martes, 19 de septiembre de 2017

La noche más larga: “DETROIT”, de KATHRYN BIGELOW



[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] El planteamiento general de Detroit (ídem, 2017), es decir, todo lo que concierne a sus puntos de vista temáticos, narrativos y formales, no se encuentra lejos del que hemos visto no hace mucho en otra producción norteamericana que, al igual que esta, se presenta como una reconstrucción de hechos históricos, o si se prefiere, hechos reales: Día de patriotas (Patriots Day, 2016) (1). En ambos casos, sus respectivos realizadores, Kathryn Bigelow y Peter Berg, adoptan la técnica cinematográfica usualmente conocida como “estilo documental” o “estética de documental” (nada novedosa, por otro lado) con vistas a lograr que lo que se muestre en pantalla provoque en el espectador la sensación de estar presenciando algo “realista”, o mejor dicho, cercano a la realidad (o, mejor aún, a un determinado concepto estereotipado de lo que se supone es la realidad, la cual, no lo olvidemos, puede ser tanto algo absoluto, objetivo, como relativo, subjetivo). “Efecto realidad” que se incrementa, si cabe, mediante la subrepticia inserción de auténticas imágenes documentales de los hechos históricos reconstruidos, diluyendo las fronteras entre ficción y no ficción.


Detroit arranca con una serie de rótulos didácticos destinados a ubicar al público en el contexto histórico de los hechos que reconstruye; en este caso, la situación social y económica de la población afroamericana en los Estados Unidos, los disturbios raciales que tuvieron lugar en la ciudad norteamericana del título entre el 23 y el 25 de julio de 1967, y más concretamente, el siniestro incidente que aconteció en el motel Algiers la noche del 25 al 26 de julio. Dichos rótulos están superpuestos sobre una serie de dibujos y pinturas de estilo más bien naíf, que en cierto sentido anticipan el tono que va a presidir un relato narrado, asimismo, a base de fuertes contrastes de colores y poniendo el acento en el carácter colectivo de una trama protagonizada, de hecho, por multitud de personajes. Unos personajes descritos, asimismo, mediante pinceladas sencillas (que no simples), pero eficaces, con vistas a crear así, como suele decirse, un tapiz social, o dicho de otro modo no menos frecuente, con la finalidad de establecer así una visión de conjunto sobre lo ocurrido en Detroit en aquella aciaga época. Bigelow, que mal que pese a sus exégetas siempre ha sido muy torpe a la hora de dibujar perfiles psicológicos, aquí hace gala de un estupendo sentido del relato coral, o si se prefiere, del dibujo de una colectividad. De este modo, Detroit corrobora algo que siempre he echado en cara a su cine: su nula capacidad para crear, de forma individual y personalizada, personajes con una psicología consistente: basta con echar la vista atrás, con ojo crítico y dejando a un lado embelesamientos esteticistas que no llevan absolutamente a ninguna parte, sus dos anteriores (y horribles) En tierra hostil (The Hurt Locker, 2008) (2) y La noche más oscura (Zero Dark Thirty, 2012) (3). Un mal, no obstante, endémico en el conjunto de su filmografía, con la relativa excepción de una película que, por ese mismo carácter de relato coral, de retrato colectivo, no era del todo mala: K-19: The Widowmaker (ídem, 2002).


Tras los créditos, la primera gran secuencia de Detroit tiene lugar en una calle del barrio negro de la ciudad, y se ubica alrededor de una imprenta donde no, no se están imprimiendo papeletas y carteles electorales para un referéndum, sino que se está celebrando algo, si cabe, más subversivo: una fiesta. Fiesta que interrumpe la llegada de la policía, formada no solo por agentes blancos sino también por algunos afroamericanos; de hecho, uno de ellos –en lo que puede verse como un guiño a Contra el imperio de la droga (The French Connection, 1971, William Friedkin)– finge interrogar brutalmente a otro hombre negro dentro de una habitación a puerta cerrada, pero en realidad este último es un confidente infiltrado que informa puntualmente al interrogador. La escena, además de poderse interpretar como una referencia al con justicia muy reivindicado cine policíaco norteamericano de la década de los setenta, establece, en cierto sentido, una pauta narrativa. Del mismo modo que, como acabamos de ver, el agente de policía negro finge un interrogatorio violento con la finalidad de impresionar a los presentes en la fiesta que han sido sorprendidos en plena redada, más adelante, y en la que será la secuencia más larga y crucial del film, tres agentes de policía llevarán más lejos, y de una manera más radical, dicha “técnica de interrogatorio”.


Desde luego que la referencia a la mencionada “técnica de interrogatorio” puede entenderse, también, como un eco de las tristemente célebres “técnicas” llevadas a cabo en Iraq por otra clase de hijos de la gran puta, en este caso de la CIA y del ejército norteamericano, con lo cual Detroit conectaría con el contexto de las mencionadas En tierra hostil y La noche más oscura. Sea como fuere, hay que reconocer, en honor a la verdad, que la mencionada gran secuencia de la película, el largo bloque que transcurre en el motel Algiers, y sobre todo, las tensas escenas que giran alrededor del interrogatorio de varios hombres negros –entre ellos, el cantante de The Dramatics Larry (Algee Smith), su amigo Fred (Jacob Latimore) y el veterano de Vietnam recién licenciado (Anthony Mackie)– y dos chicas blancas –Julie (Hannah Murray) y Karen (Kaitlyn Dever)–, a manos de tres despiadados policías blancos –Krauss (Will Poulter), que es quien lleva la iniciativa, Flynn (Ben O’Toole) y Demens (Jack Reynor)–, son de lejos lo mejor y más (terriblemente) bello que Bigelow haya filmado jamás. Pero si todo este bloque funciona no es solo por méritos propios, que los tiene, sino también porque la realizadora aquí hace gala de una hasta la fecha insólita habilidad para construir una trama que funciona por impregnación, de manera que, llegados a este punto, el espectador ha visto, y asumido previamente, una serie de situaciones que han ido “preparándole” hasta llegar a ese punto culminante.


Señalo al respecto, además de la mencionada secuencia de la redada en la imprenta, y de qué modo la disolución de la fiesta acaba derivando en un motín callejero por parte de la población negra (revuelta de la cual se muestran todos sus aspectos más críticos: tanto la brutalidad de la policía blanca sobre los negros… y cómo algunos de estos aprovechan el revuelo para saquear algunas tiendas), a lo cual añado, como digo, momentos como la secuencia de la evacuación del teatro donde The Dramatics están a punto de cantar, la cual concluye con un logrado apunte emotivo: Larry, la principal voz del grupo, sale al escenario a pesar de que el teatro ha sido desalojado de público por completo, y se pone a cantar ante el teatro vacío, en un arranque de orgullo e ingenuidad combinados. Destaca, asimismo, la brillante secuencia en la que Krauss persigue y mata por la espalda a un sospechoso, negro, de haber cometido un saqueo. También funciona bien la presencia de un personaje teóricamente secundario, pero hasta cierto punto decisivo: el del agente de seguridad negro Dismukes (John Boyega), quien trata de sortear el racismo de los blancos intentado confraternizar estratégicamente con ellos (una de sus primeras reacciones ante la presencia del ejército por las calles de la ciudad es acercarse a una patrulla de soldados y ofrecerles café para apaciguar sus ánimos), y una vez convertido a la fuerza en testigo presencial de los terribles hechos del motel Algiers, intenta en la medida de sus posibilidades que ninguno de los detenidos afroamericanos acabe herido o muerto.


Es una pena que, manteniendo tan buen nivel a lo largo de un relato, asimismo, muy largo, a mi entender demasiado –143 minutos– por las razones que a continuación expondré, es una pena que Bigelow estropee parte de lo conseguido en sus escenas finales. No me refiero a la serie de secuencias destinadas a reconstruir el juicio en el cual fueron procesados los agentes Krauss, Flynn y Demens, y del cual al final salieron absueltos por falta de pruebas, que me parecen bien resueltas dentro de su carácter más convencional, sino al innecesario epílogo centrado en el personaje de Larry: su abandono del grupo The Mecanics y de la música profesional, su soledad y, finalmente, su incorporación como cantante al coro de una iglesia, donde sigue en la actualidad. Y tampoco me refiero al hecho de que, antes de los créditos finales, unos nuevos rótulos nos informen de lo que le ocurrió a este personaje (lo cual constituye una clara redundancia) y al resto de personas implicadas en los hechos que la película reconstruye, sino a que en ese epílogo aflora lo peor y más superfluo de la realizadora: su torpeza psicológica y su tendencia endémica al esteticismo. Pese a todo, ello es más bien pecata minuta en el conjunto de un film que, justo es reconocerlo, me parece sin lugar a dudas el mejor que hasta la fecha nos haya ofrecido su muy sobrevalorada autora.

(3) http://elcineseguntfv.blogspot.com.es/2013/01/los-mataremos-todos-la-noche-mas-oscura.html

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