sábado, 20 de junio de 2015

El futuro es mujer: “MAD MAX: FURIA EN LA CARRETERA”, de GEORGE MILLER



[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO, QUE COMPLEMENTA LA CRÍTICA QUE PUBLIQUÉ EN EL NÚM. 358 DE “IMÁGENES DE ACTUALIDAD”, SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Parece haber provocado no ya sorpresa, sino incluso una notable estupefacción, el hecho de que, en Mad Max: Furia en la carretera (Mad Max: Fury Road, 2015), George Miller otorgue la máxima importancia a los personajes femeninos, por encima incluso del teórico héroe, masculino, del relato, Max Rockatansky (Tom Hardy): la “guerrera de la carretera” Imperator Furiosa (Charlize Theron), el grupo de chicas que lleva consigo y que ha rescatado de las garras del tiránico Immortan Joe (Hugh Keays-Byrne) —Angharad (Rosie Huntington-Whiteley), Toast (Zoë Kravitz), Capable (Riley Keough), Dag (Abbey Lee) y Cheedo (Courtney Eaton)—, e incluso las veteranas mujeres pertenecientes a la antigua tribu de Furiosa: las Vuvalini —Miss Giddy (Jennifer Hagan), la Valkiria (Megan Gale), Keeper (Melissa Jafer) y sus compañeras (Melita Jurisic, Gillian Jones, Joy Smithers, Antoinette Kellerman y Christina Koch)—. Eso es tanto como olvidar, sin salirnos del ámbito de esta franquicia, que el personaje de Max —como ya han señalado otros—, más que un “protagonista”, es un hilo conductor de la trama —lo cual quedaba muy claro, sobre todo, en Mad Max 2: El guerrero de la carretera (Mad Max 2, 1981)—, y en especial, olvidar además la importancia que tenía como detonante de la acción el asesinato de la esposa de Max (Mel Gibson) en Mad Max: Salvajes de autopista (Mad Max, 1979), o la importancia de Aunty Entity (Tina Turner) y la líder de los “niños perdidos”, Savannah Nix (Helen Buday), en Mad Max: Más allá de la Cúpula del Trueno (Mad Max Beyond Thunderdome, 1985, codirigida con George Ogilvie). Por no hablar, por descontado, de los notables personajes femeninos presentes en otros títulos de Miller, caso de Las brujas de Eastwick (The Witches of Eastwick, 1987) (1) —donde, si me apuran, ya había un discurso “feminista” más fuerte que el de Furia en la carretera— o El aceite de la vida (Lorenzo’s Oil, 1992).


Es indiscutible que esa lectura “femenina” (que no “feminista”) de Furia en la carretera no solo da mucho juego, sino que se erige incluso en la esencia de un relato que me parece —lo digo ya— el mejor de la franquicia, en cuanto retoma, perfecciona y lleva más allá lo planteado en la que, hasta ahora, era la entrega más completa de la saga, Mad Max 2: El guerrero de la carretera. Miller ha contado en esta ocasión con un presupuesto más generoso del que dispuso para aquélla veinticuatro años atrás, con lo cual no resulta de extrañar que Furia en la carretera acabe siendo en parte una especie de pseudo-remake de El guerrero de la carretera, el cual deja en paños menores todo lo relativo a Humungus (Kjell Nilsson), el líder de los salteadores de caminos de esta última, si se lo contrasta con la descripción épica y “gargantuesca” que se ofrece de Immortan Joe y su reino de terror post-apocalíptico: un mundo donde el retorno a la barbarie apuntado en El guerrero de la carretera y Más allá de la Cúpula del Trueno ya se encuentra plenamente consolidado, gobernado por un tirano de aspecto atroz cuya siniestra máscara —que oculta el artilugio que necesita para respirar— no muestra sino lo que el personaje, en puridad de conceptos, es: la muerte personificada. No me parece casual, en este sentido, que el mismo actor que encarnaba al villano de Salvajes de autopista sea el mismo que interpreta a Immortan Joe en Furia en la carretera, el mencionado Hugh Keays-Byrne: más allá del guiño cómplice, ello marca una significativa evolución, en virtud de la cual quien fuera el responsable del asesinato de la familia de Max en la primera película (provocando, con su acto criminal, el final de la creencia de Max en la ley y el orden, y anticipando el inminente derrumbe de la civilización), tiene, ahora, las facciones enmascaradas del tirano que ejerce su despotismo cruel sobre una masa de súbditos sedientos y esclavizados sobre los que, ocasionalmente, arroja agua desde unas gigantescas tuberías, en lo que puede verse un símbolo fálico representativo de su posición de poder absoluto sobre algo que, en Furia en la carretera, se ha acabado volviendo más valioso que el control de la anarquía en Salvajes de autopista, la gasolina en El guerrero en la carretera o la concentración de recursos en Más allá de la Cúpula del Trueno: mujeres jóvenes en edad de procrear.


Volvemos así al discurso “femenino” del film. La tiranía de Immortan Joe se caracteriza por haber creado a su alrededor un blasfemo culto fanático que le tiene a él como divinidad y formado por hombres prácticamente idénticos entre sí (sin identidad, sin personalidad: sin humanidad) en virtud del maquillaje blanco que cubre sus pieles, sus cráneos rasurados y sus ojos tatuados en negro, lo cual unido a los chorros de pintura plateada arrojada en espray con que se adornan la boca y los dientes en los momentos de mayor excitación, hace que sus facciones parezcan calaveras, como el rostro de muerte de su líder. Son hombres vivos, sí; pero, en el fondo, también son hombres “muertos”, cuyo jefe “es” la muerte y que viven para la muerte, convertidos prematuramente en cadáveres ambulantes para los cuales lo único que importa es morir de la manera más espectacular posible a los ojos de sus compañeros (de ahí el grito de “¡Sed testigos!”, de resonancias mítico-blasfemas, que arrojan antes de llevar a cabo, con alegría y sin pensárselo, la más audaz de las acciones suicidas). Por el contrario, las mujeres que pueblan el relato sí que tienen una apariencia personal y diferenciada entre ellas, tanto da que sea una Imperator Furiosa que, por exigencias de su trabajo como conductora y una más entre los hombres de Immortan Joe, luce en su rostro un maquillaje cadavérico similar al de sus compañeros masculinos, como sobre todo el grupo de hermosas muchachas que formaban parte del harén de Immortan Joe y a las que Furiosa ayuda a escapar para librarlas de su cautiverio, pasando por las orondas mujeres esclavizadas por Immortan Joe a las que se ordeña como a ganado para alimentar a sus carceleros con su leche materna (en lo que puede verse un sarcástico comentario soterrado en torno al “nivel mental” de los hombres de Immortan Joe), o en particular las guerreras Vuvalini que han subsistido pasando penurias pero en libertad. Resulta significativo que el momento en que Max, Furiosa y las chicas del harén de Immortan Joe alcanzan por fin el territorio de las Vuvalini esté marcado por la presencia de una de ellas, la más joven —la Valkiria, que parece una revisión de la luchadora (Virginia Hey) de El guerrero de la carretera—, desnuda y subida en lo más alto de una especie de mirador de madera, a modo de “cebo” tentador para cualquier hombre estúpido (y los secuaces de Immortan Joe lo son con creces) que se atreva a pasar por allí, pero erigiéndose al mismo tiempo en una imagen de pureza sin corromper, de belleza natural contrapuesta al mundo de maquinaria grasienta y vehículos contaminantes de Immortan Joe.


Lo femenino tiene una parte muy activa en el desarrollo de la trama. Es la decisión de Furiosa de desafiar el poder de Immortan Joe, llevándose consigo a las muchachas del harén, lo que desencadena la acción principal del relato. Es la piedad de las mujeres, y acaso una especial sensibilidad para advertir qué hombres son peligrosos para ellas y cuáles no, lo que les permite intuir que puede fiarse hasta cierto punto de Max, otro ser torturado, esclavizado y marginal como ellas, si bien de otra manera, y lo que también da pie al conato de historia de amor entre la pelirroja Capable y Nux (Nicholas Hoult), un joven miembro del clan de Immortan Joe sensible a su pesar, y quizá por ello, más “femenino” que el resto de sus brutales compañeros. Es el anhelo de reencontrarse con las Vuvalini y la tribu donde nació lo que motiva a Furiosa a emprender la fuga desesperada que ha iniciado junto a las chicas. Es el cuerpo en estado de gestación de una de esas jóvenes, Dag, la cual espera un hijo, fruto de su unión a la fuerza con Immortan Joe, lo que impide a este último efectuar su disparo, so pena de acabar con ese hijo nonato que garantizará la supervivencia de su tiranía. Es el apoyo de las Vuvalini, y el sacrificio heroico de muchas de ellas, lo que hará funcionar el plan suicida de Max y Furiosa: regresar por donde han venido al reino de Immortan Joe y golpearle allí mismo.


Comprendo que pueda verse este discurso “femenino” como una simplificación, en virtud de la cual las mujeres son “buenas”, y los hombres, “malos” (excepto los que, como Max o en segunda instancia Nux, “las entienden”). Pero el contexto que describe Furia en la carretera no admite esa simpleza, habida cuenta de que lo que el film presenta es un mundo infernal donde los conceptos de civilización y sociedad han sido prácticamente derruidos en beneficio de la barbarie y la tiranía, y donde los hombres (y las mujeres) han sido reducidos a mera animalidad. Un mundo plagado, además, de imágenes de pesadilla: a las ya mencionadas del reino de Immortan Joe, donde las masas hacinadas y sedientas esperan a que su amo les remoje a su capricho, y las mujeres son utilizadas para engendrar y, cuando ya no sirven para eso, se las exprime como a vacas ordeñadas (y cabe sospechar que, dejando aparte su pericia como conductora, la propia Furiosa es una mujer “desechada” como procreadora como consecuencia de su invalidez: le falta el brazo izquierdo, simbólica “castración” que la inhabilita para el sexo); a todo ello, como digo, hay que añadir imágenes tan impactantes (y tan extraordinarias) como las de la gigantesca tormenta de arena; el espléndido fragmento que transcurre en el pantano al pie de un árbol de ramas retorcidas, y que arroja sobre el relato un toque gótico inesperado incluso en un realizador como Miller; o la imagen del secuaz de Immortan Joe, sujetado con cables sobre una plataforma rodante, ¡y sin ojos!, que va tocando una guitarra eléctrica que escupe fuego, arengando a sus compañeros en su orgía de destrucción. Todo ello, unido a las que son las mejores secuencias de acción automovilística de estos últimos años (con perdón de la franquicia Fast & Furious), erigen Mad Max: Furia en la carretera en una película que roza lo excepcional. Si no acaba de serlo es, más que nada, por esos molestos y convencionales flashbacks que ilustran, a fogonazos (e innecesariamente), el trauma que arrastra Max: unos pegotes que “salpican” un film casi magistral. 



(1) http://elcineseguntfv.blogspot.com.es/2014/08/de-john-updike-george-miller-las-brujas.html

sábado, 13 de junio de 2015

“DIRIGIDO POR…”, JUNIO 2015, ya a la venta



El núm. 456 de Dirigido por… dedica su portada a la última edición del Festival de Cannes 2015, cuya extensa crónica coescriben Ricardo Aldarondo y Gerard Casau.


La revista también incluye la primera entrega de un dossier de tres partes dedicado al cine de los Marvel Studios. Esta primera parte se compone de los artículos Big Bang Marvel. La creación del universo cinematográfico marvelita, de Tonio L. Alarcón; Cuando Marvel encontró a Disney. El cambio de paradigma industrial dentro de las producciones Marvel, de Roberto Morato; Agentes de S.H.I.E.L.D. y Agent Carter. Derivaciones televisivas del universo Marvel, de Óscar Brox; y un artículo sobre la primera temporada de la serie de televisión Daredevil. Hombres sin esperanza, hombre sin miedo, también de Tonio L. Alarcón.


Este mes concluye el dossier Michael Curtiz, con la publicación de su tercera y última entrega, que se divide a su vez en los siguientes temas: El melodrama. Las mil caras de un género, por Joaquín Vallet Rodrigo; El cine histórico/épico. La Historia en el cine, por Óscar Brox; y Un cineasta para el New Deal. La Gran Depresión y Hollywood, por Antonio José Navarro.


El estreno de Mad Max: Furia en la carretera (Mad Max: Fury Road, 2015), de George Miller, ha dado pie a la unión de un artículo de Antonio José Navarro, La trilogía Mad Max. Visiones sobre el Fin de la Humanidad, a propósito de los tres primeros films de la franquicia, y otro de Quim Casas, Atávico y digital. Mad Max: Furia en la carretera, sobre la última película de la misma.


Otros destacados contenidos del mes son la extensa crítica de Viaje a Sils Maria (Clouds of Sils Maria, 2014), de Olivier Assayas, que ha escrito Israel Paredes Badía; la de la serie de televisión estrenada en cines El pequeño Quinquin (P’tit Quinquin, 2014), de Bruno Dumont, elaborada por Quim Casas; Jean Epstein, ese desconocido, de Rafel Miret, para la sección Filmoteca; el análisis que Ramon Freixas y Joan Bassa ofrecen de dos películas de Terence Fisher recientemente editadas en formato doméstico, Chantaje criminal (The Last Page, 1952) y Cara robada (Stolen Face, 1952), para la sección Flashback; la sección Home Cinema, con comentarios de otras novedades en formato doméstico escritos por Juan Carlos Vizcaíno Martínez, Quim Casas, Tonio L. Alarcón, Antonio José Navarro y yo mismo; la sección Banda Sonora, de Joan Padrol; y el comentario de The Black Scorpion (1957), de Edward Ludwig, también a cargo de Antonio José Navarro, dentro de la sección Cinema Bis.


Este mes mi contribución se limita a la crítica de la nueva versión de Poltergeist (ídem, 2015), a cargo de Gil Kenan…


…y a un par de comentarios para la sección Home Cinema: los de ¡Que vienen los rusos!  (The Russians Are Coming The Russians Are Coming, 1966), de Norman Jewison…,


…y Los asesinatos de mamá (Serial Mon, 1994), de John Waters.

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viernes, 5 de junio de 2015

El rastro de Debbie: “CENTAUROS DEL DESIERTO”, de JOHN FORD



Dedicado, con cariño y respeto, a Joan Marí, q.e.p.d.


Sin duda alguna el más reputado western de John Ford, Centauros del desierto (The Searchers, 1956) parte de una novela de Alan LeMay, puesta en imágenes con el inestimable apoyo de dos de sus mejores colaboradores habituales, el guionista Frank S. Nugent y el director de fotografía Winton C. Hoch. La labor de este último es en Technicolor y VistaVisión, dato que no es ocioso, habida cuenta que la nitidez y definición de imagen que proporcionaba ese formato tan característico del cine de Hollywood de los cincuenta casa perfectamente con las intenciones y, sobre todo, los maravillosos resultados de esta famosa obra maestra, que si por algo se distingue es precisamente por la transparencia de sus encuadres, la claridad de sus composiciones visuales y la limpieza de su planificación, todo lo cual realza, por poético contraste, con la turbulencia de las ideas, emociones y sentimientos que pone en juego.


El plano inicial de Centauros del desierto anticipa en cierta medida la propuesta del relato como descripción de un viaje de las tinieblas a la luz. La pantalla a oscuras se ilumina con la apertura de una puerta, la de una granja, y la cámara hace un suave travelling siguiendo en plano americano la salida de Martha Edwards (Dorothy Jordan) al exterior para mostrar en todo su esplendor la llanura. Los miembros de la familia Edwards salen a recibir a un pariente que viene a visitarles tras tres años de ausencia: Ethan Edwards (John Wayne). Casi huelga comentar que la película se cierra, de forma circular, con un plano muy parecido al de apertura, y cuya cita se ha convertido en algo tan obligado como el que abre Sed de mal (Touch of Evil. Orson Welles, 1958) o la secuencia de la ducha de Psicosis (Psycho. Alfred Hitchcock, 1960): un plano general, tomado asimismo desde el oscuro interior de otra cabaña, en virtud del cual vemos cómo van entrando en la vivienda los principales personajes del relato —Debbie (Natalie Wood), la adolescente que, siendo niña, fue secuestrada por los comanches, su hermanastro Martin Pawley (Jeffrey Hunter), que ha intervenido directamente en su rescate, y Laurie Jorgensen (Vera Miles), la prometida de este último—, excepto uno, Ethan Edwards, quien si al principio llegaba tras un largo viaje ahora acaba de concluir otro, el más importante de su vida, tras el cual solo le queda dar media vuelta y alejarse.  


Centauros del desierto puede entenderse, pues así lo sugiere ese principio y ese final, como un viaje de las tinieblas a la luz: el de Ethan, un antiguo combatiente de la guerra civil reciclado en guía del ejército cuya característica más notoria, su odio sin cuartel hacia los pieles rojas, va dejando paso a un hombre que ahora sabe y comprende muchas más cosas de las que creía saber y comprender. Pero el film de John Ford es algo mucho más complejo que la evolución de un racista que acaba viendo más allá del color de la piel de sus enemigos, pues esos mismos planos de apertura y conclusión sugieren, asimismo, que Ethan es un hombre que vive solo y probablemente morirá solo: ese primer hogar al que arriba nada más comenzar el relato, el de los Edwards, luego será arrasado por los comanches del jefe Cicatriz (Henry Brandon); y, al final, ese otro hogar que ahora le abre agradecido su puerta, el de los Jorgensen, le está vedado de forma implícita, pues el personaje sabe que su lugar no se encuentra allí. Ha vivido, ha sufrido y ha matado demasiado.


Un poco como el Tom Dunson de Río Rojo igualmente encarnado por Wayne, Ethan es un hombre endurecido que hace una promesa de muerte: cuando recupere a Debbie, secuestrada por los comanches que asesinaron a su familia y se la llevaron consigo para criarla como a una piel roja, la matará. Pero si, en el film de Hawks, Dunson no cumple su amenaza de matar a su ahijado sin que ello suponga un cambio en las convicciones del personaje, Ethan al final no matará a Debbie porque los años que ha estado buscándola han jugado en su favor: el Ethan que vio los cadáveres destrozados de los Edwards ya no es el mismo que ahora reconoce de nuevo a su sobrina Debbie, alzándola en volandas como a la niña que alzó en el pasado. El tiempo posee en Centauros del desierto un papel determinante: no solo hace madurar a personajes como a Ethan, a Martin (que empezará siendo un muchacho y acabará siendo un hombre) o a Laurie (que a punto estará de casarse con otro, harta de esperar el regreso de Martin), sino que alcanza él mismo un papel protagonista, convirtiéndose en un elemento presente en todo momento en el relato, bien sea marcando el paso de las estaciones del año, o sobre todo puntuando la evolución de personajes y situaciones: véase la extraordinaria manera que tiene Ford de convertir la lectura de una carta en el punto de enlace de una serie de secuencias destinadas a describirnos el desarrollo de las pesquisas de Ethan y Martin tras el rastro de Debbie.    


La inolvidable secuencia en la que los comanches de Cicatriz atacan al anochecer el hogar de los Edwards —y quien firma esto no tiene reparo en considerarla una de las más bellas de la historia del cine— es de una tensión insoportable: el atardecer de color rojo sangre; el gesto del padre, Aaron (Walter Coy), descolgando con gravedad su rifle cuando presiente el peligro o el de Martha, la madre, impidiéndole a Lucy (Pippa Scott), la hija mayor, que encienda el quinqué; el grito de terror de esta última cuando, sin más palabras, lo comprende todo; la sombra de Cicatriz cerniéndose sobre la pequeña Debbie (Lana Wood), antes de tocar el cuerno ordenando el ataque y que la imagen funda a negro. Posteriormente, en una secuencia de una dureza sin igual dentro del cine de Ford, Ethan tratará de identificar a Debbie entre un grupo de mujeres blancas que fueron cautivas de los indios, algunas de ellas ya cadáveres, otras completamente enloquecidas. Pero todo lo que el film sugiere tiene siempre su contrapunto: Cicatriz puede ser un sanguinario, pero él también ha tenido que ver cómo dos hijos suyos morían a manos de los blancos. En este sentido, la dinámica secuencia de la carga final comandada por Ethan, Martin y el reverendo Samuel Clayton (Ward Bond) contra el campamento comanche no tiene nada de heroico, sino que es presentada como una razzia pura y simple. Como todos los grandes títulos de su autor, Centauros del desierto es una película abierta y ambivalente, en la que todo cabe, lo bueno y lo malo, lo dramático y lo cómico, lo pacífico y lo violento. Una obra de arte universal.