jueves, 23 de julio de 2015

A propósito del “western” moderno: “EL TREN DE LAS 3:10” y “APPALOOSA”



[NOTA: Originalmente publicado el 6 de diciembre de 2008 en la primera versión de mi blog en Blogspot.es.] Este año se han producido en nuestro país los estrenos de dos recientes producciones norteamericanas inscritas en el género del western, en primer lugar El tren de las 3:10 (3:10 to Yuma, 2007, James Mangold), nueva versión del clásico homónimo de Delmer Daves de 1957, y Appaloosa (ídem, 2008), dirigida y coprotagonizada por el actor Ed Harris, en su segundo trabajo tras las cámaras después de la correcta Pollock (ídem, 2000). La coincidencia en cartelera de ambas películas con escasos meses de diferencia nos permite hablar nuevamente de cuál es el estado del western en la actualidad, en un debate que de un tiempo a esta parte se reabre esporádicamente con la llegada de algún nuevo título inscribible en el género, bien sea producciones precedidas por la aureola del “prestigio”, como El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford (The Assassination of Jesse James by the Coward Robert Ford, 2007, Andrew Dominik), o bien de otras nada despreciables pero que pasan más desapercibidas como consecuencia de su escasa o casi nula difusión, como es el caso de Enfrentados (Seraphim Falls, 2006, David Von Ancken).


Empezaré hablando de El tren de las 3:10, versión 2007, y dejando constancia, de entrada, de la enorme decepción que me produjo; y no será porque no tuviese unas buenas expectativas ante ella a la hora de verla (tampoco niego la posibilidad de que esas mismas expectativas fueran lo que provocaran mi decepción), y más teniendo en cuenta que el film se inscribe en un género, el western, que siempre ha sido uno de mis favoritos junto con el fantástico; además, la película está protagonizada por dos muy buenos actores, Russell Crowe y Christian Bale, cuya labor suele ser para mí un aliciente a la hora de ver cualquier film en el que intervengan; y, en tercer lugar, es un film de James Mangold, realizador irregular que tiene en su haber un par de buenas películas inscritas, asimismo, en los márgenes de géneros codificados: Cop Land (ídem, 1997) e Identidad (Identity, 2003), esta última particularmente jugosa por lo que tiene de manipulación de determinados mecanismos narrativos “tradicionales”.


Sin embargo, a pesar de todas esas buenas referencias, confieso que “desconecté” de El tren de las 3:10 casi desde el principio, y por las siguientes razones. Ya en el primer tercio del relato, la secuencia en la que Ben Wade (Crowe) y su banda asaltan el furgón blindado que protege el agente de la Pinckerton Byron McElroy (Peter Fonda) y sus hombres me produjo un distanciamiento por culpa de sus concesiones a una supuesta “modernidad”, o mejor dicho, “modernización” (no es lo mismo lo moderno, en su acepción de contrapuesto a lo clásico, que lo “modernizado”, acción mediante la cual alguien o algo para a ser moderno: lo moderno nace, lo “modernizado” se hace: lo primero es genuino, lo segundo, resultado de una manipulación). Volviendo a la secuencia en cuestión, me crearon una distancia el abuso del montaje corto (peaje insalvable a estas alturas en el cine comercial norteamericano) y de los efectos especiales (el furgón blindado acaba volcando de una manera “explosiva”, muy a lo “cine del siglo XXI”: numerosos planos de detalle “espectacularizan”, y perdón si estoy abusando de barbarismos, el batacazo del vehículo). Dicho rápidamente, El tren de las 3:10, de James Mangold, no me parece un western, sino una imitación puesta al día mediante trucos, más bien baratos, del cine comercial dominante.


Esa mala impresión se me hizo más patente a la hora de dibujar a determinados personajes. Por ejemplo, en las primeras secuencias que describen la vida cotidiana del granjero Dan Evans (Bale), hay un momento para mi gusto muy chirriante: en un arranque de sinceridad, Evans le confiesa a su esposa Alice (Gretchen Mol) que no ha terminado de enjugar la deuda que sigue pesando sobre su granja porque destinó una parte del dinero destinado a hacerlo a comprar comida para el ganado; Alice le replica algo así —cito de memoria, pues tan solo he visto la película una vez— como que debería haberlo consultado con ella antes de haber tomado esa decisión respecto al dinero. Pues bien, con franqueza, esa escena es completamente inverosímil: ninguna mujer de finales del siglo XIX, y además una granjera, se atrevería a discutirle a su esposo, otro granjero de esa misma época, cómo debe administrar la economía hogareña, y probablemente ese mismo granjero, por comprensible que fuera, acabaría abofeteándola ante semejante intromisión. Naturalmente que habrá quien diga que los personajes de un relato de ficción no tienen por qué hablar y comportarse exactamente igual que las personas de la época retratada, que existen determinadas licencias artísticas de cara a la elaboración de una determinada dramaturgia comprensible para el espectador actual; estoy de acuerdo, pero no hasta el punto de que los personajes hablen y se comporten como si fueran personas de la actualidad; desde este punto de vista, El tren de las 3:10 chirría, y mucho, porque ver y oír a personajes de la época en la cual transcurre el relato moverse y hablar como personas de principios del siglo XXI me parece un mecanismo de identificación con el espectador actual excesivamente forzado, demasiado “familiar”, y en consecuencia el resultado es artificial e impostado.


Por desgracia, no es el único apunte “actualizado”, o “puesto al día”, que da al traste con la consistencia dramática de El tren de las 3:10. Pienso también en el penoso personaje de Charlie Prince (Ben Foster), la mano derecha de Ben Wade, descrito como un sádico insensible cuya homosexualidad y su inclinación amorosa hacia Wade están demasiado puestas en primer término del relato (asimismo, la afectada interpretación de Ben Foster tampoco ayuda demasiado a humanizar el personaje). No es la primera vez que en el contexto de un western se introducen connotaciones homosexuales o referencias a la condición de tal de algún personaje; pienso, sobre todo, en la magnífica El hombre de las pistolas de oro (Warlock, 1959, Edward Dmytryk), en la cual el cojo Tom Morgan (Anthony Quinn) seguía fielmente al pistolero Clay Blaisedell (Henry Fonda) porque este último era, en opinión del anterior, “el único hombre que nunca me ha llamado cojo”. Pero, definitivamente, el tiempo de las sutilezas parece haber pasado a mejor vida. Aquí, el dibujo de la atracción homosexual que Charlie siente hacia su jefe está visualizado en una secuencia que roza el ridículo: Ben Wade se detiene en el saloon del pueblo, cerca del lugar donde han asaltado el furgón blindado, y se toma un whisky mientras mira con avidez las carnes apetitosas, hay que reconocerlo, de la cantinera, Emma Nelson (Vinessa Shaw, con lo cual lo de las carnes está plenamente justificado); en un primer plano risible, vemos a Wade desnudando con la mirada a la chica, mientras que a su lado el sibilino Charlie le dice que “puede esperarle él allí todo el tiempo que haga falta…”. El personaje de Ben Wade —por lo demás interpretado tan bien como siempre por Russell Crowe (sus apariciones en pantalla son lo único salvable de la muy convencional última película de Ridley Scott Red de mentiras / Body of Lies, 2008)— todavía aglutina otro apunte de “modernización” particularmente detestable: ese momento en que, tras haber matado a Byron McElroy por haberle recordado su condición de bastardo, exclama: “Hasta los malos queremos a nuestras madres”, execrable apunte de diálogo que parece herencia (una más) de los latiguillos meta-fílmicos a lo Quentin Tarantino. Otro elemento distanciador.


Por otro lado, y dejando ya el tema de esa supuesta “modernización”, o mejor dicho, de esa modernidad mal entendida, creo que El tren de las 3:10 tampoco acaba de funcionar en sí misma considerada. El guión da muchas, muchísimas vueltas, algunas de ellas bastante absurdas: no se entiende, por ejemplo, que Wade y su banda lleven a cabo un ardid para que el sheriff del pueblo y sus ayudantes se larguen pitando hacia el lugar donde los primeros han atracado el furgón únicamente para que el protagonista y sus bandidos puedan entrar tranquilamente en el pueblo… para repartirse el dinero en el saloon, cuando podrían haberlo hecho, con más seguridad, en cualquier otro sitio (parece, por tanto, un mero ardid de guión destinado a facilitar que Wade vaya al pueblo, donde con la ayuda de Dan Evans será detenido); y qué decir del más bien absurdo episodio en el campamento de montaña donde un grupo de ingenieros supervisan la construcción de la vía del tren llevada a cabo, en condiciones denigrantes, por obreros chinos: dejando aparte que hay en esta secuencia otro ridículo apunte “modernizado” (el hijo mayor de Evans, William / Logan Lerman, mira con compasión a un chico oriental de su misma edad que trabaja como un esclavo; esa piedad en el contexto, insisto, de finales del siglo XIX y por parte de personajes de escasa cultura, vuelve a ser inverosímil), la secuencia se distingue por su mediocre construcción dramática (casualmente, los ingenieros también tienen cuentas pendientes con Wade y aprovechan que cae en sus manos… para torturarle con descargas eléctricas) y su mera condición de excusa para introducir más espectacularidad en el relato: en dicho escenario se producirá un par más de tiroteos, acompañados de explosiones de dinamita.


No es de extrañar, en este sentido, que ante tal cúmulo de inconsistencias y despropósitos, el espectador llegue cansado al clímax del relato: la larga situación de suspense en virtud de la cual Evans tiene que trasladar él solo a Wade hasta el tren que conducirá a este último a la prisión de Yuma bajo la lluvia de balas disparadas por Charlie y el resto de los bandidos de Wade. Hay que reconocer, empero, que tanto aquí como, en sus líneas generales, en el resto del film, James Mangold demuestra que sabe rodar y construir una planificación coherente y con sentido. Pero llegados a este punto, el interés de El tren de las 3:10 ya se ha desvanecido casi por completo: frente a algún buen apunte, como el retrato de Evans que Wade garabatea en su cuaderno (donde, se nos dice, el forajido dibuja con gran pericia todo aquello que le gusta), el tópico más siniestro vuelve a hacer aquí su aparición: antes de morir, Evans le confiesa atropelladamente a su hijo que durante la guerra civil se comportó como un cobarde; pero uno tiene legítimo derecho a preguntarse: ¿y qué?


Appaloosa ya es otra cosa. De entrada, carece de ese sonsonete moderno, o posmoderno, que destroza las buenas intenciones de El tren de las 3:10. Aquí vemos a seres humanos que, como mínimo, parece que hablan y se comportan como personas de la América de finales del siglo XIX; insisto en la cuestión de que las películas no tienen porqué ser lecciones de Historia, o “históricamente correctas”, pero sí en el hecho de que tiene que haber cuanto menos cierta coherencia entre el dibujo de personajes y el contexto en el que desarrollan. Un primer aspecto de Appaloosa que llama la atención (puntualización para posibles quisquillosos: a mí me llamó la atención) es la singularidad de su construcción narrativa. En su primera secuencia, el sheriff de la localidad de Appaloosa y sus ayudantes llegan al rancho propiedad del terrateniente Randall Bragg (Jeremy Irons) para detener a dos de sus hombres, acusándoles de un homicidio; Bragg advierte a los hombres de la ley que su rancho queda fuera de su jurisdicción, y ante la insistencia del sheriff acaba asesinándoles, a él y a los ayudantes, a tiros. Poco después llegan a Appaloosa Virgil Cole (Ed Harris) y su socio Everett Hitch (Viggo Mortensen), pistoleros a sueldo que trabajan dentro de la legalidad (curioso, y paradójico, concepto del oficio de matón), quienes alcanzan un rápido acuerdo económico con las fuerzas vivas del pueblo para que Cole sea nombrado nuevo sheriff y Hitch su ayudante, a cambio de la promesa de librar a Appaloosa de la tiranía de Bragg y sus hombres; dicho y hecho, inmediatamente después de haber acordado las condiciones de su trabajo, Cole y Hitch hacen frente a cuatro hombres de Bragg que están armando bronca en el saloon y les liquidan expeditivamente. A pesar de lo contundente de esta presentación de personajes, por lo demás excelente, la trama de Appaloosa no va a girar en torno al enfrentamiento de los dos bandos presentados, sino que, curiosamente, la lucha contra el terrateniente acaba pareciendo una mera excusa para mostrarnos otras cosas, en particular el dibujo de la relación de amistad y camaradería que vincula desde hace más de diez años a Cole y Hitch. A la confianza total y respeto mutuo que se profesan hay que añadir una singular complementariedad: Cole es más activo y emprendedor (toma la palabra a la hora de negociar y adopta la estrategia a seguir); Hitch, aparentemente más pasivo, es también más reflexivo e incluso más culto que su colega (no por casualidad, su narración en off focaliza en gran medida el punto de vista bajo el cual se narra el film); por ejemplo, cuando Cole necesita completar una frase con la palabra adecuada, es Hitch quien se la proporciona; cuando Cole tiene que hacer frente a cualquier situación violenta de las varias que se producen a lo largo del relato, Hitch siempre está detrás suyo respaldándole.


La segunda singularidad que otorga una personalidad propia a la película es la presencia de un inesperado personaje femenino que no sigue los cauces habituales, por más que al principio esté presentado, engañosamente, como una figura estereotipada. Me refiero a Allison French (Renée Zellweger), la cual se instala en Appaloosa poco después de que lo hayan hecho Cole y Hitch, contratándose como pianista del saloon. Los modales refinados y un tanto remilgados de Allison, que en un primer momento parecen contrastar con los de los duros Cole y Hitch (en particular del primero: la primera vez que conversan los tres, mientras desayunan, Cole se pregunta en voz alta si Allison no habrá sido en el pasado… prostituta), son en realidad una frágil apariencia bajo la cual se esconde una mujer procaz y sexualmente muy activa, una suerte de depredadora que se va arrimando a todos los hombres con una cierta posición de poder que encuentra en su camino: primero a Cole, que es el sheriff de Appaloosa; luego, se insinúa abiertamente a Hitch porque, tal y como dice este último más adelante, necesita un “recambio” para el caso de que Cole muera durante el desempeño de su peligrosa profesión; a continuación, tras ser secuestrada por el pistolero a sueldo Ring Shelton (Lance Henriksen) que ha sido contratado por Bragg, también se acuesta con él, por si las moscas…; y, finalmente, tontea con el mismísimo Bragg después de que este último se haya librado de la prisión y regrese a Appaloosa para instalarse allí. Allison es una superviviente nata, una mujer que usa “armas de mujer” con tal de sobrevivir en un contexto violento donde los hombres usan “armas de hombre”. La personalidad de Allison contrasta con la de Katie (una fugaz Ariadna Gil), la prostituta “oficial” de Appaloosa que se acuesta esporádicamente con Hitch, por más que este aspecto esté poco trabajado: el contraste entre la puta profesional, que ofrece su sexo a cambiose dinero, y la puta, digamos, “vocacional”, que en el fondo hace lo mismo pero buscando a la vez la apariencia de respetabilidad social que proporciona una relación de pareja estable. Contra todo pronóstico, resulta un acierto la elección de una actriz tan extraña como Renée Zellweger para interpretarla: el físico poco convencional e incluso un tanto desagradable de la intérprete casa a la perfección con la heterodoxia de su personaje.


Antes he mencionado la palabra supervivencia. En gran medida, esta es la que mueve a todos los personajes: a Cole y a Hitch, yendo de pueblo en pueblo para que les contraten como como “pacificadores” profesionales; a Allison, como ya hemos visto; a Bragg, que se va adaptando a las circunstancias, primero como poderoso granjero y, aprovechando sus contactos nada menos que con el presidente de la nación, como no menos poderoso ciudadano de Appaloosa; al pistolero Ring Shelton, evidentemente; incluso al muchacho que trabaja para Bragg y que, temeroso de que todo acabe al final en una gran matanza, decide denunciar a su jefe a la justicia por el asesinato del primer sheriff de Appaloosa y sus ayudantes, para luego poner pies en polvorosa después del juicio que condena a Bragg…


Appaloosa es una muy agradable “película de resistencia”, absolutamente a contracorriente de las modas que imperan actualmente en el cine comercial norteamericano, a la que si se le tuviera que reprochar algo sería, únicamente, que la apuesta que hace en materia de puesta en escena sea, a pesar de su excelente solidez, demasiado deudora de patrones narrativos tradicionales. Dicho de otro modo: no trato de decir que Appaloosa me parezca demasiado “clásica” ni nada por el estilo, sino que creo que la radicalidad de su propuesta, entendida siempre dentro del contexto actual del cine contemporáneo, hubiese resultado más expeditiva en el supuesto de que Ed Harris, director, se hubiese planteado la posibilidad de enriquecer el lenguaje cinematográfico del western y llevarlo un poco más allá, como sí logró hacerlo, a mi entender, Clint Eastwood. Ello no desluce ni desmerece la calidad del resultado: basta con ver el magnífico provecho sacado de la dirección de actores (todos magníficos, incluido claro está el propio Harris) o el planteamiento y resolución de los momentos de violencia, secos y cortantes, que por sí solos acreditan el estimulante carácter singular que atesora el film.  

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