sábado, 7 de marzo de 2020

La maldición de Antonio Bay: “LA NIEBLA”, de JOHN CARPENTER



Existe un relativo consenso a la hora de considerar La noche de Halloween (Halloween, 1978), La niebla (The Fog, 1980) y La cosa (The Thing, 1982) las tres mejores películas de John Carpenter, y no seré yo quien diga otra cosa; es más, caso de tener que elegir tan solo una, tendría problemas a la hora de decidirme entre la milimétrica construcción narrativa de la primera o la densa atmósfera lovecraftiana de la tercera, por más que a la hora de la verdad, y acaso por cuestiones muy subjetivas de sintonía personal, quizá acabaría inclinándome por la segunda de las mencionadas. De ahí que, sin por ello despreciar ni La noche de Halloween ni La cosa, La niebla me parece, si no la mejor película de su director, sin duda la más atractiva.


Desde cierto punto de vista, puede entenderse la obra de Carpenter como una completa revisión de las convenciones del género fantástico bajo una perspectiva estilizada que busca al mismo tiempo respetar, como suele decirse, las “esencias del género”, y al mismo tiempo proponiendo sotto vocce un esquinado discurso sobre esas convenciones, digamos, “clásicas” del fantastique observadas bajo el prisma de la modernidad. De este modo, el fantástico de Carpenter vendría a ser el resultado del contraste entre la tradición del género y su estado en la época contemporánea. No me parece casual que muchos films de su director giren alrededor del efecto, por así llamarlo, “chocante” que se produce entre los elementos puramente terroríficos y/ o sobrenaturales que pueblan sus ficciones tan pronto como entran en relación directa y conflicto abierto con una realidad cotidiana que, por definición, excluye a los anteriores. Más que de una perturbación de lo cotidiano, que suele ser el axioma sobre el cual se ha sostenido la mayor parte de construcciones teóricas alrededor de la naturaleza del cine fantástico, lo que Carpenter ofrece en sus películas es más bien una suerte de interferencia o de injerencia de lo fantástico en lo cotidiano, de tal manera que lo primero no perturba a lo segundo, en el sentido de que no lo transforma, sino que más bien lo obliga a convivir con él. Bajo esta perspectiva, puede verse el cine de Carpenter no como crónicas de una realidad cotidiana perturbada por lo sobrenatural, sino más bien como digresiones sobre la difícil o imposible convivencia de lo sobrenatural y lo cotidiano.


La niebla vendría a ser una nueva digresión sobre la injerencia de lo sobrenatural en el contexto de lo cotidiano, pero yendo incluso más lejos que nunca. Aquí lo sobrenatural se alimenta previamente de lo cotidiano: los fantasmas de los tripulantes leprosos del velero Elizabeth Dane fueron, en vida, las víctimas desgraciadas de seis conspiradores que, gracias a que provocaron el naufragio de su barco donde aquéllos murieron y les quitaron su cargamento de oro, luego fundaron la localidad costera de Antonio Bay. Pero, a la inversa, aquí también hallamos en lo cotidiano el germen de lo sobrenatural: la localidad de Antonio Bay celebra el centenario de su fundación, efeméride que coincide con los cien años transcurridos desde que los seis conspiradores hundieron el Elizabeth Dane; como comenta el padre Malone (Hal Holbrook), la conmemoración de ese centenario también es la celebración, sin que los actuales habitantes del pueblo lo sepan, del asesinato de los leprosos. Es por ello que puede decirse que los espectros del Elizabeth Dane no vienen a perturbar la cotidianeidad de Antonio Bay, en el sentido de transformarla, sino más bien a complementarla mediante la convivencia, por lo general a la fuerza, de dos universos o planos de la existencia que en un momento dado coinciden en un mismo tiempo y lugar.


Al hilo de esta digresión, puede verse el cine de Carpenter en general y La niebla en particular como una suerte de ejercicio de convivencia de formas fantásticas de antaño y formas realistas del presente, de manera que esa injerencia de lo fantástico en lo cotidiano se traduce, en términos visuales, en una especie de juego anacrónico. La noche de Halloween no pretendía disimular sus referentes (Psicosis, los primeros slashers de Wes Craven, Tobe Hooper y Bob Clark), sino que los asumía como lo que son, una herencia cultural, para a partir de la misma renovarla en la medida de lo posible por la vía de la estilización. La niebla también recurre a elementos de la imaginería del fantástico anclados en una larga tradición que viene de lejos (fantasmas, niebla, maldiciones) y los incrusta en una cotidianeidad presentada con notable realismo, a fin de crear un efecto parecido o equivalente a la estupefacción: la certeza de que lo imposible acaba siendo posible, y de que lo sobrenatural deviene, en cierto modo, “natural”. De ahí el sentido del extraordinario arranque del film, uno de los más bellos jamás rodados por su autor, en el cual el anciano Sr. Machen (John Houseman) relata a la luz de una hoguera y alrededor de la medianoche la leyenda de los leprosos del Elizabeth Dane, siendo sus oyentes un puñado de niños, entre ellos Andy (Ty Mitchell), el hijo de la locutora de la emisora de radio local Stevie Wayne (Adrienne Barbeau). Con este prólogo, Carpenter viene a decirnos que hemos de ser un poco como niños ante el relato que se va a narrar a continuación, crédulos y abiertos a la imaginación (y al miedo); no descubro nada cuando afirmo que el apellido del anciano narrador se corresponde con el del escritor de literatura fantástica Arthur Machen (1863-1947), del mismo modo que hallamos a lo largo del film a diversos personajes cuyos nombres coinciden con los de amigos de Carpenter relacionados con el mundo del cine, tal es el caso de Nick Castle, Tommy Wallace o Dan O’Bannon.


Toda la admirable progresión narrativa de La niebla gira constantemente alrededor de esa idea de la injerencia fantástico-cotidiano: cabe anotar, después del prólogo, la no menos admirable secuencia que se desarrolla al compás de los títulos de crédito, en la cual asistimos, entre las 24 h. y la 1 h. de la madrugada (la hora en la que, hace cien años, se reunieron los conspiradores para preparar su crimen), a una serie de fenómenos inexplicables en diversos puntos de Antonio Bay: temblores en las estanterías de un supermercado, alarmas de coches que se disparan a la vez que se encienden sus faros… Ahondando en lo apuntado, las apariciones de los espectros del Elizabeth Dane vienen precedidas de un espeso y extrañamente luminoso banco de niebla dentro del cual vemos “navegar”, en un plano de belleza felliniana, el velero de los fantasmas, y que parece transportar a los vengativos espíritus tanto sobre la cubierta de un pesquero como apareciendo, surgidos de la nada, ante las puertas de las casas o en el interior de la iglesia. Llama la atención el sentido del detalle desarrollado aquí por Carpenter, de manera que, en virtud de un sencillo pero efectivo plano/ contraplano, es capaz de crear momentos de gran fuerza poética tales como esa escena en la que el pequeño Ty ve o cree ver un antiguo doblón de oro sobre una roca lamida por las olas que, a sus ojos, se transforma en un fragmento de madera donde se lee: “…Dane”.


Pero si por algo resulta destacable La niebla en el contexto del cine de Carpenter reside en el hecho de ser (de nuevo, y a riesgo de parecer reiterativo, junto con La noche de Halloween y La cosa) una película en la que hasta los gestos más cotidianos son en ocasiones anuncios premonitorios de esa fuerza maligna que parece estar al acecho en los márgenes del relato, incluso en las escenas teóricamente más “tranquilas”. Resulta significativo el personaje de Elizabeth (Jamie Lee Curtis); además de que su nombre de pila coincide, claro está, con el del velero embrujado, su llegada a Antonio Bay haciendo autostop coincide con la primera noche en la cual se manifiestan los primeros indicios fantasmales; hay un momento en el cual Elizabeth dice algo así como que: “a mí siempre me pasan cosas…”, lo cual, teniendo en cuenta que la actriz Jamie Lee Curtis acababa de protagonizar La noche de Halloween con Carpenter no deja de tener su guasa; pero, más allá de este guiño irónico, el hecho de que, efectivamente, la llegada de la chica coincida con el inicio de la actividad espectral en el pueblo contribuye a la aureola maldita de una localidad en la que, a partir de esa primera noche y antes de llegar a la crucial segunda noche, cada gesto parece una invocación al Mal: véase ese instante en el cual Kathy Williams (Janet Leigh) entra en la iglesia del padre Malone, y este aparece detrás suyo, en la oscuridad y asustándola; más allá de lo que esta escena tiene de sobresalto para el espectador, la misma contribuye a reforzar esa misma aureola maldita, habida cuenta de que, como no tardaremos en saber, el padre Malone es el descendiente de uno de los seis antiguos conspiradores, y un personaje, por tanto, condenado a sufrir la venganza de los espectros, tal y como veremos en el plano de cierre de la película.


Un aspecto de La niebla que particularmente siempre me ha llamado la atención consiste en su curioso parecido a nivel visual con otra famosa producción de temática fantástica o cuanto menos limítrofe con el género. No me refiero, por descontado, a los frecuentemente comentados ecos que guarda del film de Alfred Hitchcock Los pájaros (The Birds, 1963) (1), comenzando por el parecido del nombre de las localidades donde ambas películas transcurren, Antonio Bay y Bodega Bay, como en la idea del aislamiento del lugar ante el cerco de lo sobrenatural. En cambio, no suele hablarse de los curiosos puntos de contacto que hay entre La niebla y la famosa película de Steven Spielberg Tiburón (Jaws, 1975), algunos de los cuales, cierto es, también relacionan a esta última con Los pájaros (como la ubicación en una localidad frente al mar): Tiburón y La niebla empiezan de noche y a la luz de una hoguera; en esa primera noche, el terror lleva a cabo su manifestación inicial; en Tiburón, el veterano marinero y pescador Quint (Robert Shaw) impregna de inquietud la noche en la que relata a sus compañeros de aventuras la terrible odisea del destructor Indianápolis; el pueblo de La niebla está a punto de celebrar su centenario, al igual que el de Amity en Tiburón está a punto de inaugurar su exitosa campaña de turismo veraniego… Por no hablar de los singulares efectos estéticos que consigue Carpenter con la iluminación fantasmagórica de la niebla, que tanto recuerdan a las fugas de luz típicas del Spielberg de Encuentros en la tercera fase (Close Encounters of the Third Kind, 1977). Acaso no sea tan descabellado concluir que tanto Tiburón como La niebla no dejan ser, cada una a su manera y estilo, sendas digresiones sobre el miedo al mar.


(1) http://elcineseguntfv.blogspot.com/2020/01/el-fin-del-mundo-en-bahia-bodega-los.html

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