miércoles, 26 de junio de 2019

Amo a Jesús: “CAMINO”, de JAVIER FESSER



No dejó de ser una sorpresa que un film de las características de Camino (2008) viniera firmado por un realizador que, hasta ese momento, había manifestado un estilo más bien frívolo, si bien ocasionalmente brillante, en sus dos anteriores largometrajes, El milagro de P. Tinto (1998) y La gran aventura de Mortadelo y Filemón (2003). Pero, en su tercer y mejor largometraje hasta la fecha –incluyendo aquí sus posteriores y simplemente simpáticos Mortadelo y Filemón contra Jimmy el Cachondo (2014) y Campeones (2018), este último particularmente sobrevalorado–, Javier Fesser vuelve a hacer gala de su personalidad, y además de una forma corregida, aumentada y mejorada, la misma que le convierte en uno de los más atípicos y originales realizadores del actual cine español: un director más preocupado por narrar en imágenes que la mayoría de cineastas nacionales de su generación. En el momento de su estreno, y supongo que todavía hoy, tras haber ganado seis premios Goya –los correspondientes a mejor película, director, actriz protagonista (Carme Elias), actor de reparto (Jordi Dauder), actriz revelación (Nerea Camacho) y guion original–, hubo cierta polémica alrededor de este film por su condición o no de supuestamente fidedigno retrato del Opus Dei. Pero, más allá de las controversias abiertas al respecto, y que a la hora de la verdad no acabaron levantando demasiada polvareda (quizá, probablemente, gracias a que los principales implicados en la cuestión, los miembros del Opus Dei, prefirieron guardar un cauto silencio), lo cierto es que Camino es, con todas sus irregularidades –que las tiene–, una película harto interesante y, sin duda alguna, una de los más notables de “nuestra” cinematografía de estos últimos años.


Uno de los aspectos que mejor funciona del film es su agudo contraste entre las fantasías infantiles de la pequeña Camino (Nerea Camacho) y la cruda realidad del mundo que la rodea, un entorno educativo fuertemente religioso y conservador personificado en la figura materna, Gloria (Carme Elias), que movida por una fe inquebrantable, exacerbada, en el límite de lo humano, intenta encauzar a su hija más pequeña para que siga los pasos de su hija mayor, Nuria (Manuela Vellés), que en esos momentos está internada en un centro del Opus Dei con vistas a lograr el acceso definitivo a lo que se conoce como “la Obra”. El tono narrativo de la película oscila, en función del punto de vista que adopta a cada momento, entre el carácter onírico de los sueños/ ensueños/ pesadillas de la pequeña Camino (en una serie de espectaculares secuencias que entroncan, indudablemente, con las formas fantasiosas características de los dos primeros largos de Fesser), y la atmósfera más cotidiana, realista, ascética casi, de los fragmentos del film situados, por así decirlo, en el “mundo real” (sobre todo, en las secuencias que nos describen las supuestas interioridades del Opus Dei). Pero, a pesar del peso específico de ese “mundo real”, hay en general un tono más o menos onírico, como de cuento, que flota a lo largo de todo el relato, incluso en sus momentos más ásperos: véase, por ejemplo, las escenas en las cuales la niña es sometida a toda una larga serie de tratamientos médicos y quirúrgicos, cuya teórica crudeza queda en cierta medida paliada, o cuanto menos “poetizada”, en virtud del tratamiento no del todo realista que le confiere Fesser; incluso en los momentos, de nuevo teóricamente, más “realistas”, los relativos al Opus Dei, la sobriedad de la puesta en escena les confiere una pátina ligeramente distanciada: véase, al respecto, el detallismo casi enfermizo con que se describen determinados rituales cotidianos de “la Obra”, como las misas (en las cuales solo están presentes hombres en la capilla: las mujeres, separadas de los varones, escuchan la eucaristía en una habitación contigua y a través de una ventanilla abierta), las comidas (que van precedidas de un escrupuloso “ritual”: las mujeres sirven los alimentos y abandonan el comedor, cerrándose la puerta por la cual han salido con un cerrojo, antes de permitir la entrada de los hombres por otra puerta, asimismo, con cerrojo) y hasta el mero hecho de telefonear a la familia (la escena en la cual vemos a Nuria hablando por teléfono con los suyos está rodada en un plano general construido de tal manera que, en un extremo del mismo, veamos a la encargada de instruir a la chica, sentada muy cerca de ella, espiando con el consentimiento de la chica esa conversación teóricamente privada…).


Un punto de inflexión del relato, que da pie a que sus secuencias finales acaben alcanzando una intensidad realmente convincente, consiste en la resolución de la historia de amor infantil de Camino y Jesús (Lucas Manzano), un niño de su edad del cual se ha enamorado ingenuamente. El hecho de que este chiquillo se llame Jesús (por más que todo el mundo le apoda Cuco) da pie a una tremenda ironía (Camino es, en el fondo, una película muy irónica: hay momentos teóricamente “dulces” llenos de mucha mala leche); ironía que dice mucho a favor de la sensibilidad de Javier Fesser: en su agonía, destrozada por una serie de tumores en su cabeza y columna vertebral que están matándola, la pequeña Camino afirma a quienes la acompañan en su lecho de dolor que quiere “estar con Jesús”; naturalmente, quienes la escuchan –su madre y diversos miembros del Opus Dei, entre ellos Don Luís (Jordi Dauder)– interpretan que la niña se refiere a Jesucristo… y no al pequeño Cuco: el auténtico amor de Camino.



Es tan solo uno de los numerosos apuntes admirables de un film que a pesar, insisto, de no estar exento de defectos –ciertas reiteraciones de guion que acaban alargando su un tanto excesivo metraje–, acaba funcionando a base de convicción en lo que cuenta y gracias a la fuerza de sus mejores secuencias: señalo al respecto ese momento inquietante en el cual Camino, postrada en su cama del hospital, le pide a su padre, José (Mariano Venancio), que filme con su cámara portátil un rincón de la habitación donde, según ella, está sentado Dios (la supuesta filmación de José, por cierto, se recupera en los títulos de crédito finales, y concluye con una aviesa mancha en el celuloide en forma de triángulo: la representación de la Santísima Trinidad); señalo, asimismo, el impactante momento de la muerte de José en accidente de carretera, resuelto por Fesser en un único y espectacular plano general; sobre todo, las escenas finales del film, en las cuales la agonía y muerte de la pequeña Camino se contrapone, en montaje paralelo, a la representación de La Cenicienta por el grupo de niños de su escuela (entre ellos, su amado Jesús/ Cuco), el momento en el que Nuria acude al hospital para asistir al deceso de su hermana pequeña (la muchacha, imbuida por el “lavado de cerebro” que le han practicado en “la Obra”, rechaza coger un taxi, signo de ostentación, y se traslada al centro hospitalario en autobús, aún sabiendo que con ello tardará más y que puede no llegar a tiempo de ver viva a Camino por última vez…) y la fantasía final de la niña (sueña que baila con Jesús en un campo de flores de dibujos animados; de hecho, en el film hay una referencia explícita a la versión disneyana de La Cenicienta; asimismo, esas flores mágicas que brotan en la imaginación de la niña van incluso más allá de los márgenes de su fantasía: su hermana Nuria la olfatea y exclama que Camino huele a flores, “como una santa”: en un momento anterior del film hemos oído decir que Bernadette Subirous también olía así en el instante de su fallecimiento…). Camino acaba siendo, así, un canto a la fantasía y la imaginación como vías de escape a un mundo gris que solo ofrece tristeza y represión incluso con la promesa de alcanzar el paraíso. Los excelentes trabajos interpretativos de Nerea Camacho, Carme Elias, Mariano Venancio y Jordi Dauder contribuyen sobremanera a elevar sus méritos.

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