sábado, 23 de junio de 2018

Centenario de INGMAR BERGMAN (2): “CARA A CARA AL DESNUDO”



[NOTA PREVIA: CON MOTIVO DEL “DOSSIER” DEDICADO AL CENTENARIO DEL NACIMIENTO DE INGMAR BERGMAN QUE COORDINO PARA EL PRÓXIMO NÚMERO DE “DIRIGIDO POR…”, RECUPERO AQUÍ TRES TEXTOS MÍOS, NO INCLUIDOS EN DICHO “DOSSIER”, A MODO DE COMPLEMENTO.]


Como muchos grandes artistas de verdad, Ingmar Bergman se mostraba muy autocrítico con su propia obra, y una buena muestra de esa severidad hacia sí mismo la encontramos en la opinión que le merecía Cara a cara al desnudo (1976): “iba a ser una película sobre sueños y realidad –escribe en su libro de memorias Linterna mágica (Andanzas, 1988)–. Los sueños debían convertirse en realidad palpable. La realidad debía diluirse y convertirse en sueño. Unas pocas veces he conseguido moverme entre sueño y realidad sin esfuerzo: “Persona”, “Noche de circo”, “El silencio”, “Gritos y susurros”. Esta vez fue más difícil. El empeño exigía una inspiración que me falló. Las secuencias oníricas resultaron sintéticas, la realidad difusa. Hay alguna que otra escena sólida y Liv Ullmann luchó como un león. Gracias a su fuerza y a su talento la película se tiene en pie. Pero ni siquiera ella pudo salvar la culminación, el grito primal que no fue más que el fruto de una lectura entusiasta pero mal digerida. El agotamiento artístico me hacía muecas a través del tenue entramado”. Sorprende, sobre todo en estos tiempos de imbéciles empapados en arrogancia hasta extremos nauseabundos (y no digamos nombres), que alguien de la categoría de Bergman –o de la de Alfred Hitchcock: echen un vistazo a lo que llega a decir de muchos de sus films en el libro-entrevista que le dedicó François Truffaut–, demuestre tanta dureza hacia una creación suya que, si bien es cierto que no se encuentra entre lo mejor de su brillantísima filmografía, es una película cuyo visionado merece muchísimo la pena.


Cara a cara al desnudo –recordemos que, en España, donde el film se estrenó en julio de 1977, el distribuidor añadió el “al desnudo” en el título para añadirle morbo al asunto: eran los tiempos del “destape” y el cine “S”–, como digo, es una obra más que interesante que, en cierto sentido, puede verse como una especie de cierre del camino explorado por Bergman con sus anteriores Pasión (1969), La carcoma (1971) y, sobre todo, Secretos de un matrimonio (1973), todas ellas sendas introspecciones de los estragos de la vida familiar, si bien es con la citada en último lugar con la que guarda un vínculo más estrecho, no solo porque coinciden en la misma pareja protagonista –Liv Ullmann y Erland Josephson–, o en que ambas eran producciones para televisión que luego conocieron sendos montajes abreviados para el cine –la versión televisiva de Cara a cara al desnudo ronda los 200 minutos–, sino también porque, desde cierto punto de vista, Cara a cara al desnudo puede entenderse como una especie de “secuela” de Secretos de un matrimonio: la Dra. Jenny Issakson de Cara a cara al desnudo bien podría ser la Marianne de Secretos de un matrimonio. Pero hay una diferencia fundamental: mientras que, en Secretos de un matrimonio, asistíamos al proceso de deterioro de una pareja, en Cara a cara al desnudo la acción se centra en el componente femenino de un matrimonio que –se intuye– ya se encuentra deteriorado desde hace tiempo: el esposo de Jenny, de quien tan solo conocemos su nombre (Erik), jamás aparece en pantalla –al menos, en el montaje para cine; sí lo hace, al parecer, en la versión para televisión, que lamento desconocer, interpretado por el actor Sven Lindberg–, siendo en todo momento una presencia en off, o mejor dicho, una ausencia constante. Ausencia sobre la cual Bergman llama la atención desde el principio con el dato de que dicho personaje se encuentra de viaje de negocios, mientras su esposa atiende a sus pacientes en el centro psiquiátrico donde trabaja como terapeuta. Al mismo tiempo, Jenny pasa esos días de soledad en compañía de sus abuelos (Gunnar Björnstrand y Aino Taube). También sabemos que Jenny y su marido son padres de una niña, Anna (Helene Friberg), la cual se encuentra asimismo alejada del hogar familiar porque está pasando unos días en un campamento para escolares. Más tarde, conversando con el Dr. Tomas Jacobi (Erland Josephson), un colega que se siente atraído por ella y que no tardará en insinuársele al poco de conocerla, Jenny le confiesa entre otras cosas que, aprovechando esa ausencia de su marido, se cita con un amante al cual, por cierto, tampoco veremos jamás.
  

Bergman enfatiza, prácticamente desde el primer momento –quizá demasiado, y puede que fuera eso una de las razones de su insatisfacción hacia el resultado de esta película–, el tono subjetivo de la narración, de manera que el espectador sigue en todo momento el desarrollo de la trama desde la perspectiva de Jenny, una psiquiatra que, paradójicamente, acaba sufriendo ella misma un trastorno mental muy similar a los que trata a diario a sus pacientes y que acabará conduciéndola a un intento de suicidio. Hay, en este sentido, una cierta “brusquedad” en la planificación del realizador, que le confiere a Cara a cara al desnudo un tono más seco y crispado que el de Secretos de un matrimonio: abundan los primeros planos, los reencuadres y el juego con el enfoque y desenfoque dentro de un mismo encuadre, lo cual, unido a la austeridad de los escenarios y el tono neutro de la fotografía de Sven Nykvist, contribuye a conferirle al film una atmósfera opresiva y claustrofóbica. Puede entenderse, con escaso margen de error, que con esta planificación Bergman pretende “acorralar” a Jenny, algo que resulta particularmente notorio en la extraordinaria secuencia de su confesión a Tomas en la habitación del hospital donde está reponiéndose de su ingestión casi mortal de barbitúricos: Bergman “clava” la cámara en el personaje –y en su admirable actriz: una impresionante Liv Ullmann–, combinando el primer plano y el plano medio mientras Jenny desgrana sus angustiosos recuerdos de infancia, en particular, el terror que sentía cuando su abuela la castigaba encerrándola en un armario a causa del miedo que le producía la oscuridad.   


En una añeja crítica publicada en Dirigido por…, José María Latorre ya señalaba que una de las ideas más interesantes –y desoladoras– de esta magnífica película se apunta al principio del relato, y está puesta en boca de un colega de Jenny: que la psiquiatría no sirve para curar las enfermedades mentales. De ahí la tremenda paradoja que se produce cuando es la propia Jenny, una especialista de la mente, la que acaba cayendo en una profunda depresión, fruto de sus traumáticos recuerdos infantiles, unida a una asfixiante sensación de soledad y desamparo que se ve incapaz de apaciguar y que se acentúa por el abandono, siquiera temporal, por parte de su marido y de su hija, en un proceso paranoico que Bergman visualiza por medio de un progresivo aumento del tono onírico. Resultan admirables todas las escenas de Jenny en casa de sus abuelos, tanto las que dibujan la relación emocional que la vincula a los ancianos –cf. ese momento en que les espía, con ternura, viendo cómo la abuela se levanta de la cama detrás del abuelo el cual, en un gesto de senilidad, ha salido de su dormitorio en plena noche tan solo para comprobar si el reloj de carillón del salón sigue funcionando–, como sobre todo los fragmentos “pesadillescos” que expresan el deterioro mental de Jenny: Bergman siempre ha demostrado ser un maestro a la hora de enseñar sueños y pesadillas, y aquí brillan con luz propia ese momento, escalofriante, de la inquietante aparición de esa anciana con un extraño ojo negro en el dormitorio de la protagonista que acosa de forma recurrente los pensamientos de Jenny (en una escena caracterizada, además, por una magistral utilización del sonido: el tic-tac del reloj que precede obsesivamente a la aparición de la anciana; el silencio que se produce cuando tiene lugar aquélla; el angustioso “grito mudo” de Jenny al verla); o la secuencia onírica en la que una inconsciente Jenny, debatiéndose entre la vida y la muerte tras la sobredosis de pastillas, recorre una serie de habitaciones con un extraño atuendo medieval (sic), y encontrándose en ella fragmentos abstractos de su propio pasado, tales como sus abuelos, sus pacientes y sus propios padres, prematuramente fallecidos en un accidente, y que culmina en una metafórica incineración/ entierro en vida de la propia Jenny llevada a cabo por ella misma.



No obstante, acaso lo más conseguido de Cara a cara al desnudo resida –por más que, como hemos visto, su propio autor no se sintiera satisfecho del resultado– en ese brillante vaivén entre la realidad y la fantasía, la vigilia y el sueño, de manera que hay momentos en los cuales cuesta diferenciar entre unos y otros, dada la forma como Bergman vincula e incluso podría decirse que “unifica” ambos niveles de percepción por medio de la elección de un determinado encuadre: véase al respecto la magnífica escena de la visita de Jenny a la casa de una paciente, y que concluye con su agresión sexual a manos de dos hombres ocultos en la vivienda, que Bergman culmina alrededor de un plano general fijo de larga duración, construido de tal manera que la pared que separa dos habitaciones, situado en medio del encuadre, produce un singular efecto de “pantalla partida” que, además de acentuar, por su artificio, la ambigüedad del momento (¿la escena es real o fruto de la imaginación de Jenny?), sugiere, sotto vocce, parte del meollo del relato: el paso de lo real a lo imaginario, o la diferencia entre la realidad y el sueño, puede ser a veces tan estrecho que basta con dar un paso, ir de una habitación a otra, para encontrarse de repente –y literalmente– en otra dimensión de la mente.


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