jueves, 25 de mayo de 2017

El alimento de los dioses: “ALIEN: COVENANT”, de RIDLEY SCOTT



[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Por más que en estos días publico una reseña de Alien: Covenant (ídem, 2017) en Imágenes de Actualidad (1), no he podido resistir la tentación de hacer un comentario más extenso en este blog, que para eso está. Publico este comentario coincidiendo con la salida de la revista del mes de junio de 2017 para no avanzarme a la misma, y de este modo completo el particular “dossier Alien” que he ido publicando aquí (2).


Alien: Covenant es una continuación directa de Prometheus, pero su primera secuencia transcurre temporalmente bastantes años antes que aquélla. Nos hallamos en una enorme habitación con un gigantesco ventanal, de escaso mobiliario y blancas paredes y techos; una estancia que, como ya ocurría en Prometheus, evoca la célebre “estética Kubrick” de 2001: Una odisea del espacio (2001: A Space Odyssey, 1968). Al igual que en Prometheus, la referencia a la obra maestra de Kubrick no es gratuita ni meramente decorativa, sino que tiene un profundo sentido estrechamente relacionado con lo que narra. En esta primera secuencia, el androide David (Michael Fassbender), con sus cabellos oscuros originales –en Prometheus, recordemos, se teñía de rubio, como el Peter O’Toole de Lawrence de Arabia (Lawrence of Arabia, 1962, David Lean): y este detalle, aquí, es importante–, conversa con su creador, Peter Weyland (Guy Pearce). A este se le ve mucho más joven que en Prometheus, de lo que se deduce que la presente secuencia transcurre años atrás. David toca el piano para su creador, quien luego le pide que le sirva una taza de té; de su conversación se deducen dos cosas muy importantes: que a David le afecta –excelente Fassbender– que Weyland le considere tan solo una máquina, por muy perfecta que sea su apariencia humana; y que a Weyland también le afecta –excelente Pearce– que el androide le recuerde que él seguirá vivo mucho tiempo después de que su creador haya muerto. La iconografía Kubrick de la secuencia lo sugiere, y el diálogo de los personajes lo confirma: como 2001: Una odisea del espacio, como Prometheus, y como Blade Runner (ídem, 1982), Alien: Covenant girará en torno a la creación y la inmortalidad, el papel de dios y la rebelión del hombre.


Tras este significativo prólogo, el film entra en materia con una trama cuya construcción narrativa es muy similar –quizá demasiado– a la de Alien, el octavo pasajero, por más que, como luego veremos, esas similitudes no solo no le sientan mal a la película, sino que, por el contrario, contribuyen a reforzar su interés. Han pasado diez años desde la desdichada expedición de la nave Prometheus. La Covenant es otra nave espacial del planeta Tierra en la que, a diferencia de la Nostromo, no solo viaja una bastante numerosa tripulación, sino que, además –y de nuevo, como en 2001: Una odisea del espacio, o en la reciente Passengers (ídem, 2016, Morten Tyldum) (3)–, se encuentran a bordo 2.000 colonos en estado de hibernación, dado que el viaje hacia el planeta de características similares a las de la Tierra al que se dirigen dura más de siete años. Como en Prometheus, un androide vela el sueño de las almas que se encuentran a su cargo, y ese androide, llamado Walter –papel doble para Michael Fassbender–, es idéntico al David de cabello oscuro que hemos visto en la primera secuencia. Como en Alien, el octavo pasajero, la llegada de una misteriosa señal procedente de un planeta desconocido obliga a la Covenant a cambiar de planes; asimismo, de un modo parecido al primer film pero de manera todavía más acentuada (de un pesimismo, para entendernos, en la misma línea de Prometheus), la acción de Alien: Covenant arranca de forma funesta y, a partir de ese momento, va a peor para los personajes: una avería en el sistema de hipersueño de la Covenant provoca que su capitán, Branson –un fugaz James Franco (4)–, muera quemado vivo dentro de su cámara y delante de su pareja, Daniels (Katherine Waterston).


Dado el carácter colonizador de la expedición, la tripulación de la Covenant está formada por parejas de todo tipo: la que formaba Daniels con el difunto Branson, o la de Tennessee (Danny McBride) con Faris (Amy Seimetz); las parejas interraciales que constituyen el segundo de a bordo y nuevo capitán de la nave Oram (Billy Crudup) y Karine (Carmen Ejogo), y la de Upworth (Callie Hernandez) con Ricks (Jussie Smollett); hasta hay una pareja gay: Lope (Demián Bichir) y Hallett (Nathaniel Dean). La aparente ausencia de promiscuidad de Alien, el octavo pasajero deja paso aquí a la mostración de un mundo futuro muy cercano a nuestro tiempo presente, al menos en este aspecto. Este dato sería irrelevante en sí mismo considerado si no fuera porque establece, sutilmente, un agudo contraste con lo que luego sabremos que es el plan demiurgo y unificador del androide David, alguien que pretende eliminar la heterogeneidad y diversidad de la raza humana (y otras razas similares, como la de los Ingenieros de Prometheus, que aquí reaparecen) para implantar la aterradora homogeneidad de los Aliens. Por otro lado, en su tercio final, Alien: Covenant introduce dos grandes y aparatosas secuencias de acción, por lo demás magníficamente filmadas, y destinadas a estrechar sus lazos de estructura narrativa con Alien, el octavo pasajero: una en la que Daniels, cual heredera espiritual de Ripley, hace frente al Alien que intenta infiltrarse en la nave de rescate que ha enviado Tennessee a la necrópolis; y otra, en la que hace otro tanto con el segundo Alien que ha logrado colarse en la Covenant, utilizando en este caso una nueva variante de la expulsión al espacio de la criatura.


Puede acusarse a Ridley Scott de la consabida “falta de originalidad” por el hecho de reincidir en ese esquema, y por recuperar elementos iconográficos clásicos de la franquicia, tales como la nave alienígena de apariencia costillar diseñada por H.R. Giger, los famosos huevos que albergan a los “facehuggers” esperando el momento de incubar a la fuerza al primer desprevenido, y por descontado, el Alien que todos conocemos. Naturalmente que puede verse así, como también podemos pensar que quién mejor o más legitimado para volver a reutilizar esa iconografía que el cineasta que la utilizó por primera vez. Precisamente si algo llama la atención al respecto es el escaso énfasis que pone el realizador a la hora de mostrar, por ejemplo, la nave extraterrestre –que aparece por primera vez en pantalla de una forma sencilla y funcional, sin buscar la sorpresa ni efectismo alguno: la cámara de Scott se limita, aquí, a mostrar–, o la “inevitable” escena en la que un Alien parásito salta del interior de uno de los huevos –los cuales, por cierto, tardan mucho en aparecer– y hace presa, en este caso, en Oram. Supongo que muchos dirán que es un auto-plagio puro y simple, y puede que no les falte razón; pero no es menos cierto que, tal y como el realizador lo resuelve, se puede deducir la ausencia de necesidad de enfatizar algo que quienes han visto todas las películas de la franquicia conocen de sobra. Al realizador le interesa explicar otras cosas.


No resulta de extrañar, en este sentido, que aquello que Scott enfatiza es lo que representa una nueva variante con respecto a lo que él mismo estableció en Alien, el octavo pasajero y Prometheus. Un buen ejemplo de ello lo encontramos en la manera como plantea y resuelve –excelentemente– las primeras manifestaciones violentas de los Aliens. Uno de los hombres que forman parte de la expedición sobre la superficie del planeta, Ledward (Benjamin Rigby), pisa algo parecido a una especie de capullo, y de su interior brota un minúsculo polvo negro, imperceptible a la vista, que penetra en su organismo a través de su oreja; algo parecido le ocurre poco después a Hallett, tras olisquear algo en la entrada de la nave. Ledward empieza a sentirse muy enfermo, y Karine tiene que ayudarle a regresar a la pequeña nave con la que han aterrizado; una vez allí, ella y Faris tratan de prestarle atención médica, pero ya es demasiado tarde: un pequeño pero mortífero Alien de pálida apariencia brota del cuerpo de Leward, rompiéndole la espalda en el proceso. No mucho más tarde, es Hallett quien enferma y muere, víctima de la explosión pectoral provocada por otro Alien que “nace” de su cuerpo. Hay detalles que demuestran los muchos años que han pasado desde Alien, el octavo pasajero: allí hubiese sido inimaginable un plano como los “imposibles” encuadres microscópicos digitales a lo C.S.I. o House que muestran el virus negro que entra por la oreja de Ledward y se sumerge en su torrente sanguíneo. Pero esos toques, difíciles de soslayar en una película comercial del año 2017, y que demuestran que Ridley Scott conoce el cine de su tiempo, no chirrían en el conjunto de esas dos secuencias: la terrible situación de “suspense” que se produce cuando el recién nacido Alien manifiesta su agresividad contra Karine, Faris y Ledward; o la brillante del combate en campo abierto contra los pálidos Aliens, subrepticiamente iluminada por los destellos de las armas de fuego.


El relato da a partir de este momento un giro muy interesante. Los miembros de la expedición que no han muerto en la explosión de la nave donde han perecido Karine, Faris y Ledward son rescatados in extremis por David. La aparición de este último resulta significativa: ataviado con una capa con capucha que le da un aire muy parecido, recordemos, al del Ingeniero de la primera secuencia de Prometheus. La similitud no es baladí: más adelante, descubriremos el ya mencionado plan demiurgo del androide, quien ha decidido rebelarse contra su Dios –el Hombre–, como los replicantes de Blade Runner, o como los Hombres que, en Prometheus, plantaron cara a sus creadores, los Ingenieros. Plan que consiste en la destrucción de los Dioses de los Hombres –los Ingenieros–, rociándolos con su propia creación genética –los recipientes repletos de la negra sustancia que dará origen a los Aliens–, a fin de reemplazar su lugar antes de proceder a su exterminio con una infección masiva de letales alienígenas. David va descalzo –simbólicamente, tocando con los pies en el suelo– en la mencionada primera secuencia, cuando intuye por primera vez la superioridad que su inmortalidad artificial le confiere sobre su creador, y también va así en el templo que ha convertido en su laboratorio de experimentación con la creación de vida Alien.


Como en Blade Runner, y en parte en Prometheus, el delirio mesiánico y demiurgo de David tiene connotaciones religiosas sugeridas visualmente por la magnificencia del diseño de producción. Tras haberlos salvado de los Aliens, David conduce a los humanos a su refugio: un gigantesco templo cuyo patio principal está cubierto de horribles cadáveres carbonizados –de nuevo, los Ingenieros–, convirtiendo el lugar en una sombría necrópolis cuya arquitectura guarda ecos de la Grecia clásica, en lo que puede verse una especie de referencia al monte Olimpo, el hogar de los dioses. En una de las mejores secuencias que nos haya brindado Ridley Scott en estos últimos años, David se aproxima a Walter y, en un clima de tensa intimidad, le enseña a tocar una flauta y, de paso, intenta ganarle para su causa, dándole a entender que no tiene porqué seguir obedeciendo a los seres humanos/ rendir pleitesía a los “dioses” que le han creado, cuando él mismo puede –como David– convertirse en su propio dios. Poco después de haber traído a los humanos a la necrópolis, hemos visto cómo David se recorta sus largos cabellos todavía con restos de tinte rubio para dejárselos igual que los de Walter, primer indicio de que el personaje tiene un plan oculto (¿para qué cortárselos ahora, si no lo ha hecho en años?). El androide explica que la nave que encontró la expedición dirigida por Oram es la misma con la que huyeron la Dra. Elizabeth Shaw –Noomi Rapace– y él tras el desastre de la Prometheus, y que aquélla falleció cuando se estrellaron en el planeta. Más adelante, Daniels descubre, con horror, el cadáver diseccionado de la doctora, abierto en canal por David para utilizarlo como recipiente orgánico de sus experimentos con los Aliens (5).


Alien: Covenant recupera –más, si cabe, de lo que lo hacía Prometheus– el soterrado contexto de cuento de horror gótico de la película original de 1979. Ya hemos mencionado la aparición del cadáver diseccionado de Elizabeth Shaw; añadamos a ello la decapitación de la cosmonauta Rosenthal (Tess Haubrich) bajo las fauces del Alien que David ha introducido en el templo (a destacar la imagen, aterradoramente bella o bellamente aterradora, de la cabeza cortada de la joven flotando en el pequeño abrevadero donde un momento antes estaba lavándose); el momento en que David y Oram se encaran con ese mismo Alien, el cual se asoma tras unas cortinas (en una escena que vuelve a evocar, soterradamente, la iconografía mitológica que subyace tras la trama); la muerte de Upworth y Ricks en la ducha mientras hacen el amor, en lo que puede verse una maliciosa variante de Psicosis (Psycho, 1960, Alfred Hitchcock) y de la muerte de Lambert/ Veronica Cartwright a manos del Alien en el film original. Alien: Covenant concluye con una memorable “sorpresa final” (que, en el fondo, no es tal: Ridley Scott la anticipa maliciosamente): David reemplaza al fiel Walter y, fingiendo ser este último, consigue subir a la nave de salvamento y a la Covenant. A pesar de tener ciertas sospechas –cf. su mirada a la mano amputada del androide: Walter perdió la suya salvando a Daniels del ataque de un Alien en el campo–, la protagonista femenina no se da cuenta del engaño hasta que ya es demasiado tarde, encerrada en su cámara de hibernación y a punto de entrar en el hipersueño, en otro de los muchos apuntes crueles que jalonan esta película y, en general, el cine de Ridley Scott. Luego, el astuto androide demiurgo deglute un par de embriones de Alien y los guarda junto con los embriones humanos que transporta la Covenant, la cual continúa su viaje hacia ese planeta, ideal para la vida humana… y, ahora, también para los planes de David. De fondo, suena la música favorita del androide, la “Entrada al Valhalla” de El crepúsculo de los dioses de Richard Wagner; secuencias atrás, hemos visto una referencia a Ozymandias (1818), el poema de Percy Bysshe Shelley sobre la decadencia de los imperios. Alien: Covenant es una notabilísima película, que se inscribe con todos los honores en el terreno de esa ciencia ficción pesimista y apocalíptica que tan bien supo practicar el cine norteamericano entre finales de los años sesenta y mediados de los setenta, y de la cual la franquicia Alien fue, en parte, una simbólica continuadora.




(4) Semanas antes del estreno de Alien: Covenant, 20th Century Fox liberó diversos clips promocionales en la red, entre ellos Alien: Covenant – Prologue: The Last Supper (2017), un cortometraje de 5 minutos dirigido por el hijo de Ridley, Luke Scott –quien figura además como director de segunda unidad en Alien: Covenant–, en el que se ve a la tripulación de la Covenant tomando su última cena antes de entrar en el hipersueño. En dicha secuencia vemos a Branson, vivo, junto a Daniels, y la misma incluye una especie de guiño, o broma, a costa de Alien, el octavo pasajero: el momento en el que una de las cosmonautas se atraganta violentamente con la comida… como si fuera a expulsar el Alien de su interior al igual que el Kane (John Hurt) del film original. Puede que dicha secuencia forme parte de un hipotético director’s cut o versión extendida a explotar en formato doméstico, o sencillamente, que no sea más que una astuta campaña publicitaria destinada a fomentar el hype (o ambas cosas).


(5) Otro de esos clips promocionales es Alien: Covenant – Prologue: The Crossing (2017), de tres minutos de duración y dirigido por Ridley Scott, en el cual vemos qué ocurrió a bordo de la nave extraterrestre después de que la Dra. Elizabeth y David marcharan en ella; entre otras cosas, la reparación del decapitado David por Elizabeth.




3 comentarios:

  1. Para mi gusto es una película que tarda en arrancar, pero luego lo compensa con creces... disfruté como un enano de las escenas de David en la necrópolis -aunque espero que no fuera el planeta origen de los Ingenieros, porque me gustaría saber más de ellos más adelante y esto cerraría la puerta a ello- Salvando las distancias, me recordaron a las escenas de Kurtz en "Apocalypse Now". La escena del enfrentamiento en el planeta con la nave, la grúa y el alien me parece algo gratuita, pero es innegable que está muy bien rodada. Para mí el verdadero clímax es la relectura del primer "Alien" con la criatura en la nave, por lo que tiene de familiar -el juego del gato y el ratón con la criatura- y lo que tiene de nuevo, con David supervisando todo el proceso y la duda de si está ayudando a los humanos o evaluando a la nueva criatura...

    Tiene sus defectos y sus flecos -¿qué pinta la nave de "Prometheus" estrellada si la hemos visto en el flashback de la destrucción de los Ingenieros intacta, por ejemplo- pero me alegro de que sea más bien "Prometheus 2" que "Alien 6" y no entiendo la saña con la que la han recibido algunos aficionados.

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  2. Hemos ido de la sutilidad y la elegancia de Alien al atropello general con Covenant. Esta transición sugiere un cambio cultural importante: la falta de respeto de la industria por la capacidad de "lectura" del espectador. Esto es: se piensan que somos imbéciles.

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  3. ¡Pues una gratísima película, este Alien Covenant! No sé porqué prácticamente todo el mundo despotrica de Prometheus... ¿es que sólo quieren aliens, sangre y punto (que, ojo, no me molesta que los haya)? Pues es una lástima que la gente exija tan poco y pase de la profundidad y trascendencia de Prometheus. En todo caso, bravo por Ridley Scott, que seguramente pensó tras la mala acogida a Prometheus "¿conque queréis aliens y nada más? Vale, vale, pues lo titularé "Alien", tendrá aliens, pero os vais a tragar existencialismo de nuevo..." ¡Gran y maravillosa "jugarreta"! Él nos ha colado de tapadillo la continuación prometeica. ¡Jajaja! ¡Bravo de nuevo y que siga en esa línea!

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