domingo, 8 de enero de 2023

El gran Waldo Pepper: “EL CARNAVAL DE LAS ÁGUILAS”, de GEORGE ROY HILL

 


Siempre he sentido una particular simpatía por el realizador norteamericano George Roy Hill (1921-2002). Me consta que no es un cineasta muy apreciado. Sé que, dentro del, digamos, ranking de la “generación de la televisión” donde suele incluírsele, no goza de los parabienes de los que disfrutan (ahora, todo hay que decirlo: ha costado mucho) realizadores como Sidney Lumet, John Frankenheimer, Robert Mulligan, Arthur Penn, Martin Ritt o Franklin J. Schaffner, todos ellos, ciertamente, con obras más poderosas que las mejores de Hill. Pero, con todas sus irregularidades –sobre todo, el bajo tono de varias películas que hizo en sus últimos años de carrera: El castañazo (Slap Shot, 1977), Un pequeño romance (A Little Romance, 1979), La chica del tambor (The Little Drummer Girl, 1984) y Funny Farm (1988), estrenada en España directamente en VHS con el título de Aventuras y desventuras de un “yuppie” en el campo (sic)–, y al margen de la influencia relativamente nociva de un largometraje que gozó de una excesiva aceptación entre crítica y público a pesar de que no había para tanto –el popular western Dos hombres y un destino (Butch Cassidy and the Sundance Kid, 1969)–, el conjunto de la obra de Hill, que incluye numerosos telefilms entre 1954 y 1959 y catorce largometrajes para el cine entre 1962 y 1988, está lejos de parecerme despreciable. A falta de conocer su primer trabajo para la-gran-pantalla, la comedia Reajuste matrimonial (Period of Adjustment, 1962), y de haber podido revisar Cariño amargo (Toys in the Attic, 1963), su versión de Juguetes en el ático, de Lillian Hellman, cuyo visionado por televisión guardo muy lejano en el tiempo, en la filmografía de Hill hallamos algunas gemas de valor como la comedia El irresistible Henry Orient (The World of Henry Orient, 1964), la estimable superproducción Hawai (Hawaii, 1966), la excelente comedia musical Millie, una chica moderna (Thoroughly Modern Millie, 1967), una esforzada versión del siempre arduo Kurt Vonnegut, Matadero cinco (Slaughterhouse-Five, 1972), un film comercial de una dignidad más que elevada, El golpe (The Sting, 1973), y una apreciable adaptación de otro escritor difícil de llevar al cine, John Irving, en El mundo según Garp (The World According to Garp, 1982).



Dentro del haber de George Roy Hill incluyo El carnaval de las águilas (The Great Waldo Pepper, 1975), una película que, lejos de ser redonda, siempre me ha despertado una particular empatía, en gran medida por lo que tiene de obra personal de su director. El carnaval de las águilas fue la única ocasión, dentro de su carrera cinematográfica, en la cual Hill figuró acreditado como autor del argumento (story), luego convertido en guión por William Godlman. Según parece, el film se inspira en parte en experiencias reales del realizador, quien fue piloto durante su servicio militar en la Marina e incluso llegó a pilotar algunos de los aviones que aparecen en la película durante el rodaje. Pero, más allá incluso de estas anécdotas, El carnaval de las águilas exhibe plenamente el tono más característico del cine de su director, quien a pesar de la fuerte tonalidad dramática de varios de sus films (en particular, Cariño amargo, Hawai y La chica del tambor), y de que El carnaval de las águilas tiene no pocos momentos de notable dramatismo, hacía gala de una tendencia general hacia la comedia. El resultado, en el caso de esta última, es un relato agridulce y bañado por la nostalgia que, si bien en su momento fue “vendido” como una nueva colaboración de Hill con el actor Robert Redford, recientes sus triunfos conjuntos y en colaboración con Paul Newman en Dos hombres y un destino y El golpe, e incluso como una muestra más del así llamado “cine retro” que se puso de moda en Hollywood a raíz del éxito del famoso Bonnie y Clyde (Bonnie and Clyde, 1967) de Arthur Penn, acaba resultando, como digo, una obra más personal de lo que pueda parecer a simple vista.



El carnaval de las águilas
es una, en el fondo, amarga digresión sobre el fracaso, revestida por los ropajes aparentemente livianos de un sentido del humor que aflora con frecuencia, pero que no solo no disimula el trasfondo sombrío de lo que explica, sino que lo hace, si cabe, más patético y desencantado. Nos hallamos en la América rural de finales de los años 20. Waldo Pepper (Redford) es un aviador que recorre los campos en su biplano, ganándose la vida o bien participando en festivales al aire libre de acrobacias aéreas, o bien haciendo exhibiciones particulares a los lugareños, subiéndolos a dar una vuelta en su avión por 5 dólares el vuelo. Esto último es lo que le vemos hacer nada más empezar el relato, en una secuencia que resulta ilustrativa de su carácter: Pepper despliega su encanto ante el humilde público que le recibe casi como si fuera un dios, y Hill (director) y Redford (actor) se esfuerzan en dejar bien claro desde el principio que estamos asistiendo a una suerte de representación teatral, o lo que es casi lo mismo, una farsa. Resulta fundamental dentro de esta secuencia, y de la siguiente, la presencia secundaria pero definitoria de un niño de una granja que, mientras Pepper se dedica a pasear por los aires a los lugareños, va a buscarle la gasolina que debe repostar después de cada vuelo a cambio de disfrutar de un vuelo gratis. El mismo niño es el que invita a Pepper a comer en la granja de sus padres, y es en esta siguiente secuencia donde el carácter del protagonista queda todavía más perfilado: Pepper ameniza la comida de sus anfitriones explicándoles una hazaña bélica que afirma haber vivido cuando servía como piloto durante la Primera Guerra Mundial, el día en que se enfrentó contra el as de la aviación alemana Ernst Kessler, todavía hoy el mejor piloto del mundo, y cómo este le perdonó la vida tras haber derribado a sus cuatro compañeros de escuadrilla, saludándole marcialmente antes de desaparecer entre las nubes. Nuevamente, Hill pone de relieve lo que de (brillante) farsa tiene este momento, y lo hace, además, con elegancia, no cediendo a la tentación de “visualizar” la narración de Pepper (es lo que hubiese hecho el 90% de realizadores actuales) y concentrando la intensidad del momento en el relato del personaje y en los primeros planos de la repercusión de lo que explica en el niño y sus padres.



El tono de farsa vuelve a hacerse patente en una secuencia casi inmediatamente posterior: aquélla en la cual Pepper descubre que un rival suyo, el también piloto de avionetas Axel Olsson (Bo Svenson), está intentando “robarle” el público haciendo exhibiciones y vuelos particulares en “su zona”; Pepper le escarmienta haciéndole una jugarreta: le afloja los tornillos de las ruedas de su avioneta, las cuales salen rodando tan pronto como Olsson levanta el vuelo (sic), obligándole a hacer un aterrizaje forzoso en un estanque si no quiere estrellarse contra el duro suelo… Pero, poco después, la farsa queda al descubierto de una manera, además, humillante y vergonzosa para Pepper: el protagonista se encuentra en un bar del pueblo, conversando (ergo, intentando ligar) con una muchacha, Mary Beth (Susan Sarandon); Olsson entra en el local, con una pierna escayolada como consecuencia de la mala pasada que le ha hecho Pepper; pero, en vez de desatar una previsible pelea, lo que Olsson hace, al hilo de las palabras de Mary Beth, es poner de relieve que Pepper es un farsante: el protagonista nunca participó en la misión de esa patrulla aérea que se tropezó fatídicamente con Kessler, de hecho, apenas tuvo participación directa en el conflicto bélico, dado que fue reclutado como instructor de vuelo en los últimos meses de la contienda.



Waldo Pepper es, en este sentido, una especie de precedente del Bronco Billy interpretado por Clint Eastwood en su película homónima de 1980: un soñador que vive una fantasía (ser “el segundo mejor piloto del mundo”: el primero es Kessler), sin ser plenamente consciente de las consecuencias de sus actos. Una especie de “niño grande” al cual, no obstante, la cruda realidad irá propinando repetidos golpes. Es mérito de Hill el haber conseguido que este film, elegante y sutil a pesar de su apariencia de (brillante) espectáculo retro, combine en todo momento esas tonalidades cómica y dramática de manera simultánea y sin que el conjunto se resienta de falta de armonía alguna. Por ejemplo, la primera vez que Mary Beth visita a Pepper junto a su avioneta, Pepper sale a recibirla con alegría impostada: se pone su-gorra-de-aviador y corre a su encuentro dando saltitos… hasta que se da cuenta de que la joven viene acompañada por Olsson (Redford está, aquí, realmente gracioso). Más adelante, tiene lugar otro momento muy divertido: Pepper, Olsson y Mary Beth idean una acrobacia, consistente en que el protagonista saltará desde un coche en marcha, conducido por Mary Beth, hasta una escalinata de cuerda colgando de la avioneta, pilotada por Olsson a baja altura; resultado: ¡Pepper se estrella aparatosamente contra el tejado de un granero! Pero, como digo, estos momentos de humor tienen, tarde o temprano, su contrapunto dramático. De este modo, y como consecuencia de ese estrafalario accidente con el granero, un Pepper escayolado de medio cuerpo pasa una temporada de reposo en la granja de su novia Maude (Margot Kidder); de este modo, descubrimos que la vida sentimental de Pepper es, asimismo, otro desastre: Maude le reprocha que tan solo viene a verla cuando sufre una lesión y necesita reposar en un lugar tranquilo para recuperarse (¡Pepper siempre se presenta en su casa escayolado!); y el protagonista jamás se ha tomado en serio la idea de casarse con Maude, tal y como ella querría.


Más adelante, se producen un par de verdaderas tragedias. Convencida por el organizador de espectáculos de exhibición aérea donde trabajan Pepper y Olsson, Mary Beth accede con despreocupada inconsciencia a participar en el show, y su cometido será pasearse por el ala de un biplano mientras la corriente de aire le arranca el vestido (sic). Pero la cosa termina muy mal: en una secuencia excelente, de las mejores del film, Mary Beth se acobarda cuando está arrodillada en un extremo del ala y, paralizada por el terror, no puede moverse, lo cual pone en peligro tanto su vida como la de Olsson, que es quien pilota y no puede estabilizar el aparato con ese contrapeso; Pepper acude al rescate, logrando subirse a la misma ala de la avioneta y alargando su mano hacia Mary Beth…, pero no consigue que la muchacha termine precipitándose al vacío. En otro momento, asimismo, magnífico, Pepper presencia la muerte de su amigo, el ingeniero Ezra Stiles (Edward Herrmann), quien se estrella con el prototipo de avioneta que lleva largo tiempo diseñando para Pepper tras ejecutar una arriesgadísima acrobacia volando boca abajo (¡); el avión estrellado se prende fuego, y Ezra, atrapado entre los restos del aparato, empieza a quemarse vivo; incapaz de sacarle a tiempo, y para ahorrarle sufrimientos (antes se ha insistido en que morir quemado es el gran temor de todo piloto), Pepper le remata golpeándole con un palo…; a continuación, en un gesto de desesperación, el protagonista toma otra avioneta y disuelve a la multitud que se acerca a ver a Ezra quemándose y no ha movido un dedo para salvarle la vida. Ello enlaza coherentemente con las primeras secuencias: si en ellas hemos visto a Pepper “convertido”, a los ojos de ese niño de ojos asombrados que le mira con admiración, en un héroe del aire, ahora, tras la muerte de Mary Beth, Olsson anunciará que se retira como piloto, entre otras razones porque está “harto de niñerías…” (sic).



Coherente con este planteamiento, El carnaval de las águilas desemboca en un segmento final cargado, asimismo, de tonalidades agridulces. Pepper consigue empleo en Hollywood como extra de películas (lo cual da pie a una serie de cortas escenas cómicas que hacen pensar, vagamente, en otras películas que, por esos mismos años, mostraron también visiones dispares del así llamado Hollywood clásico: Como plaga de langosta / The Day of the Locust (1975), de John Schlesinger, Nickelodeon. Así empezó Hollywood / Nickelodeon (1976), de Peter Bodganovich, o La última locura / Silent Movie (1976), de Mel Brooks). En uno de esos rodajes, coincide con… ¡Ernst Kessler en persona! (Bo Brundin), quien también está trabajando para el cine. Hill filma este encuentro convirtiéndolo, contra todo pronóstico, en un excelente fragmento intimista, en el curso del cual Kessler desmonta asimismo su imagen de “héroe del aire”, y se descubre como alguien en absoluto orgulloso de haber matado a los hombres que derribó en combate y que confiesa que, al igual que Pepper, sigue pilotando porque no sabe hacer otra cosa… En este sentido, la aparentemente “alegre” secuencia aérea final, en la cual Pepper y Kessler se “enfrentan”, sin armas, en los cielos, tiene un sentido de tributo y a la vez de elegía: es un gesto inútil, un brindis al sol que no hace sino resaltar la patética situación de unos hombres que viven de fugaces delirios de grandeza. Consecuentemente, la película se cierra con una fotografía de Waldo Pepper, idéntica a la serie de fotos de auténticos pilotos de la época con la cual se ha abierto el film, y el pie de la misma nos informa que el protagonista… falleció (previsiblemente, en un accidente aéreo) en 1931.


                              

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