, Tarantino desarrolla haciendo gala de una admirable autoconciencia de que lo que está ofreciendo es eso, un juego, y además planteándolo y resolviéndolo con brillantez.


Como siempre en Tarantino, se ha hablado y probablemente se seguirá hablando del caudal de referencias a otras películas que inunda las imágenes de Los odiosos ocho, empezando por la incorporación a la banda sonora de una partitura del veterano Ennio Morricone que remite, por descontado, a la sonoridad que utilizó en sus cuantiosas contribuciones al eurowestern italiano, además de incluir la recuperación de un fragmento de su banda sonora para Exorcista II: El hereje (Exorcist II: The Heretic, 1977, John Boorman), y sobre todo, fragmentos descartados para la partitura de la magnífica La cosa (The Thing, 1982). Respecto a esto último, huelga añadir que la presencia en el reparto de Kurt Russell no es sino uno de los evidentes homenajes/ guiños/ copias del clásico de John Carpenter que atesora Los odiosos ocho: Russell es el primero en “morir” (mientras que, en La cosa, era uno de los dos únicos supervivientes), y lo hace, además, soltando un espectacular vómito de sangre que no puede menos que recordar los extraordinarios efectos especiales de maquillaje creados por Rob Bottin para ese film; además, mucho antes hemos visto cómo un par de personajes tienden unas cuerdas en medio del paisaje nevado para poder ir y volver de la posta a la letrina sin perderse en medio de la nieve, tal y como se hacía en La cosa.


Pero, como digo, esa carga referencial me parece lo menos interesante del cine de Tarantino en general y de Los odiosos ocho en particular. Es la parte menos atractiva de su juego, por lo que tiene de obvio; véase, sin ir más lejos, el movimiento de grúa descendente que, al principio del relato, nos descubre a Marquis en medio del camino y delante de la diligencia, que se detiene justo en ese instante para no atropellarle; es un movimiento de cámara que hemos visto cientos de veces, y por tanto no tiene mayor valor que el referencial, ni más interés que el anecdótico. Me parece mucho más atractivo aquí algo que a Tarantino suelen reprocharle, incluso, sus exégetas: ese exceso de verborrea, esos diálogos larguísimos, a veces inacabables, pero que en esta ocasión me parecen más justificados que nunca. Los personajes hablan y hablan, cierto, pero con independencia de lo que digan o del cómo lo digan (y resulta obligado anotar de inmediato que todos los intérpretes están magníficos, sin excepción, aunque creo que Walton Goggins se merece una mención especial), lo interesante es que, a pesar de lo mucho que hablan, de lo mucho que aparentemente parecen explicar sobre sí mismos, todos ellos tienen de principio a fin algo de misterioso, de oculto. Los diálogos de Los odiosos ocho contribuyen a reforzar lo que el film tiene de juego, de artificio, de simulacro de realidad. Y a desvelar lo que, en el fondo, es la película: un relato de misterio.


De ahí que, para mi gusto (gusto “no tarantiniano”, se entiende), lo mejor de Los odiosos ocho reside en su faceta, digamos, “policíaca”, y en la forma como Tarantino construye los mimbres de un relato bañado de ambigüedad que va creciendo en intensidad e interés a medida que avanza, y que lo hace, además, sostenido sobre la base de unos personajes que de tan “odiosos” resulta imposible empatizar con ninguno de ellos. Nunca hasta ahora Tarantino se lo había puesto más difícil a los espectadores, e incluso a sus incondicionales, sometidos tanto unos como otros a la inmersión en un ajedrez al cual no hay dónde agarrarse a nivel emocional. Tarantino, por fin, se la ha jugado, y a fondo. Y con un resultado casi perfecto.


Además del ya mencionado cruce de guiños entre Daisy y Marquis, que dejando aparte su carácter de mero jugueteo con el espectador sirve para introducir un poso de misterio en el relato, este avanza muy bien a base de detalles que van cargando la atmósfera de espesor: la puerta rota de la Mercería de Minnie, que hay que abrir de una patada y volver a clavar cada vez que se cierra (y luego sabremos a qué se debe que esté rota); el hallazgo de un pequeño caramelo rojo en el suelo de la posta por parte de Marquis nada más llegar (lo cual, también, tiene su explicación); la conversación, repleta de suspicacias, de Marquis con Bob el mejicano (Demián Bichir) en el establo (que, más adelante, reflotará); el estofado recién hecho de Minnie, cuando se supone que la mujer, propietaria del establecimiento, hace ya dos días que se fue (otro detalle premonitorio); el momento en que Daisy toca la guitarra y canta una canción repleta de maliciosas referencias a su situación y la de sus compañeros (lo cual parece gratuito pero, en el fondo, no lo es); en particular, el excelente flashback que nos los desvela todo, y que reconstruye minuciosamente cómo Jody y sus compinches –Oswaldo Mobray (Tim Roth), Joe Gage (Michael Madsen) y el citado Bob– llegaron a la Mercería de Minnie antes de que lo hicieran Hunt, Daisy, Marquis y el conductor de la diligencia O.B. Jackson (James Parks); una vez allí, cómo asesinaron a Minnie (Dana Gourrier), su marido Dave (Gene Jones), a la chica encargada del establo, Judy “Seis Caballos” (Zoë Bell), y a dos criados negros, Charly (Keith Jefferson) y Gemma (Belinda Owino); y cómo obligaron al anciano general Sandy Smithers (Bruce Dern) a participar de su farsa, so pena de matarle.


A todo ello hay que unir la secuencia más cruel y dolorosa jamás rodada por Tarantino: la tensa conversación de Marquis y el mencionado general Smithers, un sureño radical que odia a los negros del cual el primero se venga sádicamente, relatándole que él fue el responsable de la muerte del hijo de Smithers, Chester (Craig Stark), al cual torturó y humilló sin piedad haciéndole caminar desnudo por la nieve durante más de dos horas, y luego le obligó a hacerle una felación antes de matarle. El diálogo entre Marquis y Smithers, excelentemente planificado, se combina con insertos que, a modo de flashbacks, visualizan el tormento y la vejación que Marquis infligió al hijo del general, en una secuencia cuya fuerza reside en que, más allá de dar pie al consabido chiste fácil made in Tarantino (el celebrado de las “pollas negras en bocas blancas”), contribuye a reforzar la ambigüedad del relato: el flashback puede ser, en efecto, una visualización de lo que ocurrió, o sencillamente una visualización de la posible mentira que Marquis le está contando a Smithers para atormentarle y obligarle a que intente dispararle, a fin de matarle él primero, tal y como ocurre.


Los odiosos ocho, aun siendo un film excelente y a ratos realmente magnífico, no termina de ser la consabida obra maestra que los incondicionales de Tarantino siempre proclaman antes incluso de haberla visto por culpa, como siempre, de la tendencia del cineasta a, por así decirlo, “darles gusto” a los fans, insertando detalles de brocha gorda destinados a regocijarles. Pienso, en concreto, en los feos insertos de chorreo de sangre como consecuencia de las hemorragias internas provocadas por el veneno echado en el café o como resultado del impacto de las balas, que se nota demasiado que están hecho de cara a la galería: para que la “peña tarantiniana” se divierta, vamos. Pese a todo, es pecata minuta en el conjunto de un largometraje, vuelvo a insistir, difícil y misterioso, narrativamente complejo y psicológicamente retorcido, y en esta ocasión en absoluto vacío. Algunos rumores apuntan a que Tarantino podría estar preparando una película de terror. Si es así, quién me lo iba a decir poco tiempo atrás, tengo mucha curiosidad por verla.

(2) http://elcineseguntfv.blogspot.com.es/2009/09/paradojas-de-la-segunda-guerra-mundial.html

viernes, 12 de febrero de 2016

Nieve de confeti: “JOY”, de DAVID O. RUSSELL



[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Doble sorpresa (o triple). 1) Joy es la mejor película de su irregular director desde Tres reyes (Three Kings, 1999), y me sorprende que lo sea a pesar de que: 2) recupera, en parte, el tono de comedia enloquecida de su peor film, el insufrible Extrañas coincidencias (I Heart Huckabees, 2004), si bien aquí mucho más trabajado y controlado; y 3) también me asombran, por eso mismo, las críticas negativas que ha recibido, en el sentido de que nos hallamos, dicen, ante la enésima exaltación del american way of life. Es lo que suele ocurrirle a realizadores que, como Russell y tantos y tantos otros, han “subido” demasiado alto y demasiado rápido, y haciéndolo además con películas todo lo más estimables, pero de un prestigio desmesurado, sobre todo en los Estados Unidos: The Fighter (El luchador) (The Fighter, 2010), El lado bueno de las cosas (Silver Linings Playbook, 2012) y La gran estafa americana (American Hustle, 2013); y eso a falta de ver esa rareza “maldita” titulada Accidental Love (2015), que Russell firmó con el seudónimo de Stephen Greene.


Joy ofrece una visión muy socarrona y para nada idealizada del Sueño Americano. De entrada, plantea una visión de la familia, la de la principal protagonista, Joy Mangano (Jennifer Lawrence), que nada tiene de idílica, más bien todo lo contrario. Joy es una joven mujer divorciada y madre de familia que se ve obligada a compartir una casa que se cae a pedazos con su madre, Terry (Virginia Madsen), otra mujer divorciada pero ociosa que se pasa el día echada en su cama mirando “culebrones” televisivos; su padre, Rudy (Robert De Niro), quien acaba de regresar al mismo hogar después de su enésima aventura amorosa fallida; y su exmarido, Tony (Édgar Ramírez), que vive con ella bajo el mismo techo pero en el sótano, porque no tiene a dónde ir (sótano que, además, se verá forzado a compartir con su antiguo suegro, que nunca le ha soportado, porque no hay más espacio libre en la vivienda). El único miembro de la familia con el que Joy se lleva bien es su abuela Mimi (feliz reencuentro con Diane Ladd), la única persona que siempre la anima y que trata de apaciguar los ánimos soliviantados.


Puede alegarse que ese retrato tan bizarro de la familia de Joy está justificado tan solo al principio, mientras las cosas, como suele decirse, “marchan mal”, pero que en el fondo nos hallamos ante el enésimo retrato positivo de la institución familiar made in USA. Nada más lejos de la realidad, habida cuenta de que, tal y como el film la presenta, la familia de la protagonista solo le presta apoyo a su proyecto (la fabricación de un nuevo y revolucionario modelo de fregona) en cuanto ven las posibilidades de ganar mucho dinero con el mismo. Más que interés familiar, destaca sobre todo el interés económico. De hecho, tras una temporada en las cual las cosas “marchan bien” (la fregona de Joy se vende como rosquillas), las cosas empiezan a torcerse, entonces toda su familia deja sola a Joy, que es quien, individualmente, deberá resolver los problemas. Mientras tanto, el retrato de la familia de la protagonista no evoluciona precisamente a mejor, por más que, cierto es, tampoco evoluciona a peor, sino que la bizarría sigue estando presente: Terry sale por fin de la cama, tras años de haber estado echada en ella, porque se enamora de Toussaint (Jimmy Jean-Louis), el fontanero africano que solo habla francés y que se presenta en casa para reparar una avería en el suelo de su dormitorio (detalle en el cual puede verse, por descontado, algo con intención simbólica); Rudy se echa una nueva y adinerada novia, Trudy (Isabella Rossellini), a la que él y Joy convencen para que invierta en la fregona; y Tony se convierte en la mano derecha de la protagonista, pues acaban descubriendo, una vez divorciados, que no servían para estar casados pero sí para ser amigos. A mayor ahondamiento, el único personaje “positivo” en el sentido más prosaico de la expresión, la abuela Mimi, muere sin que Joy pueda estar presente en ese momento decisivo.


Es de suponer, pues tampoco está nada claro, que las acusaciones vertidas hacia Joy en cuanto supuesta exaltación del modo-de-vida-americano se derivan del hecho de que, tal y como se muestra en el film (y como, dicen, ocurrió poco más o menos en la vida real, pues Joy Mangano no es un personaje ficticio), la protagonista del relato acabó, como suele decirse, “triunfando” gracias a la patente de una ingeniosa fregona que podía escurrirse sin necesidad de agacharse, invento que alcanzó ventas millonarias en los Estados Unidos gracias a su difusión en un programa de tele-tienda. Dejando aparte el hecho de que hacer una película sobre una mujer que se hizo famosa gracias a una fregona, y lo que es mejor, que dicha película funcione tan bien como lo hace Joy no deja de tener su gracia, sigo sin ver que el film presente de una manera favorecedora el Sueño Americano, más bien todo lo contrario.


La Joy encarnada, con considerable energía, por Jennifer Lawrence (una actriz que ya hace tiempo que está pidiendo a gritos que le dejen mostrar de una vez sus innatas cualidades para la comedia más desenfrenada), empieza como un ama de casa agobiada y con una familia con la cual resulta muy difícil vivir el día a día, y que, con tal de salir adelante, acaba convirtiéndose en una estrella de la tele-tienda. Cuando, en un momento dado, todo su negocio está a punto de irse al traste como consecuencia de una triquiñuela legal de la empresa que se encarga de fabricarle sus fregonas, la protagonista adopta la pose y la determinación de una delincuente para hacer frente al responsable de sus desdichas (el cual, no por casualidad, se presenta ante ella luciendo el típico sombrero Stetson made in USA: los cowboys se han reciclado en hombres de negocios, pero siguen siendo y comportándose con los demás como cowboys). La secuencia final me parece, asimismo, muy elocuente, con Joy convertida en la versión femenina de Vito Corleone, recibiendo la pleitesía de los desfavorecidos a los que ella acoge bajo sus alas, consciente de que ha tenido que jugar duro, y sucio, para llegar a convertirse en lo que ahora es: otra hija de puta con influencia.


Como digo, y a la vista de lo expuesto, Joy no solo no me parece una exaltación del american way of life, sino más bien un cuento para adultos cargado de mucha, mucha mala leche. Además, consciente de este planteamiento irónico y, en el fondo, mucho más amargo de lo que se ve a simple vista (aunque no lo parezca, esta no es una película para perezosos), David O. Russell hace gala aquí de un interesante planteamiento en su puesta en escena que, con todas sus irregularidades y altibajos (cierto: Joy no es una obra maestra del cine, pero tampoco un film mediocre: como en muchas otras cosas, y no solo en cine, hay un honroso punto medio), tiene, como digo, un considerable atractivo. La ironía está muy clara ya desde el principio, con esa sarcástica escena resuelta en base a un plano general fijo de considerable duración, donde cuatro estrafalarios personajes “adinerados” –entre los cuales hallamos a algunas auténticas reinas del “culebrón made in USA” tipo Dallas, Falcon Crest o Dinastía, como Susan Lucci y Donna Mills, prestándose al juego–, interpretan un supuestamente dramático, y más bien risible, “drama familiar”. Desde luego que no tardaremos en averiguar que dicha escena pertenece, en realidad, a una de las casposas telenovelas que se traga la madre de Joy desde la cama, pero puede verse en ella una malvada transposición, convenientemente caricaturizada y exagerada, del “drama familiar” de la propia Joy. Este arranque en cuestión introduce en el film desde el film una idea muy concreta: la del artificio.


Será gracias a ese gigantesco, monstruoso, irreal artificio que es la tele-tienda con el que Joy alcanzará “el éxito”. Y resulta coherente en este sentido que la persona que introduce a la protagonista en la tele-tienda, el ejecutivo de televisión Neil Walker (Bradley Cooper), esté presentado como un ser casi angelical: el personaje no es sino una proyección de los sueños de Joy, una representación de ese hombre maravilloso que siempre anduvo buscando y que nunca tuvo porque, sencillamente, no existe más que en su imaginación. Antes del final, vemos a Joy saliendo, triunfante, del sórdido hotel donde ha logrado vencer al hombre que pretendía arruinarla usando una estratagema tan sucia como la que aquél ha usado en contra de ella: la protagonista se detienen ante el aparador de una tienda y, de repente, se pone a nevar; pero, inmediatamente después, Russell “rompe” el efecto idílico, ensoñador, de esta escena, aparentemente, de sublime triunfo de Joy, descubriéndonos que dicha nieve no es real, sino confeti blanco que arroja una máquina de esa misma tienda para hacer publicidad navideña. ¿Acaso no es eso también, en el fondo, toda la gloria de la protagonista de Joy? ¿Vender como si fuera algo maravilloso un invento tan volátil, tan fugaz, como el confeti?