Una adorable ancianita: “EL QUINTETO DE LA MUERTE”, de ALEXANDER MACKENDRICK
El quinteto de la muerte (The Ladykillers,
1955) supuso al mismo tiempo la culminación y el canto del cisne de la comedia
británica estilo Ealing Studios. Por un lado, es un film extraordinario, para
el que suscribe la mejor y más refinada muestra de la comedia Ealing, con todo
lo que supone dicha afirmación en relación a unos estudios, los de Michael
Balcon, que aportaron al género títulos tan famosos como los firmados por Henry
Cornelius –Pasaporte para Pimlico (Passport to Pimlico, 1949)–, Robert
Hamer –Ocho sentencias de muerte (Kind Hearts and Coronets, 1949)–,
Charles Crichton –Oro en barras (The Lavender Hill Mob, 1951)– y,
por descontado, el realizador de El
quinteto de la muerte, el norteamericano Alexander Mackendrick: Whisky Galore! (1949), La bella Maggie (The “Maggie”, 1954) y
la que, junto con El quinteto de la
muerte, constituye su mayor contribución a Ealing, la no menos excepcional El hombre vestido de blanco (The Man in
the White Suit, 1951). Pero, por desgracia, el mismo año que estrenaron El quinteto de la muerte, Ealing entró
en una crisis económica que Balcon intentó remontar ofreciendo la venta de los
estudios a la BBC;
otra alternativa fue trasladar la
Ealing a los estudios de Pinewood, pero como estos últimos no
ofrecían las garantías de independencia creativa que hasta entonces había
disfrutado, el problema finalmente se resolvió, tristemente, mediante la
absorción por la Rank Organisation,
la cual eliminó el estatuto exclusivo y autónomo del que había gozado hasta ese
momento, desapareciendo como firma de producción tras la realización del
melodrama criminal de Charles Frend The
Long Arm (1956), por lo cual Balcon abandonaría Ealing y proseguiría su
carrera como productor por otros caminos.
Salvando las
distancias, El quinteto de la muerte
hace con la comedia algo parecido a lo que hacía El hombre vestido de blanco: la subvierte de forma sutil,
convirtiendo aquello que parece estar ofreciendo a simple vista en otra cosa
bien distinta. Recordemos su argumento: la anciana Sra. Wilberforce (Katie
Johnson) alquila una habitación al profesor Marcus (Alec Guinness), un amable
caballero que, en realidad, es el jefe de una banda de delincuentes, integrada
por Claude (Cecil Parker), Louis (Herbert Lom), Harry (Peter Sellers) y
One-Round –“Primer Asalto”, como se le llama en la versión doblada al
castellano– (Danny Green), los cuales usan el domicilio de la vieja dama como
tapadera para preparar un atraco. La Sra. Wilberforce
parece responder a aquello que popularmente se conoce como “una adorable
ancianita”: acude, como suele hacer a menudo, a la comisaría del barrio, donde
los oficiales, que ya la conocen, atienden sonrientes a sus inofensivas
denuncias (la última de ellas, atribuida por la buena señora a la presencia de…
extraterrestres). Más adelante, cuando el profesor Marcus se presenta por
primera vez en la vivienda de la anciana, Mackendrick planifica el acecho y
posterior presentación ante la Sra.
Wilberforce de este personaje recurriendo a una iconografía
visual característica del thriller o
el cine de terror: la planificación nos destaca la sombra o la efigie a
contraluz de Marcus, proyectándose siniestramente en paredes, ventanas o tras
el cristal opaco de la puerta de entrada a la casa de la anciana; en primer
plano, Marcus surge de la penumbra: la caracterización de Alec Guinness (mirada
sibilina, dicción impostada, dientes sobresalidos) le confiere cierto aire
monstruoso. La información posterior, que nos confirma que Marcus es,
efectivamente, un hombre de cuidado, un atracador que está preparando un “golpe”
junto a cuatro compinches de aspecto “sospechoso”, parece indicarnos que la Sra. Wilberforce
corre un serio peligro teniendo a esos hombres bajo su techo. Impresión que no
hace sino confirmarse en ese momento en que el matón Louis hace una fea
insinuación sobre el estado de salud mental de Marcus: en el momento en que la efectúa,
Mackendrick inserta un extraño plano medio de Marcus, de espaldas a la cámara,
pero volviéndose lentamente hacia ella, mientras suena de fondo una música que
expresa tensión a duras penas contenida, transmitiendo por unos instantes la
sensación de amenaza inherente al demente Marcus; tensión que no termina de
explotar como consecuencia de una nueva intromisión a cargo de la Sra. Wilberforce, obligando a
todos los presentes a seguir guardando sus apariencias de respetabilidad.
Desde este punto
de vista, El quinteto de la muerte es
un relato sobre la falsedad de las apariencias. Del mismo modo que, como
acabamos de ver, la llegada de Marcus a la casa de la Sra. Wilberforce está
planificada por Mackendrick de manera “amenazadora”, y recurriendo para ello a
ciertas convenciones visuales inherentes al thriller
o al cine de terror, la llegada de los secuaces de Marcus juega asimismo con esas
mismas convenciones, caso de la llegada del gigantesco One-Round (quien
asimismo surge de las sombras como si fuese una versión rústica del monstruo de
Frankenstein), de la de Louis (personaje con el clásico traje y sombrero “a lo
gánster” que, por si fuera poco –detalle genial–, sujeta su funda de violín
como si en realidad empuñara una ametralladora) y de la de Claude (quien, al contrario
que sus compañeros en el delito, hace gala de una apariencia de caballero
remilgado que nada tiene que ver con su modo ilegal de ganarse la vida: es, si
cabe, el más hipócrita de todos ellos).
Si bien, así
planteada, El quinteto de la muerte
parece que va a glosar los peligros que va a vivir la Sra. Wilberforce a manos de
esta banda de atracadores que, mientras fingen ensayar música clásica en la
habitación alquilada por Marcus, en realidad están preparando el asalto a un
furgón blindado (botín: 60.000
libras esterlinas), lo que al final acaba contando la
película es justo lo contrario: que son esos criminales los que no saben a qué
se enfrentan por culpa de la Sra.
Wilberforce, la cual bajo su apariencia de dulce e indefensa
mujer mayor esconde una auténtica bestia salvaje que acabará logrando que todos
esos hombres se maten entre sí y quedándose ella solita con el substancioso
botín sustraído por los ladrones. Lo más gracioso del asunto, porque El quinteto de la muerte en ningún
momento deja de parecer una comedia, y lo más tremendo, porque en todo momento
deja entrever el cuento de miedo que en el fondo es, reside en que la Sra. Wilberforce nunca es
consciente de su propia e intransferible monstruosidad.
Además de una
excepcional pieza de humor negro, probablemente sin parangón dentro de la
historia del cine –basta con compararla con Ladykillers
(The Ladykillers), el deplorable remake
firmado por los hermanos Coen en 2004, para darse cuenta de ello–, El quinteto de la muerte acaba siendo un
implacable discurso sobre la monstruosidad que se esconde, al acecho y sedienta
de sangre, incluso tras la más dulce e inofensiva de las apariencias. Los
hechos hablan por sí solos: el loro de la anciana se escapa de su jaula,
picotea el dedo de Harry y casi provoca que One-Round se parta la crisma cuando
intenta atraparlo subiéndose a una silla; Claude y Louis se ven forzados a subirse
al techo de la vivienda en pos del jodido loro (escenario premonitorio, dado
que será el mismo desde el cual luego será arrojado Claude); Marcus intenta que
alguno de sus colegas se cargue a la vieja, que les ha visto con el dinero
robado, y eso terminará provocando la destrucción del resto de la banda:
One-Round simpatiza con la anciana a causa de su aspecto frágil y venerable y
se resiste a asesinarla, lo cual acabará desembocando en la resolución en el
puente de la estación ferroviaria, donde todos los criminales se irán matando
hasta que no quede ni uno solo para contarlo. Excelentemente fotografiada en
color por Otto Heller, El quinteto de la
muerte sorprende también por la estética estilizada de su diseño de
producción, con esa calle sin salida al final de la cual se encuentra ubicada
la casa de la anciana que deviene, simbólicamente, la “calle sin salida” contra
la cual se van a estrellar indefectiblemente Marcus y su banda. El quinteto de la muerte es una
fehaciente demostración del talento de un realizador a quien, además de las
citadas, se le deben films de tanto interés como Mandy (ídem, 1952) –también para Ealing, si bien de corte
melodramático–, Chantaje en Broadway
(Sweet Smell of Success, 1957) y esa inclasificable obra maestra del cine de
aventuras que es Viento en las velas
(A High Wind in Jamaica, 1965).
Estupenda reseña,Tomás.
ResponderEliminarPara cuando un estudio de MacKendrick en Dirigido Por?