lunes, 23 de enero de 2023

“TRAS EL CRISTAL”: homenaje póstumo a AGUSTÍ VILLARONGA



Con todas sus irregularidades, y con algún que otro título fallido –a mi entender, su sobrevalorada y harto convencional Pan negro (Pa negre, 2010) (1)–, el recientemente fallecido Agustí Villaronga desarrolló una carrera, por desgracia, no muy extensa pero llena de atractivos y rebosante de una personalidad inquieta y particular, que puede gustar o no pero tiene el indudable mérito de no recordar o no parecerse a la de nadie: a falta de haber visto sus últimos trabajos en el momento de escribir estas líneas –Incierta gloria (Incerta glòria, 2017), Nacido rey (Born a King, 2019), El vientre del mar (El ventre del mar, 2021), su póstuma Loli Tormenta (2023)–, tanto Tras el cristal (1987) como El niño de la luna (1989), 99.9 (1997), El mar (2000) o Aro Tolbukhin. En la mente del asesino (2002), esta última codirigida con Lydia Zimmermann e Isaac-Pierre Racine, acreditan la solvencia de un cineasta que, me temo, todavía no esta lo suficientemente reconocido y que, sospecho, debió tener no pocos problemas para conseguir financiación para sus trabajos más arriesgados e incómodos, que lo convirtieron en un semi maldito del cine español, como en su tiempo lo fue el no menos interesante Francisco Regueiro o como lo es, en la actualidad, el estimable Pablo Llorca.



Tras el cristal
es un relato atípico y perturbador, que parece concebido como una especie de callejón sin salida tanto a nivel narrativo (planteando una situación límite sin posibilidad de continuidad) y a nivel formal o estético (desarrollando una atmósfera cerrada y claustrofóbica que le confiere una aureola prácticamente fantástica). Pero entre las muchas cualidades de Tras el cristal aflora una que me resulta particularmente interesante y que, a mi entender, está mucho mejor desarrollada que en la mitificada Arrebato (1979), de Iván Zulueta. Me refiero al tema del poder vampírico de las imágenes, la capacidad de la cámara para captar no tanto los cuerpos como también las almas de las personas. Al principio del relato, el nazi Klaus (Günter Meisner) toma fotografías del cuerpo semidesnudo de un adolescente al cual tiene colgado de los brazos, como una res, del techo de un corral; de este modo, Klaus trata de inmortalizar con su cámara de fotos el placer sádico, monstruoso, que le produce el estar torturando a ese muchacho, la fascinación que ejerce en él esa piel desnuda y sin ropa: el deseo morboso de Klaus y el deseo morboso de plasmarlo en fotografías se superponen. Más adelante, en los títulos de crédito, aparece una foto retrospectiva de Klaus en el cual le vemos cogiendo de la mano a un niño. Bien avanzado el relato, descubriremos que ese niño (Ricardo Carcelero) no es otro que Angelo (David Sust), el joven que se ha infiltrado en la casa de campo donde Klaus, ahora inmovilizado dentro del pulmón de acero que necesita para respirar, vive junto su esposa Griselda (Marisa Paredes), su hija Jana (Gisela Echevarría) y una jornalera (Imma Colomer) que atiende la vivienda; es más: en un momento dado, Angelo le enseña a Klaus esa misma foto para confirmarle a este último, el hombre que le vejó siendo niño, cuál es su verdadera identidad. Pero todavía hay más: en efecto, Angelo se ha presentado en la casa de Klaus con el objetivo de vengarse de él, de hacerle pagar por todo el daño que le hizo cuando todavía era pequeño e indefenso; y parte de esa venganza pasa por recrear ante los ojos atónitos del inmovilizado y ahora también indefenso Klaus todos los horrores que le hizo padecer, corregidos y aumentados si cabe. De este modo, Angelo asesina a Griselda y coloca su cadáver justo encima del pulmón de acero, y con una pequeña luz escrupulosamente encendida, para que Klaus pueda ver a su esposa muerta durante toda la noche; la cosa no termina ahí: Angelo atrae primero a un niño, y luego a un adolescente, y los asesina delante de Klaus (al primero, inyectándole aire en las venas; al segundo, degollándole; en ambos casos, quitándoles primero las camisas); y Klaus, impotente, se ve obligado a mirar esos asesinatos a través del pequeño espejo que hay colocado sobre su cara en el pulmón de acero, que se convierte así en una especie de simbólica pantalla de cine, de ventana abierta a los horrores del inconsciente, de puerta de acceso a un mundo de interminables pesadillas.  



Tras el cristal
es, asimismo, un film dominado por una pegajosa atmósfera mortuoria. La oscuridad de la fotografía y los tonos azulados de la misma confieren a los actores una apariencia pálida y fantasmagórica, como de muertos en vida, que reafirma esa impresión. La muerte planea de manera constante a lo largo de todo el relato. Griselda, harta de su marido, coquetea con la posibilidad de provocarle la muerte por asfixia, desconectando el fluido eléctrico necesario para el funcionamiento del pulmón de acero que mantiene a Klaus con vida. En su primera noche en la casa, Angelo entra a hurtadillas en la sala donde está Klaus metido en su pulmón de acero, saca al enfermo de su interior y lo mantiene con vida haciéndole la respiración boca a boca, de tal manera que Klaus se ve forzado a aceptar el aire que le insufla Angelo si no quiere perecer asfixiado. Todo ello va ligado a un fuerte deseo carnal: en el resentimiento de Griselda hacia Klaus se intuye una notable frustración sexual, dado que su marido enfermo e inmovilizado es completamente incapaz de satisfacerla; cuando Angelo se presenta en la casa, y a pesar de que le disgusta enormemente su presencia, Griselda no puede evitar mirárselo al mismo tiempo como un posible amante: como una teórica posibilidad de dar salida a su reprimida sexualidad; otro tanto ocurre, en otra medida, con la pequeña Rena, una niña a un paso de la adolescencia, solitaria y sin amigos, que ve en Angelo a un hombre joven y atractivo; finalmente, el propio Angelo, traumatizado pero al mismo tiempo fascinado por la vejación sufrida de niño a manos de Klaus, convierte su venganza en un siniestro ejercicio de repetición y transformación en la persona que odia, de tal manera que, al recrear el morboso placer que Klaus experimentaba con niños y adolescentes varones como parte de su venganza, Angelo queda atrapado en las redes de ese mismo placer prohibido, adoptando incluso métodos y vestuario cercanos a la iconografía del nacionalsocialismo alemán; proceso de transformación en el otro que queda meridianamente claro en la terrible conclusión del relato, con Angelo ocupando el lugar de Klaus en el pulmón de acero y Rena entregándose asimismo a ese mismo juego aterrador. A pesar, quizás, de una duración excesiva, que la hace incurrir en alguna que otra reiteración, lo cierto es que Tras el cristal sigue conservando un interés y una fuerza más que notables, y debería servir como recordatorio de la personalidad cinematográfica, diferente y sin estereotipos, en sus mejores momentos, de Agustí Villaronga.

 

(1) http://elcineseguntfv.blogspot.com/2010/10/formas-actuales-del-cine-espanol-y-4.html

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