lunes, 4 de mayo de 2020

“EL CUENTO DE LA CRIADA”: una primera aproximación



[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTA SERIE.] Aparte de la advertencia habitual anti-spoilers, este texto debe incluir, necesariamente, otra: lo que van a leer a continuación no es ni pretende ser un análisis completo de todo lo relacionado con la serie de televisión El cuento de la criada (The Handmaid’s Tale, 2017- ), coproducción de Hulu y Metro-Goldwyn-Mayer Television emitida por HBO que adapta la novela homónima de la escritora canadiense Margaret Atwood originalmente publicada en 1985 (y editada en España por Salamandra), la cual ya había conocido una adaptación en formato de largometraje cinematográfico: The Handmaid’s Tale (1990), coproducción norteamericano-alemana dirigida por Volker Schlöndorff, con guion de Harold Pinter e interpretación de Natasha Richardson, Faye Dunaway, Aidan Quinn, Elizabeth McGovern, Victoria Tennant y Robert Duvall, inédita en cines españoles pero estrenada en formato doméstico con el título de El cuento de la doncella. Como decía, no hay en las siguientes líneas un ánimo de exhaustividad, habida cuenta de que se trata de un comentario forzosamente incompleto, pues parto de la base de que: 1) no he leído la novela de Atwood; y 2) vi El cuento de la doncella con motivo de su primera edición en España, ¡en VHS!, por RCA-Columbia Pictures, y de eso hace bastantes años, con lo cual guardo de la misma un borroso recuerdo (la más reciente edición doméstica española, salvo error del que suscribe, es la de Divisa en DVD de 2008). Por eso anticipo que este texto es, sin el debido cotejo de la serie con el original literario y con la primera versión audiovisual del mismo, incompleto. Tiempo habrá para ampliarlo más adelante.


Una vez vistas las tres temporadas de las que se compone, por ahora, El cuento de la criada –el estreno de la cuarta está previsto para finales de este año, y no se descarta la realización de spin-offs que estarían basados, a su vez, en la continuación literaria de la novela escrita por la misma Margaret Atwood, The Testaments (2019)–, estoy en condiciones para hablar, cuanto menos, de la serie en sí misma considerada. Lo primero que me ha llamado la atención es que, contrariamente a lo que se viene diciendo (y. también me consta, discutiendo) desde su primera emisión, El cuento de la criada no me parece, en absoluto, una serie feminista. Llegados a este punto, cabe preguntarse qué se entiende por una serie, una película o cualquier otra creación artística feminista. Si entendemos por tales aquellas que, sencillamente, proclaman la igualdad de derechos entre hombres y mujeres, El cuento de la criada sería, a simple vista, una serie feminista. Cómo no se va a considerar así, desde ese punto de vista tan amplio de miras, una serie que presenta una terrible distopía en virtud de la cual lo que antaño fueran los Estados Unidos de América se han convertido en Gilead, una nación regida exclusivamente por un gobierno de hombres, los comandantes, de características ultracatólicas, fundamentalistas y ultraconservadoras que, a modo de reacción ante el brusco descenso de la natalidad a nivel mundial –un poco, salvando las distancias, como en Hijos de hombres, de P.D. James, llevada al cine en una extraordinaria película por Alfonso Cuarón–, ha creado una especie de nuevo régimen nazi en el cual las mujeres tienen prohibida la lectura y el acceso a los cargos públicos de relevancia, y tan solo pueden ser esposas (las cónyuges de los comandantes), guardianas (mujeres al servicio del poder que se dedican a instruir a las criadas), las ya mencionadas criadas (escogidas entre las cada vez más escasas mujeres fértiles para ser convertidas en reproductoras), marthas (sirvientas de segundo grado que se ocupan de las labores domésticas) y, en el nivel más inferior, las mujeres anónimas condenadas a trabajar hasta la muerte en la zona radiactiva conocida como las Colonias. Así planteado, e insisto de nuevo, a falta de haber leído la novela de Atwood, lo que se ofrece en esta serie vendría a ser una variante de las dos obras literarias canónicas del género distópico: Un mundo feliz, de Aldous Huxley, o incluso de 1984, de George Orwell.


Pero ¿es El cuento de la criada una serie feminista… o más bien una digresión sobre lo femenino y lo antifemenino (o lo que se considera como tales)? Porque lo que en realidad se dirime en el fondo de su planteamiento dramático no es una reivindicación específicamente feminista sino, por encima de todo, una reivindicación humanitaria. Y ello es así porque las mujeres que aparecen retratadas en la serie viviendo bajo el duro yugo de Gilead no es que vean coartados sus legítimos derechos (entre ellos, los feministas), sino que viven dentro de un régimen distópico donde la igualdad con los hombres no es que sea difícil, sino directamente imposible. Los personajes femeninos de El cuento de la criada son tratados peor que animales, con lo cual desaparece no ya todo conato de lucha o reivindicación feminista, sino que se entra, directamente, en una lucha por la supervivencia que convierte a todas las mujeres, tanto las que están por debajo de la escala social de la imaginaria nación de Gilead como a las propias esposas de los comandantes, en seres humanos que luchan cada día, a cada momento, no ya por sus derechos, sino por seguir vivas, o mejor dicho, para impedir que los hombres las maten. Y, si bien es verdad que, como se ve constantemente en la serie, también hay hombres de Gilead que son castigados e incluso condenados a muerte por traidores a la nación, y sus cadáveres ahorcados “adornan” con frecuencia las calles de las ciudades, son las mujeres, todas las de la escala social, las que se llevan la peor parte: si contradicen gravemente a los hombres y a las creencias monoteístas que sustentan a Gilead, son castigadas mediante técnicas tan sádicas y atroces –por más que estén inspiradas en la Biblia…, o precisamente gracias a ello– como amputación de dedos, manos o brazos, ablación de clítoris, extirpación de ojos, latigazos en las nalgas, golpes y descargas con garrotes eléctricos, azotes en las plantas de los pies o trabajos forzados en campos inundados de radiactividad que indefectiblemente acaban con ellas a corto o medio plazo. También hay ejecuciones públicas, consistentes en ahorcamientos, palizas, lapidaciones o –como en Lemmy contra Alphaville (Alphaville, 1965, Jean-Luc Godard)– ahogamientos en una piscina para castigar ofensas como la lujuria, la herejía o el adulterio.


Desde este punto de vista, decir que El cuento de la criada es una serie feminista, entendida en el sentido de promujer o promujeres, o en el sentido de antihombre o antihombres, con toda la carga ideológica que ello conlleva (antimachista y/ o antimisógina), es como afirmar, pongamos por caso, que Raíces (Roots, 1977) era una serie antirracista (o proafroamericana) o que Holocausto (Holocaust, 1978) era una serie antinazi (o projudía), es decir, una obviedad que cae por su propio peso; y, en el caso de El cuento de la cridada, una falsedad, o como mínimo, una facilidad, pues lo que se dirime en el fondo de la misma no es un auténtico discurso feminista, sino más bien, vuelvo a insistir, sobre lo femenino y lo antifemenino, o mejor dicho, en torno a la descripción de un mundo distópico construido alrededor de la represión de lo femenino: lo que se coarta en Gilead es la feminidad en sí misma considerada, obligando a todas las mujeres a portar una indumentaria prácticamente monjil que disimula/ oculta sus curvas, ergo su naturaleza femenina (o, insistamos, lo que se considera como tal), y a adoptar una actitud completamente sumisa en el sexo (las mujeres no follan cuando quieren, sino que son folladas cuando los hombres quieren), con especial punición hacia el lesbianismo (y, también, claro está, la homosexualidad masculina) bajo la acusación de “traición a su género” (sic), en beneficio del establecimiento dictatorial de una sexualidad estricta y obligatoriamente heterosexual. Por tanto, no hay en esta serie una proclamación de derechos específicamente feministas (por más que muchas interpretaciones sobre la misma vayan en esta dirección), sino la exhibición de unas atrocidades perpetradas sobre las mujeres que van más allá de las diferencias de género y entran de manera directa en el terreno de lo inhumano. Y esta cuestión de fondo no se altera por el hecho de que algunas de esas vejaciones adopten la forma de crueles afrentas asociadas histórica y culturalmente a las mujeres, como la violación –el tristemente célebre ritual de La Ceremonia, en el que cada comandante viola a su criada una vez al mes para fecundarla, con la participación expresa de las esposas, que sujetan a las criadas durante la penetración–, los matrimonios de las muchachas a edad temprana (alrededor de los 15 años), o la separación de madres e hijos una vez las criadas han parido y los bebés rebasado el período de lactancia.


Otro aspecto que me ha llamado la atención, también relacionado con la polémica sobre el carácter feminista o no de esta serie, y al mismo tiempo íntimamente vinculado con sus valores de producción narrativos y estéticos, reside en la notable ambigüedad que se da en ella entre intenciones y resultados. Para explicarme mejor, vamos a efectuar un ejercicio de simulación: vamos a creernos, por un momento, que El cuento de la criada sí es, realmente, una serie feminista. Partiendo de esta base imaginaria, resulta asombroso el grado de ferocidad con el que se muestran los abusos contra las mujeres, sobre todo a partir de su segunda temporada –los 13 episodios del año 2018–, hasta el punto de que, acaso sin pretenderlo, esa mirada feroz acaba chocando de frente con las teóricas intenciones profemeninas (o profeministas) y/ o antimachistas de la producción. Se produce, de este modo, una “espectacularización” de la violencia sobre las mujeres, que los amigos Elisa McCausland y Diego Salgado llegan al extremo de compararla, con razón, con el subgénero del torture porn (en su libro Supernovas. Una historia feminista de la ciencia ficción audiovisual. Errata naturae. Madrid, 2019, pág. 330), y que desemboca en un festival inusualmente morboso que hubiese encantado a un erotómano como Jesús Franco, y que acaba colisionando con las pretensiones de los responsables de la serie –principalmente su creador, Bruce Miller–, de tal manera que puede afirmarse, con escaso margen de error, que el tiro acaba saliéndoles por la culata.


La ambigüedad, en este sentido, de El cuento de la cridada, sea intencionada o accidental, no puede menos que hacerme recordar, salvando todas las distancias del mundo y situándonos en un parámetro ideológico radicalmente opuesto al pregonado por esta serie, a la actitud ante el pecado de índole sexual que aparecía en el cine del puritano Cecil B. DeMille, interesantísimo cineasta, en ocasiones extraordinario, pero cuyo moralismo feroz y dogmático didactismo católico están fuera de toda duda, o, a estas alturas, deberían estarlo. Con la excusa de que, antes de condenar el pecado, primero había que mostrárselo al público, para que aprendiera, algunas de las películas de DeMille, como la primera versión de Los diez mandamientos (The Ten Commandments, 1923), El signo de la cruz (The Sign of the Cross, 1932) o Cleopatra (ídem, 1934) eran auténticos festivales de lujuria en los cuales trascendía, me imagino que involuntariamente, cierta inconfesable delectación y/ o fascinación personal de su director hacia aquello que pretendía condenar (al Infierno). La diferencia, claro está, reside en que mucho ha llovido, y mucho ha cambiado el lenguaje audiovisual, desde los tiempos de los sermones de DeMille, pero, pese a esos cambios –insistamos– formales, lo que se explica en el fondo de El cuento de la criada viene a ser algo, si no igual (es imposible que lo sea a estas alturas del siglo XXI), por lo menos sí bastante parecido a lo que se entiende como nadar y guardar la ropa.


Una de las razones del éxito de El cuento de la criada, y también una de las que sustentan su ambigüedad de intenciones y resultados a la que me estoy refiriendo, reside en su llamativa estética visual. Algo, por otro lado, bastante característico del grueso de la televisión serial norteamericana actual, y asimismo de la del resto del mundo, dominada, salvo excepciones, por la personalidad y/ o el peso de las decisiones de sus “creadores” o showrunners, quienes desde puestos clave de la producción como el guion y la producción ejecutiva, y esporádicamente la realización, imprimen un sello estético por encima de las decisiones que intenten adoptar los directores encargados de poner en solfa el invento (lo cual no tiene nada de nuevo, pues lo hemos visto en infinidad de ocasiones a lo largo de la historia del cine desde sus inicios y hasta nuestros días: véase Kevin Feige, auténtico autor del Marvel Cinematic Universe con independencia de los realizadores/ capataces a sus órdenes). Si es de alguien, El cuento de la criada es de Bruce Miller. Y, fuera él o no a quien se le ocurrió, la serie está dominada, como digo, por una vistosa concepción estética que se erige en una de sus señas de identidad, habida cuenta de que le confiere el aire –artificial– de producto de qualité del cual hace gala.


Tratándose, como se trata, de un relato con un trasfondo de ciencia ficción, una visión futurista de la realidad actual, la estética de El cuento de la criada está enfocada de cara a la visualización de una realidad alternativa, y, por tanto, irreal. Las escenas en exteriores urbanos están fotografías en tonos azulados y/ o grisáceos, “a tono”, por tanto, con la triste “realidad” de lo que muestran, esto es, una dictadura sombría y siniestra en la que no nunca parece lucir el sol, y cuando lo hace, esa claridad solar ni ilumina ni reconforta con su calidez. En cambio, y no por casualidad, son mucho más “brillantes” y “luminosos”, casi a lo Terrence Malick, los abundantes flashbacks que ilustran el pasado de la principal protagonista de la serie: June Osborne (Elisabeth Moss), antigua ciudadana norteamericana convertida en la criada llamada primero Defred –en inglés, Offred, es decir, “de Fred”, por ser propiedad del comandante Fred Waterford (Joseph Fiennes)–,  y más adelante “Dejames” –o sea, Ofjames, “de James”: del comandante James Lawrence (Bradley Whitford), su posterior dueño–, por su condición de mujer fértil. Flashbacks que, como digo, muestran la felicidad perdida de June junto a su pareja, Luke Bankole (O-T. Fagbenie), y su pequeña hija Hannah (encarnada, en distintas edades, por Raven Riley Dupont, Ayomi Jonas y Jordana Blake), antes de la llegada de la dictadura de los comandantes y la transformación de los EE.UU. en Gilead. No hace falta añadir que esa diferencia de tonalidades entre los “tiempos oscuros actuales” y los “tiempos luminosos de antaño” es otra obviedad y otra facilidad.


Por su parte, las escenas en interiores, por regla general las viviendas de los comandantes, pero también locales no menos turbulentos como el Jezabel’s –el club privado donde los comandantes, hipócritamente, llevan a sus criadas vestidas con “ropa sexy” para, al margen de la violación ritualizada de la Ceremonia, seguir follándoselas cuantas veces quieran y como quieran sin la presencia “molesta” de sus esposas–, están, como digo, iluminadas en tonos oscuros y con fugas de luz a medio camino entre el dorado y el sepia. Pero, como en todo, hay excepciones: por un lado, la aséptica blancura del interior de los supermercados a donde acuden a comprar las criadas bajo la atenta mirada de soldados armados; y también, aunque ya sea más previsible, el blanco reluciente de las escenas que se desarrollan en consultas de médicos y centros hospitalarios. Ello permite que, por contraste, resalten los elementos de vestuario que caracterizan de forma maniquea a los personajes representativos de los distintos estamentos sociales de Gilead. Están, en primer lugar y por descontado, las criadas, ataviadas con ropas de inspiración puritana de color rojo que las cubren de pies a cabeza, la cual llevan rematada con una pequeña cofia blanca sobre la cual colocan un gran tocado asimismo blanco cuando tienen que salir a la calle, y calzadas con una especie de botas. Ello contrasta sobremanera con los trajes oscuros que lucen los comandantes, los uniformes negros de los soldados, los atuendos marrones de las guardianas, la ropa gris de las marthas, el vestuario azulado, como de institutriz, de las esposas, y las ropas de color rosa de las niñas (sic).


Nos hallamos, por tanto, ante un concepto visual que, salvando las distancias, parece una reformulación de la estética del videoclip que imperó en el cine comercial estadounidense de la década de los ochenta del pasado siglo y que, tal y como está planteada y resuelta, se acerca a lo que José María Latorre definió en su momento como “estética Kubrick de supermercado”. Una estética que hubiese hecho las delicias de un realizador hoy bastante olvidado, pero tan característico del cine comercial con pretensiones de autoría, como fue el británico Alan Parker, especialista en servir producciones cinematográficas sensacionalistas envueltas en aires fotográficos de qualité: hay momentos de El cuento de la criada que casi parecen suyos: los planos generales en los cuales vemos la famosa estatua de Lincoln en Washington D.C. destrozada, o en particular los que nos muestran el no menos célebre obelisco en honor a George Washington convertido en una gigantesca cruz, son dignos de Pink Floyd: El muro (Pink Floyd: The Wall, 1982); o el demagógico encuadre que, por medio de una colocación estratégica de la actriz que la interpreta dentro del mismo, June se convierte, simbólicamente en un ángel (¿de la guarda?, ¿de venganza?) gracias a las enormes alas de mármol de una estatua erigida a sus espaldas.


A falta, insisto de nuevo y a riesgo de ponerme pesado, de no haber leído la novela de Margaret Atwood, hay que reconocer que la serie atesora un puñado de personajes atractivos precisamente, y por paradójico que suene a estas alturas, por su ambigüedad, o acaso dicho con más propiedad, por su ambivalencia, empezando por su principal protagonista. Pese a que, en sus líneas generales, la serie es una producción bastante coral, en la cual el protagonismo está repartido entre varios personajes, la principal figura de la misma es la mencionada June Osborne, también conocida como la criada Defred/ Dejames, no solo porque es el personaje que lleva la voz cantante en la trama –la mayoría de los episodios suelen empezar y acabar con alocuciones en off de la protagonista, por lo general cagándose en la puta madre de los tiránicos varones de Gilead que abusan de ella y de sus no menos sufridas compañeras–, sino también porque tiene el mayor desarrollo y el arco emocional más amplio, por más que, como ahora veremos, no está exento de contradicciones. De hecho, en más de un episodio, un encuadre recurrente consiste en los primeros planos en ligero semipicado del rostro de June mirando a la cámara mientras sonríe por lo bajo, y, por tanto, inquiriendo al espectador con una de sus contundentes reflexiones en voz over, rompiendo la convención de la “cuarta pared” e interpelando/ implicando al público en lo que se ha propuesto hacer.


En cierto sentido, el rostro de la actriz Elisabeth Moss se convierte, a lo largo de toda la serie, en una especie de barómetro emocional que va marcando el progresivo hartazgo de su personaje, primero atenazado por el temor al castigo físico, y luego dominado por un odio visceral hacia el comandante Waterford, por violarla, hacia la guardiana conocida como tía Lydia (Anne Dowd), por torturarla, o hacia la esposa del primero, Serena Waterford (Yvonne Strahovski), por humillarla, y el nacimiento de su determinación de vengarse de todos ellos y de todo lo que representa Gilead, hasta el punto de convertirse, casi literalmente, en una versión femenina (que no feminista) de la figura del vigilante. A ello hay que añadir la sobreactuación de Elisabeth Moss, que con sus recurrentes expresiones de sufridora indignada acaba haciéndose tan cargante como en El hombre invisible (The Invisible Man, 2020, Leigh Whannell). De hecho, hay un empleo abusivo del inserto de primeros planos/ contraplanos de June mostrando su repugnancia a duras penas contenida ante los abusos que le infligen a ella o a otras compañeras de desdichas, hasta el punto de resultar inverosímiles algunos de sus desplantes ante sus “superiores” sin que estos la castiguen, cuando hay en la serie otras criadas que salen peor paradas que ella por faltas de respeto, en ocasiones, menores a las suyas: es el caso, sin ir más lejos, de tres amigas suyas: Moira (Samira Wiley), una lesbiana obligada a mantener una actividad sexual con hombres contraria a sus inclinaciones naturales, sometiéndola como criada a la Ceremonia, o prostituyéndola en el Jezabel’s; la también gay Emily (Alexis Bledel), a la que castigan su desobediencia extirpándole quirúrgicamente el clítoris y mandándola a hacer trabajos forzados en las Colonias; o la alocada Janine (Madeline Brewer), penalizada, por díscola, con la pérdida de su ojo derecho.


A lo largo de las tres temporadas que llevamos de la serie, el personaje de June desarrolla una compleja personalidad basada, principalmente, en el instinto de supervivencia, para lo cual ha aprendido a adaptarse a las circunstancias, fingiendo ante comandantes, guardianas y soldados una sumisión de la cual carece por completo –es una mujer moderna e instruida que, antes del desmoronamiento de los EE.UU. y el nacimiento de Gilead, trabajaba en una editorial–, y convirtiéndose en una astuta estratega con tal de ganarse la confianza de una posible aliada, la mencionada esposa del comandante Serena Waterford, haciéndole ver que, como ella, aunque a otro nivel, también es una mujer oprimida –a esta última llegan al extremo de cortarle un dedo meñique por el mero hecho de haber pedido permiso al consejo de comandantes, ¡entre ellos su propio marido!, para que las esposas puedan leer, al menos…, la Biblia–, y así progresivamente, hasta conseguir, en los últimos capítulos de la tercera temporada, contactar con la secreta organización rebelde que lucha desde la clandestinidad contra el poder de Gilead para organizar la fuga de más de cincuenta niñas y niños al Canadá. Evolución que la lleva a mancharse las manos hasta extremos tales como asesinar a cuchilladas a un comandante, George Winslow (Christopher Meloni), y dejar morir a la frágil Eleanor (Julie Dretzin), la enferma esposa del comandante Lawrence, cuando ambos personajes interfieren, de un modo u otro, en sus planes; pasando por el intento de asesinato de Demathew (Ashleigh LaThrop), una criada embarazada y en coma, a la que detesta desde hace tiempo y por culpa de la cual se ve obligada rezar al pie de su cama durante más de un mes, lastimándose las rodillas y estando a un paso de perder la razón; o el asesinato a sangre fría de un soldado durante la evasión de los niños.


June no es un personaje de una pieza: a pesar de su odio hacia Gilead, y del amor que siente hacia su pareja Luke, este en el exilio canadiense, vive un intenso romance con Nick Blaine (Max Minghella), chófer de los Waterford y, en realidad, un Ojo, esto es, un agente secreto de Gilead que se dedica a espiar a sus conciudadanos, pero que, al igual que June, no comparte la monstruosa ideología de sus jefes. No es casual, en este sentido, que las escenas de sexo entre June y Nick y la secuencia del parto en solitario de su segunda hija por parte de la protagonista sean de las más intensas de la serie, habida cuenta de que vienen a reforzar su discurso supuestamente feminista, y más bien, como hemos visto, femenino, o, mejor dicho, de sublimación de lo femenino: las primeras –en particular, las que tienen lugar en el abandonado edificio de un periódico donde Nick mantiene escondida a June– vienen a ser una exaltación de la sexualidad femenina, en cuanto es June la que toma la iniciativa (aquí es ella la que folla cuando quiere y como quiere con el hombre al que le apetece tirarse), mientras que la segunda es una exaltación de la maternidad, dado que la protagonista pare sin ayuda de nadie, sin analgésicos y en condiciones precarias.


En lo que atañe al resto de personajes, su construcción y desarrollo vienen a ser una variante del de June. Eso resulta evidente en los casos, por ejemplo, de las ya mencionadas Moira y Emily, que, como June, se ven obligadas a recurrir al asesinato antes de huir de Gilead; de hecho, Emily también deja morir a una mujer, la Sra. O’Conner (Marisa Tomei), una esposa que ha caído en desgracia y ha sido condenada a trabajos forzados en las Colonias, para castigarla por su complicidad en las violaciones de las criadas perpetradas por su marido comandante vía la Ceremonia. El entramado narrativo en forma de flashbacks nos permite conocer más detalles sobre las vidas de Moira y Emily, e incluso los de otros dos relevantes personajes femeninos, las asimismo mencionadas Serena Waterford y la tía Lydia, de tal manera que, gracias a esos saltos en el tiempo, descubrimos, por ejemplo, que la tía Lydia sufrió un desengaño amoroso antes de convertirse en la guardiana cruel y despiadada que es ahora (un personaje unidimensional que se beneficia extraordinariamente de la gran interpretación que hace del mismo la actriz Anne Dowd, para mi gusto la mejor del reparto); o, sobre todo, que Serena es una mujer con una capacidad intelectual muy superior a la de su esposo, hasta el punto de ser una de las diseñadoras de Gilead, pero acabó cayendo en su propia trampa al verse relegada a un discreto segundo plano como consecuencia de haber contribuido decisivamente a crear demasiado bien esa nación donde los hombres son lo único y las mujeres, nada, ella incluida…



El problema es que la mayoría de estos personajes –Moira, Emily, la inconsciente y trastornada criada tuerta Janine, o en el extremo opuesto, la malvada e intransigente tía Lydia–, más allá del interés de sus caracteres o sus vivencias personales, no hacen sino reforzar, por apoyo o por contraste, al de June. Incluso uno de los aspectos más interesantes, la relación de amor/ odio que se da entre June y Serena, sobre todo a partir del momento en que la primera se queda embarazada –y no gracias a haber sido inseminada por Fred Waterford en la Ceremonia, sino tras haberse acostado con Nick bajo la supervisión de Serena–, da pie a un vaivén dramáticamente muy efectivo, pero narrativamente poco convincente, habida cuenta de que, de un capítulo a otro, prácticamente de una secuencia a otra, June y Serena son amigas y enemigas, cómplices y rivales, complementarias y antagonistas, y eso más en función de los caprichos del guion que de otra cosa. La buena labor del elenco, en definitiva, es la mejor baza de una serie que, dejando aparte los oropeles de su apariencia formal, en el fondo se desliza –y no siempre para bien– hacia lo folletinesco.

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