lunes, 10 de junio de 2019

El eco triple: “LA MÁSCARA Y LA PIEL”, de MICHAEL APTED



Si se me permite el artificio del argumento que voy a exponer a continuación, desde cierto punto de vista las adaptaciones al cine de las novelas y cuentos del novelista, dramaturgo, ensayista y guionista cinematográfico de nacionalidad británica Herbert Ernest Bates (1905-1974), en arte H.E. Bates –y no incluyo aquí las numerosas adaptaciones para la televisión–, resumirían, si no todas, al menos sí unas cuantas tendencias de la cinematografía británica. Bajo esta perspectiva, la primera versión para el cine de una de sus novelas, The Purple Plain (1947), convertida para la ocasión por Robert Parrish en Llanura roja (1954) y protagonizada por el actor norteamericano Gregory Peck, vendría a ser un buen ejemplo de la colonización que el cine estadounidense llevó a cabo durante la década de los cincuenta del pasado siglo en el seno de la industria cinematográfica de la Gran Bretaña. El zorro y la raposa (1971), una rareza escrita y dirigida por Frank Nesbitt, sería un cruce entre la tradición y la modernidad, simbolizada la primera en la presencia en el reparto de una veterana figura como John Mills, y personificada la segunda en la de una joven (y fugaz) estrella de una generación posterior, Carol White. Finalmente, tanto Un mes en el lago (1995), de John Irvin, como la desconocida en España Feast of July (1995), de Christopher Menaul –a partir de la novela The Feast of July (1954)–, se erigirían en exponentes de cierto estilo de producción que durante los años ochenta y noventa exhibieron una tendencia, que todavía perdura en la actualidad, de “actualización” de un estilo tradicional de cine británico, por ambientación de época y por puesta en escena, que busca poner al día los parámetros temáticos y estilísticos del cine británico “clásico”, o considerado como tal.


Algo muy parecido ocurre con la película que aquí nos ocupa, La máscara y la piel, adaptación de una obra de de Bates en formato novella –novela corta, o cuento largo, de menos de cien páginas– titulada The Triple Echo (1970), “El eco triple”, que es asimismo el título original de esta producción dirigida por Michael Apted en 1972, también conocida con el (burdo) título de Soldier in Skirts, “Soldado con faldas” (sic) con motivo de su estreno en los Estados Unidos. Se trata de una producción de Senta Productions, la única realizada por esta productora, y con distribución de Hemdale, compañía que entre 1970 y 1989 distribuyó una serie de títulos a caballo de la cinematografía británica, la norteamericana y ocasionalmente la canadiense –Images (1972), de Robert Altman; Inglaterra me hizo (1973), de Peter Duffell, según la novela de Graham Greene; Oro (1974), de Peter Hunt; Tommy (1975), de Ken Russell; Gritar al diablo (1976), también de Peter Hunt; The Disappearance (1977), de Stuart Cooper; El pasaje (1979), de J. Lee Thompson; Sol ardiente (1979), de Richard C. Sarafian; Scandalous (1984), de Rob Cohen–, cuyo denominador común vendría a ser su deseo de aprovecharse de la infraestructura empresarial del cine estadounidense y su presencia en el mercado internacional para plantar en este último producciones muy británicas que fueran al mismo tiempo “para todo el público del mundo”.


A mayor ahondamiento, La máscara y la piel contaba con la presencia en el reparto de Glenda Jackson y Oliver Reed, dos de los intérpretes británicos con mayor proyección internacional en el momento de su realización: Jackson se había hecho famosa (y ganado su primer Oscar como Mejor Actriz) protagonizando a las órdenes de Ken Russell Mujeres enamoradas (1969) –esta, junto a Oliver Reed– y La pasión de vivir (1970), y acababa de intervenir en Domingo, maldito domingo (1971), de John Schlesinger, mientras que Reed tenía en su haber otro famoso film con Russell, Los demonios (1971), con quien volvería a trabajar en la ya mencionada Tommy. Pero si por algo destaca la película que nos ocupa es el hecho de suponer el debut en el cine del ya mencionado cineasta británico Michael Apted, tras una larga trayectoria previa en la televisión desarrollada entre 1963 y 1970, algo sintomático de otro fenómeno característico del cine británico de entre mediados de los sesenta y principios de los setenta: el “salto” a la gran pantalla de numerosos profesionales forjados en la televisión británica.


Por más que Apted no es de los que “cotizan alto” en el baremo de la crítica española, por culpa (todo hay que decirlo) de la mediocridad de algunas de sus propuestas dirigidas con capital parcial o totalmente norteamericano –cosas tan terribles, hay que reconocerlo, como Estado crítico (1987), Sola en la penumbra (1994), Nell (1994) y Nunca más (2002)–, es injusto despacharlo sin más por estos títulos teniendo en cuenta que en su haber hay un buen puñado de obras correctas y/ o apreciables a caballo del cine de Gran Bretaña y los Estados Unidos: la muy curiosa Agatha (1979); la digna Gorilas en la niebla (1988); la irregular pero atractiva Corazón trueno (1992); uno de los mejores “Bond film” de Pierce Brosnan, El mundo nunca es suficiente (1999); la mejor entrega de la saga Las crónicas de Narnia: La travesía del Viajero del Alba (2010); y, sobre todo, el estupendo y, por desgracia, rápidamente olvidado thriller ambientado en la Segunda Guerra Mundial Enigma (2001). ¡Hay cineastas que, con peores alforjas que las suyas, gozan de una mayor reputación! A falta de conocer el cien por cien de su filmografía –setenta y cinco títulos para televisión y cine entre 1963 y 2014 no son moco de pavo–, La máscara y la piel se revela a simple vista una de las películas más curiosas, interesantes y conseguidas de su director. Con un planteamiento dramático que hoy en día muchos calificarían como “minimalista”, dadas sus características formales –escasez de personajes principales y de escenarios en los cuales se ubica la acción–, el film narra la relación que se establece, en primer lugar, entre Alice (Glenda Jackson), una granjera, y Barton (Brian Deacon), un soldado británico algo más joven que ella y que está disfrutando de un permiso. Nos hallamos en plena Segunda Guerra Mundial: nada más empezar el film, un plano nos muestra un par de avionetas efectuando un vuelo casi rasante sobre la granja de la protagonista femenina; más tarde, descubriremos que en un bosquecillo cercano reposan los restos de un caza alemán que, como le explica Alice a Barton, fue derribado “durante la batalla de Inglaterra del año pasado” (la célebre campaña aérea de la Alemania nazi contra el Reino Unido que tuvo lugar entre julio y octubre de 1940 y se saldó con la heroica victoria de la RAF sobre la Luftwaffe).


El contexto histórico del relato es importante, y con él su substrato social, moral y ético, sobre todo cuando la trama desarrolla su nudo: Alice, cuyo marido está, según tiene noticia, prisionero en un campo de concentración japonés, y puede que ni siquiera esté vivo (la última postal que recibió firmada por él está fechada seis meses atrás), se enamora de Barton y ambos devienen amantes. Incapaz de abandonar a Alice y de volver al frente, Barton deserta del ejército no regresando a su destacamento una vez finalizado el permiso del que estaba disfrutando. Consciente de que, en tiempo de guerra, la deserción de Barton será severamente castigada, Alice urde un plan desesperado para esconderle en su propia casa: recluirle en la misma, y además…, hacerle vestirse con ropa de mujer, fingiendo que se trata de una supuesta hermana suya, “Kathy”, que ha ido a visitarla. Todo parece ir bien hasta la llegada de un sargento del ejército inglés (Oliver Reed), pendenciero y mujeriego, ¡que queda prendado de “Kathy”! Contra todo pronóstico, Barton/ “Kathy” acepta temerariamente una proposición del sargento de ir con él al baile de Navidad que se celebra en el cuartel; pero hay que entender que, antes de llegar a esta situación, el travestismo forzado de Barton ha generado en él el inesperado descubrimiento de su “lado femenino”, o si se prefiere, de una homosexualidad no reconocida. Finalmente, se produce el (previsible) desastre: el sargento intenta propasarse con “Kathy”, hasta que descubre su verdadera sexualidad. Enfurecido y humillado, logra reconocer la foto de Barton entre los expedientes de los soldados desertores, y con la legitimidad que le proporciona el haber identificado a un “traidor a la patria” toma unos cuantos hombres y se dirige hacia la granja de Alice para detener a Barton y, de paso, ajustarle las cuentas, desencadenando una resolución de notable dramatismo.


La máscara y la piel es un relato marcado por el signo de la fatalidad, algo que Apted se encarga de recalcar en numerosos instantes por medio de secos apuntes que señalan hacia la idea de la muerte. Ya hemos indicado un par de ellos, relacionados con la guerra: ese plano general de los cazas de la RAF sobrevolando la granja de Alice, y la presencia de los restos de un caza alemán caído en combate entre la arboleda, que en un momento dado causa la inquietud de Barton, recordándole de qué ha huido y qué es lo que le espera en el supuesto de que deje a Alice y regrese a su destacamento, alimentando por tanto su decisión final de desertar. No son los únicos apuntes: Alice pasea por los alrededores de su granja con una escopeta de doble cañón, y con la misma está a punto de disparar a Barton la primera vez que le ve; del marido de Alice, lo hemos dicho también, se nos dice que está prisionero de los japoneses, y sobre el ánimo de su esposa, y ante la ausencia de noticias recientes, pende la posibilidad de que haya muerto; Alice tiene un viejo perro, en realidad propiedad de su esposo, que al principio le gruñe a Barton cada vez que le ve; posteriormente, el animal deja de amenazar a Barton a partir del momento en que el joven empieza a utilizar ropa del marido de Alice que esta le presta; más adelante, el perro contrae una grave enfermedad y la única alternativa para que deje de sufrir es sacrificarlo: Alice y Barton salen al exterior con el animal y la primera se propone matarlo con la escopeta, pero en el último momento no se siente capaz de hacerlo y deja que Barton lo haga en su lugar. Desde otro punto de vista, en la procacidad sexual del sargento y su colega de juergas Stan (Gavin Richards) no se esconde sino la desesperación propia de los soldados en guerra que saben que hoy están vivos y mañana quizá no: su alegría, sus borracheras, sus ansias de copular a cualquier precio, no son sino formas de ahuyentar su miedo a la muerte.


El proceso de transformación de Barton en “mujer” tiene connotaciones de muy diversa índole. Antes de que Alice tome la decisión de disfrazar a su amante y que este acepte la descabellada propuesta no sin dudas, hemos visto a la propia Alice, que al principio del relato lleva ropa más o menos “de hombre” para llevar a cabo cómodamente las faenas del campo, convirtiéndose también en “mujer”, es decir, vistiéndose con ropa femenina, o considerada como tal, para recibir a Barton en una de sus frecuentes visitas a la granja. Dicho de otro modo, La máscara y la piel puede verse como la descripción del proceso de recuperación de su feminidad por parte de una mujer que hace demasiado tiempo que está sola y, se supone, sin pareja que la satisfaga sexualmente. De la misma manera que también es el dibujo de otro descubrimiento de índole sexual, el asimismo mencionado de la “feminidad” u homosexualidad soterrada de Barton tan pronto como se pone ropa “de mujer” y no solo empieza a sentirse cómoda con ella, sino que incluso llega a adoptar ciertas (inconscientes) actitudes femeninas en su relación con Alice. En un momento dado, sus discusiones dejan de ser de hombre-mujer y su relación deviene una especie de simulacro de relación “hermana mayor” (Alice) - “hermana menor” (Barton): este último está harto de su vida de reclusión en la granja y, movido por un ambiguo impulso, acepta la invitación del sargento de ir al baile navideño, en lo que puede verse un gesto de liberación y al mismo tiempo de condenación: esa decisión airada será la que precipitará la tragedia.



Ya hemos señalado que, cuando debutó en el cine con este film, Apted acreditaba una amplia experiencia previa en la televisión, y más concretamente en el terreno del documental. Esa herencia se hace notar en las imágenes de La máscara y la piel, una película seca y realista en la que hasta los movimientos de cámara tienen un talante más descriptivo que estético: es el caso del travelling que acompaña a Alice saliendo de su casa para servirle la comida a Barton (que, en cierto sentido, viene a expresar la “liberación” de la mujer del peso de su hogar gracias al renovado sentimiento amoroso que experimenta al lado del joven soldado); o el que acompaña a Barton en su desesperada carrera para huir del campamento, tras haber golpeado al sargento para librarse de su  acoso: el travelling parece aquí una expresión del deseo soterrado del personaje de escapar no ya de la violencia del sargento, como de una faceta de sí mismo que acaba de descubrir de la forma más turbulenta posible. Pese a esa sequedad, hay momentos en que la fotografía del veterano John Coquillon confiere a la película una calidez y sensualidad que contrasta sobremanera con toda esa aspereza. Es el caso de la erótica escena de la comida de Alice y Barton al aire libre interrumpida por la lluvia, cuya atmósfera propicia el primer abrazo de amor de la pareja. O, sobre todo, el vistoso efecto fotográfico del momento culminante del film, con el cual concluye: ese reflejo solar en el cristal de la ventana desde la cual Alice ha disparado contra Barton; parece ser que el relato original de H.E. Bates termina con Alice matando no a Barton, sino al sargento, y que la detonación del disparo de su escopeta es lo que provoca ese “eco triple”; pero, al menos en la versión cinematográfica, el acto de Alice se equipara así al sacrificio del perro y tiene con respecto a Barton idéntica intención: la de ahorrarle sufrimientos, en un último y fatídico gesto de amor.



1 comentario:

  1. Habrá que ver esta película, el cine de Reizs, Russell, Roeg Apted o Schlesinger de aquellos años me encanta. Quizás no la hayasñ visto Tomás pero Gorky Park también es excelente. Y de Apted me queda pendiente una rareza en la que dirigió a John Belushi y no recuerdo el título. Producida por Amblin, nada menos.

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