domingo, 8 de enero de 2017

Perdidos en el espacio: “PASSENGERS”, de MORTEN TYLDUM



[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Passengers (ídem, 2016, Morten Tyldum) es una película tan curiosa como irregular, tan atractiva como irritante: un compendio “perfecto” de cosas buenas y malas. Parece ser que el film es resultado de un largo proceso de producción, en virtud del cual el guion, escrito por Jon Spaihts, fue sufriendo una progresiva pero notable suavización de sus planteamientos iniciales, tras haber pasado por las manos de numerosos realizadores (David Fincher, Gabriele Muccino, Marc Forster, Brian Kirk) e intérpretes (Keanu Reeves, Rachel McAdams, Reese Witherspoon, Emily Blunt), antes de acabar en las de Morten Tyldum, Jennifer Lawrence y Chris Pratt. Hasta ahí, nada que objetar, si no fuera porque el resultado final parece haberse resentido de tanta reelaboración previa: algunas ideas interesantes, provocativas incluso, se estrellan contra un deficiente desarrollo y una realización tan correcta como insípida.


Una gigantesca nave espacial procedente de la Tierra, la Avalon, efectúa un viaje por el espacio rumbo a un nuevo planeta bautizado como Homestead II. A bordo viajan los miembros de la tripulación de la nave y otros 5.000 pasajeros, todos ellos en estado de hibernación. Unos meteoritos, aparentemente inocuos, golpean los escudos de protección de la nave. Una de las cápsulas de hibernación de uno de los pasajeros, el ingeniero Jim Preston (Chris Pratt), se desbloquea, y su ocupante recupera el conocimiento. Jim es la única persona de la nave que se ha despertado. Lo ha hecho antes de tiempo. El viaje de la Avalon hacia Homestead II tiene una duración de 120 años, y Jim ha salido de la hibernación, sin posibilidad de volver a ella, cuando todavía faltan 90 años para llegar a destino. Está atrapado, solo, en una nave gigantesca llena de comodidades, pero condenado a morir de viejo antes de alcanzar Homestead II. Resignado a su suerte, ocupa su mucho tiempo libre como mejor puede. Pero pasa más de año, y la soledad empieza a volverle loco. Entonces, se encapricha con una joven pasajera en hibernación, una escritora y periodista llamada Aurora Lane (Jennifer Lawrence). Tras no pocas vacilaciones, Jim se deja llevar por una tentadora posibilidad: sacar a Aurora de su hibernación para gozar de su compañía, pero también obligándola así a compartir su patético destino: pasar el resto de sus días dentro de la Avalon, con la conciencia de que no podrán salir jamás de la nave ni vivirán lo suficiente para llegar a ver el nuevo planeta. Jim oculta a Aurora que ha sido él quien la ha sacado prematuramente de su hibernación. Ambos se conocen, intiman y se enamoran. Pero, como era de prever, el secreto de Jim acabará saliendo a la luz.


A lo largo del metraje de Passengers lo bueno y lo malo se da la mano con demasiada facilidad. Hay que reconocer, empero, que el planteamiento del relato está resuelto con solidez. El arranque del film –un montaje de planos generales de efectos visuales, los que visualizan el vuelo de la nave Avalon por el espacio y el impacto de los meteoritos contra sus invisibles escudos de protección–, aunque convencional, está bien dosificado. Las primeras escenas que muestran la cápsula de hibernación de Jim abriéndose, al protagonista recuperando el conocimiento y aclimatándose a la nave, tienen gancho. El interés se incrementa de manera proporcional a partir del momento que Jim es consciente de su dramática situación, en una escena planteada, asimismo, con habilidad: el protagonista asiste a una videoconferencia impartida por el holograma de una azafata, programado para contestar preguntas de los pasajeros; cuando Jim le pregunta dónde está el resto de esos pasajeros, y el holograma sigue dirigiéndose a él como si estuviera hablando con una multitud, ello basta para que protagonista y espectador empiecen a sospechar de lo ocurrido.


Las secuencias que ilustran los esfuerzos de Jim con tal de arreglar su situación –sus intentos para volver a hibernarse, o para atravesar la puerta blindada que da acceso a la estancia donde reposan los miembros de la tripulación de la nave que quizá podrían ayudarle–, y aquellas que muestran de qué manera trata de matar el muchísimo tiempo libre de que dispone –jugando en una cancha de baloncesto, en una pista de baile interactivo, viendo películas en una sala de cine, y sobre todo, bebiendo whisky servido por un barman androide que responde al nombre de Arthur (Michael Sheen)–, están resueltas con buen ritmo. Incluso cuando la situación se va volviendo cada vez más dramática –cf. ese momento en el que un greñudo y desesperado Jim coquetea con la idea del suicidio, tentado de lanzarse a la frialdad del espacio sin traje protector–, el interés no decae, pese al carácter formulario de todas esas escenas. A ello hay que añadir algo, si cabe, más sorprendente todavía: el buen hacer de Chris Pratt, quien demuestra una ductilidad como intérprete que, hasta la fecha, no le habíamos intuido. Nada de lo expuesto hasta ahora resulta apasionante, pero al mismo tiempo nada resulta despreciable: está resuelto con tanta corrección, agilidad e, incluso, cierta habilidad, que no se hace desagradable de ver. Lo cual es tanto una virtud como un defecto. El problema radica en que, a partir del momento en que Jim saca de su hibernación a Aurora, dicho replanteamiento de la situación, y la incorporación a la trama del personaje de la mujer (interpretada, con su habitual eficacia, por Jennifer Lawrence), no enriquecen la trama, ni confieren al relato la deseable densidad. Por el contrario, a partir de este instante, el film apunta en distintas direcciones, todas ellas a priori con posibilidades, pero no acaba de desarrollar ninguna con la suficiente energía.


Está, en primer lugar, una cuestión fundamental: la responsabilidad de Jim, que, con su acto, humano pero injustificable, sabe que ha condenado a Aurora a compartir con él su terrible destino, una vida atrapados en una jaula de oro y sin posibilidad de escapar de ella. De nuevo, lo bueno y lo malo vuelven a ir de la mano. Lo bueno: el momento en que Aurora descubre que su cápsula de hibernación no se averió como la de Jim, sino que fue este quien forzó su apertura, está resuelto ingeniosamente por el guion: secuencias atrás, hemos visto a Jim tomando un whisky en la barra de bar atendida solícitamente por el androide Arthur, y al primero pidiéndole al segundo que no le diga jamás a Aurora que fue él quien la sacó de su hibernación; más adelante, cuando ya han devenido amantes, Jim y Aurora están tomando una copa en la barra de bar de Arthur; inconscientemente, Jim le dice a Arthur que entre él y Aurora no hay secretos; el androide interpreta las palabras de Jim literalmente, y en un momento en que este se ausenta, le explica a Aurora el gran secreto… Lo malo: el dramatismo inherente a este replanteamiento de la situación entre ambos personajes tan solo sirve para dar pie a una serie de secuencias absolutamente convencionales, tan correctamente resueltas como el resto del film, pero que no transmiten el dramatismo que sería de desear: la lógica reacción de dolor y furia de Aurora; el momento en que la muchacha se da cuenta, con terror, de que esa lujosa nave donde viaja se ha convertido, de repente, en su tumba; la escena en la que Aurora irrumpe en el dormitorio de Jim mientras este duerme, empieza a golpearle, loca de rabia, y a punto está de asesinarle…. Y, lo que es peor, tampoco parece verse interés alguno por parte del guionista ni del director por ir más allá y profundizar en el horror inherente al drama que están viviendo los protagonistas.


La mejor prueba de lo afirmado es que, llegados a este punto, y cuando parece que la situación no puede –o no quiere– dar más de sí, la película da un nuevo giro de guion, mediante la inesperada incorporación de un tercer personaje, un miembro de la tripulación del Avalon, Gus Mancuso (Laurence Fishburne), ¡que también acaba de despertarse antes de tiempo en su cápsula de hibernación! Está claro que semejante ardid de guion no pretende sino desviar la atención del turbulento conflicto personal que se ha desatado entre Jim y Aurora a partir de la revelación del secreto del primero. Desvío que se produce mediante la inserción de una nueva trama, la cual deriva el tercio final del film hacia el relato de acción pura y dura: Mancuso, al igual que Jim, se ha despertado antes de tiempo como consecuencia de un fallo en el funcionamiento de la nave; fallo que ha sido provocado por la colisión de meteoritos sobre la nave con la que se ha abierto la película, y que amenaza con ir a peor, destruyendo la nave entera y aniquilando a todas las almas que viajan a bordo. De este modo, se elude, hábilmente, la conflictiva cuestión moral y ética planteada como consecuencia de la conducta de Jim hacia Aurora, y además se le proporciona a la misma una tan forzada como previsible coda moral(ista), en virtud de la cual se le plantea a Jim la posibilidad de redimirse de su conducta, por la vía, primero, de la heroicidad (el protagonista arriesga su vida hasta lo indecible con tal de salvar la nave), y luego, del martirio (Jim “muere”, si bien momentáneamente), todo lo cual es suficiente “castigo” como para que Aurora le perdone y continúe entregándole incondicionalmente su amor.


A pesar de todos sus defectos, que en su conjunto logran que Passengers sea un film blando e insuficiente desde el punto de vista de todas esas posibilidades melodramáticas que tan solo apunta, pero no desarrolla adecuadamente, hay algo en él que lo hace simpático y bastante curioso dentro del panorama actual del cine de ciencia ficción norteamericano. Su planteamiento es sugestivo, y hasta cierto punto tiene ese aire juguetón e imprevisible de determinados guiones de una serie de televisión de obligada referencia, Dimensión desconocida (The Twilight Zone, 1959-1964), sobre todo los libretos de esta última inscritos, como el de Passengers, en el ámbito de la ciencia ficción. De hecho, la película guarda ecos lejanos de episodios de esa espléndida serie televisiva tales como Where Is Everybody? (Robert Stevens, 1959) –la situación inicial de soledad a bordo de la Avalon–, Two (Montgomery Pittman, 1961) y Probe 7, Over and Out (Ted Post, 1963) –ambos girando alrededor de un hombre y una mujer afrontando una desoladora situación límite–, o The Long Morrow (Robert Florey, 1964) –en torno a las paradójicas consecuencias de la hibernación para viajar por el espacio–.


Las secuencias de acción del mencionado tercio final del relato, más allá de su carácter de instrumento destinado a apartar la trama del film de lo que a todas luces es un terreno espinoso, están resueltas con pericia; una de ellas, incluso, es bastante ingeniosa: el momento en que, mientras Jim y Mancuso duermen en sus habitaciones, se desconecta la gravedad artificial de la nave, y Aurora, que está nadando en la piscina tal y como tiene por costumbre, está a punto de perecer ahogada dentro de la gigantesca bola acuática que se forma sobre la piscina a gravedad cero. Y la secuencia final, que no destriparemos, guarda ecos tanto de los gimmicks con los cuales solían cerrarse muchos episodios de Dimensión desconocida como de Naves misteriosas (Silent Running, 1972, Douglas Trumbull), y estos últimos emparentan Passengers con el espíritu melancólico de ese pesimista cine de ciencia ficción norteamericano de los años 70 pre-Star Wars. Su carácter de superproducción es lo que perjudica lo que, en potencia, es un triste cuento romántico con trasfondo de ciencia ficción.   

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