viernes, 12 de febrero de 2016

Nieve de confeti: “JOY”, de DAVID O. RUSSELL



[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Doble sorpresa (o triple). 1) Joy es la mejor película de su irregular director desde Tres reyes (Three Kings, 1999), y me sorprende que lo sea a pesar de que: 2) recupera, en parte, el tono de comedia enloquecida de su peor film, el insufrible Extrañas coincidencias (I Heart Huckabees, 2004), si bien aquí mucho más trabajado y controlado; y 3) también me asombran, por eso mismo, las críticas negativas que ha recibido, en el sentido de que nos hallamos, dicen, ante la enésima exaltación del american way of life. Es lo que suele ocurrirle a realizadores que, como Russell y tantos y tantos otros, han “subido” demasiado alto y demasiado rápido, y haciéndolo además con películas todo lo más estimables, pero de un prestigio desmesurado, sobre todo en los Estados Unidos: The Fighter (El luchador) (The Fighter, 2010), El lado bueno de las cosas (Silver Linings Playbook, 2012) y La gran estafa americana (American Hustle, 2013); y eso a falta de ver esa rareza “maldita” titulada Accidental Love (2015), que Russell firmó con el seudónimo de Stephen Greene.


Joy ofrece una visión muy socarrona y para nada idealizada del Sueño Americano. De entrada, plantea una visión de la familia, la de la principal protagonista, Joy Mangano (Jennifer Lawrence), que nada tiene de idílica, más bien todo lo contrario. Joy es una joven mujer divorciada y madre de familia que se ve obligada a compartir una casa que se cae a pedazos con su madre, Terry (Virginia Madsen), otra mujer divorciada pero ociosa que se pasa el día echada en su cama mirando “culebrones” televisivos; su padre, Rudy (Robert De Niro), quien acaba de regresar al mismo hogar después de su enésima aventura amorosa fallida; y su exmarido, Tony (Édgar Ramírez), que vive con ella bajo el mismo techo pero en el sótano, porque no tiene a dónde ir (sótano que, además, se verá forzado a compartir con su antiguo suegro, que nunca le ha soportado, porque no hay más espacio libre en la vivienda). El único miembro de la familia con el que Joy se lleva bien es su abuela Mimi (feliz reencuentro con Diane Ladd), la única persona que siempre la anima y que trata de apaciguar los ánimos soliviantados.


Puede alegarse que ese retrato tan bizarro de la familia de Joy está justificado tan solo al principio, mientras las cosas, como suele decirse, “marchan mal”, pero que en el fondo nos hallamos ante el enésimo retrato positivo de la institución familiar made in USA. Nada más lejos de la realidad, habida cuenta de que, tal y como el film la presenta, la familia de la protagonista solo le presta apoyo a su proyecto (la fabricación de un nuevo y revolucionario modelo de fregona) en cuanto ven las posibilidades de ganar mucho dinero con el mismo. Más que interés familiar, destaca sobre todo el interés económico. De hecho, tras una temporada en las cual las cosas “marchan bien” (la fregona de Joy se vende como rosquillas), las cosas empiezan a torcerse, entonces toda su familia deja sola a Joy, que es quien, individualmente, deberá resolver los problemas. Mientras tanto, el retrato de la familia de la protagonista no evoluciona precisamente a mejor, por más que, cierto es, tampoco evoluciona a peor, sino que la bizarría sigue estando presente: Terry sale por fin de la cama, tras años de haber estado echada en ella, porque se enamora de Toussaint (Jimmy Jean-Louis), el fontanero africano que solo habla francés y que se presenta en casa para reparar una avería en el suelo de su dormitorio (detalle en el cual puede verse, por descontado, algo con intención simbólica); Rudy se echa una nueva y adinerada novia, Trudy (Isabella Rossellini), a la que él y Joy convencen para que invierta en la fregona; y Tony se convierte en la mano derecha de la protagonista, pues acaban descubriendo, una vez divorciados, que no servían para estar casados pero sí para ser amigos. A mayor ahondamiento, el único personaje “positivo” en el sentido más prosaico de la expresión, la abuela Mimi, muere sin que Joy pueda estar presente en ese momento decisivo.


Es de suponer, pues tampoco está nada claro, que las acusaciones vertidas hacia Joy en cuanto supuesta exaltación del modo-de-vida-americano se derivan del hecho de que, tal y como se muestra en el film (y como, dicen, ocurrió poco más o menos en la vida real, pues Joy Mangano no es un personaje ficticio), la protagonista del relato acabó, como suele decirse, “triunfando” gracias a la patente de una ingeniosa fregona que podía escurrirse sin necesidad de agacharse, invento que alcanzó ventas millonarias en los Estados Unidos gracias a su difusión en un programa de tele-tienda. Dejando aparte el hecho de que hacer una película sobre una mujer que se hizo famosa gracias a una fregona, y lo que es mejor, que dicha película funcione tan bien como lo hace Joy no deja de tener su gracia, sigo sin ver que el film presente de una manera favorecedora el Sueño Americano, más bien todo lo contrario.


La Joy encarnada, con considerable energía, por Jennifer Lawrence (una actriz que ya hace tiempo que está pidiendo a gritos que le dejen mostrar de una vez sus innatas cualidades para la comedia más desenfrenada), empieza como un ama de casa agobiada y con una familia con la cual resulta muy difícil vivir el día a día, y que, con tal de salir adelante, acaba convirtiéndose en una estrella de la tele-tienda. Cuando, en un momento dado, todo su negocio está a punto de irse al traste como consecuencia de una triquiñuela legal de la empresa que se encarga de fabricarle sus fregonas, la protagonista adopta la pose y la determinación de una delincuente para hacer frente al responsable de sus desdichas (el cual, no por casualidad, se presenta ante ella luciendo el típico sombrero Stetson made in USA: los cowboys se han reciclado en hombres de negocios, pero siguen siendo y comportándose con los demás como cowboys). La secuencia final me parece, asimismo, muy elocuente, con Joy convertida en la versión femenina de Vito Corleone, recibiendo la pleitesía de los desfavorecidos a los que ella acoge bajo sus alas, consciente de que ha tenido que jugar duro, y sucio, para llegar a convertirse en lo que ahora es: otra hija de puta con influencia.


Como digo, y a la vista de lo expuesto, Joy no solo no me parece una exaltación del american way of life, sino más bien un cuento para adultos cargado de mucha, mucha mala leche. Además, consciente de este planteamiento irónico y, en el fondo, mucho más amargo de lo que se ve a simple vista (aunque no lo parezca, esta no es una película para perezosos), David O. Russell hace gala aquí de un interesante planteamiento en su puesta en escena que, con todas sus irregularidades y altibajos (cierto: Joy no es una obra maestra del cine, pero tampoco un film mediocre: como en muchas otras cosas, y no solo en cine, hay un honroso punto medio), tiene, como digo, un considerable atractivo. La ironía está muy clara ya desde el principio, con esa sarcástica escena resuelta en base a un plano general fijo de considerable duración, donde cuatro estrafalarios personajes “adinerados” –entre los cuales hallamos a algunas auténticas reinas del “culebrón made in USA” tipo Dallas, Falcon Crest o Dinastía, como Susan Lucci y Donna Mills, prestándose al juego–, interpretan un supuestamente dramático, y más bien risible, “drama familiar”. Desde luego que no tardaremos en averiguar que dicha escena pertenece, en realidad, a una de las casposas telenovelas que se traga la madre de Joy desde la cama, pero puede verse en ella una malvada transposición, convenientemente caricaturizada y exagerada, del “drama familiar” de la propia Joy. Este arranque en cuestión introduce en el film desde el film una idea muy concreta: la del artificio.


Será gracias a ese gigantesco, monstruoso, irreal artificio que es la tele-tienda con el que Joy alcanzará “el éxito”. Y resulta coherente en este sentido que la persona que introduce a la protagonista en la tele-tienda, el ejecutivo de televisión Neil Walker (Bradley Cooper), esté presentado como un ser casi angelical: el personaje no es sino una proyección de los sueños de Joy, una representación de ese hombre maravilloso que siempre anduvo buscando y que nunca tuvo porque, sencillamente, no existe más que en su imaginación. Antes del final, vemos a Joy saliendo, triunfante, del sórdido hotel donde ha logrado vencer al hombre que pretendía arruinarla usando una estratagema tan sucia como la que aquél ha usado en contra de ella: la protagonista se detienen ante el aparador de una tienda y, de repente, se pone a nevar; pero, inmediatamente después, Russell “rompe” el efecto idílico, ensoñador, de esta escena, aparentemente, de sublime triunfo de Joy, descubriéndonos que dicha nieve no es real, sino confeti blanco que arroja una máquina de esa misma tienda para hacer publicidad navideña. ¿Acaso no es eso también, en el fondo, toda la gloria de la protagonista de Joy? ¿Vender como si fuera algo maravilloso un invento tan volátil, tan fugaz, como el confeti? 


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