sábado, 11 de febrero de 2023

Recordando a JOHN FRANKENHEIMER (I): “EL HOMBRE DE KIEV”



Realizada por John Frankenheimer entre uno de sus peores y más olvidables trabajos hollywoodenses, Grand Prix (ídem, 1966), y una de sus películas más personales, Los temerarios del aire (The Gypsy Moths, 1969), la tonalidad de El hombre de Kiev (The Fixer, 1968) se encuentra, quizá por eso mismo, a medio camino entre la producción de Hollywood con pretensiones y el relato intimista; mas, por fortuna, esta película escrita por Dalton Trumbo a partir de una novela de Bernard Malamud, atesora tanto lo mejor y más positivo de la producción hollywoodense (amplio despliegue de medios, cierto, pero puestos al servicio de la historia) como, a un nivel más personal, lo mejor del Frankenheimer más intenso, dando por resultado uno de sus trabajos más interesantes de la década de los sesenta.



A falta de conocer la novela de Malamud, El hombre de Kiev hace gala de una energía y contundencia narrativa que se halla presente en otros títulos de Frankenheimer tendentes, como este, a lo discursivo, como puedan ser El mensajero del miedo (The Manchurian Candidate, 1962), Plan diabólico (Seconds, 1966) o Domingo negro (Black Sunday, 1977), por citar las más relevantes en este sentido. Pero, si bien El mensajero del miedo y Domingo negro son, a mi entender, películas excesivamente afectadas por su necesidad de dejar bien claro el discurso que proponen (de ahí que siempre me hayan parecido algo sobrevaloradas, por más que no les falten adeptos, sobre todo a El mensajero del miedo), y dejando aparte Plan diabólico, en la cual el carácter enfático y experimental de la planificación se corresponde perfectamente con el carácter discursivo y abstracto de su argumento, en El hombre de Kiev hay un extraño pero armonioso equilibrio entre el discurso propiamente dicho (la denuncia de la persecución de los judíos en los últimos días de la Rusia zarista) y el énfasis que se pone en la exposición de ese discurso; puede hablarse, en este último sentido, de cierto efectismo en la planificación, pero que casa bien con el trasfondo crítico del relato, con su tono a ratos grotesco: El hombre de Kiev  es, en este mismo sentido, una mirada grotesca sobre una situación grotesca: una mirada formalmente “deformada” –como pudiera serlo la de Plan diabólico– sobre un mundo, asimismo, deforme. La diferencia respecto a otros films de Frankenheimer no menos enfáticos y discursivos reside en la coherencia de la puesta en escena y el magnífico resultado de la misma, en la cual tiene un gran peso específico la dirección de actores, todos espléndidos.



No deja de resultar chocante que David Lean fuera uno de los cineastas más admirados por Frankenheimer porque El hombre de Kiev parece, a ratos, el reverso sórdido y siniestro de la romántica y melodramática Doctor Zhivago (ídem, 1965); es curioso, asimismo, que la música de ambas películas corra a cargo de Maurice Jarre, quien en El hombre de Kiev desarrolló –probablemente para no repetirse, pero también de conformidad con el planteamiento, más duro y agresivo, de Frankenheimer– una partitura extraña, que se encuentra en las antípodas de su célebre trabajo para Lean sobre la Rusia prerrevolucionaria. Yakov Bok (Alan Bates, en una de sus mejores interpretaciones, si no la mejor), el protagonista de El hombre de Kiev, es un judío humilde que vivirá una peripecia trágicamente paradójica como consecuencia de una condición étnica, la suya, que precisamente él desprecia por circunstancias personales y convicciones particulares: nada más empezar el film, vemos a Yakov afeitándose su barba y, sobre todo, recortando los tradicionales rizos que los varones judíos llevan a ambos lados de su rostro. La actitud inicial del personaje es resultado de un desengaño amoroso: hace tiempo que se separó de su esposa Raisl (Carol White) porque esta última, creía él, no podía tener hijos. Solitario y taciturno, Yakov malvive como puede haciendo pequeñas reparaciones de carpintería y reformas caseras, hasta que un raro golpe de suerte dará un giro a su situación.



En una noche helada, salva de morir sobre la nieve a un viejo borracho, Lebedev (Hugh Griffith), quien resulta ser un rico hombre de negocios el cual, agradecido por su gesto, le da empleo, primero en su propia casa, y luego como contable puesto al frente de su negocio. La situación de Yakov se complica porque, rasurado y con el corte de pelo, disimula su condición de judío a ojos de alguien como Lebedev, que forma parte del adinerado sector gentil de la población rusa que ha fomentado el odio hacia los judíos; pero Lebedev vive con su hija, una joven coja aunque no exenta de atractivo llamada Zinaida (Elizabeth Hartman), la cual se encapricha de Yakov, hasta el punto de ofrecerle pasar la noche en su dormitorio; Yakov, desnudo, tiene que intentar disimular como mejor puede su pene circuncidado, que le delataría, mas a la hora de la verdad se echa atrás en su decisión y frustra el deseo sexual de Zinaida. Las consecuencias no se harán esperar: Zinaida acusa a Yakov de haberla violado; por si fuera poco, aparece asesinado un niño gentil –uno de los dos chiquillos a los cuales días atrás Yakov echó del negocio de Lebedev porque hacían travesuras–, y el protagonista también es acusado de ese crimen. Y aquí empezará su calvario: Yakov será encerrado sin haber sido acusado formalmente de esos delitos, y en espera de su juicio será sometido durante tres años a un brutal régimen penitenciario a base de torturas, golpes, hambre y frío, con tal de hacerle confesar los crímenes que no ha cometido.



El hombre de Kiev
es una tragedia en virtud de la cual un hombre olvidado por el mundo, un don nadie sin oficio ni beneficio, alguien que ha llegado al extremo de renunciar a su propia identidad como judío para conseguir que le dejen en paz –en una de las primeras secuencias, Yakov tiene que huir de una brutal carga a caballo de cosacos que arrasan el barrio judío de la ciudad–, se ve obligado a reafirmarse como judío, y por ende como ser humano, para conseguir hacer frente a la adversidad. No es casual que el personaje se declare lector de Spinoza, filósofo que precisamente creía en el determinismo (toda vida humana está condicionada por un determinado destino), pero que al mismo tiempo consideraba que el ser humano era libre cuando aceptaba ese determinismo: la idea de que, se haga lo que se haga, el destino ya está escrito, pero esto último no impide hacer lo que se quiera (una idea que, dicho sea de paso, se encuentra también en algunas películas de David Lean: recuérdese, sin ir más lejos, al sabio hindú interpretado por Alec Guinness en Pasaje a la India / A Passage to India, 1984). De este modo, Yakov hace gala de una gran franqueza y honestidad a la hora de hacer frente a sus represores: niega los delitos que se le imputan porque no ve razón alguna para no hacerlo (ni siquiera aunque ello pudiera, en parte, facilitarle las cosas en la cárcel); sabe que en realidad está encerrado por el hecho de ser judío y con independencia de que las evidencias criminales en su contra sean débiles o puramente circunstanciales, pero no acepta el absurdo de dicho razonamiento porque carece de toda lógica, porque no es más que brutalidad irracional pura y simple. No es de extrañar que, por eso mismo, se gane las simpatías y el afecto de un personaje que, en principio, se encuentra en las antípodas de él, el juez Bibikov (un no menos magnífico Dirk Bogarde), y ello va incluso más allá del hecho de que este último también sea lector de Spinoza: Bibikov es un hombre racional, equitativo y lúcido que ve que no hay realmente prueba alguna capaz de enervar la presunción de inocencia de Yakov.



He mencionado que El hombre de Kiev peca en determinados instantes de cierto énfasis. De creer lo que afirman algunas fuentes, las cuales dicen que Dalton Trumbo escribió el guion del film en tan solo cuatro días (sic), ello explicaría siquiera en parte el que esta película sea tan directa y contundente, como si hubiera en ella una necesidad urgente de explicar lo que explica; y ello justificaría hasta cierto punto que sea un film a ratos tan abrupto y algo efectista, como contagiado de esa misma urgencia. Pero ello acaba importando relativamente poco en el conjunto del relato, y lo compensa con grandes dosis de fuerza dramática. Frankenheimer demuestra que sabía rodar con el mismo ímpetu una escena de acción que un diálogo: los que hay aquí, excelentes, transmiten una convicción difícil de resistir, reforzada, como digo, por la gran labor de los actores. Está particularmente conseguido el primer tercio de la narración, el que transcurre en la vivienda de Lebedev, y en particular todo lo relativo al intento de seducción de Yakov por parte de Zinaida, quizás una de las secuencias más logradas de la carrera del realizador norteamericano. Llama la atención, asimismo, que la ironía grotesca pero excelentemente dosificada de ese primer tercio dé paso, en un interesante y arriesgado giro tonal, a los fragmentos, como de pesadilla, que ilustran la estancia de Yakov en prisión. Si bien es verdad que hay determinados instantes en los cuales ese carácter “pesadillesco” quizás se subraya en exceso –las escenas en las cuales, en su delirio, Yakov cree que su celda se “agiganta” o “empequeñece” hasta aplastarlo–, no es menos cierto en que hay otros que, por el contrario, rozan lo extraordinario: en particular, esa secuencia en la cual Yakov “sale” o “cree salir” de su celda (el carcelero ha dejado, misteriosamente, la puerta abierta) y descubre, en una celda próxima a la suya y con la puerta también abierta, el cuerpo sin vida de Bibikov, ahorcado. Todo ello no resulta obstáculo para que en esta película a la vez lúcida y “comprometida”, en el mejor y menos dogmático sentido de esta última expresión, tenga asimismo cabida un fragmento de gran lirismo: la secuencia en la cual Yakov recibe la visita de su antigua esposa Raisl, quien le revela que ha tenido hijos con otro hombre (por tanto, no era ella la estéril) y viene a pedirle que firme los papeles de divorcio para poder casarse con el padre de sus hijos, en uno de los momentos más cálidamente humanos del cine de su director.       


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