viernes, 3 de febrero de 2023

El apóstol caído: “DRÁCULA 2001”, de PATRICK LUSSIER



Al igual que ocurriera, salvando las distancias, con Drácula 73 (Dracula A.D. 1972, 1972, Alan Gibson), los distribuidores españoles del film originalmente titulado Dracula 2000 (2000) se vieron “obligados” a titularlo Drácula 2001 con motivo de su estreno en nuestro país, que tuvo lugar el 6 de abril de 2001, a fin de que no pareciera “anticuado”. Anécdotas aparte, Drácula 2001 es una típica producción de Dimension Films, una filial de Miramax –la cual, en el momento de la realización de este film, era a su vez propiedad de Disney (lo fue entre 1993 y 2010)–, que se hizo muy popular produciendo y distribuyendo películas de terror enfocadas hacia el demográfico juvenil, sobre todo a raíz de los éxitos de Abierto hasta el amanecer (From Dusk Till Dawn, 1996, Robert Rodriguez), Scream: Vigila quién llama (Scream, 1996, Wes Craven) y sus respectivas secuelas. No por casualidad, el nombre del mencionado Craven, acreditado como uno de los productores ejecutivos, figura al inicio de los créditos con un pomposo “Wes Craven presents”. A mayor ahondamiento, el director del film no es otro que Patrick Lussier, colaborador de Craven en diversas ocasiones –fue su montador en La nueva pesadilla de Wes Craven (Wes Craven’s New Nightmare, 1994), Un vampiro suelto en Brooklyn (Vampire in Brooklyn, 1995), en el primer, segundo y tercer Scream, Música del corazón (Music of the Heart, 1999), La maldición (Cursed) (Cursed, 2005) y Vuelo nocturno (Red Eye, 2005)–, y un realizador de cierta trayectoria dentro del cine de terror de bajo o muy bajo presupuesto, normalmente directo-a-vídeo: Drácula 2001 fue su segundo largometraje tras las cámaras; antes había confeccionado Ángeles y demonios 3 (The Prophecy 3: The Ascent, 2000), y luego se pondría al frente de Drácula II: Resurrección (Dracula II: Ascension, 2003), Dracula III: Legacy (2005), White Noise 2: La luz (White Noise 2: The Light, 2007), San Valentín sangriento (My Bloody Valentine, 2009) y episodios para las versiones televisivas de Scream y The Purge; también fue coguionista de Terminator: Génesis (Terminator: Genisys, 2015, Alan Taylor).



Con semejante currículo, y sobre todo si no se ha visto, es lógico pensar que Drácula 2001 tiene que ser, forzosamente, mala de cojones. Y, si bien es verdad que la película está lejos, muy lejos de ser una maravilla, no es menos cierto que, dentro de su modestia, y a pesar de sus numerosos disparates de guion, el resultado es menos despreciable de lo que sería de temer. De entrada, y como suele ser habitual en el cine posmoderno que reina desde hace décadas, la película guiña a placer a la novela de Bram Stoker, a pesar de que incluso las referencias más obvias están resueltas con cierta gracia. En el montaje que todos conocemos (ya llegaremos a su “otro” montaje), el film arranca con unos breves planos del Démeter, el buque de carga que en la novela transporta a Drácula a Inglaterra, con el cadáver de su capitán atado al timón y sosteniendo en una mano un crucifijo, imagen esta bastante recurrente en las adaptaciones audiovisuales de la obra de Stoker pero que, en este caso concreto, y a pesar de su fugacidad, recuerda más al extraordinario Drácula (Dracula, 1979) de John Badham (1) que al discutible Drácula de Bram Stoker (Bram Stoker’s Dracula, 1992, Francis Ford Coppola), cronológicamente la más cercana a Drácula 2001; de hecho, esta última no se fija demasiado en la influyente y muy imitada película de Coppola, salvo en alguna pincelada estético-esteticista que ya señalaremos. Pero sigamos: tras este brevísimo prólogo, la acción salta a la Londres del año 2000; descubrimos una antigua mansión construida donde antes estaba ¡la abadía de Carfax!, que es donde vive y tiene guardados sus viejos tesoros nada menos que un tal Matthew Van Helsing (Christopher Plummer), de quien se nos dice que es nieto del mítico profesor Abraham Van Helsing. No mucho después, averiguaremos que Matthew Van Helsing es, en realidad…, ¡el original Abraham!: inmortal gracias a haber sido contagiado accidentalmente con la sangre de Drácula, y a seguir un raro tratamiento médico a base de sanguijuelas (sic); además, aquí –como, de nuevo, en el Drácula de Badham–, Van Helsing es padre de una hija: Mary (Justine Waddell). Hija que, para más señas, tiene una amiga llamada Lucy Westerman, que casi, casi suena como Westenra (y a cargo de la cantante y actriz Colleen Ann Fitzpatrick, también conocida como Vitamin C). Y, anticipándonos a su final –mal que les pese a los enemigos de los spoilers, este film tiene ya veintitrés años, tiempo más que suficiente para que los interesados lo hayan visto–, Drácula muere –también como en la versión de Badham– quemado por la luz del sol, indefenso frente a ella, mientras cuelga de un cable de metal.



La trama de Drácula 2001 es pura Serie B disparatada, por más que tenga a su favor su descarnada honestidad: no pretende ser “artística”, limitándose a proponer un argumento que, de puro delirante, acaba generando simpatía. Una banda de ladrones de joyas, liderada por Solina (Jennifer Esposito), la traidora secretaria de Van Helsing, y su amante Marcus (Omar Epps), irrumpen con la ayuda de la primera en Carfax y roban el misterioso objeto que el profesor tiene escondido en lo más profundo de su cámara acorazada: un viejo ataúd de metal precintado con cierres en forma de crucifijos que contiene, como se pueden imaginar, a nuestro amigo el conde vampiro, al cual Van Helsing mantiene así bajo custodia desde hace más de cien años. En un golpe de guion ciertamente risible, los ladrones se llevan el ataúd, que creen lleno de riquezas a la vista de las tremendas medidas de seguridad instaladas a su alrededor (incluidas algunas trampas mortales), embarcándolo en un avión particular camino de Nueva Orleáns… que, ¡casualmente!, es la ciudad norteamericana donde Mary Van Helsing y Lucy Westenra, perdón, Westerman, comparten vivienda y, además, son compañeras de trabajo (vendedoras en un local de la cadena Virgin: qué tiempos aquellos). Durante el vuelo, Drácula resucita, alimentándose de la sangre de todos los incautos que viajan a bordo y transformándolos en vampiros. Poco después, el avión, sin pilotos vivos, se estrella en un pantano de Luisiana, donde el conde, como tonto, añade a la ahora vampiresa Solina a una no menos turgente reportera de televisión, Valerie Sharpe (Jeri Ryan), y no tardará en ampliar su harén de jamonas mujeres vampiro incluyendo a Lucy, claro, en dicha cohorte: el momento en que vemos a las tres vampiresas, convertidas en versiones posmodernas de las no-muertas de Hammer Films que se visten en la misma tienda de ropa, es puro kitsch.



Si, a pesar de semejante planteamiento –y eso que todavía no lo hemos explicado todo–, el film es, contra todo pronóstico, menos despreciable de lo que aparenta a raíz de esa jocosa descripción, ello reside en tres factores que, contra todo pronóstico, funcionan. El primero reposa en la interpretación, sorprendentemente solvente, que lleva a cabo un joven Gerard Butler en el papel de Drácula; el actor escocés, el cual, recordemos, poco después sería un no menos convincente Fantasma de la Ópera en la versión musical de Joel Schumacher y Andrew Lloyd Webber del clásico de Gaston Leroux en 2004, ofrece una performance sobria y vagamente irónica del conde, que con su melena y su actitud soberbia parece un inesperado híbrido entre el émulo vampírico de Lord Byron imaginado, de nuevo, por John Badham en 1979, y un rockero gótico a medio camino de Jim Morrison y del protagonista de la novela de Anne Rice Lestat el vampiro (1985), parcialmente (re)convertida en la subvalorada película de Michael Rymer La reina de los condenados (Queen of the Damned, 2002) (2). Es una lástima que, a pesar del título, el personaje de Drácula sea aquí relativamente secundario, en beneficio de la potenciación de personajes menos atractivos, tales como Mary Van Helsing, que ha heredado genéticamente, sin todavía saberlo, parte de las cualidades vampíricas y de inmortalidad que infectaron a su padre (por más que esto no esté bien desarrollado); o, sobre todo, el nada convincente y gratuito de Simon Sheppard (Jonny Lee Miller), el joven ayudante de Abraham Van Helsing reconvertido de la noche a la mañana en un cazador de vampiros, y que no tiene otra función que servir de conexión entre Mary y su linaje y de soporte emocional del tipo hombro-sobre-el-que-llorar.



El segundo factor al que me refiero es la idea que acaba siendo el núcleo fuerte del guion: que Drácula no sea sino el apóstol Judas Iscariote, el traidor que entregó a Jesucristo a los romanos y que, como consecuencia de ello, y tras una aquí fallida tentativa de suicidio vía ahorcamiento, acabó convertido en el mayor vampiro de la historia, condenado a purgar su pecado mediante una vida eterna de baños de sangre. La idea es a pesar de todo ingeniosa: el culpable de haber derramado la sangre más noble que haya conocido este mundo –el “santo grial” que luego popularizaría Dan Brown– ahora tiene que vivir eternamente alimentándose de sangre; el tacto de la plata hace daño al vampiro porque de ese metal eran las famosas treinta monedas que recibió como pago por su traición; y su terror al crucifijo no es sino, naturalmente, el recuerdo de la cruz donde vio agonizar y morir al maestro al que traicionó. Pero también es una pena que Patrick Lussier visualice esta revelación no solo de manera recortada en el montaje para cines, sino echando mano, aquí sí, de recursos formales copiados del Drácula de Coppola, en particular el empleo de cromas y exteriores hechos en estudio deliberadamente irreales, ergo, vulgares.



Finalmente, el tercer factor que, por muy poco, cierto, inclina la balanza en favor de esta modesta película reside en pequeños aciertos de puesta en imágenes, que compensan –sin anularlos– sus malos momentos, que también los tiene. Empezando por estos últimos, la funcionalidad de la realización, unida probablemente a aparentes problemas presupuestarios (sus 54 millones de dólares del año 2000 no se notan demasiado), provoca que el film avance en no pocos instantes como a trompicones y de manera excesivamente acelerada, minimizando ideas que podrían haber dado más de sí a base de pasar por encima de ellas a toda velocidad. Las secuencias de acción –en particular, las peleas contra los vampiros– no son convincentes. Y aspectos como las pesadillas, o sueños eróticos extremos, que sufre Mary antes de que Drácula irrumpa en su vida es un aspecto interesante pero pobremente resuelto: se podría haber sacado mucho más jugo del mismo.



Lo mejor del film no hay que encontrarlo, pues, ni en su argumento, divertido pero disparatado, ni en sus personajes, convencionales, sino en determinadas ideas que contribuyen a elevar el tono de la función. Apunto las letales trampas casi medievales que protegen el ataúd de Drácula en Carfax, y que acaban con la vida de dos de los ladrones, lo cual confiere cierto aire gótico a dichas escenas. Que cada gota de sangre derramada sobre el ataúd sea rápidamente absorbida a través de los crucifijos de la tapa que le sirven de cierres. Que, una vez abierto a bordo del avión, el ataúd contenga el cuerpo demacrado de Drácula, tocado con su casco medieval a lo Vlad Tepes, cómo no, y repleto de sanguijuelas que –como las que utiliza Van Helsing para inyectarse– mantienen el cuerpo del conde “reseco” de sangre. Señalo el plano, desde el punto de vista subjetivo de una cámara de televisión, en el cual vemos a la reportera Valerie, mientras graba la noticia del accidente del avión para un informativo, siendo atacada por un Drácula invisible para la cámara –recordemos que los vampiros no pueden ser fotografiados ni filmados–, que le muerde en el cuello. Las breves escenas en las que –anticipándose al Rian Johnson de Star Wars: Los últimos jedi (Star Wars: Episode VIII – The Last Jedi, 2017) (3)– Drácula y Mary contactan mentalmente, separados a kilómetros de distancia, mediante un sencillo pero efectivo plano-contraplano que diluye las fronteras entre cercanía y lejanía, sueño y vigilia, fantasía y realidad. La escena en la que Solina, poco después de haberse transformado en vampiresa y tras ser detenida por la policía, intenta seducir al oficial de la ley que está al otro lado del falso espejo de la habitación donde está recluida para ser interrogada. El flashback de época victoriana –breve; luego, como veremos, ampliado– en el que Van Helsing y sus ayudantes tienden una encerrona a Drácula en un sórdido callejón londinense a lo Whitechapel, y cómo el profesor resulta herido, y contagiado por la sangre del vampiro, como consecuencia de una lanza que atraviesa al conde y le hiere accidentalmente en un hombro. La bonita idea –si bien desaprovechada– de que Drácula pase desapercibido entre la multitud que celebra el Mardi Gras en Nueva Orleáns. O la secuencia, bien planificada, en la que Mary descubre el cadáver empalado de su padre en el dormitorio, para a continuación verse acosada por las mujeres vampiro: dos de ellas, Solina y Lucy, reptan por la pared, tal y como lo imaginó Stoker en su día.



Así es, a grandes rasgos, con todo lo que de bueno y de malo tiene, Drácula 2001. Quién sabe cómo podría haber sido el resultado si el film hubiese podido incorporar las nada despreciables secuencias eliminadas que se encontraban en la edición española en DVD de 2002 a cargo de la firma Lauren Films, que fue quien distribuyó la película entre nosotros. Dichas secuencias indican que el film empezaba de otro modo, primero con las mencionadas escenas del Démeter y, a continuación, empalmando con la secuencia de la captura de Drácula en Londres (más larga que en el montaje para cines), el contagio sanguíneo de Van Helsing y el traslado del vampiro, atrapado en el ataúd, para su encierro en Carfax. El momento en que Simon busca a Mary en medio del gentío que celebra el Mardi Gras está más justificado que en el montaje de la película para salas, porque aquí Simon se abre paso entre la multitud siguiendo a las vampiresas, que le indican maliciosamente el camino. La secuencia de la revelación de que Drácula es el Iscariote es un poco más larga, e incluye en ella a Mary, formando parte de dicha visión infernal, ataviada con un provocativo atuendo de vaporosa tela roja, y presenciando el intento de suicidio de Judas colgándose del árbol. Y hay una escena, inédita en el montaje para cines, en la cual, tras descubrir el cadáver de Van Helsing en su casa, Mary es acosada por la vampirizada Lucy, que la anima a unirse a las novias de Drácula dándole un sensual beso en la boca, lo cual introduce un inesperado matiz lésbico en la relación de las amigas.    

 

(1) http://elcineseguntfv.blogspot.com/2018/06/el-vampiro-romantico-dracula-de-john.html

(2) http://elcineseguntfv.blogspot.com/2017/10/cronicas-vampiricas-entrevista-con-el.html

(3) Véase mi reseña en DIRIGIDO POR…, n.º 484 (enero 2018): http://elcineseguntfv.blogspot.com/2018/01/dirigido-por-de-enero-2018-la-venta.html

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