martes, 19 de diciembre de 2023

De madres e hijas: “CEREMONIA SECRETA”, de JOSEPH LOSEY



Para desesperación de quienes se ponen nerviosos cada vez que reconozco no haber leído tal o cual obra literaria que se encuentra en la base de una película (nunca he sentido la necesidad de ir de erudito por la vida, por la sencilla razón de que no lo soy), desconozco el relato Ceremonia secreta (1960), del escritor argentino Marco Denevi, adaptado al audiovisual en una miniserie homónima de tres episodios del Canal 9 argentino en 1960; en el corto español escrito y dirigido por Pedro Olea Anabel (1964), con Juan Luis Galiardo y Lola Gaos en los papeles protagonistas; y en el telefilm, de nuevo argentino, Ceremonia secreta (1981), dirigido por Marta Reguera. Pero la versión de la que vamos a hablar aquí es sin duda la más famosa: Ceremonia secreta (Secret Ceremony, 1968), producción británica dirigida por el norteamericano Joseph Losey a partir de un guion escrito por George Tabori.



Según declaraciones de la crítica anglosajona citadas en la página en inglés dedicada al film de Losey en Wikipedia (1), en el momento de su estreno hubo opiniones, como la de Ernest Callenbach publicada en Film Quarterly, que decía que era “difícil adivinar” de qué iba la película; también ha habido otras, más posteriores, como la de Dave Kehr, del Chicago Reader, que afirmó que era “fría sin ser escalofriante, confusa sin ser desafiante”. Me sorprenden estas afirmaciones pues, por el contrario, si algo me llama la atención de Ceremonia secreta en este segundo visionado (el primero se remonta a muchos años atrás, hasta el punto de que la tenía prácticamente olvidada) es que lo que narra resulta, a mi entender, muy sencillo, por más que en ocasiones adopte formas visuales complicadas (me niego a escribir complejas) que le otorgan una apariencia de profundidad, de densidad, más aparentes que otra cosa, sin que eso signifique que no sea, para mi gusto, uno de los trabajos más interesantes de Losey de una década, la de 1960, que fue para él particularmente fructífera: con la salvedad de la sobrevalorada Eva (ídem, 1962), su curiosa aunque insuficiente incursión en el cine Hammer Éstos son los condenados (The Damned, 1962), las terribles Modesty Blaise (ídem, 1966) y La mujer maldita (Boom, 1968), y la mediocre Accidente (Accident, 1967), por esos años Losey nos brindó sus dos mejores películas, El criminal (The Criminal, 1960) y El sirviente (The Servant, 1963), así como la excelente Rey y patria (King and Country, 1964). Ceremonia secreta está por debajo de las tres mencionadas en último lugar, pero bien merece una consideración.



Como digo, lo que explica Ceremonia secreta es sencillo, o mejor dicho, está expuesto con sencillez pese a tratarse, como se trata, de una trama no exenta de complejidad. De hecho, si algo se le puede reprochar al film es que, sobre todo en sus primeros minutos, resulta excesivamente obvio. Veamos: Leonora (Elizabeth Taylor), una mujer de mediana edad, sale de su apartamento y toma un autobús; antes de salir a la calle, la hemos visto mirando la foto enmarcada en blanco y negro de una niña vestida como para hacer la comunión; una vez en el autobús, Leonora es asaltada por una muchacha, Cenci (Mia Farrow), que se le acerca tímida, llorosa, asustadiza, y se sienta a su lado sin dejar de mirarla, incomodándola; Leonora baja del autobús y se dirige a un pequeño cementerio, deteniéndose a poner flores en la lápida de una niña fallecida, dice la misma, a la edad de diez años; de pronto, se da cuenta de que Cenci la ha seguido hasta allí, deteniéndose delante de ella a unos metros de distancia; Losey inserta un primer plano de los ojos de la niña de la fotografía en blanco y negro y un primer plano de los ojos de Cenci, estableciendo de inmediato una relación. Resulta evidente, a juzgar por esos primeros planos insertados, y de los contraplanos de una estupefacta Leonora, que: 1) la niña de la foto es la misma que está enterrada en el cementerio, ergo, la hija de Leonora; y 2) Leonora ve al instante un notable parecido físico entre la mirada de su difunta hija y la de Cenci.



Sentadas estas bases, no tardaremos en descubrir qué se halla detrás de la misteriosa actitud de la joven Cenci, una millonaria que vive sola en una enorme mansión londinense que acaba de heredar de su difunta madre, y que es objeto de la codicia de dos viejas tías solteronas suyas, Hannah (Peggy Ashcroft) y Hilda (Pamela Brown). Cenci se lleva a Leonora a la mansión. Será allí donde Leonora descubrirá, gracias a otra foto enmarcada en la cual Cenci aparece retratada junto a su fallecida progenitora, que ella guarda un extraordinario parecido físico con la madre de la joven (de hecho, la mujer de la foto no es otra que Elizabeth Taylor). No hace falta ser un lince para intuir, tal y como pronto se confirmará, que Cenci sufre un trastorno mental que le hace concebir la idea de que su madre sigue viva en la persona de Leonora; y, por su parte, Leonora acepta participar en ese juego, en esa “ceremonia secreta”, asumiendo gustosa el papel de madre de Cenci, no solo –que también– por la vida de lujo y comodidades de la que disfruta a partir del momento en que toma posesión de ese rol, sino porque Leonora ve en Cenci –recordemos ese intercambio de primeros planos de los ojos de su hija y la muchacha– a una especie de versión de veintidós años de lo que pudo llegar a ser su hija de no haber fallecido prematuramente.



La relación entre ambas mujeres –unas magníficas Elizabeth Taylor y Mia Farrow, en dos de las mejores interpretaciones de sus respectivas carreras– resulta turbulenta porque ambas son, cada una a su manera, personas de distintas circunstancias vitales y difícil personalidad. Para empezar, Leonora ejerce la prostitución, tal y como sugiere la ya mencionada escena en la que mira la foto de su hija muerta; dicha escena pertenece a la primera secuencia del film, inmediatamente después de los títulos de crédito: primero, vemos un plano de la puerta principal del bloque de pisos donde vive la protagonista; se oye, en potente off sonoro, el estruendo de un seco portazo; corte: pasamos al interior de un apartamento, y vemos parte de una cama y unos pies que asoman sobre la misma; nuevo corte: plano de Leonora, que se va abriendo progresivamente mediante travelling óptico, recogiendo unas arrugadas libras esterlinas sobre la cómoda, en la cual está, asimismo, la foto de la niña, y que termina de abrirse hasta casi plano medio con Leonora, de espaldas a la cámara, mirando esa foto y, luego, a ella misma, reflejada en un espejo de esa cómoda, portando una peluca rubia que se quita en un gesto de desprecio. Deducción: alguien (presumimos, un hombre) acaba de salir del apartamento de Leonora, dejándole unas libras por “sus servicios”, entre ellos el uso de esa fetichista peluca rubia. No será la última vez que los espejos hagan acto de presencia a lo largo de la función (quizá demasiado), a fin de expresar la doblez de Leonora, quien fingiendo ser la madre de Cenci participa en un juego de falsas apariencias con vistas, como digo, a disfrutar de unas comodidades (caros vestidos, joyas, un techo lujoso, una cama doble solo para ella) que de otra manera no podría permitirse (2).



Hay grandes diferencias entre Leonora y Cenci, no solo las relativas a la edad. A sus veintidós años, la trastornada muchacha sufre una completa alteración de la percepción de la realidad, hasta el punto de creerse, sin cuestionárselo, que Leonora es su madre por el mero hecho de su extraordinario, casual, parecido físico con su difunta progenitora. Pero, así como Leonora está asqueada hasta el hartazgo de que los hombres eyaculen dentro de ella, creándole una aversión al sexo tras años de maltratos (de ahí ese comentario, con doble sentido, que hace cuando le dice a Cenci que con el tiempo acabará valorando la comodidad de dormir sola en una cama doble), por el contrario Cenci es un volcán de sexualidad a punto de explotar. Hay varias secuencias significativas al respecto. La primera es ese momento en el cual Leonora espía de noche a Cenci, la cual está en la cocina hablando sola y en camisón y, en un momento dado, lleva a cabo una especie de mímica de índole sexual tumbada sobre la mesa, como si alguien intentara tocarla en contra de su voluntad, pero sin resistirse por completo a lo que hoy en día se entiende como una agresión sexual; ella habla con esa persona imaginaria, preguntándole por qué le gusta tanto que ella haga “un sonido” (sic). Más adelante, hay una escena, probablemente cortada o alterada con motivo de su estreno en España en diciembre de 1969, en la cual Cenci le pregunta a Leonora si su padrastro (“papá Albert”), el segundo marido de su madre, “jugaba” con ella, gracias a lo cual él conseguía que Leonora hiciera, asimismo, “sonidos” (3). Luego, después de haber recibido un apasionado beso de amante en la boca propinado, precisamente, por “papá Albert” (Robert Mitchum) en esa misma cocina de la casa, Cenci, ataviada como una niña pequeña –camisón corto, un calcetín largo en su pierna izquierda y dejando desnuda la pierna derecha–, da rienda suelta a sus emociones más íntimas, dejando salir esa sexualidad largo tiempo adormecida e insatisfecha en forma de rebelde juego infantil de destrucción y desorden del mobiliario del dormitorio y la cocina –no por casualidad, los dos espacios hogareños tradicionalmente vinculados a “los deberes” de la mujer–, que Losey recoge en un plano general con cámara móvil de dos minutos, y que culmina en otro detalle con doble sentido: Cenci se pincha en un dedo, y con la sangre que mana del mismo mancha una sábana blanca de la cama, a modo de representación simbólica de la desfloración. Finalmente, alojadas en una lujosa habitación de hotel, Cenci se ofrece para darle un masaje en su dolorida espalda a Leonora; la muchacha se sienta sobre Leonora a horcajadas, con esta última boca abajo en la cama, le desabrocha la ropa y empieza a masajearla, hasta que, en un momento dado, Cenci empieza a besar e incluso a lamer suavemente la espalda de Leonora, provocando la furiosa reacción de rechazo de esta última a lo que tiene todas las trazas de un avance lésbico por parte de su “hija”.



Solo hay un único personaje masculino relevante en el film, pero tiene suma importancia: “papá Albert”, el ya mencionado segundo marido de la madre de Cenci y padrastro de esta última. Sus inesperadas primeras apariciones vienen a perturbar la (aparente) tranquilidad de ambas mujeres: véase, al respecto, ese magnífico plano en cámara móvil en el cual el objetivo sigue a Leonora, espiando a Albert a través de las ventanas, como si fuera un intruso que intenta irrumpir en la vivienda desde el jardín; desde luego que hay una razón lógica para que a Leonora le inquiete “papá Albert”: que, por mucho que se le parezca, sabe que Albert acabará dándose cuenta de que no es la auténtica madre de Cenci; pero a ello hay que añadir el hecho de que Albert no solo es un hombre, sino que además es el hombre que despertó el deseo sexual de la adolescente Cenci jugando a “hacer sonidos” (y el hombre que representa todo aquello que Leonora aborrece del sexo masculino). El personaje, que se beneficia sobremanera de la interpretación fuera de serie que el genial Robert Mitchum lleva a cabo del mismo –nadie diría, como parece ser que ocurrió, que el actor y Losey no se llevaban nada bien durante el rodaje y tuvieron numerosos roces–, no solo en la secuencia de la nueva seducción que lleva a cabo sobre la persona de Cenci en la cocina, y que convierte a su personaje en una especie de reedición del Humbert Humbert creado por Vladimir Nabokov, alguien que se sabe un depravado pero que a pesar de ello no puede reprimir su atracción hacia la nínfula, llámese Cenci o Lolita; también, en la no menos excelente secuencia de la conversación de Leonora y Albert en la playa, en la cual –mal que le pese a la primera– el segundo deja muy claro que, por mucho que quiera a Cenci, más temprano que tarde Leonora tendrá que rendirse a la evidencia de que la muchacha necesita tratamiento psiquiátrico, so pena de retroceder y convertirse cada vez más en una mujer infantiloide y desquiciada, atrapada entre una infancia feliz que no quiere abandonar, una dura realidad –el divorcio de sus padres, la muerte de su madre– que no quiere asumir, y una sexualidad acorde con su auténtica edad física.



Si, como exploración de la soledad, la sexualidad y la locura de dos mujeres atrapadas en una farsa maternofilial, Ceremonia secreta tiene su interés, pero un tanto relativo por culpa, sobre todo, del tratamiento excesivamente enfático que le confiere Losey tras las cámaras (todo lo que explica es interesante, pero se tiene la sensación de que podía haber dado mucho más de sí), donde mejor funciona la película es como relato de connotaciones góticas, algo que ya se hallaba muy presente en El sirviente. A pesar de la presencia de tics visuales del momento de su realización, tales como los feos reencuadres con zoom y teleobjetivo, Ceremonia secreta opera con solidez desde una perspectiva gótica. Como ya hemos apuntado, el nudo del relato se plantea en un escenario ominoso: ese cementerio donde Leonora visita la tumba de su hija y, al mismo tiempo, ve o cree ver (o quiere ver) la mirada de la pequeña difunta en los ojos asustadizos de Cenci; expresión de la relación entre ambas protagonistas que, en cierto sentido simbólico, nace muerta desde el principio. Cuando Cenci lleva a Leonora a su mansión, hace algo curioso: en vez de entrar juntas por la puerta principal, la muchacha le pide a la segunda que se espere mientras ella entra en la vivienda por la puerta de servicio para abrir desde dentro a Leonora; Cenci le cede el paso a Leonora en su propia casa, de la misma manera que en muchos relatos de vampiros el no-muerto no puede entrar en los hogares si no ha sido expresamente invitado para ello, solo que en esta ocasión es la “vampira” Cenci la que invierte la tradición, invitando a entrar a su “víctima” Leonora. Luego, las dos mujeres se bañan juntas en una enorme bañera; haciendo uno de sus frecuentes juegos infantiles, Cenci mete en la bañera un pato de goma y lo sumerge, diciendo que lo va a ahogar; Leonora reacciona con miedo a ese juego aparentemente inofensivo: su hija –explica en más de una ocasión– murió ahogada mientras ella estaba distraída…



Ceremonia secreta
culmina con una doble muerte: la de Cenci, suicidándose con somníferos sin que Leonora se dé cuenta de ello, y haciendo oídos sordos a las súplicas de esta última para que le deje volver junto a ella y proseguir con esa “ceremonia secreta” que, fuera falsa o no, al menos a ellas, a su manera, las hacía felices (y cuyo clímax no puede ser más cruel: la agonizante Cenci, arrepentida a última hora de su intento de suicidio, intenta, en vano, llamar a gritos a Leonora para que acuda en su ayuda, pero su “ma… má” se ahoga en su garganta segundos antes de morir); y la de Albert, apuñalado por Leonora al pie del ataúd abierto de Cenci durante el velatorio de esta última, en una escena que tiene cierto aire  de drama de honor shakespeariano. De regreso a su pobre apartamento de puta, echada en la cama, Leonora recita el cuento de los dos ratoncitos que se cayeron dentro de un cubo de leche: uno de ellos pidió auxilio y acabó muriendo, ahogado; el otro no dejó de patalear y, al día siguiente, le encontraron, vivo, sobre un montón de mantequilla. Así concluye este relato gótico de ambientación contemporánea pasado por el filtro de la tragedia.  

 

(1) https://en.wikipedia.org/wiki/Secret_Ceremony

(2) Parece ser que el film fue objeto de un remontaje para televisión, completamente repudiado por Losey (quien, por fortuna, consiguió que fuera retirado de manera permanente), que recortaba todas las alusiones relacionadas con el hecho de que Leonora era prostituta, con lo cual el detalle de la peluca rubia carecía por completo de sentido.

(3) Si se tiene la ocasión de ver la película con el doblaje español –de España, se entiende– de la época, el espectador percibirá que en esta escena que describo las voces de las actrices que doblan a Elizabeth Taylor y Mia Farrow son reemplazadas por las de otras dobladoras. Algo bastante frecuente con motivo de los pases por televisión de films anteriores a la muerte de Francisco Franco en 1975 que hubieran sufrido censura, y que se paliaba recuperando el fragmento cortado, o trabajando sobre una copia íntegra de la película, doblando la escena censurada, por más que en muchas ocasiones resultaba imposible recuperar a los dobladores originales, sin que se pudiera evitar ese “cambio de voces” en una misma escena.



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