lunes, 25 de julio de 2016

Cuestión de dignidad: “LEGÍTIMA DEFENSA”, de FRANCIS FORD COPPOLA



[NOTA PREVIA: Aunque doy por sentado que el argumento de esta película es sobradamente conocido, advierto que en el presente texto se revelan importantes detalles sobre su trama.] A la hora de hacer frente al visionado de Legítima defensa (John Grisham’s The Rainmaker, 1997), también conocida como Legítima defensa, de John Grisham (sic), resulta necesario salvar un par de escollos, para mí, importantes. El primero es el hecho de que se trata de una película basada en una novela del mencionado Grisham, nefasto escritorzuelo de quien tuve la mala suerte de tragarme uno de sus populares libros, el mismo que dio pie a su popularidad y a la primera adaptación al cine de sus novelas –La tapadera (The Firm, 1993, Sydney Pollack)–, cuyo éxito se prolongó en nuevas adaptaciones a lo largo de los diez siguientes años –El informe pelícano (The Pelican Brief, 1993, Alan J. Pakula), El cliente (The Client, 1994, Joel Schumacher), Tiempo de matar (A Time to Kill, 1996, Schumacher), Cámara sellada (The Chamber, 1996, James Foley), El jurado (The Runaway Jury, 2003, Gary Fleder)–, todas ellas mediocres. No he vuelto a acercarme a su obra literaria (de alguna manera hay que llamarla), ni he sentido la menor curiosidad de hacerlo. El segundo grave inconveniente que presenta Legítima defensa reside en el hecho de contar con Matt Damon en el papel protagonista; mala elección, habida cuenta de que siempre me ha parecido un actor pésimo, pero a pesar de ello cuenta con “mejor fama” que su amigo Ben Affleck, no menos infausto pero que, por razones que se me escapan, goza de peor credibilidad como intérprete que su compañero coprotagonista y coguionista de El indomable Will Hunting. Si me apuran, dentro de lo malo Affleck habría resultado si no más convincente, al menos sí más adecuado como joven e inexperto licenciado en derecho que Damon con su aspecto de dependiente de hamburguesería, por más que, asombrosamente (y, con toda probabilidad, como consecuencia de su papel en la mencionada película de Gus Van Sant), hace años que está encasillado en roles de personaje inteligente, culto y calculador.


Por suerte para nosotros, Legítima defensa fue dirigida por Francis Ford Coppola, y lo cierto es que, sobre todo a la vista de los resultados de los films basados en libros del mismo novelista firmados por Pollack, Pakula, Schumacher, Foley y Fleder, se nota (positivamente) la diferencia. Pese a todo, y siendo justos con Grisham dado que no he leído su novela, siempre nos quedará la duda sobre cuáles y cuántos de los aciertos del guión de la película, escrito por el propio Coppola con la colaboración de su viejo colega Michael Herr (quien, como ya hiciera en Apocalypse Now, se encargó de escribir la, aquí también, inteligente y muy bien dosificada narración en off que puntea diversos momentos del relato), son atribuibles al escritor o al guionista y realizador. Lo digo porque, si bien es verdad que la experiencia personal y conocimiento directo del mundo de la abogacía por parte de Grisham están fuera de toda duda, lo mismo puede decirse de Coppola, quien sufrió en sus propias carnes todo el peso de la ley y los rigores de un procedimiento judicial (o varios) cuando tuvo que hacer frente a la bancarrota de su productora American Zoetrope como consecuencia del fracaso comercial de la costosa Corazonada. A falta, como digo, de saber a quién atribuir exactamente qué, viendo Legítima defensa se tiene la sensación de que ambos saben muy bien de qué hablan. A lo cual añado ciertas informaciones, que circularon en el momento del estreno de esta película, según las cuales Grisham estableció por contrato que su nombre debía figurar en el título a fin de que quedara clara su autoría sobre el mismo en detrimento de la de Coppola (su título original en inglés es, recordemos, John Grisham’s The Rainmaker), si bien, si no queremos ser maliciosos, podemos entender que esa exigencia del novelista quizá se fundamentaba en un intento de evitar la confusión con el título de la (al menos, en los Estados Unidos) famosa obra de teatro de N. Richard Nash The Rainmaker, base de la película homónima dirigida en 1956 por Joseph Anthony, con Burt Lancaster y Katharine Hepburn en los papeles protagonistas, y estrenada en España como El farsante.


Sea como fuere, Legítima defensa es una nueva y palpable demostración de que una película, cualquier película, vale lo que su puesta en escena. De este modo, y por ceñirnos a lo que durante un tiempo vino en llamarse el “esquema Grisham”, Coppola va más allá de lo logrado en su momento por Pollack, Pakula, Schumacher, Foley, Fleder o el Robert Altman de la fallida Conflicto de intereses (The Gingerbread Man, 1998), a partir en este caso no de un libro del escritor sino de un guión original suyo, mediante un soberbio trabajo con la composición del plano y la dirección de actores, de manera que –como apuntara en cierta ocasión José María Latorre– el resultado hace gala de una intensidad muy por encima de lo previsible. Vuelvo a insistir en que, a falta de conocer por mí mismo la novela original de Grisham, Coppola reconvierte lo que al principio parece planteado como una disertación en torno a las peripecias de un joven abogado recién licenciado –Rudy Baylor (Matt Damon)–, enfrentándose de buenas a primeras con el-mayor-caso-judicial-de-su-vida –lo cual no difiere demasiado del planteamiento de La tapadera, libro y película, ni en lo que se refiere (en estos casos, me refiero solo a los films) a la periodista protagonista de El informe pelícano, los letrados de El cliente, Tiempo de matar y Cámara sellada, o los miembros del jurado de El jurado–, transformándolo finalmente en una bella digresión sobre la dignidad.  


Puede que sea mérito de Grisham, pero lo que plantea Legítima defensa, versión Coppola, es una atractiva panorámica sobre una serie de personajes que luchan por conservar su dignidad. No solo Rudy Baylor, ese joven letrado novato que trata de hacerse su lugar en el sol dentro del mundo de “tiburones” de la abogacía –como los pequeños escualos que nadan en la pecera que adorna el despacho del abogado que inicialmente le contrata, Bruiser Stone (Mickey Rourke)–, sino también la dignidad de los personajes de su entorno: la del joven Donny Ray Black (Johnny Whitworth), enfermo terminal de leucemia cuyos padres, Dot (Mary Kay Place) y Buddy (Red West), luchan con denuedo contra la aseguradora que se negó a cubrir el tratamiento médico que podría haberle salvado la vida; la de Deck Shifflet (una gran creación de Danny DeVito), antiguo ayudante de Bruiser Stone, compañero de fatigas de Rudy y un abogado excepcional…, que no puede ejercer porque nunca consigue aprobar el examen final para colegiarse; Kelly Riker (Claire Danes), la joven maltratada brutalmente por su marido de la que Rudy se enamora, tomándola bajo su protección; Jackie Lemancyzk (Virginia Madsen), la antigua empleada de la aseguradora que intenta ayudar a la causa de Rudy con su testimonio ante el tribunal; incluso el despiadado abogado de la aseguradora Leo F. Drummond (Jon Voight), a quien Rudy llega a preguntarle: “¿cuándo fue la primera vez que se traicionó a sí mismo?”; o como luego recalca la reflexión en off del protagonista, cuándo fue la primera vez que Drummond empezó a cruzar la línea que separa lo honesto de lo deshonesto, la ética del juego sucio, hasta perder su dignidad no ya como abogado sino como ser humano, a cambio de vender su alma al diablo por muchos miles de dólares.


Esta reflexión, lejos de ser apacible, está llena de ambigüedades. Ni siquiera el ingenuo e idealista Rudy puede sustraerse a la práctica de ese “juego sucio” a lo Drummond en su tenaz batalla judicial contra la aseguradora, aceptando algunos de los “trucos” que le propone el astuto Shifflet. Resulta ilustrativa la resolución de los alegatos finales de los abogados: Rudy convierte el suyo en una llamada directamente al corazón y los “buenos sentimientos” de los miembros del jurado, y lo hace mediante el uso de una filmación de Donny Ray hablando hacia la cámara y tomada poco antes del fallecimiento del muchacho. Muy inteligentemente, Coppola esquiva así las (teóricas) acusaciones de sentimentalismo que podría recibir en base a esta conclusión, poniendo de relieve que, como en este caso, lo sentimental también puede ser usado como arma judicial en un proceso. A fin de cuentas, la victoria de Rudy sobre la aseguradora acaba siendo pírrica, habida cuenta de que los condenados por sentencia terminarán eludiendo el pago de indemnización alguna declarándose en quiebra… 


Legítima defensa se configura en parte como una simbólica partida de ajedrez en la que ninguno de los personajes es de una pieza, por más que algunos de ellos (en particular, los pérfidos representantes de la aseguradora) obedezcan a arquetipos predeterminados, y tienen incluso reacciones sorprendentes. Es el caso, sin ir más lejos, de Kelly, esa dulce muchacha que bajo su apariencia de chica joven, frágil e indefensa se esconde la determinación de alguien que ha sufrido la injusticia durante demasiado tiempo y es capaz, en un momento dado, de abrirle la cabeza a su violento esposo Cliff (Andrew Shue), y alejar a Rudy de la escena del crimen a fin de cargar ella sola con toda la responsabilidad.


Pero lo que, en última instancia, hace de Legítima defensa la magnífica película que es reside, como decía, en la extraordinaria convicción con que Coppola la resuelve, poniendo en ella una pasión y un interés muy superiores a la de otros films “de encargo” que le preceden: mucho más que en la simpática, por desconcertante, Jack, o la sobrevalorada Drácula de Bram Stoker. Maestro del montaje en paralelo, el autor de El Padrino crea mediante este procedimiento narrativo que le es tan querido un espléndido fragmento, esa secuencia en virtud de la cual va alternando los planos de Rudy y Shifflet, haciendo planes en el restaurante con vistas a establecerse juntos, con los planos que detallan los movimientos de los personajes buscando y decorando su nuevo despacho; es una manera elegante y atractiva de sugerir hasta qué punto Shifflet ejerce una influencia (positiva, por lo demás) en el novato Rudy, sugiriendo además la determinación de ambos: el presente (lo que planean) y el futuro (la realización de lo planeado) se fusionan así en una sola cosa.


Legítima defensa extrae cotas de extraordinaria densidad de algo que, a priori, parece lo menos interesante del relato, pero que en la práctica es lo que depara algunos de los momentos más bellos del mismo: la historia de amor entre Rudy y Kelly. Destaca al respecto una secuencia espléndida: aquélla en la que Rudy ayuda a Kelly a tumbarse en su cama del hospital, donde se recupera de la última paliza que le ha propinado Cliff; Coppola planifica el gesto de Rudy, tomando en brazos a la muchacha y depositándola suavemente en el lecho, fraccionándolo en una cadencia de planos medios y primeros planos casi musicales, que convierten de este modo ese gesto en una suerte de cortejo amoroso, como insinúa la proximidad física de los personajes o ese detalle del pie desnudo de Kelly acariciando la mano de su protector.


Buena prueba del rigor con que el firmante de Apocalypse Now construye sus películas (incluso aquéllas que, como esta, quizá no son muy personales, pero que el realizador asume como si lo fueran: creo que no hay mejor prueba de honestidad profesional y artística), reside, sigo explicando, en el hecho de que ese detalle del pie de Kelly es recuperado más adelante. Primero, en la escena en la cual Rudy visita a la chica, recién salida del hospital, en la joyería donde trabaja como dependienta: los pies de ambos se rozan nuevamente (inserto), en un gesto que denota afecto y complicidad. El gesto reaparece en circunstancias más trágicas pero significativas: cuando sus pies nuevamente se rozan, y sus manos se unen debajo de una mesa, en la comisaría donde la joven ha sido trasladada por la policía tras el homicidio (en defensa propia) de Cliff, y a donde acude Rudy en su defensa como abogado.


Los gestos y las miradas acaban siendo la mejor arma del cineasta y aquello que modula la fuerza dramática de lo que, como vengo diciendo, acaba siendo un generoso alegato a favor de la dignidad. Hay, al respecto, otros apuntes admirables; así, la delicada resolución de la muerte de Donny Ray, en virtud de un plano medio del personaje tumbado en su cama mientras la luz –excelente trabajo, como siempre, del director de fotografía John Toll– disminuye, dejando al muchacho en la oscuridad a medida que su vida, asimismo, se “apaga”; o ese momento inolvidable en que Buddy Black, ese personaje silencioso y alcoholizado, que nunca habla y que no deja de beber sencillamente porque el dolor y la indignación por la enfermedad y la muerte de su hijo le han dejado sin palabras, se levanta en la sala del tribunal y enseña la foto del difunto Donny Ray al director ejecutivo de la aseguradora Wilfred Keeley (Roy Scheider): resulta espléndido cómo Coppola es capaz de tomar un personaje aparentemente secundario como Buddy y convertirlo durante unos segundos, de manera tan sencilla y a la vez conmovedora, en el portavoz del discurso que se agazapa en el fondo del relato: la voz acallada pero aún así poderosa de los oprimidos.


Otro comentario de “Legítima defensa”, desde un punto de vista jurídico, en:

1 comentario:

  1. A mí me conmueven especialmente esas películas en las que se percibe el amor por el oficio del autor y esta película es un claro ejemplo de ello. Una alegría compartir la pasión por esta "pequeña" película de Coppola contigo.

    ResponderEliminar