miércoles, 30 de octubre de 2024

El legado del vampiro: “LAS NOVIAS DE DRÁCULA”, de TERENCE FISHER



Usando una terminología moderna, Las novias de Drácula (The Brides of Dracula, 1960, Terence Fisher) no sería una secuela de Drácula (Dracula, 1958, Fisher), sino lo que ahora se denomina un spin-off, es decir, una derivación argumental de la película seminal, por más que en sus primeras escenas, mientras la cámara de Terence Fisher recorre un bosque tenebroso de árboles de ramas retorcidas y cubierto por un ligero manto de niebla, una voz en off nos recuerda brevemente que el conde Drácula murió –en el clímax de la anterior película de la serie–, pero que su legado terrorífico sigue vivo. Las novias de Drácula, escrita, al igual que el primer Drácula de Hammer Films, por Jimmy Sangster, si bien en esta ocasión firma el guion junto con Peter Bryan y Edward Percy –un libreto abundantemente reescrito que, además, sufrió cambios por parte del propio Fisher e incluso del actor Peter Cushing durante el rodaje–, incide en un aspecto que posteriores aportaciones de Hammer al personaje creado por Bram Stoker no harían sino profundizar: lo que el vampiro y el vampirismo tienen de simbólica vulneración de los códigos de lo que se conoce como familia y sociedad tradicionales, y de qué manera Drácula y su “familia” –los vampiros que él mismo va creando a partir de sus víctimas– vienen a erigirse en un modelo familiar y social alternativo.



Desde el principio del relato y hasta su virulenta conclusión, puede verse y entenderse Las novias de Drácula como esa visión alternativa de lo familiar y lo social que recurre a la perversión de determinadas convenciones de la novela romántica decimonónica e, incluso, del cuento de hadas, para mostrar en segundo término, pero no por ello de forma menos relevante, una sutil parodia hecha con sorna de numerosos estereotipos de clase social. El arranque de su trama argumental ya parece, de hecho, una mezcla de esas convenciones de la literatura romántica y el cuento de hadas. Una “damisela-en-apuros”-en-potencia, la joven francesa Marianne Danielle (Yvonne Monlaur), viaja sola en una diligencia conducida con un exceso de celo por un cochero que cubre su rostro con un sombrero y una bufanda (en lo que puede verse un guiño a esa famosa escena de la novela de Stoker en la que Jonathan Harker es conducido hacia el castillo de Drácula por un misterioso cochero que no es otro que el mismísimo conde vampiro). Tras una serie de diversas y misteriosas vicisitudes –entre ellas, una parada en la posada de un pueblo cuyos habitantes viven aterrorizados bajo el peso de la superstición, poco más o menos como en las primeras páginas del Drácula de Stoker–, Marianne va a parar a un escenario indiscutiblemente gótico, el castillo de la baronesa Meinster (la extraordinaria Martita Hunt), donde se enamora, inocentemente, estúpidamente, del apuesto hijo de la baronesa, el barón Meinster (David Peel), un “príncipe azul” que, sin que ella lo sepa hasta bien avanzada la narración, en realidad es ¡un vampiro! Más adelante, y tras haber sido recogida en el bosque por Van Helsing (Peter Cushing), Marianne llega al final de su viaje: una escuela para señoritas donde ha sido contratada como maestra, y en la que rige un hipócrita código moral y ético: tanto las jóvenes residentes como sus maestras tienen prohibida la “visita de hombres” mientras vivan en el recinto, pero esa prohibición se viene abajo tan pronto como el hombre que allí se presenta hace gala del adecuado aire de respetabilidad: bien sea Van Helsing, cuando escolta a Marianne hasta la escuela sana y salva, y más tarde el barón Meinster, de la cual Marianne, ignorante todavía de su naturaleza vampírica, sigue enamorada, y ante el cual los rígidos administradores de la escuela, el matrimonio Lang (Henry Oscar y Mona Washbourne), hacen una excepción, consintiendo sus visitas a Marianne, dada su elevada categoría social… y por el hecho, nada despreciable, de ser el propietario de los terrenos sobre los cuales se edifica la escuela.   



Al igual que en Drácula, en Las novias de Drácula Terence Fisher acumula turbulentas sugerencias sobre la sexualidad del vampiro que vienen a perturbar desde su raíz la hipócrita moral victoriana. Basta un vistazo de Marianne sobre el barón Meinster desde el balcón de su dormitorio en el castillo por parte de la primera para que ésta se enamore de inmediato del vampiro: ¿puede verse en ello una inversión, asimismo pervertida, de la famosa escena del balcón de Romeo y Julieta de William Shakespeare? El barón tiene un tobillo atado a una cadena de oro, que le contiene (una cadena será, precisamente, el arma que improvisará para intentar matar con ella a Van Helsing en el molino), y le implora a Marianne que le ayude a liberarse consiguiendo la llave de la argolla que esconde la baronesa: la cadena y la llave, así como el candado cerrado que, mágica e inexplicablemente, se suelta de la tapa de un ataúd, dejando libre a la mujer vampiro que yace dentro del féretro, son, asimismo, símbolos de represión y liberación sexual desde el punto de vista de determinada imaginería. En una secuencia memorable, Van Helsing irrumpe en el castillo de los Meinster, y una vez allí descubre a la baronesa, convertida en vampiresa por el mordisco de su propio hijo, en un gesto de evidentes connotaciones incestuosas: es extraordinario ese momento en que la baronesa, avergonzada de su nueva condición de no-muerta, esconde sus colmillos tras su velo con el mismo pudor con el que escondería su desnudez. En la residencia para señoritas, Fisher introduce una sutil sugerencia de lesbianismo en el hecho de que Gina (Andree Melly), la compañera de habitación de Marianne, suspire con mal disimulada envidia ante el hecho de que un noble como el barón se haya prometido en matrimonio con la protagonista femenina, en una actitud un tanto ambigua: ¿suspira, como dice, porque ella también quiere hallar algún día a un prometido tan apuesto como el barón…, o porque va a perder a una compañera de dormitorio tan bella como Marianne?



Más tarde, Gina no tardará en conocer la verdadera naturaleza, diabólica y sexual, del barón Meinster, tan pronto se convierta en víctima de sus colmillos y, una vez transformada en vampiresa, intente morder a Marianne, en un gesto aquí más claramente lésbico, a la vez que insinúa la posibilidad de que ella, Marianne y el barón acaben protagonizando un trío amoroso para toda la eternidad. La sugerencia lésbica flota, asimismo, en todo lo que atañe a Greta (Freda Jackson), la fiel criada de la baronesa, en realidad cómplice de los juegos perversos del barón, o a la pareja de vampiresas que forman Gina y una muchacha del pueblo (Marie Devereux), ambas vestidas con similares ropas blancas con las cuales han sido introducidas en sus ataúdes antes de resucitar a la no-vida. No falta siquiera la sugerencia homosexual que, como comenta el amigo Joaquín Vallet Rodrigo en su libro sobre Fisher, ya se encontraba presente en Drácula (1): en Las novias de Drácula, el barón Meinster consigue lo que no logró el mismísimo príncipe de las tinieblas, morder a Van Helsing en el cuello y saborear su sangre (ergo, penetrarlo con sus colmillos); tras recuperar el conocimiento, Van Helsing recurrirá a un gesto masoquista para purificarse de esa violación (¿para volver a ser un hombre?): quemar esa mordedura con un hierro al rojo vivo y limpiar la herida con agua bendita.



José María Latorre, profundo estudioso del cine de Fisher, ya analizó en numerosas ocasiones muchos de los grandes momentos de puesta en imágenes de esta bellísima Las novias de Drácula, entre ellos el travelling lateral que muestra a Van Helsing acercándose sigilosamente al cementerio –un movimiento de cámara aparentemente funcional, siguiendo los movimientos de Van Helsing, pero en realidad antinatural, mágico, en cuanto parece más bien el punto de vista subjetivo de un invisible ser fantástico que está acechando al intrépido cazador de vampiros–, donde Van Helsing presenciará a escondidas, ¿como si fuera un voyeur?, la resurrección a la no-vida, saliendo de su tumba, de la joven del pueblo, animada por la enloquecida Greta, en otra escena con connotaciones lésbicas: la muchacha que, en este caso, no “sale del armario”, sino de un ataúd, invocada por otra mujer, mayor que ella y visiblemente excitada ante el “nacimiento” a una no-vida de lujuria eterna de una nueva vampiresa. A ello hay que añadir la concepción dinámica del plano, tan característica de Fisher, en ese momento en que el realizador construye un encuadre con Van Helsing, en primer término, intentando atrapar el crucifijo protector que está a punto de caer por un agujero en el suelo de madera del molino, mientras, al fondo del encuadre, vemos, amenazador, al barón Meinster, a punto de arrojarse sobre él. O el brillante clímax de la función, con Van Helsing destruyendo al barón usando la sombra en forma de cruz que dibujan las aspas del molino iluminadas por la luz de la luna, una idea delirante pero que, gracias a la convicción del realizador y del gran Peter Cushing, funciona magníficamente (2).



(1) Terence Fisher. Cátedra. Madrid, 2013. Colección Signo e Imagen/Cineastas n.º 96.

(2) Es famosa la anécdota según la cual las primeras versiones del guion tenían previsto que el film concluyera con el barón Meinster siendo destrozado por una bandada de murciélagos, pero la idea fue suprimida ante las dificultades técnicas que presentaba dicha escena –y puede que también bajo la influencia de Peter Cushing, que veía en este final mágico un carácter extravagante que chocaba con la naturaleza del personaje de Van Helsing–, si bien el concepto se recuperaría en parte en el clímax de la interesante The Kiss of the Vampire (Don Sharp, 1963; véase mi comentario en Dirigido por…, n.º 440, enero 2014: https://elcineseguntfv.blogspot.com/2014/01/dirigido-por-de-enero-2014-ya-la-venta.html).


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