lunes, 31 de octubre de 2016

La mejor lectura para Halloween: “EL IMPERIO DEL MIEDO”, de ANTONIO JOSÉ NAVARRO



Es bien conocido a estas alturas el interés demostrado por Antonio José Navarro en dos materias no excluyentes entre sí: el análisis de los contenidos políticos y socioculturales del cine, y el del cine fantástico como género. Intereses que alcanzan una feliz fusión en este interesantísimo, apasionante y apasionado ensayo: El Imperio del Miedo. El cine de horror norteamericano post 11-S, publicado por la siempre excelente editorial Valdemar en su no menos espléndida colección Intempestivas. El cambio operado por el mundo en general, y por el cine de horror estadounidense en particular, tras los ataques terroristas al World Trade Center de Nueva York y al edificio del Pentágono en Arlington el 11 de septiembre de 2001 –dramática fecha de inicio, qué duda cabe, del presente siglo–, es objeto de un minucioso, exhaustivo y muy documentado análisis que sorprende agradablemente en el contexto actual de los libros de cine publicados en España escritos por autores nacionales, tan poco dados salvo honrosas excepciones –esta es una de ellas– a profundizar en las temáticas que abordan, contentándose con la pincelada superficial y/ o anecdótica, propias de las publicaciones dirigidas al fandom.


Navarro es consciente de que las casas no hay que empezarlas por el tejado, de ahí que sus tesis –y El Imperio del Miedo es un libro “de tesis”, en el mejor sentido de la expresión– se sustentan sobre una serie de argumentos coherentes y bien ensamblados. La obra arranca con una introducción (El día que cambió el mundo, el cine…) y un primer capítulo (La naturaleza del horror. Más allá del cine de género) que nos sitúan adecuadamente en la base de su argumentación, esto es, el impacto a todos los niveles del 11-S dentro de la sociedad norteamericana y, dentro de la misma, en el cine de horror, puntualizando –en la que me parece la primera gran aportación de este libro al estudio de cine fantástico– que no es exactamente lo mismo cine de terror que cine de horror. En sus propias palabras, el terror se describe generalmente como un sentimiento de temor y/ o expectación que precede a una experiencia espantosa, mientras que el horror es el pavor desbocado que, normalmente, aparece después de haber experimentado algo terrorífico; el terror es una forma de expresión artística, una visión, un sentimiento fuertemente subjetivo, una experiencia psicológica; en cambio, el horror es una experiencia fisiológica, vinculada con la repulsión innata que sentimos ante una violencia desmesurada; el horror es una emoción extrema, una obscenidad que rompe las normas más o menos rígidas existentes en cada sociedad sobre el vicio y la virtud e incluye siempre un matiz de placer.


Por ejemplo, “podemos sentir terror mientras recorremos ávidamente con la vista el tenebroso teatro donde las brujas de “The Lords of Salem” [ídem, Rob Zombie, 2012] invocan a Satán, o ante la suntuosidad del extraño palacio neoclásico donde habita el Demonio, acompañados por el “Réquiem” de W.A. Mozart. Pero el horror nos oprime cuando Leatherface (Andrew Bryniarski), en “La matanza de Texas” [The Texas Chainsaw Massacre, 2003, Marcus Nispel], empieza a desmembrar con su sierra mecánica a los jóvenes que tienen la desdicha de cruzarse en su camino”. Concluyendo: “La razón por la cual el actual cine de horror norteamericano es, precisamente, “de horror”, es porque opera en los márgenes de la “cultura”. (…) Desde una óptica filosófica, el cine de horror es el género cinematográfico más subversivo que existe, el más congénitamente crítico hacia los valores de nuestra sociedad liberal-burguesa. (…) El cine de horror, como arte “perverso”, trabaja cultural y hermenéuticamente en los contenidos “fuera de cuadro” que articulan subrepticiamente cada película”.


En el capítulo El horror es real. El 11-S como trauma cultural, Navarro desarrolla las que son, a su entender, las características principales del cine de horror norteamericano post 11-S, donde destaco dos conclusiones fundamentales; la primera, que “uno de los elementos artísticos del cine de horror post 11-S es el retorno a una cierta iconografía siniestra “pura”, sin los excesos del “hipercine” de terror de los noventa”; y que “los cuantiosos films de horror rodados tras el 11-S no tendrían el mismo sombrío significado, la misma fuerza, si no fuera por la intensidad emocional/ poética de su puesta en escena”; tal y como ejemplifican –por citar solo dos de los muchos films analizados en este capítulo– Amanecer de los muertos (Dawn of the Dead, 2004, Zack Snyder) y Silencio desde el mal (Dead Silence, 2007, James Wan).


Se pasa a continuación, en el capítulo Más allá hay monstruos, a analizar las consecuencias del 11-S en temáticas fantásticas, digamos, “clásicas”, como los vampiros –cf. 30 días de oscuridad (30 Days of Night, 2007, David Slade)– o los zombis –cf. La tierra de los muertos vivientes (Land of the Dead, 2005) y El diario de los muertos (Diary of the Dead, 2007), ambas del veterano George A. Romero–; y deteniéndose, en el siguiente (Oscuro bosque oscuro), en el gran papel jugado por el cine de horror post 11-S que transcurre en paisajes boscosos –cf. evidentemente, El bosque (The Village, 2004, M. Night Shyamalan)–.


Este repaso a los temas vertebrales del género en los Estados Unidos en la actualidad se completa con el capítulo dedicado a la temática del Demonio y los exorcistas (Ese olor a azufre… Nuevos demonios y viejos exorcistas), donde se aborda el conocido como Satanic Panic o Satanic Ritual Abuse –esto es, la soterrada identificación, típica del cine de horror post 11-S entre el terrorismo islámico, el extranjero, el Otro, con el Diablo, el Mal absoluto y las posesiones diabólicas– dentro de una amplia filmografía donde destacan la reciente La bruja (The Witch, 2016, Robert Eggers) y la muy significativa e influyente El exorcismo de Emily Rose (The Exorcism of Emily Rose, 2005, Scott Derrickson).


En Diversión vs. condenación: Halloween, se abordan las películas que, después del 11-S, han dotado de resonancias muy particulares a aquellos relatos de horror ambientados en la festividad, típicamente norteamericana, de Halloween (entre ellos, el estupendo Truco o trato. Terror en Halloween, Trick’r Treat, 2007, Michael Dougherty). Y, como su título indica –Back to 70’s. “Remakes” y otras revisiones inquietantes–, luego hallamos un denso capítulo analizando en profundidad las nuevas versiones de clásicos del cine de horror estadounidense de la década de los setenta, tal es el caso del ya citado de La matanza de Texas firmado por Marcus Nispel (así como sus propias secuelas), La última casa a la izquierda (The Last House on the Left, 2009, Dennis Iliadis), la asimismo mencionada Amanecer de los muertos, Carrie (ídem, 2013, Kimberly Peirce), Las colinas tienen ojos (The Hills Have Eyes, 2006, Alexandre Aja), I Spit On Your Grave (Steven R. Monroe, 2010) y Halloween: El origen (Halloween, 2007, Rob Zombie).


Turbadoras presencias en primera persona. El “mockumentary” de horror, representado principal pero no exclusivamente por la franquicia inaugurada por Paranormal Activity (ídem, 2007, Oren Peli) y El último exorcismo (The Last Exorcism, 2010, Daniel Stamm), arroja un análisis exhaustivo sobre el cine de horror de estética documental también conocido como found footage. Mockumentary de horror que “recrea esa realidad “exterior”, y en cierto modo “invisible”, como una nueva forma de pensamiento mágico”. Mi casa, mi infierno. Fantasmas y “home invasions” pone en solfa otra temática recurrente en el cine de horror norteamericano post 11-S, la fragilidad y falsa inviolabilidad del sacrosanto hogar made in USA, bien sea por culpa de la perturbación provocada por fantasmas vengativos –cf. la franquicia inaugurada por Insidious (ídem, 2010, James Wan)–, o por asaltantes gratuitos y violentos –cf. Los extraños (The Strangers, 2008, Bryan Bertino)–.


El capítulo final, El “Torture Porn”. La política de la crueldad, aborda con lucidez y sin prejuicios una de las parcelas más polémicas e incómodas del género en la actualidad, ejemplificada en las franquicias inauguradas por Saw (ídem, 2004, James Wan) y Hostel (ídem, 2005, Eli Roth), y en el cine de, de nuevo, Rob Zombie: el libro concluye, precisamente, con un excelente comentario de su más reciente propuesta: 31 (2016).



El Imperio del Miedo hace gala de muchas cualidades: la claridad de ideas, la lógica de sus argumentos y la extensa documentación no solo cinematográfica, sino también perteneciente a otros campos del saber, que lo refrenda. Pero una de las más atractivas reside en la posibilidad de descubrir a lo largo de sus páginas un importante caudal de películas de estos últimos quince años muy poco o nada conocidas en España, de las cuales se habla, además, con conocimiento de causa, es decir, habiéndolas visto; cada capítulo es, en este sentido, una gozosa revelación de films, muchos de los cuales ni tan siquiera han sido distribuidos entre nosotros en formatos domésticos, y que demuestran que el cine de horror norteamericano post 11-S no es un fenómeno cultural de corto alcance sino, por el contrario, algo notablemente consistente. Un fenómeno donde hallamos al auténtico cine independiente que se hace en estos momentos en los Estados Unidos –y que nada tiene que ver con el falso cine indie que llega a nuestras carteleras impostado bajo el “sello de calidad” de los festivales–, el cual ha convertido el panorama actual del género de horror estadounidense en un turbulento espejo imaginario de los miedos ocultos, y no confesados, de una nación que ha convertido la violencia en una de sus marcas culturales distintivas.

miércoles, 26 de octubre de 2016

Emily de los Dickinson: “HISTORIA DE UNA PASIÓN”, de TERENCE DAVIES



[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Hace tiempo que el británico Terence Davies viene ofreciéndonos algunas de las películas más bellas de estos últimos tiempos –cf. The Deep Blue Sea (ídem, 2011) (1) y, este mismo año, Sunset Song (ídem, 2015) (2)–, pero, sinceramente, creo que ha conseguido lo imposible, superarse a sí mismo, con su más reciente propuesta: esta hermosísima recreación de la poetisa norteamericana Emily Dickinson titulada en España –bastante convencionalmente– Historia de una pasión (A Quiet Passion, 2016). Lejos de tratarse de un biopic al uso, por más que narra la vida de Dickinson siguiendo un planteamiento aparentemente tradicional, Davies, también firmante del guion, lo plantea de una manera harto personal.


Historia de una pasión no evita conferirle cierto carácter de representación a la biografía de Dickinson, de manera que, en virtud de la elección de los encuadres, la iluminación, la dirección de actores y el deliberado tono teatral, antinatural, de los diálogos, la película toma conciencia de su propia e intrínseca condición de “película”, e indirectamente, sugiere de este modo la imposibilidad de que un film, cualquier film, pueda albergar en toda su profundidad la vida de un personaje histórico. De este modo, Historia de una pasión no solo es consciente de su artificio, o si se prefiere, de lo artificioso que es reconstruir la vida de una persona real convirtiéndola en una ficción (cinematográfica en este caso, pero también puede ser literaria o teatral), sino que, además, se vale de esa autoconciencia de sí misma para desarrollar una ficción que, si bien respeta una determinada cronología de hechos reales (los de la vida de Dickinson, desde sus años de juventud y hasta su fallecimiento), en segunda instancia propone una aproximación poética y lírica a aquéllos. Puede parecer una facilidad redundante por mi parte el calificar de “poética” a una película que trata precisamente sobre una poetisa; pero, si recordamos la definición académica de lírica –transmisión de sentimientos, sensaciones o emociones respecto a una persona u objeto de inspiración–, y que la lírica suele expresarse por medio del poema, sea este en verso o en prosa, Historia de una pasión sería entonces un poema, cinematográfico, dedicado a Emily Dickinson.


Historia de una pasión es, a grandes rasgos, la descripción de la relación de Emily con su entorno. No es casual, en este sentido, que el film arranque con una secuencia que transcurre, precisamente, fuera del hogar de los Dickinson. Nos hallamos en una escuela religiosa para señoritas, en la cual la directora va ordenando a sus alumnas que se separen en grupos, según tengan o no la firme convicción de salvar sus almas en base al siguiente criterio: por un lado, las que quieran dedicar sus vidas a profesar la fe cristiana tomando los hábitos; por otro, las que quieren poner en peligro su salvación (y, por ende, su “pureza”) accediendo a contraer matrimonio; y, finalmente, las que quieran ver condenadas sus almas por no querer aceptar ni la santidad de la vocación ni el sacramento del matrimonio. Una única muchacha forma parte de este restringido grupo de pecadoras predispuestas a arder en el Infierno cuando mueran: Emily Dickinson (encarnada de joven por Emma Bell). Una Emily que no solo no acepta ser encasillada en ninguna categoría restrictiva y coactiva de su libertad, sino que además planta cara a la directora, exponiendo sus razonamientos. El sentido que Davies confiere a esta secuencia por medio de la planificación –que alterna, en plano/ contraplano, una serie de planos generales/ planos medios de las alumnas/ la directora y Emily/ la directora elaborados con espléndido sentido de la composición de imagen– no es tanto la presentación del carácter librepensador y avanzado de Emily en comparación con el de la mayoría de mujeres norteamericanas de su época y clase social (que también), como sobre todo dibujar, mediante la severidad de esos encuadres, la rigidez del sistema educativo, y por ende, del mundo donde la protagonista ha nacido.


Resulta paradójico, en este sentido, que tan pronto como, una vez terminados sus estudios en esa escuela, y de vuelva a su hogar, veamos Emily abriendo los brazos en cruz, en un gesto de alegría, y exclamando: “¡El hogar!”. Paradoja que no se va a hacer evidente hasta que no avance la descripción del modo de vida de los Dickinson, en particular del despotismo, rayano en la tiranía, que ejerce su padre, Edward Dickinson (un recuperado Keith Carradine), un respetado abogado que, al principio, hace gala de cierta tolerancia en su comportamiento –cf. no tiene problema alguno en permitir que Emily baje de noche al salón a escribir su poesía, agradeciéndole incluso que su hija tenga primero la consideración de pedirle permiso para hacerlo–, para, a medida que empieza a envejecer, mostrarse cada vez más huraño, colérico e intolerante.


Hay tres momentos extraordinarios en este primer tercio del film que expresan perfectamente aquel carácter de representación al que me refería líneas arriba. El primero es la escena, resuelta sobre la base de un movimiento de 360º de la cámara, la cual recorre el salón de los Dickinson, de noche, alumbrado a la tenue luz de las velas; la cámara va mostrando a Emily y a su familia –su padre; su madre, Emily Norcross (Joanna Bacon); sus todavía jóvenes hermanos Vinnie (Rose Williams) y Austin (Benjamin Wainwright)–, recogidos todos dentro de ese movimiento circular, cerrado en sí mismo, que sugiere magníficamente la cerrazón y el aislamiento del hogar de los Dickinson, del mundo de Emily, por mucho que ella lo ame porque lo comparte con quienes son para ella sus seres más queridos, los miembros de su familia.


El segundo momento al que me refiero tiene lugar durante un recital de canto al que asisten los Dickinson: Davies planifica esta asimismo corta secuencia abriéndola con un plano general fijo de la cantante sobre el escenario, acompañada por un pianista; de pronto, la quietud del plano se rompe cuando la cámara se alza lentamente en grúa hacia la derecha del encuadre, deteniéndose en un par de palcos donde están sentados los Dickinson; resulta perceptible, a simple vista, que toda la familia está disfrutando con la actuación de la cantante excepto el padre, quien comenta que le parece “indecoroso” que una mujer se exhiba sobre el escenario de esa forma, y a continuación también critica la música que la cantante está interpretando; Emily, divertida ante el comentario de su progenitor, le replica con suavidad…; tras este paréntesis, esta acotación sobre la psicología de los personajes, la cámara regresa hacia el escenario, si bien Davies corta el plano antes de que vuelva a la posición inicial, sugiriendo de este modo que lo relevante no es ni la cantante ni la música, sino la valoración puritana, en el borde mismo de lo reaccionario, que acaba de formular el padre de Emily.


El tercer gran momento de este primer tercio del film es el que expresa brillantemente el tránsito de la juventud a la madurez en el caso de Emily y sus hermanos Vinnie y Austin (ahora con los rasgos de Cynthia Nixon, Jennifer Ehle y Duncan Duff, respectivamente), y de la madurez a la vejez en el de los patriarcas, que Davies resuelve con otra virtuosa secuencia: una supuesta sesión fotográfica de los Dickinson, compuesta de una serie de planos que, desde el punto de vista de la cámara del fotógrafo que les retrata, se van acercando en lento travelling frontal a cada uno de los miembros de la familia que están posando para el objetivo del fotógrafo, a medida que envejecen paulatinamente ante nuestros ojos mediante un discreto efecto de morphing.


A pesar de estar hablándonos de Emily Dickinson, la-gran-poetisa-norteamericana, Davies se centra, sobre todo, en Emily, la de los Dickinson: el retrato de la mujer, del ser humano llamado Emily con sus virtudes y sus imperfecciones, se impone sobre el retrato de Emily Dickinson, la artista. Eso no significa, por descontado, que la película minimice la labor poética de Dickinson; por el contrario, la poesía se halla presente a lo largo de todo el metraje, si bien su presencia es sobre todo implícita, a pesar de haber numerosas escenas –o, más que escenas, planos de corta duración insertados entre escenas más largas o secuencias más desarrolladas–, en las cuales vemos a Emily escribiendo sus amados versos. Podríamos afirmar, sin temor a equivocarnos, que Historia de una pasión es, cinematográficamente hablando, una especie de equivalente fílmico de lo que en literatura se denomina poesía en prosa o prosa poética; algo definido, pero a la vez indefinible; concreto, pero a la vez abstracto; sencillo y al mismo tiempo sumamente complejo. Esa sensación la desprende Davies, como digo, en virtud de una minuciosa puesta en escena en apariencia muy sencilla, pero en realidad extraordinariamente elaborada, en la que la introducción de cada nuevo personaje, el planteamiento de cada nueva situación, no hace más que reforzar, por contraste, el perfil psicológico de la protagonista y del resto de personajes de su entorno.


La película ofrece cuantiosos ejemplos al respecto. Véase, sin ir más lejos, la ternura y, sobre todo, la complicidad de la relación de Emily con su hermana Vinnie: una amistad, un afecto, que está por encima del simple vínculo de sangre, y que contrasta, sin ir más lejos, con la relación de la protagonista con su hermano Austin, menos sensible que sus hermanas y más condicionado por su autoritario padre, en particular en todo lo que tiene que ver con el papel de “hombre” que la sociedad de su época le tiene reservado: Austin contrae matrimonio con Susan Gilbert (Jodhi May), una muchacha sencilla a la que Emily y Vinnie acogen con cariño, dada su bondad, y a la que Emily, en cierto sentido, toma bajo su protección, sobre todo a partir del momento que se descubre la reiterada infidelidad de Austin con la señorita Mabel Loomis Todd (Noémie Schellens). Pero Austin no es un personaje de una pieza, sino alguien también, como Emily, víctima de las circunstancias: incluso siendo ya un hombre casado y padre de familia, se ve obligado a seguir obedeciendo a su padre, quien le exige que no vaya a la recién declarada guerra civil –el padre pagará la tasa de 500 dólares de la época para que su hijo no tenga que alistarse–, sin importarle ni su opinión ni que los demás piensen de él que es un cobarde. Del mismo modo, la fiel Vinnie no dudará en plantar cara a Emily, reprochándole sus defectos, echándole en cara sus errores, cuando considera que, a pesar de su enorme inteligencia y exquisita sensibilidad, se ha equivocado.


Como en anteriores películas de Davies –La casa de la alegría (The House of Mirth, 2000), The Deep Blue Sea, Sunset Song–, el matrimonio y la sexualidad (y su insatisfacción) vuelven a estar presentes. Emily, eternamente soltera, afirma que se siente casada con su familia; en otras ocasiones, explica que ve muy difícil encontrar a un marido que la deje ser, sentir, comportarse y vivir como ella quiere (pues sabe que lo más probable es que un esposo no sea sino una variante de su propio padre). Eso explica la simpatía que le inspira su cuñada Susan (en tanto es algo que ella no es: una mujer casada, o mejor dicho, una mujer con un hombre que, en teoría, la ama), e indirectamente, la atracción, imposible de ser correspondida, que siente hacia el reverendo Wadsworth (Eric Loren), un alma sensible que sabe apreciar el inmenso valor de sus versos y que, como ella, está atrapado en una convención social –su matrimonio con su puritana y antipática esposa (Simone Milsdochter)– que le impide que su mutuo afecto, su comunión de ideas y de almas, pueda ir más allá de una mera amistad formal. Esa misma impotencia afectiva, esa represión erótica, se encuentra en la base de la amistad y la admiración que Emily siente hacia Vryling Buffam (Catherine Bailey), una joven inteligente, aguda y deslenguada que es todo aquello que Emily no se atreve o no se decide a ser. Es significativo que, en la escena de la boda de Vryling, Emily llore, y no de alegría, sino consciente de que, en cierto sentido, el alma de su amiga va a “morir”, simbólicamente, bajo el peso de una institución, el matrimonio, que supone la muerte en vida para mujeres como Emily, Vinnie y Vryling, acostumbradas a pensar por su cuenta. Ese mismo trasfondo de insatisfacción sexual se encuentra en todo lo relativo al Sr. Emmons (Stefan Menaul), el joven admirador y, en el fondo, pretendiente de Emily al cual esta le obliga a conversar con ella a distancia, él al pie de la escalera que conduce a la planta superior de la casa de los Dickinson donde Emily tiene su dormitorio: Emily, firme en sus convicciones, no quiere ver a Emmons ni a hombre alguno porque es consciente de que el hombre ideal por el que ella suspira, sencillamente, no existe, pero, consciente de su debilidad (de su reprimido apetito sexual), no quiere que un contacto visual le haga debilitarse y cometer un error.


Historia de una pasión es, entre otras muchas cosas, una crónica melancólica sobre el desamor. La madre de Emily, explica, prefiere mantenerse en silencio y no intervenir en las conversaciones, porque teme que “mi opinión pueda ser interpretada como un prejuicio”; huelga añadir de dónde han heredado Emily y Vinnie su inteligencia y su sensibilidad. Más aún: la madre viste siempre de negro, como si fuera viuda, por más que su marido fallece antes que ella y a una edad avanzada; pero, en un sentido simbólico, la madre siempre ha sido “viuda”: su marido nunca ha sido el marido que ella hubiese deseado. No es casual que no veamos a la madre vestida de otro color que no sea negro, en este caso un camisón blanco, sino en el momento de su agonía y muerte, amorosamente atendida hasta el final por sus hijas. Estrechamente vinculado con lo que acabamos de mencionar, la descripción que lleva a cabo el film de la dolencia –la enfermedad de Bright– que acabaría llevando a Emily Dickinson a la tumba con tan solo 55 años está íntimamente relacionada con esa insatisfacción a la que no venimos refiriendo: el cuerpo de Emily enferma, degenera y muere porque –se sugiere– es un cuerpo con un déficit de amor físico, la carcasa de un alma viva, pero que al mismo tiempo está atrapada dentro de una carne que agoniza sin haber sido amada. Este año, la cartelera de nuestro país se está mostrando pródiga en la exhibición de obras maestras del cine moderno –como siempre, hablo solo por mí: El cuento de la princesa Kaguya (Kaguyahime no monogatari, 2013, Isao Takahata), Tres recuerdos de mi juventud (Trois souvenirs de ma jeunesse, 2015, Arnaud Desplechin), Mi amigo el gigante (The BFG, 2016, Steven Spielberg), Kubo y las dos cuerdas mágicas (Kubo and the Two Strings, 2016, Travis Knight), Elle (ídem, 2016, Paul Verhoeven) y, naturalmente, Sunset Song–, a las cuales se une esta inconmensurable Historia de una pasión.


lunes, 24 de octubre de 2016

“IMÁGENES DE ACTUALIDAD” de NOVIEMBRE 2016, a la venta



El número 373 de Imágenes de Actualidad dedica su portada al estreno más espectacular previsto para este mes de noviembre: Animales fantásticos y dónde encontrarlos (Fantastic Beasts and Where to Find Them, 2016), de David Yates, reportaje que se complementa con el artículo Glosario “potteriano” urgente.


La portada también destaca los otros tres estrenos más vistosos previstos para el mismo mes: Jack Reacher: Nunca vuelvas atrás (Jack Reacher: Never Go Back, 2016), de Edward Zwick; Sully (ídem, 2016), de Clint Eastwood; y La llegada (The Arrival, 2016), de Dennis Villeneuve, que se complementa con una entrevista con su protagonista, Amy Adams. También aparecen destacados los avances que, dentro de la sección Primeras Fotos, se ofrecen de Power Rangers (Dean Israelite, 2017) y Ghost in the Shell (Rupert Sanders, 2017), sección que además incluye los de La Torre Oscura (The Dark Tower, 2017, Nikolaj Arcel) y Cincuenta sombras más oscuras (Fifty Shades Darker, 2017, James Foley). Así como, dentro de la sección Series TV, los reportajes dedicados a The Crown y a la nueva temporada de Las chicas Gilmore (que se complementa con una entrevista con uno de sus intérpretes secundarios, Scott Patterson), y a 7 años (2016), de Roger Gual, la primera película española producida y disponible en Netflix (cuyo reportaje se complementa a su vez con una entrevista con dos de sus principales intérpretes, Paco León y Juana Acosta).


El número se completa con los reportajes dedicados a: El extraño (Goksung, 2016), de Na hong-jin; Marea negra (Deepwater Horizon, 2016), de Peter Berg; Infiltrado (The Infiltrator, 2016), de Brad Furman (que, justo después del cierre, se ha confirmado el aplazamiento de su estreno hasta el próximo 16 de diciembre); The Neon Demon (ídem, 2016), de Nicolas Winding Refn; Después de la tormenta (Umi yori mo nada fukaku, 2016), de Hirokazu Koreeda; Un traidor como los nuestros (Our Kind of Traitor, 2015), de Susanna White; Dead Slow Ahead (2015), de Mauro Herce; Blair Witch (ídem, 2016), de Adam Wingard; Comanchería (Hell or High Water, 2016), de David Mackenzie; y Amor y amistad (Love & Frienship, 2016), de Whit Stillman. A todo ello se añade el resto de secciones: Además…, con otros estrenos del mes; Noticias; Ranking, de Gabriel Lerman; Stars; Hollywood Babilonia y Hollywood Boulevard, de Nacho González Asturias; Él dice, ella dice; ¿Sabías que…?, del profesor Moriarty; Se rueda, de Boquerini; Diccionario Fantástico, del Dr. Cyclops; Libros, de Antonio José Navarro; y BSO y DVD & Blu-ray, de Miguel Fernando Ruiz de Villalobos.


El inminente estreno de Jack Reacher: Nunca vuelvas atrás me ha llevado a elegir como Cult Movie de este mes la película que, precisamente, convirtió a Tom Cruise en una estrella, y de la cual este mismo año se cumple el 30 aniversario de su estreno: Top Gun (Ídolos del aire) (Top Gun, 1986), de Tony Scott: “Es inútil intentar entrar en una película como “Top Gun” desde el punto de vista de su argumento, pues no resiste análisis alguno: el film no es –y probablemente tampoco pretendía ser– sino un batiburrillo de tópicos sobre el honor, la amistad, el amor, la lealtad y el patriotismo “made in USA”, todo ello relatado a través de la evolución personal del personaje de Maverick, un piloto bravucón, arrogante y vanidoso, firmemente convencido de su pericia para el vuelo, que acaba aprendiendo el valor del trabajo en equipo aun a costa de perder, por culpa de su temeridad, a su mejor amigo, Goose; planteamiento, por cierto, no muy lejos de otro famoso artefacto reaccionario “made in Hollywood” de esa época, “Oficial y caballero” (Taylor Hackford, 1982), que comparte con “Top Gun” que parte de su éxito se aposentó en el tirón popular de una canción, «Up Where We Belong» en el caso de la primera, «Take My Breath Away» en el de la segunda, ambas premiadas con el Oscar”.


Completo mi contribución a este número con tres críticas: la de la meramente entretenida Inferno (ídem, 2016), de un rutinario Ron Howard...


…el estupendo film de animación de Nicholas Stoller y Doug Sweetland Cigüeñas (Storks, 2016)…


…y, completando este mes tan “animado”, la de la no menos divertida (pero de muy diferente tono) La fiesta de las salchichas (Sausage Party, 2016), de Conrad Vernon y Greg Tiernan.   

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sábado, 22 de octubre de 2016

“LOS SIETE MAGNÍFICOS” + “TARDE PARA LA IRA” + “UN MONSTRUO VIENE A VERME”

[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTOS FILMS.]

Por un puñado de dólares: Los siete magníficos (The Magnificent Seven, 2016), de Antoine Fuqua. Es evidente que esta nueva versión de Los siete magníficos no solo pretende evocar el estupendo western homónimo dirigido por John Sturges en 1960, hasta el punto de que sus personajes protagonistas son, poco más o menos, variantes de los perfiles originales: el cazador de recompensas Chisolm (Denzel Washington), el líder de “los siete”, vendría a ser una reinvención de Yul Brynner; el tahúr Josh Faraday (Chris Pratt), de Steve McQueen; Goodnight Robicheaux (Ethan Hawke), el infalible francotirador al que, tras años y años experimentando una vida de violencia, primero como soldado y luego como matón a sueldo, le tiemblan las manos cada vez que empuña su fusil, equivaldría a Robert Vaughn; el rudo trampero Jack Horne (Vincent D’Onofrio) vendría a ser Brad Dexter; y el oriental que acompaña a Robicheaux y se hace llamar Billy Rocks (Byung-hun Lee) sería un equivalente de James Coburn, más que nada por su pericia con los cuchillos, si bien es cierto que la presencia de la estrella surcoreana puede entenderse, también, como un guiño indirecto a la fuente oriental de las dos versiones de Los siete magníficos, esto es, la maravillosa Los siete samuráis (Shichinin no samurai, 1954), del japonés Akira Kurosawa. Por el resto, difícilmente pueden hallarse equivalencias entre los otros dos componentes de “los siete”, el pistolero mexicano Vasquez (Manuel García-Rulfo) y el guerrero piel roja Red Harvest (Martin Sensmeier), y los otros dos intérpretes de la película de Sturges que todavía no hemos mencionado, Horst Buchholz y Charles Bronson, a no ser que veamos una relación –muy cogida por los pelos, lo reconozco– entre el hecho de que el personaje de Buchholz también era de nacionalidad mexicana, y Bronson interpretó a pieles rojas en numerosas ocasiones. Pero, más allá de estas y otras posibles concomitancias, me llama particularmente la atención que en esta nueva versión de Los siete magníficos pueda verse otra referencia, sutil, a otro clásico del cine de samuráis nipón: Jûsan-ni no shikaku (1963), de Eiichi Kudô, conocido en Occidente en estos últimos años gracias al excelente remake firmado por Tahaski Miike, 13 asesinos (Jûsan-ni no shikaku, 2010). Lo digo porque hay, al menos, una importante coincidencia argumental: “los siete” preparan la defensa del pueblo amenazado por el terrateniente Bartholomew Bogue –un Peter Sarsgaard, sorprendentemente, menos convincente que de costumbre, y para nada un equivalente del gran Eli Wallach del film de 1960–, convirtiendo la localidad en una especie de trampa-ratonera para los hombres de Bogue (tal y como ya ocurría, asimismo, en Los siete samuráis); pero, como en las películas de Kudô y Miike, el terrateniente se presenta con un auténtico ejército, muy superior a lo que “los siete” habían previsto, y para más inri, armados con una potente ametralladora… Puede verse así, del mismo modo que puede entenderse como una concesión a la espectacularidad del tipo de cine hollywoodiense de hoy en día: estos “siete magníficos”, no lo olvidemos, son del año 2016, no de 1960; esperar otra cosa sería, es, una ingenuidad. Pero, dejando aparte esto, y alguna que otra convención de guion –cf. es evidente, a poco que se haya visto algo de cine made in USA, que Robicheaux, quien la noche antes del ataque del ejército de Bogue abandona el pueblo, convencido no sin razón de que lo que se va a vivir al día siguiente será una masacre de inocentes, al final reaparecerá para luchar, codo con codo y hasta la muerte, al lado de sus compañeros–, como digo, esta nueva versión de Los siete magníficos resulta sumamente agradable de ver: está hecha con convicción, y se nota. Los actores, por lo general, están bien; la variedad racial de estos nuevos “siete magníficos” logra no tanto modernizarla al gusto “políticamente correcto” de la actualidad como, sobre todo, conferirle una segunda lectura inesperadamente densa, sobre todo si tenemos en cuenta, como ya hemos apuntado, que en esta ocasión el villano no es el forajido mexicano de Sturges, y el relato tampoco transcurre ahora en México, sino en unos Estados Unidos donde un norteamericano adinerado, Bogue, explota y asesina a sus semejantes de su misma identidad por el mero de ser rico, y ellos, pobres; esto, unido a esa variedad racial antes mencionada, confiere a estos nuevos “siete magníficos” un carácter metafórico nada despreciable. A ello hay que sumar, como siempre, la pericia de Antoine Fuqua para las escenas de acción, todas muy bien resueltas, dando por resultado un film sensiblemente superior a lo que cabía esperar de él.  

Sed de venganza: Tarde para la ira (2016), de Raúl Arévalo. Curro (Luis Callejo) sale de la cárcel, a donde fue a parar durante siete años por no haber querido pactar una reducción de condena a cambio de denunciar a los compañeros junto con los cuales participó como chófer en un atraco. Fuera de prisión no solo le espera Ana (Ruth Díaz), su novia, que durante todos estos años no ha faltado a ningún vis-à-vis con él: también lo hace José (Antonio de la Torre), un hombre poco hablador, taciturno, aparentemente introvertido, pero con un propósito claro. Curro no tardará en conocerle: José se le acerca, y le explica que la mujer que murió en ese atraco perpetrado hace siete años era su prometida, y que el hombre mayor que, como consecuencia de una paliza propinada por los atracadores, quedó en estado de coma, su padre. Curro se ve forzado a ayudar a José para que encuentre a los hombres que participaron en ese atraco y que siguen impunes, a fin de que pueda vengarse de ellos… Tarde para la ira, ópera prima como realizador del actor Raúl Arévalo, tiene cualidades que la hacen digna de estima. La primera de ellas, el interesante giro tonal del primer tercio del relato: la manera como una situación que, al principio, parece dominada por Curro, aparentemente el más fuerte y duro de los personajes, de pronto cambia, y es el silencioso José el que, por así decirlo, pasa a tomar la voz cantante, logrando que, con su aspereza y su determinación, su sed de venganza, Curro pase a parecer, a su lado, débil, desvalido. El film juega hábilmente al contraste existente entre los dos protagonistas masculinos para hacer avanzar una intriga repleta de paradojas. Al principio, mientras Curro todavía no ha salido de la cárcel, vemos cómo José y Ana devienen amantes de una noche; resulta lógico pensar que la mujer empieza a estar harta de su difícil relación personal con Curro, y del sexo limitado a sus encuentros semanales en el vis-à-vis, y que en consecuencia vea en José la posibilidad de dar un giro a su existencia; pero luego descubriremos que ha sido José quien se ha acercado a Ana con vistas a estar cerca de Curro, tenerle controlado y, luego, utilizarle para sus intenciones. Llama la atención, asimismo, que los dos primeros asesinatos de los excompañeros de atraco de Curro que comete José sean explícitos, prolongados, muy violentos: al primero, le apuñala repetidas veces con un destornillador; al segundo, lo acribilla a tiros en un granero. En cambio, el tercero y último está resuelto fuera de campo: solo oímos el sonido del disparo: para José, esta última muerte tiene algo de trámite, de formulario, de punto final, y, en consecuencia, Arévalo la filma, asimismo, con frialdad, a distancia. Tarde para la ira es un buen film, bien sostenido sobre la encomiable labor de los intérpretes, si bien peca en su contra su recurso a un estilo de feísmo visual, que, naturalmente, quiere ser (y es) coherente con el tono sombrío, sucio y deprimente de los personajes y su humilde extracción social, pero que a estas alturas resulta ya demasiado estereotipado. Me refiero a ese tipo de planificación cámara en mano y con abundancia de primeros planos, donde no falta el tropo más saqueado de estos últimos tiempos: la cámara siguiendo a los personajes como si estuviese, casi, pegada a sus espaldas; como dice el amigo Diego Salgado, ese “cine de cogotes” que, a base de reiteraciones, ha devenido una fórmula convencional. Tampoco falta el homenaje, o guiño, al film noir estadounidense: véase el plano-secuencia del principio, con la cámara colocada dentro del coche conducido por Curro durante el atraco, a lo El demonio de las armas (Gun Crazy, 1950, Joseph H. Lewis).

Mamá se muere: Un monstruo viene a verme (A Monster Calls, 2016), de J.A. Bayona. Al contrario del que suele ser el parecer general, y como ya he dicho en numerosas ocasiones, particularmente no veo problema alguno en el hecho de que una película sea, dicen, “sentimental”, o que sea, siguen diciendo, de las que pretenden “hacer llorar”. ¡Ojalá hubiese más cine sentimental que nos hiciese llorar! Sin salirnos del ámbito del cine, del mismo modo que aceptamos (o, si pretendemos ser ecuánimes, deberíamos aceptar) que se hagan películas sórdidas, sanguinarias y crueles hasta decir basta, pues para eso existe algo llamado libertad de expresión –cf. sin alejarnos de este blog: Al interior (À l’intérieur, 2007), de Julien Maury y Alexandre Bustillo (1)–, igualmente tenemos que ser permisivos con films enfocados hacia lo sentimental. Evidentemente, ni un tipo ni otro de cine, o, mejor dicho, de tonalidad cinematográfica (el cine es, o suele ser, cuestión de tono), son válidos per se, sino en función de cómo están resueltos: del interés de la mirada que el realizador ha sabido imprimir en ellos. Toda esta digresión viene a cuento a raíz del cine de J.A. Bayona en general, y de Un monstruo viene a verme en particular, sobre todo ante la fama cosechada tanto gracias a esta última película como a sus dos anteriores largometrajes, El orfanato (2007) y Lo imposible (The Impossible, 2012), de cineasta dotado para “lo sentimental” y para hacer films que “hacen llorar”. Lo dicho: ¡ojalá fuera así! A falta de conocer por mí mismo la novela de Patrick Ness en la que se inspira, adaptada al cine por su mismo autor –y que, a la vista de lo que es la película, pocas ganas tengo de leer–, Un monstruo viene a verme me parece tan poco (o nada) conmovedora como ya me lo parecieron en su momento El orfanato y Lo imposible (2). Y eso que, en teoría, hay material dramático para conmoverse, o, dicho de otro modo, material dramático teóricamente conmovedor: el pequeño Conor (Lewis MacDougall) es en el fondo consciente de que su joven madre (Felicity Jones), enferma de cáncer, se muere, por más que él se niega a aceptar esa cruel realidad; además, tiene que vivir ese drama, esa tragedia inminente, soportando a sus compañeros de clase, que le maltratan, a su abuela materna (Sigourney Weaver), a la que no soporta, y la ausencia del padre (Toby Kebbell), separado de la madre desde hace tiempo. Ni que decir tiene que el monstruo (voz y gestos de Liam Neeson) que Conor “convoca” no es sino una expresión de sus miedos, de su ira, de su desesperación ante el hecho, irrefutable, de que su madre va a morir. Bayona subraya en todo momento, desde el principio mismo del relato, que ese monstruo no es real: que es el fruto de los pensamientos atormentados, de la imaginación desbordada, de un Conor que ha heredado de su madre, pintora, el gusto por el dibujo, por el arte, por la imaginación. Dicho planteamiento, en principio correcto, no va más allá de su enunciado: una vez planteada la situación dramática básica (la enfermedad de la madre), y la consecuencia directa de la misma (la “invocación” del monstruo), el relato, literalmente, no avanza, contentándose con ser una variación continua de la situación inicial: el monstruo le dice a Conor que le va a contar tres historias, una por cada vez que vaya a visitarle, y que, al final, será el propio Conor quien le contará a él una cuarta historia, sobre sí mismo; justo al empezar el film, hemos presenciado una aparatosa pesadilla recurrente de Conor, en la cual el cementerio cercano a su vivienda, el mismo donde está plantado el tejo que por las noches se convierte en el monstruo, se hunde, arrastrando consigo a la madre del niño, a la cual este intenta, infructuosamente, salvar. Este planteamiento provoca sonrojo, de tan obvio: la pesadilla de Conor es una (evidente) expresión de su miedo a ver morir a su progenitora, y por descontado, la cuarta historia, la que acabará contándole al monstruo, no será sino una confesión sobre su lado oscuro, su muy humano egoísmo: que, en el fondo, desea que todo acabe de una vez, que su madre muera, para que él y todos los de su entorno también puedan, por fin, descansar… Pero nada de todo eso está mostrado con la suficiente fuerza –más allá, como siempre, del buen gusto, más artesanal que creativo, de Bayona a la hora de elegir y filmar los encuadres, o de realzar los excelentes efectos visuales–, y en contra de lo que sería deseable, termina por aburrir. No ayuda la inserción de las largas, interminables y no muy logradas secuencias de animación mediante las cuales se visualizan los moralizantes cuentos “con doble sentido” que el monstruo le relata a Conor, y que parecen más bien un recurso destinado a abaratar costes de producción; o, en particular, el tono supuestamente “delicado”, en realidad esquivo y timorato, con el que se muestran las escenas del acoso escolar, las cuales se supone, también, que deberían conmover, y con franqueza, no lo hacen en absoluto.  

(2) http://elcineseguntfv.blogspot.com.es/2012/10/desastres-lo-imposible-de-ja-bayona.html