sábado, 22 de septiembre de 2018

La abadía del Mal: “LA MONJA”, de CORIN HARDY



[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Es una pena que en La monja (The Nun, 2018) haya tantas concesiones de cara a la galería, porque lo que plantea, cómo lo hace y cómo lo resuelve no carece de interés, o al menos, de posibilidades. Acaso es verdad que tampoco podía esperarse mucho de una película que no deja de ser un spin-off de un éxito precedente: recordemos que el satánico personaje del demonio Valak, la monja para los amigos (Bonnie Aarons), hizo su primera aparición estelar en la primera secuela de la franquicia de los Warren creada por James Wan para Warner Bros., Expediente Warren: El caso Enfield (The Conjuring 2, 2016) (1), y una segunda aparición, como “estrella invitada”, en otra secuela basada, a su vez, en ¡otro! spin-off de la franquicia Warren, Annabelle: Creation (ídem, 2017, David F. Sandberg). Pero, teniendo en cuenta que esta última era muy superior a la primera entrega, la mediocre y aburrida Annabelle (ídem, 2014, John R. Leonetti), siempre cabía la posibilidad de que La monja estuviese bien. Y lo cierto es que, a pesar de los pesares, en sus líneas generales lo está, aunque sus resultados queden por debajo de las dos películas de Wan sobre los Warren o del film de Sandberg.


Como digo, el principal problema de La monja, y que perjudica mucho el resultado, reside en sus continuas concesiones a la comercialidad. En cierto sentido, y salvo honrosas excepciones, el cine fantástico actual, variante cine de terror o de horror (no son lo mismo), vuelve a estar afectado de un molestísimo tic que sobrecargó al género a principios de los años ochenta, esto es, el exceso de “sustos”, o como los llama el amigo Tonio L. Alarcón, “sustos de gato”. En el caso concreto de La monja, hay momentos en que la saturación de dichos “sustos” no solo llega a hacerse cargante, por repetitivos, sino también porque hay momentos en los que, efectivamente, el “susto de gato” estropea más de una buena escena. Es el caso, por ejemplo, de ese momento en el que la joven novicia Irene (Taissa Farmiga) descubre a la monja/ Valak a sus espaldas en la capilla reflejándose en un espejo; una imagen bellamente inquietante, o inquietantemente bella, que el realizador contratado al efecto, Corin Hardy, no quiere (o no puede) que disfrutemos, destrozándola con el consabido “susto”: la monja suelta el alarido, “inevitable” en este tipo de escenas, rompiendo el atmosférico efecto gótico de la escena.


Insisto en lo de que es una pena porque, como digo, lo que por otro lado ofrece La monja tampoco es tan desdeñable. He mencionado lo gótico. Desde este punto de vista, la película de Corin Hardy hace gala de un más que notable esfuerzo en materia de construcción de una atmósfera gótica: con el inestimable apoyo de un excelente diseño de producción, el film lanza una generosa oferta de imaginería gótica, que incluye una abadía oscura y tenebrosa cuyos muros repletos de crucifijos la erigen en un inesperado templo del Mal, un cementerio desvencijado y repleto de cruces y lápidas caóticamente plantadas, y en particular, un respeto casi fervoroso a la regla básica del género gótico, tanto el literario como el cinematográfico: la existencia en la abadía de una estancia donde está absolutamente prohibido entrar, so pena de perder la vida en ello, tal y como ilustra, sin ir más lejos, la primera secuencia: ese lugar que se franquea tras una pesada puerta de madera cerrada siempre con llave, en la cual puede leerse, grabada, la expresión latina “Finit hic Deo” (“Aquí termina Dios”). Ese respeto, casi cariñoso, por lo gótico resulta de agradecer.


No resulta de extrañar, en este sentido, que los mejores momentos de la película sean, precisamente, los más góticos, o al menos los más cercanos a la imaginería gótica. Señalo al respecto las escenas de las inquietantes conversaciones del padre Burke (Demián Bichir) y la hermana Irene con la madre superiora (Lynnette Gaza), una figura vestida de negro de los pies a la cabeza y de la que nunca veremos su rostro, cubierto por un velo asimismo oscuro; los amenazadores paseos de los protagonistas por el interior de la abadía de noche, a la luz de una linterna o de una vela, con la presencia subrepticia de tenebrosas figuras en el fondo de los encuadres que el realizador sabe mostrar, aquí, sin el “susto” de marras; la lograda secuencia en la que la hermana Irene y el resto de monjas de la abadía se reúnen para rezar desesperadamente en la capilla, a modo de protección contra las fuerzas sobrenaturales desatadas por la monja; la aparición de las espectrales monjas sin rostro que atacan al padre Burke en el corredor…


Otro aspecto positivo del film es que la presencia del Mal es aquí muy física, tangible, palpable, como lo es también, por otro lado, la presencia de Bien. En este sentido –y como apunta de nuevo Alarcón en su crítica para Imágenes de Actualidad–, y salvando todas las distancias del mundo, hay en La monja algo del viejo cine de terror de Hammer Films, en lo que se refiere a la exhibición, casi fetichista, de la imaginería religiosa. A la profusa y ya mencionada exhibición de cruces y crucifijos, muchos de los cuales con tendencia a girarse y ponerse cabeza abajo para anunciar la cercana presencia del Diablo –como ya ocurría, sin ir más lejos, en El caso Enfield–, hay que añadir el peso que tienen ese crucifijo del padre Burke que se calienta, poniéndose al rojo vivo, cuando incinera a una monja poseída; la decisión de la novicia Irene de tomar los votos para, de este modo, poder enfrentarse, como “esposa de Dios”, al Mal en estado puro representado por la monja; el frasco que contiene el arma definitiva para destruir a Valak: una esfera de cristal que contiene la sangre de Cristo; el clímax final en los sótanos inundados de la abadía, en el cual el ahogamiento de la hermana Irene a manos de la monja viene a erigirse en una versión blasfema del bautismo por inmersión… Vuelvo a insistir en que es una pena que estos y otros apuntes de interés se vean a cambio descompensados por los aborrecibles “sustos” que, en vez de sumergir al espectador en la acción, lo que en realidad hacen es arrancarle de la misma (y devolverle a la seguridad cotidiana de su butaca); o por los no menos inevitables, pero por suerte no muy cargantes, guiños a otras producciones terroríficas: la escena en la que, intentando desenterrar al padre Burke, enterrado vivo en un ataúd, la pala que emplea la hermana Irene atraviesa la madera de la caja y se detiene muy cerca del rostro del sacerdote…, como en un célebre momento del film de Lucio Fulci Miedo en la ciudad de los muertos vivientes (La paura/ Paura nella città dei morti viventi, 1980); o la escena en la que “el franchute” (Jonas Bloquet) atraviesa una estancia llena de amenazadoras, aunque inmóviles, monjas-zombis con el rostro cubierto, que parece inspirada en Silent Hill (ídem, 2006, Christophe Gans).

(1) Expediente Warren
http://elcineseguntfv.blogspot.com/2013/07/catalogo-para-casas-encantadas.html
Expediente Warren: El caso Enfield: http://elcineseguntfv.blogspot.com/2016/06/aqui-tambien-vive-el-horror-expediente.html

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