Estrenada en España como Jaws 3-D (El gran tiburón) (Jaws 3D [a.k.a. Jaws III], 1983), y también conocida –erróneamente: échenle la culpa a IMDb– como Tiburón 3: El gran tiburón (sic), esta película debe su “precioso” título español a Tiburón 3 (L’ultimo squalo, 1981, Enzo G. Castellari), famosa falsa secuela de Tiburón (Jaws, 1975, Steven Spielberg), de producción italiana, que con gran sentido del oportunismo logró estrenar entre nosotros dos años antes la distribuidora J.F. Films de Distribución, S.A., propiedad del productor José Frade, lo cual provocó que el film de Castellari llegara a ser denunciado por plagio por la productora de la franquicia, Universal Pictures, cosa que no impidió que la auténtica tercera entrega se titulara de aquel modo en España para evitar confusiones. Filmada en tres dimensiones y, sin duda alguna, la peor de la franquicia –y eso que ni la primera secuela, Tiburón 2 (Jaws 2, 1978, Jeannot Szwarc), ni la tercera, Tiburón, la venganza (Jaws: The Revenge, 1987, Joseph Sargent), eran una maravilla–, Jaws 3-D (El gran tiburón) estuvo dirigida por Joe Alves, quien fuera diseñador de producción de Tiburón y Tiburón 2 y director de segunda unidad en esta última. La intención era aprovechar el (efímero) tirón que tuvo a principios de la década de 1980 el cine fantástico en tres dimensiones gracias a títulos como Viernes 13, tercera parte (Friday the 13th Part III, 1982, Steve Miner), El tesoro de las cuatro coronas (Ferdinando Baldi, 1983) y El pozo del infierno (Amityville 3-D, 1983, Richard Fleischer) (1), para ofrecer al público una entrega en formato estereoscópico de la saga “tiburonera”.
Pero lo más increíble de este film calamitoso consiste en la participación como guionista del gran escritor norteamericano de literatura fantástica Richard Matheson. Jaws 3-D (El gran tiburón) era una producción para Universal de Alan Landsburg, quien había comprado los derechos de la franquicia a los productores de las dos primeras cintas, Richard D. Zanuck y David Brown, y convenció a Matheson para que redactara un argumento. De creer su versión (y, a la vista de la tontería que es la película, no hay más remedio que hacerlo), Matheson escribió una sinopsis “muy interesante”, por más que al final los créditos atribuyen el argumento a “algún otro escritor” (el guionista al que ni tan siquiera nombraba es el productor y director costarricense Guerdon Trueblood); “soy un buen narrador de historias –concluía Matheson–, y escribí una buena sinopsis y un buen guion, Y si hubieran hecho bien las cosas, y hubiese sido dirigida por alguien que sabía dirigir, creo que habría sido una excelente película. “Jaws 3-D (El gran tiburón)” es lo único que Joe Alves dirigió nunca: era un diseñador de producción muy hábil, pero como director, no. Y el así llamado 3-D consigue que la película parezca turbia, que no un efecto alguno. Fue una pérdida de tiempo”. Por exigencia de Universal, Matheson se vio obligado a incluir en el libreto a los dos hijos del agente de policía Brody, personaje protagonista de Tiburón y Tiburón 2 encarnado por Roy Scheider, que en Jaws 3-D (El gran tiburón) corren a cargo de Dennis Quaid (Mike), quien confesaba haber estado esnifando cocaína cada día de rodaje, y por John Putch (Sean). También se le pidió que el tiburón al final muriera electrocutado, ¡igual que en Tiburón 2! (o que el del Tiburón 3 de Castellari…); y que escribiera un papel para Mickey Rooney, “lo cual hice, con tanto éxito que, cuando resultó que Mickey Rooney no estaba disponible, toda su parte carecía de sentido”. El guion definitivo aparecería firmado por Matheson y Carl Gottlieb –quien había participado en los libretos de Tiburón y Tiburón 2–, sobre un argumento de Trueblood basado, al parecer, en el caso real de un tiburón blanco que remontó un río hasta quedar atrapado en un lago, y con diálogos adicionales de otro guionista no acreditado, Michael Kane. A última hora se cambió el final, pues el escualo no es destruido mediante la electrocución, sino haciendo estallar una granada dentro de su boca: la que todavía sostiene –en un llamativo detalle macabro– la mano muerta del experto documentalista submarino Philip FitzRoyce (el malogrado Simon MacCorkindale) que ha acabado hallando la muerte entre las enormes fauces del pez y cuyo cadáver todavía se encuentra dentro de la boca del escualo sin que se explique cómo. Tampoco es de extrañar que, con tantas manos en un libreto ya de por sí imposible, el resultado fuera una calamitosa “película de catástrofes a lo Irwin Allen”, en acertada definición de Leonard Maltin, con una premisa argumental –su ambientación en un parque acuático– que recuerda mucho a la de Revenge of the Creature (Jack Arnold, 1955), la primera (y floja) secuela de la excelente La mujer y el monstruo (Creature from the Black Lagoon, 1954, Arnold).
Incluso viéndola desde una perspectiva muy elemental, como un mero espectáculo en 3-D, la película hace gala de una mala utilización de este recurso: la cabeza cortada de un pez, víctima del mordisco del tiburón, flotando en medio de una nube de sangre; el plano del brazo amputado de Overman (Harry Grant), equivalente a la famosa pierna amputada del instructor de natación de Tiburón, descendiendo lentamente hacia el fondo después del ataque mortal del escualo; la escena en la que el tiburón embiste contra el cristal del centro de control submarino del parque, desatando una aparatosa inundación; o, poco después, tras la destrucción del escualo, el risible plano que nos muestra trozos de su mandíbula lanzados burdamente hacia la cámara. De hecho, apenas hay en la película imágenes mínimamente construidas con intención de inquietar: ese encuadre desde el punto de vista subjetivo del tiburón, a través del cual vemos las reacciones de pánico de los comensales de un restaurante subacuático, a la vez que oímos sus gritos de terror, distorsionados por el cristal y el agua; los planos, llamativos de puro grotescos, en los que vemos a FitzRoyce intentando sobrevivir dentro de la boca del escualo, con la cámara colocada en la garganta del animal; o el encuadre que cierra la ya mencionada escena del ataque del tiburón destrozando el cristal del centro de control, que por unos segundos parece la propia pantalla del cine que se resquebraja.
Los personajes carecen del menor interés; ni el de Mike Brody, cuyo único rasgo humano consiste en sus problemas para convencer a su novia, la bióloga marina y entrenadora de orcas y delfines del parque Kathryn Morgan (Bess Armstrong), para que deje su trabajo y se vaya con él a Venezuela; la propia Kathryn, de la cual apenas sabemos nada más allá de su convencional entrega a la protección y el cuidado de los animales marinos; ni FitzRoy, ese documentalista arrogante que, a pesar de todo, se redime con su valentía a la hora de la verdad, y cuya relación con su fiel ayudante, Tate (P.H. Moriarty), está repleta de chocantes pinceladas gais; ni el hermano menor de Mike, Sean Brody, sobre el cual flota en varios momentos el recuerdo de su traumática experiencia infantil vista en Tiburón, la misma que le impide meterse en el agua, pero que “se cura” gracias al estímulo sexual que le ofrece su “ligue”, la pizpireta miembro del equipo de esquí acrobático del parque Kelly (Lea Thompson, quien confesó haber aceptado el papel sin ni tan siquiera saber nadar –sic–, y que la escogieron, básicamente, porque lucía bien en bikini…). En este sentido, lo único vagamente simpático, por inesperado, es que el director del parque, Calvin Bouchard (Louis Gossett Jr., este sí tan bien como siempre), el “villano” de la función –equivalente, poco más o menos, al alcalde encarnado por Murray Hamilton en Tiburón–, no muera al final de la misma, e incluso acometa un acto heroico, salvando in extremis la vida de una operaria del centro de control inundado por el ataque del escualo.
Los momentos de “suspense” están resueltos con una torpeza supina, tales como esa horrible escena en la que una niña es forzada a apoyar la cara contra el cristal de un corredor submarino, al otro lado del cual flota el cuerpo sin vida de Overman (en un enésimo guiño a la película de Spielberg, uno de los muchos que abundan en el film, equivalente en este caso al cadáver destrozado que hallaba Richard Dreyfuss en el interior de un barco naufragado); el equívoco –también sacado de Tiburón– con el primer tiburón blanco que consiguen capturar los protagonistas, en realidad una cría del auténtico escualo gigante que ha logrado colarse en el parque; el ataque del tiburón al equipo de esquí acrobático –otra idea ya explotada, en este caso, en Tiburón 2–, filmado y montado sin la menor tensión; o la secuencia teóricamente más espectacular de la función, aquélla en la que un grupo de visitantes del parque quedan atrapados dentro de una sección inundada del túnel submarino después de haber sufrido un nuevo ataque del escualo, y que guarda ecos del más rutinario “cine de catástrofes” norteamericano de la década de 1970. El final, con unos felices Mike y Kathryn nadando con los delfines que entrena esta última, es un resumen perfecto de lo que es la película: un patético saqueo de ideas del film original y de los peores tics del cine catastrofista, aderezado con mediocres efectos especiales y un gusto visual pésimo: los dos delfines (mal hechos) que saltan a izquierda y derecha en el encuadre de cierre de la película invitan a cerrar los ojos.