Bastantes
años antes de que la muy mediocre El proyecto de la bruja de Blair (The
Blair Witch Project, 1999, Daniel Myrick y Eduardo Sánchez) pusiera “de moda”
el found footage o “falso documental” alrededor de una filmación hallada accidentalmente, y supuestamente rodada por las mismas
personas que aparecen en ella y que en el momento presente se supone que se
encuentran misteriosamente desaparecidas, el arranque de La matanza
de Texas (The Texas Chain Saw Massacre, 1974) nos introduce, por la vía de
una especie de falso reportaje o, si se prefiere, de un falso documental, en
unos hechos supuestamente reales, y en realidad completamente imaginarios, por
más que –se ha dicho hasta la saciedad– haya en ellos ecos del famoso caso real
del asesino en serie Ed Gein, fuente de inspiración indirecta de Robert Bloch y
Alfred Hitchcock cuando urdieron lo que acabaría siendo Psicosis
(Psycho, 1960).
La
película de Tobe Hooper –su mejor trabajo, junto con La casa de los horrores
(The Funhouse, 1981) y Poltergeist (Fenómenos extraños) (Poltergeist,
1982)– arranca con un rótulo explicativo, acompañado por la voz de un narrador
(la del actor John Larroquette), que nos pone en antecedentes en torno a un (asimismo,
imaginario) caso criminal popularmente como “La matanza de la sierra mecánica
de Texas”. De ahí pasamos a una inquietante secuencia, una de las que más de
todo el film, consistente en una expresiva combinación de planos de detalle de
partes del cuerpo de un cadáver putrefacto, un sonido parecido al de una cámara
con flash, y las siniestras notas, de tonalidades metálicas, de la partitura
compuesta para la película por el propio Hooper en colaboración con Wayne Bell.
Todo ello, como digo, se mezcla de tal manera que el sonido del flash y la
música coinciden con la iluminación “fotográfica” de una parte del cadáver,
como si, efectivamente, alguien le estuviera tomando fotografías con flash,
creándose de este modo una secuencia a base de alternar golpes de luz y
fundidos en negro que viene a sugerir –es una interpretación, tan válida como
cualquier otra– que el horror que va a ofrecer el film nos va a venir,
asimismo, dosificado en pequeñas dosis, pero no por ello de una manera menos impactante.
A ello hay que añadir una ambigüedad adicional, pues ¿quién está fotografiando
el cadáver? ¿Un reportero? ¿O acaso se trata de uno de los miembros de la
familia de matarifes tejanos que luego conoceremos, más concretamente el
“autoestopista” (Edwin Neal), quien empuña una cámara con flash y es amigo de fotografiar
detalles truculentos?
Sea
como fuere, la mencionada secuencia se remata de una forma no menos aterradora:
un gran primer plano de la cadavérica cabeza del cadáver que hasta ahora
habíamos visto de forma fragmentada, y que ahora no está echado en el suelo,
sino, aparentemente “de pie” (?), y tampoco se encuentra en un escenario oscuro
o nocturno, sino a la luz del día. La cámara retrocede, abriendo la imagen,
hasta que descubrimos de este modo que el cadáver (por su ropa, de un hombre)
está grotescamente colgado en medio del campo para que parezca, efectivamente,
que está erguido, en una pose que guarda cierto parecido con una suerte de espantapájaros,
o incluso de crucifixión blasfema, y hasta sostiene entre sus brazos la cabeza
putrefacta de otro cadáver. Mientras tanto, oímos de fondo las locuciones en off
de noticiarios que hablan de las investigaciones llevadas a cabo por la policía
de Tejas con tal de hallar al responsable o responsables de una serie de
atroces asesinatos que se caracterizan por la salvaje mutilación de las
víctimas, cuyos cuerpos nunca son encontrados completos. El rótulo informativo
del principio y las locuciones over del final de esta secuencia
establecen una determinada pauta de verosimilitud que todos los demás detalles
de puesta en escena mencionados –el uso simultáneo de los insertos del cadáver,
del sonido, de la música; el plano diurno del cadáver “crucificado”– vulneran
deliberadamente, a modo de prólogo o primer morceau de bravoure en la
cadena de horrores en progresivo crescendo que será, a partir de
entonces, La matanza de Texas.
Tras
este prólogo, pasamos a la presentación de, digamos, los “personajes” protagonistas.
Y pongamos comillas bien grandes sobre la palabra personajes, porque uno de los
puntos débiles (al menos, en teoría) de esta famosa película reside en el
escaso interés, por no decir nulo, de las figuras humanas que lo pueblan.
Cierto es: desde un punto de vista estrictamente dramático, los cinco jóvenes,
tres chicos y dos chicas –Sally (Marilyn Burns), su hermano Franklin (Paul A.
Partain), que está en silla de ruedas, Jerry (Allen Danzinger), que es quien
conduce la furgoneta en la que viajan los cinco, Pam (Teri McMinn) y su novio
Kirk (William Vail)–, los cuales acabarán siendo las víctimas de los matarifes
tejanos, carecen del más mínimo relieve, más allá del tenue dibujo que se traza
en torno a sus relaciones personales: Sally y Jerry son, en apariencia, novios,
y otro tanto podemos apuntar en torno a Pam y Kirk, por más que, curiosamente,
es algo que tan solo se intuye, y la manera en que dicha intuición se
materializa en pantalla es, al menos, curiosa. En vez de recurrir a la
consabida “escena romántica”, Hooper prefiere insinuar, de forma indirecta, el
hecho de que los cuatro jóvenes mencionados forman parejas a través de la
actitud celosa de Franklin, el hermano paralítico de Sally. En una de las
escenas más grotescas del film (demasiado, incluso), los cinco chicos visitan
lo que fuera la antigua mansión de la familia de Sally y Franklin, ahora
abandonada; Sally, Jerry, Pam y Kirk han subido al piso superior; mientras
tanto, Franklin, impedido de subir las escaleras, siente celos al oír las
risitas de las chicas que proceden del piso superior –y que acaso le recuerdan,
de una manera inocentemente cruel o cruelmente inocente, sus propias dificultades
personales para conseguir pareja, dada su minusvalía–, y se pone a proferir
unas fuertes pedorretas, destinadas no tanto a burlarse de la actitud “romántica”
de las parejas como a ahogar con ellas esas risas que se le clavan en los
oídos, y también, quizá, en el alma.
Pero,
viéndolo desde otra perspectiva, ¿acaso no es posible que esa endeble
caracterización de los personajes, meros arquetipos con los cuales resulta
difícilmente identificarse en primera instancia, sea algo deliberado? Fuera
así, o acaso fruto de una intuición, lo cierto es que el hecho de que poco o
nada podamos identificarnos con dichos personajes contribuye sobremanera a
convertir La matanza de Texas en un festival de horrores donde, por así
decirlo, cualquier cosa mala que les ocurra a esos muchachos poco o nada
debería afectarnos (al menos, insisto, en teoría), porque poco o nada
nos importan. Bajo ese punto de vista –del cual Rob Zombie tomó buena
nota–, La matanza de Texas se presenta como un ejercicio de horror puro
en el cual, por así decirlo, TODO está permitido porque NADA nos importan los
personajes, al menos, vuelvo a insistir, en teoría. En la práctica, la puesta
en escena rompe, brillantemente, la barrera existente entre el espectador,
digamos, intelectual (el que, mientras mira la película, piensa
en ella), y el espectador, sigamos diciendo, visceral (el que, mientras
la mira, la vive), de tal manera que, aunque puedan no importarnos los
personajes de los chicos, de puro convencionales, sí acaba importándonos su sufrimiento,
por la sencilla razón de que no vemos sufrir a esos chicos (los del
film), sino a unos chicos (en general). En este último sentido, Hooper
supo ir más allá de lo ensayado de manera previa –y, a mi entender, muy
pobremente– por Wes Craven en La última casa a la izquierda (The Last
House on the Left, 1972), a la hora de pulsar los mecanismos de la psique del
espectador, pues si lo que Craven pretendía era que el público compartiera el
sentimiento de venganza de unos padres hacia los violadores y maltratadores de
su inocente hija, Hooper logró ir más lejos, sumergiendo al público en una
experiencia visual y sonora destinada a hacerle compartir, por un lado, la
incómoda sensación de asistir a un espectáculo de crueldad (la violencia
entendida como “diversión”), y por otro, a un fascinante ejercicio voyeurista
sobre la contemplación del dolor sin tener que padecerlo, lográndolo sin recurrir a los fáciles mecanismos de identificación que empleó
Craven.
No
descubro nada cuando afirmo que La matanza de Texas comparte tanto con
la mencionada La última casa a la izquierda, como con otras películas de
esa misma época que, sin pertenecer necesariamente al género de terror –cf. Defensa
(Deliverance, 1972, John Boorman)–, coincidieron en la obsesión por mostrar
determinados rincones de la América rural como espejos deformes o retratos en
negro del género Americana (los amigos de los análisis políticos dirían, no sin
razón, que muestran la América retrógrada y reaccionaria que es partidaria de
la libre tenencia de armas de fuego, va a misa todos los domingos y luego vota
a Reagan, Bush padre e hijo y Donald Trump). De hecho, y fuera o no deliberado
por parte de Hooper y su coguionista, el productor Kim Henkel, puede verse La
matanza de Texas como una especie de versión en negro del cine hippie
a lo Easy Rider: Buscando mi destino (Easy Rider, 1969, Dennis Hopper), y,
de paso, del ideario hippie del haz-el-amor-y-no-la-guerra, empezando
por la presentación inicial de los chicos viajando por carretera en furgoneta
(unos de los ideales icónicos de la contracultura de los años 60: el viaje on
the road como expresión máxima de libertad), y pasando por la visión amarga
y desagradable de las personas que los jóvenes van encontrando en su camino
–cf. en una de sus paradas no encuentran a otros muchachos como ellos sino, por
el contrario, rústicos pueblerinos, e incluso un borracho tumbado en el suelo
de tanto beber…–, hasta culminar en una secuencia que viene a ser la
destrucción del ideal del “buen rollo hippie”: la recogida en la carretera
del ya mencionado, y extraño, “autoestopista”, el cual, lejos de ser un joven
“enrollado” como ellos, en realidad es un psicópata demente que tira y
colecciona fotos de animales sacrificados en el matadero, usa la navaja de
Franklin para hacerse un profundo corte en la mano izquierda por el mero placer
masoquista de hacérselo, y una navaja de afeitar propia para herir a Franklin
en el brazo antes de ser echado del vehículo…
Uno
de los mejores aciertos de la puesta en imágenes de La matanza de Texas
reside en la habilidad de Hooper para hacer una sutil transición del tono medio
documental del mencionado prólogo a la tonalidad cotidiana de los primeros
momentos de la presentación y el viaje en furgoneta de los muchachos (en los
cuales abundan unos encuadres con teleobjetivo muy característicos del momento
de su realización), para terminar sumergiéndose en el cine de terror mediante
determinados detalles de realización que van violentando esa cotidianeidad y
sumergiendo al espectador, primero de manera suave, y luego violenta, en el
territorio del horror. Señalo al respecto el excelente plano general de la
furgoneta detenida ante la mansión abandonada que, como ya he apuntado, antaño
perteneciera a la familia de Sally y Franklin: la cámara traza un lento, casi
imperceptible, travelling lateral, prácticamente acariciando las altas
hierbas, sugiriendo de este modo una clásica sensación de amenaza, de peligro
oculto al acecho de sus víctimas potenciales. Por descontado, apunto el
magnífico encuadre en contrapicado –fusilado, sospecho, por Quentin Tarantino
en Pulp Fiction (ídem, 1994), donde aparece un plano muy parecido…– que sigue a Pam, levantándose del balancín donde está sentada y
acercándose lentamente a la casa de los matarifes: la cámara, colocada
inicialmente debajo del balancín, sigue en travelling a la actriz
desplazándose a ras de suelo, y el mencionado encuadre en contrapicado
convierte por unos instantes la casa en una especie de caserón de relato
gótico, en lo que puede verse, o interpretarse, un homenaje a la tradición del
género. También, las eficaces secuencias de las muertes de Kirk, Pam y Jerry a
manos del matarife Leatherface (Gunnar Hansen), excelentemente planificadas: la
de Kirk, golpeado en la cabeza con la maza de sacrificar reses; la de Pam, capturada
por el mismo matarife y luego colgada de un gancho de carne por la nuca (y con
un barreño cuidadosamente colocado debajo de sus pies colgando en el aire para
recoger toda su sangre…); y la de Jerry, también golpeado por la maza de
Leatherface tras descubrir el cadáver de Pam en el congelador, brotando este por
sorpresa del mismo acaso como consecuencia de algún tipo de reflejo postmortem…
El
tercio final de La matanza de Texas supone la plena inmersión en el
territorio del horror. Muertos Pam, Kirk y Jerry, asesinado también Franklin
por Leatherface con su sierra mecánica –en una escena de gran crueldad: el
joven, indefenso en su silla de ruedas y sin posibilidad de huir, es despedazado
vivo…–, la aproximadamente media hora final del film se concentra alrededor de
los enconados esfuerzos de la única superviviente, Sally, con tal de salir viva
de la trampa infernal tendida a su alrededor por el dueño de la gasolinera de
la zona y cabeza de familia de los matarifes tejanos (Jim Siedow), y sus dos
hijos, Leatherface y el “autoestopista”, con el concurso adicional de un
ancianísimo y deforme abuelo (John Dugan), partícipe silencioso de los gustos
caníbales de los suyos (véase como chupa con delectación la sangre del dedo
herido de Sally que le ofrecen, solícitos, sus nietos). Buena parte de este
tercio culminante del relato se sostiene, de nuevo, sobre el excelente pulso
narrativo de Hooper. Las escenas en las que Sally huye del acoso de Leatherface
y su sierra mecánica en marcha son, de nuevo, magníficas, más allá del guiño,
evidente, a Psicosis (el abuelo comparte habitación en el primer piso de
la vivienda… junto al cadáver momificado de lo que, aparentemente, era su
mujer, ergo, la abuela…), y están aderezadas, incluso, con cierto, e
inesperado, sentido del humor: ese momento, divertido, en el que uno de los
muchos gritos de terror de Sally –¡cómo gritaba la malograda Marilyn Burns!–
sobresalta a Leatherface durante un segundo al pie de la escalera, antes de
reemprender de nuevo la persecución de la muchacha. La célebre secuencia de la cena,
con los dementes preparando el sacrificio de la desdichada Sally, juega
excelentemente con el plano/ contraplano y el plano subjetivo: los encuadres de
los matarifes, desde el punto de vista
de una Sally atada a una silla, contribuyen a crear en el espectador la antes
mencionada, y moralmente incómoda, sensación de ver y, hasta cierto
punto, participar en un juego macabro al que está, literalmente,
invitado, como uno más, “sentado” a la mesa de los matarifes. Los primeros
planos de Sally, en particular de sus ojos y boca, que Hooper monta en diversas
sucesiones en cadena, sugieren admirablemente la desintegración del
personaje de la muchacha, su desaparición como ser humano completo para
convertirse, pura y simplemente, en una cosa que grita por su vida:
terror reducido a su esencia más siniestramente pura.
La
matanza de Texas termina como lo hacen todas las
pesadillas: bruscamente. Sally logra zafarse de los asesinos y salta por una
ventana, atravesando el cristal, e hiriéndose todavía más de lo que ya lo estaba
tras una noche de golpes, cortes, caídas y maltratos generalizados. Hay aquí
una transición, como digo, brusca, pero a pesar de todo hermosa: al saltar al
otro lado de la ventana, descubrimos, en un gran plano general de la casa, que
ya es de día. Se produce entonces una situación de “suspense” final (un tanto
precipitada, todo hay que decirlo): Sally corre hacia la carretera, mientras el
“autoestopista” le pisa los talones, infligiéndole nuevos cortes en la espalda
con su navaja de afeitar; la chica logra detener un camión; el vehículo, antes
de pararse, atropella aparatosamente al “autoestopista”; el conductor (Ed
Guinn) baja del camión, dispuesto a ayudar a la protagonista…, pero, entonces,
ambos tienen que huir del acoso de Leatherface, de nuevo sierra mecánica en
mano; el conductor, empero, consigue golpear al matarife con una llave inglesa,
y este, al desplomarse, se hiere con la sierra en un muslo; mientras tanto,
Sally, cubierta de sangre de los pies a la cabeza, sube a la parte trasera de
una camioneta que también pasaba por allí en ese momento, escapando del acoso
de Leatherface… Todo, como digo, muy cogido por los pelos, aunque el cierre de
la película vuelve a ser, de nuevo, memorable: la cámara, en vez de quedarse, cómodamente,
junto a Sally, regresa, incómodamente, al lado del perturbado Leatherface
para mostrarnos el extraño baile, mezcla de locura y frustración, del matarife,
blandiendo la sierra mecánica por los aires como si fuera la versión
modernizada del hueso o del garrote de madera que utilizaban para cazar, y para
matar, unos antepasados primitivos de los que no se encuentra demasiado lejos… La
matanza de Texas es, también, una suerte de parábola macabra, o de cuento
cruel, en torno a la fragilidad del concepto de civilización: la
barbarie nos acecha, siempre, a la vuelta de la esquina.