viernes, 27 de septiembre de 2024

El jeque blanco en la Gran Manzana: “DÍA DE LLUVIA EN NUEVA YORK”, de WOODY ALLEN



No es ningún secreto a estas alturas que, dejando aparte Ingmar Bergman, Federico Fellini es una de las más notorias influencias del cine de Woody Allen, algo a veces reconocido por este último, aunque no siempre de buen grado: recuerdo una entrevista televisiva con Allen, emitida en nuestro país con motivo del viaje promocional del realizador de su más reciente film en aquel momento, el excelente Acordes y desacuerdos (Sweet and Lowdown, 1999) (1), y su expresión de incomodidad cuando un periodista le preguntó sobre el parecido de esta última con La Strada (ídem, 1954), y que él negó rotundamente… Por no hablar, claro está, de la influencia de Fellini 8 y medio (Fellini Otto e mezzo, 1963) sobre Recuerdos… (Stardust Memories, 1980) y, parcialmente, en las escenas circenses de la extraordinaria Sombras y niebla (Shadows and Fog, 1991); la de Julieta de los espíritus (Giulietta degli spiriti, 1965) sobre Alice (ídem, 1990); o la de Las noches de Cabiria (Le notti di Cabiria, 1957) sobre parte de Poderosa Afrodita (Mighty Aphrodite, 1995).  

    


Día de lluvia en Nueva York (A Rainy Day in New York, 2019) no es una excepción a esa influencia felliniana, habida cuenta de que al menos una parte importante de su trama –la que gira alrededor de las aventuras de la joven Ashleigh (Elle Fanning) a raíz de la entrevista que quiere realizarle a un famoso director de cine, Roland Pollard (Liev Schreiber), y que culmina en el momento que está a punto de hacer el amor con la estrella cinematográfica Francisco Vega (Diego Luna)… hasta que son inoportunamente interrumpidos por la pareja de este último–, es, como digo, una clarísima variante de lo ya planteado por Fellini en El jeque blanco (Lo sceicco bianco, 1952), la cual también ejercía su influencia en parte de A Roma con amor (To Rome with Love, 2012). Esta influencia no es algo malo en sí mismo considerado, y menos si se tiene en cuenta el carácter instrumental que tiene en el cine de Allen, pues a fin de cuentas lo que hace el director de Manhattan en esta y en anteriores ocasiones es reconocer su identificación con determinados postulados fellinianos en materia, sobre todo, de retratos corales en torno a la estupidez humana.



Mucho se habló, y más bien tirando a «mal», cuando Día de lluvia en Nueva York se estrenó, con retraso, primero en los Estados Unidos y luego en el resto del mundo, con motivo de un recrudecimiento de las duras acusaciones hacia Allen por presuntos abusos sexuales. No vamos a entrar en esta cuestión, sobradamente conocida, dado que, a nivel puramente cinematográfico, aquí no nos interesa para nada. Tampoco vamos a hacer lo contrario, es decir, hablar «bien» de un film por el mero hecho de ser de un cineasta sobradamente reconocido y reconocible. Centrándonos en Día de lluvia en Nueva York en sí misma considerada, diremos que es una película simpática y agradable de ver, excelentemente interpretada como suele ser habitual en el cine de su autor –incluyendo alguna sorpresa inesperada, como la que proporciona una aquí muy entonada Selena Gomez–, y que viene a erigirse en una variante, no por enésima menos válida, de las obsesiones recurrentes de Allen en torno a la dificultad de las relaciones amorosas, y al (duro) contraste existente entre personajes de una elevadísima capacidad intelectual –caso del protagonista masculino y narrador en off del relato al principio y al final del mismo, y que responde al muy literario nombre de Gatsby (Timothée Chalamet)–, y la aspereza de una realidad cotidiana donde esa intelectualidad se revela una mera cortina de humo para defenderse de la dureza del mundo, algo que queda patente en el mejor momento del film: la magnífica confesión que la madre de Gatsby (espléndida Cherry Jones) le hace a su hijo en torno a su sórdido pasado.



Como ya ocurría en Café Society (ídem, 2016) y Wonder Wheel (ídem, 2017), la calidez de la fotografía de Vittorio Storaro contribuye a darle solidez a determinados recursos formales que vienen a arropar el relato con vistas a conferirle atmósfera, caso de las abundantes escenas que se desarrollan bajo la lluvia (una lluvia que, aquí más que nunca, intenta «lavar», sin conseguirlo, las imperfecciones de los personajes), o la escena final en Central Park, en la cual la camiseta blanca de Selena Gomez se erige en simbólica luz de esperanza de cara al futuro de un personaje, Gatsby, cuyo periplo neoyorquino no acaba de tener, empero, la intensidad deseable.

 

(1) https://elcineseguntfv.blogspot.com/2020/05/las-historias-de-emmet-ray-acordes-y.html 

“DIRIGIDO POR…”, octubre 2024, a la venta

 


La esperada Joker: Folie à Deux (ídem, 2024), de Todd Phillips, acapara la portada del n.º 554 de DIRIGIDO POR…, donde también destaca la segunda entrega del dosier en dos partes dedicado a Luis Buñuel; un estudio centrado en Sean Baker con motivo del próximo estreno de su aclamada Anora (ídem, 2024); un artículo de la sección De la literatura al cine dedicado a Truman Capote, conmemorando el centenario del nacimiento de este gran escritor norteamericano; y los más recientes estrenos de cineastas como Pedro Almodóvar, Coralie Fargeat y Ramon Térmens, entre otros.


Mi contribución mensual se circunscribe a la antología de Belle de Jour (Bella de día) (Belle de Jour, 1967), dentro del dosier Buñuel; la crítica de La secta (A Sacrifice, 2024), dirigida por Jordan Scott, hija (no hijo) de Ridley Scott; y la reseña de la miniserie La pareja perfecta (The Perfect Couple, 2024), realizada por Susanne Bier.
 



Números atrasados en edición digital: https://publicaciones.dirigidopor.es

Pedidos libros, números atrasados en formato papel y suscripciones: suscripciones@dirigidopor.com

Facebook: www.facebook.com/#!/dirigidopor

X: www.twitter.com/#!/Dirigido_por

Redacción: redaccion@dirigidopor.com

Publicidad cine: publicidad@dirigidopor.com

miércoles, 25 de septiembre de 2024

Drácula ‘79: “THE CURSE OF DRACULA”, de KENNETH JOHNSON



Entre el 27 de febrero y el 1 de mayo de 1979, la cadena de televisión norteamericana NBC, filial televisiva de Universal Pictures, emitió una serie que partía de una premisa cuanto menos curiosa: resucitar viejas películas y/o personajes abordados previamente por el cine y darles un formato contemporáneo en forma de serial televisivo. La serie se tituló Cliffhangers y fue creada y supervisada, en funciones de productor ejecutivo (lo que hoy denominaríamos un showrunner), por el guionista, productor y realizador Kenneth Johnson, conocido por su labor en series de televisión tan populares como Área 12 (Adam-12, 1968-1975), El hombre de los seis millones de dólares (The Six Million Dollar Man, 1973-1978), La mujer biónica (The Bionic Woman, 1976-1978), El increíble Hulk (The Incredible Hulk, 1977-1982) o V (ídem, 1983-1985), por citar tan solo las más conocidas en España. Cliffhangers se dividía, a su vez, en otras tres series. La primera se titulaba Stop Susan Williams, y era una nueva versión del serial silente The Perils of Pauline (Louis J. Gasnier y Donald MacKenzie, 1914), el cual ya había conocido, entre otras variantes, una famosa versión en formato de largometraje cinematográfico, Los peligros de Paulina (The Perils of Pauline, George Marshall, 1947), protagonizada por Betty Hutton. La segunda era The Secret Empire, descrita como una parodia del serial de Gene Autry El imperio fantasma (The Phantom Empire, Otto Brower y B. Reeves Eason, 1935). Y la tercera es la que aquí nos ocupa: The Curse of Dracula (1).



Cliffhangers
se planteó con una desconcertante estrategia de difusión, consistente en dividirse en episodios de una hora de duración que contuvieran, a su vez, 20 minutos de cada una de las series mencionadas. Por si fuera poco –y, según afirma la fuente consultada en la nota 1, para dar a los acontecimientos una sensación de “en curso”–, las series no empezaron por su primer episodio, sino que Stop Susan Williams comenzó por su episodio segundo, The Secret Empire por el tercero y The Curse of Dracula por el sexto. Esta última, dividida en 10 episodios, fue la única de las tres que llegó a emitirse por completo, dado que el fracaso de audiencia de Cliffhangers provocó la cancelación prematura de toda la serie. Posteriormente, The Curse of Dracula fue reeditada en formato de dos largometrajes para televisión, de ahí que también sea conocida por otros dos títulos –o tres–, los cuales, como acostumbra a ocurrir en estas ocasiones, suelen confundirse según las fuentes consultadas: The World of Dracula y The Loves of Dracula (a.k.a. Dracula ’79). Con una duración total de 172 minutos, una copia de calidad muy deficiente, editada por un fan, que es la que he tenido ocasión de ver, circula por YouTube (2).



Quienes no la hayan visto que no se hagan grandes ilusiones, porque The Curse of Dracula es una serie mediocre en sus líneas generales. Tampoco cabía esperar mucho de un producto con un director como Kenneth Johnson tras las cámaras. No olvidemos que este caballero fue el encargado de realizar el episodio piloto de El increíble Hulk que se estrenó en cines españoles con el título de La Masa, un hombre increíble, y por tanto el culpable de decepcionar a toda una generación de espectadores (3) mostrándonos a un Hulk herido en un brazo por culpa de una escopeta de caza (¡sic!). También es del tal Johnson Cortocircuito 2 (Short Circuit 2, 1988). Con semejante currículo, no se pueden pedir peras al olmo ni hay más cera que la que arde. Pese a todo, es de justicia reconocer que Johnson tan solo dirigió un episodio de The Curse of Dracula, siendo tres de ellos obra de Jeffrey Hayden, y los restantes de Richard Milton y Sutton Roley, este último firmante de una pequeña epopeya de ciencia ficción postapocalíptica titulada Los sobrevivientes elegidos (Chosen Survivors, 1974) que goza de cierto predicamento. A pesar de lo endeble del resultado, The Curse of Dracula atesora, siquiera a nivel de guion, ideas dignas de ser mencionadas, de ahí que, pese a sus abundantes defectos, he querido traerla a colación.



The Curse of Dracula
se une a otras aproximaciones diversas al mito del vampiro desde una perspectiva intelectual y geográficamente contemporánea que abundaron dentro de la cinematografía estadounidense durante la década de 1970, tales como los dípticos formados por Count Yorga, Vampire (1970) y The Return of Count Yorga (1971), ambas de Robert Kelljan, y por Drácula negro (Blacula, William Crain, 1972) y Scream Blacula Scream (Robert Kelljan, 1973) (4), y títulos aislados como Grave of the Vampire (John Hayes, 1972), y producciones para televisión como Vampire (E. W. Swackhamer, 1979) o, sobre todo, la fundamental producción de Dan Curtis escrita por Richard Matheson The Night Stalker (John Llewelyn Moxey, 1972), y la brillante miniserie El misterio de Salem’s Lot (Salem’s Lot, Tobe Hooper, 1979), a partir de la novela homónima de Stephen King. The Curse of Dracula se estrenó el mismo año que otra producción Universal para el cine sobre el mismo personaje: la extraordinaria versión de Drácula (Dracula, 1979) a cargo de John Badham (5), con la que coincide, además, en la presentación de las connotaciones románticas del personaje creado por Bram Stoker, si bien lo hace de una manera más estereotipada y superficial que en la película de Badham, insuperable en este y en otros muchos sentidos; no: Drácula de Bram Stoker (Bram Stoker’s Dracula, Francis Ford Coppola, 1992) no es una versión romántica del personaje, en primer lugar porque el protagonista no “es” Drácula aunque se llame igual, y en segundo lugar porque el romanticismo del film de Coppola no es auténtico, sino una love story convencional y no particularmente convincente.



En este sentido, la correcta interpretación de Michael Nouri en el papel protagonista de The Curse of Dracula resulta sorprendente, en cuanto muestra al conde como un ser malvado, cierto, pero a pesar de ello las más de las veces atractivo y seductor. Tiene cierta gracia el detalle de que se le presente al principio del relato ejerciendo, bajo una identidad falsa, como profesor de historia del arte en San Francisco, entre otras razones porque, al haber vivido durante 512 años, tiene un conocimiento directo de los acontecimientos del último medio milenio. También sabe tocar perfectamente el piano porque, como él mismo afirma, “he tenido mucho tiempo para practicar” (sic). Pese a todo, su maldad se hace evidente solo en escasas ocasiones, hasta el punto de que parece más bien un amante maldito pero incomprendido que el príncipe de las tinieblas imaginado por Terence Fisher. Incluso el hecho de que tenga un par de amantes semi vampirizadas a sus órdenes, Antoinette (Antoinette Stella) y Christine (Bever-Leigh Banfield), cual versiones femeninas de Renfield, carece de particular relieve, salvo para dar pie a una tonta subtrama en la cual una celosa Antoinette intenta asesinar a Mary Gibbons (Carol Baxter), la mujer de la que Drácula se ha enamorado y a la que intenta transformar en vampiresa, vía los tres mordiscos de rigor, para que sea su compañera durante toda la eternidad.



Precisamente la mencionada Mary Gibbons acaso sea el personaje más interesante de la función. Primer aspecto a retener de esta versión contemporánea de Mina Murray/Mina Harker: es la compañera de Kurt Van Helsing (Stephen Johnson), nieto de Abraham of course, y al igual que éste una ávida cazadora de vampiros, motivada, además, por una razón personal: cree que Drácula fue el responsable de la muerte de su madre, Amanda Gibbons (Louise Sorel). Lo que Mary ignora hasta bien avanzada la proyección es que su madre sigue viva, o mejor dicho, no-viva…, porque fue transformada en vampiresa por el conde tras haber sido una de sus amantes. Se produce una curiosa situación cuando Mary se reencuentra con su progenitora, a la que creía muerta hacía muchos años, y la descubre aparentando la misma edad que ella, dado que, como consecuencia de su condición de vampiresa, no ha envejecido desde el día en que fue transformada. También se sugiere que Drácula se enamora de Mary y quiere vampirizarla para tenerla eternamente a su lado, precisamente, porque le recuerda físicamente a Amanda. La propia Amanda confiesa que hubo un tiempo en el cual estuvo sinceramente enamorada de Drácula, pero no le ha perdonado que la vampirizara, obligándola a llevar una vida de no-muerta que nunca le pidió. A pesar, no me cansaré de repetirlo, de lo rutinario de su puesta en imágenes, estilo televisivo a lo “década de 1970” entendido en el sentido más peyorativo del término, son, como digo, el personaje de Mary y también el de Amanda los que proporcionan los momentos más salvables y de mayor intensidad de la función, si no brillantes al menos los únicos que aportan algo a la mitología de Drácula.



Está, en primer lugar, la descripción del proceso de intento de “vampirización” de Mary por parte del conde: la muchacha ha recibido ya dos mordiscos del vampiro, y tanto Kurt Van Helsing como Amanda saben que, si recibe un tercero, se transformará irremediablemente en no-muerta. Para impedirlo, Kurt lleva a Mary a un monasterio, con la esperanza de que su encierro en un centro repleto de iconografía religiosa cristiana impedirá que Drácula pueda acercarse a ella y consumar sus propósitos. No es así porque, manteniéndose alejado de los objetos religiosos y de las ristras de ajo colgadas en la celda de Mary con intenciones profilácticas, Drácula irrumpe en la estancia donde Mary descansa, enfrentándose cuerpo a cuerpo contra Kurt y Amanda (en una escena de pelea, por cierto, harto risible, sin duda uno de los peores momentos de la miniserie). El vampiro es repelido, pero el proceso de “vampirización” de Mary está tan avanzado que la joven empieza a mostrar alarmantes signos de su transformación, tales como agresividad, la erección de sus colmillos y el hecho de que, para comprobar hasta dónde llega su estado de vampiresa incipiente, Kurt le rocíe los brazos con agua bendita, provocando un efecto abrasivo sobre su piel, por más que, al final, y una vez “desvampirizada”, el agua bendita dejará de quemarle. Lo interesante es que el proceso de “desvampirización” de Mary está visto como si fuera una cura de desintoxicación de las drogas, con la protagonista sufriendo una sintomatología muy parecida a la del síndrome de abstinencia a base de ataques de ansiedad, convulsiones y sudores, dentro del cual resulta apreciable el tour de force interpretativo de la actriz Carol Baxter.



En su tercio final la serie depara otros apuntes atractivos. Una secuencia interesante es aquella que tiene lugar antes de las mencionadas escenas del “mono vampírico” de Mary, en la cual Drácula es encerrado dentro de una estancia cuya puerta blindada no puede derribar, y la luz del sol del nuevo día, que entra a chorro por un enorme boquete del techo, amenaza con destruir al conde. El vampiro logra sobrevivir mediante engaños, consiguiendo que Kurt le deje salir, no sin que antes veamos cómo todo su cuerpo va humeando cada vez más a medida que el sol, poco a poco, va abrasándole. Otro momento de intensidad es la dramática escena en la que, para acabar de romper sus vínculos con Drácula, Mary se ve obligada a matar a su propia madre, cumpliendo los deseos de esta última, que le implora ponga fin a su no-vida por el procedimiento tradicional, es decir, clavándole una estaca en el corazón, en una idea tomada, sin duda alguna, de la novela de Stoker. The Curse of Dracula concluye con una pelea final –ésta, no tan mala– de Kurt y Mary contra Drácula y sus semi vampiresas, que culmina con un incendio “purificador” y con Kurt atravesando el corazón del conde de un flechazo –lo cual parece sacado de la notable La hija de Drácula (Dracula’s Daughter, Lambert Hillyer, 1936)–, por más que la mencionada copia de la serie que se encuentra en YouTube –véase nota 2– incluye un final alternativo en el cual Drácula consigue arrancarse la flecha del pecho y huye de las llamas, probablemente de cara a una continuación que ya nunca se llevó a cabo.

 

(1) Las fuentes consultadas para este artículo han sido la web IMDb – The Internet Movie DataBase (www.imdb.com); el blog The Bloody Pit of Horror (https://thebloodypitofhorror.blogspot.com/2012/07/world-of-dracula-1979.html); la página de la web Television Obscurities dedicada a The Curse of Dracula (https://www.tvobscurities.com/articles/cliffhangers_3/); y la página en inglés dedicada a Cliffhangers en Wikipedia (https://en.wikipedia.org/wiki/Cliffhangers_(TV_series)).

(2) https://www.youtube.com/watch?v=TBH5mS5q-7Y&t=7357s

(3) Los mismos que, ante la escasez de cine de superhéroes en esa época, nos tragamos con toda la ilusión del mundo los tres episodios de la serie de televisión The Amazing Spider-Man (1977-1979) que se estrenaron en cines españoles: Spiderman (El Hombre Araña), Spiderman 2 (El Hombre Araña en acción) y Spiderman: El desafío del dragón (¿¡qué pasa!?: uno también ha sido niño…).

(4) https://elcineseguntfv.blogspot.com/2023/03/el-principe-de-las-tinieblas-africano.html

(5) https://elcineseguntfv.blogspot.com/2018/06/el-vampiro-romantico-dracula-de-john.html


sábado, 21 de septiembre de 2024

Dos films de KENNETH BRANAGH: “EL ÚLTIMO ACTO” + “ARTEMIS FOWL”



El padre de Hamnet

William Shakespeare, Laurence Olivier y All Is True. Shakespeare ha sido la fuente principal a partir de la cual Kenneth Branagh firmó varios de sus todavía hoy mejores trabajos como realizador: sobre todo, Enrique V, Mucho ruido y pocas nueces y Trabajos de amor perdidos; algo menos, Hamlet; y, bastante menos, As You Like It. Branagh encarnó a su admirado Olivier en Mi semana con Marilyn, un film realizado por Simon Curtis que recreaba el rodaje de otra película, dirigida y coprotagonizada por Olivier, El príncipe y la corista. All Is True es tanto el título alternativo por el cual es también conocida la última obra de teatro escrita por Shakespeare antes de su retiro, Enrique VIII (1612-1613), como el título original de este film realizado por Branagh en 2018, conocido entre nosotros como El último acto; además, All Is True es un título que se parece mucho al de It’s All True (1943), una de las muchas obras malditas/inacabadas de otro cineasta perpetuamente obsesionado con Shakespeare, Orson Welles.



Finalmente, Branagh se convierte no ya en el adaptador oficial de Shakespeare por antonomasia del cine contemporáneo, sino en Shakespeare mismo, en El último acto, a quien interpreta entre 1613, año en el que se produjo el incendio del Globe Theatre durante una accidentada representación de Enrique VIII, lo cual motivó al dramaturgo a la hora de tomar la decisión de retirarse del mundo del teatro y dejar de escribir, y 1616, año de su fallecimiento a la incluso para la época temprana edad de 52 años. Precisamente El último acto arranca con una poderosa imagen que hace alusión a la destrucción del Globe Theatre como consecuencia del fuego: un plano americano muy abierto, casi en plano general, en el cual vemos la figura silueteada de Shakespeare, de espaldas a la cámara y mirando un inmenso muro de llamas. En las siguientes escenas, con el protagonista ya retirado del mundanal ruido londinense en su casa de campo situada en su población natal, Stratford-upon-Avon, volvemos a ver a Shakespeare a contraluz, convertido de nuevo en una figura oscura, casi fantasmagórica, que establece un breve diálogo con un niño, Hamnet (Sam Ellis), el hijo del dramaturgo, que, como pronto sabremos, es el auténtico “fantasma” presente en dichas escenas, habida cuenta de que el único hijo varón de Shakespeare falleció en extrañas circunstancias a la tierna edad de 11 años en 1585. Hay que reconocer que el arranque de El último acto es poderoso, harto prometedor. Por desgracia, y sin ser ni mucho menos una película despreciable, el film no da todo lo que promete, sin por ello dejar de erigirse en una pieza insólita en el conjunto de la tan atractiva como irregular trayectoria de Branagh como realizador.
 



En este sentido, los resultados de El último acto están en consonancia con sus intenciones, que no son otras sino ofrecer un relato intimista que no pretende ser el retrato definitivo sobre el-dramaturgo-más-grande-de-todos-los-tiempos, sino arrojar una aguda digresión psicológica, no exenta de amargura, sobre sus últimos años de existencia, mostrándolo como un hombre atormentado por la muerte prematura de su hijo Hamnet, y por su complicada relación con su esposa, Anne Hathaway (Judi Dench), y sus dos hijas, Judith (Kathryn Wilder) y Susanna (Lydia Wilson). Por tanto, el Shakespeare de El último acto no es aquí el padre de Hamlet, sino el padre de Hamnet, un escritor de éxito que, a pesar de ello, es consciente de que ha desperdiciado otras parcelas de su vida, entre ellas, la educación de unos hijos a los que en el fondo nunca conoció en profundidad.



A modo de paréntesis entre sus películas hollywoodenses (Morir todavía, Thor, Jack Ryan: Operación Sombra, Cenicienta, Artemis Fowl, su trilogía sobre Hercule Poirot a partir de Agatha Christie), El último acto se revela un film pequeño y sencillo, en el cual abundan las escenas de corta duración, muchas de ellas resueltas en un único plano o con escasos cortes, por más que afloren en el conjunto algunos notables encuadres de larga duración, casi en plano-secuencia. Sorprende esa modestia visual y narrativa viniendo de un cineasta capaz de firmar obras formalmente tan exuberantes como la todavía incomprendida Frankenstein de Mary Shelley o su versión de La flauta mágica, hasta el punto de que casi podríamos decir que El último acto no es una película suya, o al menos no es una película que responda a la imagen más estereotipada que se ha creado alrededor de su cine, a pesar de la presencia de Shakespeare, de intérpretes amigos o afines a su mundo creativo como Judi Dench y Ian McKellen, o de una bella partitura para piano y orquesta a cargo del gran Patrick Doyle.

 


Fantasía de repertorio

No hace falta ser un lince para darse cuenta, a simple vista, de que, dentro del conjunto de la filmografía de Kenneth Branagh como director, Artemis Fowl (ídem, 2020) se encuadra en el sector más, teóricamente, comercial y hollywoodense de aquélla (las antes mencionadas Morir todavía, Thor, Jack Ryan: Operación Sombra, Cenicienta, sus adaptaciones de Agatha Christie), y más lejos, por tanto, de las películas que en su momento cimentaron su cada vez más depauperado prestigio como realizador, formado principalmente por sus lecturas/adaptaciones de obras de William Shakespeare (Enrique V, Mucho ruido y pocas nueces, Hamlet, Trabajos de amor perdidos, As You Like It), Mary Shelley (Frankenstein de Mary Shelley) o Mozart (La flauta mágica), alternadas con pequeños films de corte intimista y casi familiar (Los amigos de Peter, En lo más crudo del crudo invierno, La huella o El último acto). En esta ocasión, Branagh trabaja de nuevo para Disney después de su más bien tediosa versión de Cenicienta, ofreciendo en esta ocasión una adaptación del personaje creado por el escritor irlandés Eoin Colfer, autor de una saga de novelas de aventuras fantásticas de corte infantil-juvenil de la cual la película de Branagh es una mezcla de las tramas de los dos primeros volúmenes, Artemis Fowl 1: El mundo subterráneo (2001) y Artemis Fowl 2: Encuentro en el Ártico (2002), editados en nuestro país por Mondadori.



Más que una mala película Artemis Fowl es, sobre todo, un film anodino, habida cuenta de que prácticamente nada lo identifica como una película propia del Kenneth Branagh director, más allá de la presencia en el elenco de una actriz en parte vinculada a la tradición cinematográfico-shakespeariana como Judi Dench, de la audición en la pista de sonido de una nueva partitura del siempre excelente Patrick Doyle, o de un recurso de puesta en imágenes que hace pensar en la mencionada (y subvalorada) Morir todavía: los planos en blanco y negro que ilustran el interrogatorio por parte de la policía al “enano gigante” Mulch Diggums (Josh Gad), que se alternan con las escenas en color que se corresponden, a su vez, con los flashbacks que ilustran visualmente el relato oral de este personaje. La trama, que descrita a grandes rasgos se diría una mezcla de las franquicias Harry Potter y El Señor de los Anillos/El hobbit, oferta un tan atractivo como superficial repertorio de hadas, troles, poderes mágicos y fuerzas ocultas, dentro de un conjunto adornado, además, por unos magníficos efectos visuales, pero carente, en sus líneas generales, de auténtica magia. La buena labor de los intérpretes, y algunos momentos logrados, como la pelea contra el gigantesco trol dentro de la mansión de los Fowl, tampoco compensan la sensación de rutina que desprende un film que se deja ver con la misma facilidad con la que luego se olvida.


viernes, 20 de septiembre de 2024

El asesino está entre nosotros: “EL GATO Y EL CANARIO”, de RADLEY METZGER



Como su propio título indica, El gato y el canario (The Cat and the Canary, 1978; copia fechada en 1977; en algunas fuentes figura, por error, como estrenada en 1979) es la cuarta versión para el cine de la obra de teatro homónima (1922) del norteamericano John Willard (1885-1942), o la quinta, si añadimos a las otras tres adaptaciones oficiales –la extraordinaria El legado tenebroso (The Cat and the Canary, 1927, Paul Leni), The Cat Creeps (Rupert Julian y John Willard, 1930), actualmente desaparecida, y El gato y el canario (The Cat and the Canary, 1939, Elliott Nugent)– a La voluntad del muerto (Enrique Tovar Ábalos y George Melford, 1930), que no es sino la “versión española”, asimismo desaparecida, de The Cat Creeps, rodada en lengua castellana por el mismo estudio, Universal Pictures (1). La versión que nos ocupa es una producción británica de bajo presupuesto de Grenadier Films, efímera productora de cinema bis cuyo único crédito, aparte de El gato y el canario, es la poco conocida película de terror Tower of Evil (Jim O’Connolly, 1972). Pero la particularidad más relevante de El gato y el canario reside en el hecho de estar escrita y dirigida por el norteamericano Radley Metzger (1929-2017), siendo su única película no pornográfica de una carrera principalmente enfocada hacia el “cine para adultos”, con más de veinte títulos del género realizados entre 1961 y 1986, algunos de ellos firmados como Henry Paris.



Nada hay en El gato y el canario que permita vislumbrar los antecedentes de Metzger en el cine porno, salvo, quizá, ese momento en el que Annabelle West (Carol Lynley), la atribulada heroína de la función, es atada con grilletes a una silla y amordazada por el villano con la finalidad de torturarla sádicamente con todo tipo de herramientas e instrumental quirúrgico, y más que nada por la teórica morbosidad de la situación que por lo explícito de la misma. Por el contrario, la película de Metzger es un whodunit sorprendentemente clásico con aires a lo Agatha Christie (la trama y su resolución guardan ecos de la famosa novela de Christie anteriormente conocida como Diez negritos, y ahora retitulada por la idiocia reinante como Y no quedó ninguno, así como de su no menos célebre obra de teatro La ratonera), y estéticamente deudor del cine de terror británico de entre finales de la década de 1960 y toda la de 1970: el cine post-Hammer, para entendernos. De hecho, el film arranca con una primera y breve secuencia, salvo error del que suscribe ausente tanto en la obra de teatro de Willard como en las anteriores versiones cinematográficas, temporalmente situada en 1904, en la cual asistimos al ahorcamiento, fuera de campo, de un gato, Miu-Miu, propiedad del adinerado propietario de la mansión de los West, Cyrus West (Wilfrid Hyde-White). Esa secuencia inicial de atmósfera vagamente gótica anticipa el tono de un relato que, pese a su carácter principalmente ominoso, respeta buena parte del sentido del humor del original escénico de Willard, también presente –a falta de haber visto The Cat Creeps y La voluntad del muerto– en El legado tenebroso y en la versión de 1939, protagonizada, no casualmente, por Bob Hope. Fallecido Cyrus West en 1914, su abogada, Allison Crosby (Wendy Hiller), convoca veinte años después en la mansión familiar a los cinco posibles herederos del millonario, la mencionada Annabelle, Susan Sillsby (Honor Blackman) –quien se presenta con su compañera sentimental, Cicily Young (Olivia Hussey)–, Paul Jones (Michael Callan), Harry Blythe (Daniel Massey) y Charlie Wilder (Peter McEnery), para la lectura del testamento. Una vez allí, todos ellos descubren que el único heredero de la fortuna de los West será revelado en una filmación con sonido sincronizado que Cyrus hizo antes de su muerte, pero que, en el hipotético caso de que la persona elegida pierda la razón, una segunda filmación revelará el nombre del nuevo y definitivo heredero.



A pesar de alguna torpeza de guion, El gato y el canario, versión Radley Metzger, atesora unas cuantas virtudes que la hacen muy apreciable. Contrariamente a lo que pudiera parecer conociendo los antecedentes profesionales de Metzger en el porno, nos hallamos ante una película pulcramente rodada, fotografiada con nitidez por el veterano Alex Thomson –de hecho, es uno de los films de terror, o de ambiente terrorífico, más “luminosos” que, particularmente, recuerdo–, y hace gala de una buena dirección de actores, todos ellos muy competentes (2). Llama la atención el frío distanciamiento con el que están observados los personajes, a lo cual acaso no sea ajeno cierto carácter de morality play del original escénico: el Dr. Hendricks (Edward Fox), médico de un psiquiátrico cercano que se presenta en la mansión West esa misma noche, siguiendo la pista de un asesino psicópata fugado que, explica, se hace llamar El Gato (sic), echa en cara a los presentes su carácter de “asesinos”: Susan, afirma, es una reputada cazadora, ergo, una asesina de animales salvajes; su amante, Cicily, se deshizo de un hombre que intentó violarla disparándole a la cara… seis veces; Harry es un cirujano de quien se dice que mató a un paciente durante una operación; Charlie tiene un glorioso pasado como “héroe de guerra” o, como dice Hendricks citando a Bertrand Russell, “¿Qué es un asesino sino un héroe sin uniforme?”; la abogada Allison Crosby le parece un “tiburón”; y Paul Jones, un compositor de canciones, ergo, “un asesino en potencia” (¡). A todo ello hay que añadir algunos apuntes visuales sofisticados: la brillante secuencia de la cena…, presidida desde el más allá por un mordaz Cyrus West que habla con sus herederos (a los cuales no cesa de llamarles “bastardos”) gracias a la filmación en blanco y negro que preparó poco antes de fallecer; el plano que pone en relación a Susan, agachada delante del cadáver de Allison Crosby, con El Gato, que aparece sigilosamente a sus espaldas; la fotografía enmarcada de Cyrus sobre la cual se refleja el rostro de la Sra. Pleasant (Beatrix Lehmann), la vieja ama de llaves de los West, insinuando una secreta historia de amor entre la sirvienta y su señor que se apunta, de nuevo, en ese fugaz momento en el que vemos a la anciana acariciar la pantalla donde se ha proyectado la filmación de Cyrus; o el detalle “metafílmico” con el que se cierra el film: en la segunda grabación, Cyrus enseña unos rótulos… que no son sino los títulos de crédito finales de El gato y el canario.


(1) No por casualidad, uno de los codirectores de esta versión española es George Melford, recordado sobre todo por haber sido el realizador de la versión española del Drácula (Dracula, 1930) de Tod Browning estrenada en 1931. Lupita Tovar, protagonista femenina de esta última, aparecía asimismo en The Cat Creeps.

(2) A falta de conocer por mí mismo el cine pornográfico de su director, podemos aceptar como probables las palabras de Steve Gallagher, cuando afirma que sus films “para adultos” hacían gala de “diseño lujoso, guiones ingeniosos y una inclinación por los ángulos de cámara inusuales” (artículo This is Softcore. The History of Radley Metzger, publicado en Filmmaker Magazine, 7 de agosto de 2014).