[ADVERTENCIA:
SE REVELAN DETALLES DE ESTOS
FILMS.] Hace tiempo que, como ando metido en diversos menesteres, no
actualizo este blog con la frecuencia de antaño, y no por falta de ganas sino,
sencillamente, de tiempo. Pese a todo, y para compensarlo, he querido hacer una
entrada un tanto especial, a base de apuntes, o si lo prefieren, pequeñas
impresiones personales sobre algunas películas vistas en estos últimos meses y
que no comento en las páginas de Dirigido
por… e Imágenes de Actualidad, y
escritos como hago siempre aquí por el mero placer de hacerlo. Allá vamos.
Jimmy
P. (ídem, 2013), de Arnaud Desplechin.- Estrenada en España casi de
incógnito hace meses, la pésima recepción en nuestro país del segundo
largometraje que estrena en cines españoles el francés Arnaud Desplechin —el
primero fue Un cuento de Navidad (Un
conte de Noël, 2008), su anterior trabajo tras las cámaras (1)—, no ya a nivel de público (era difícil que fuera una película
popular) como sobre todo de crítica, es de las que producen vergüenza ajena, y
disculpen la franqueza. Sorprende que los que siempre están exigiendo un cine
denso, adulto, arriesgado y riguroso hayan arrugado la nariz, salvo honrosas
excepciones, ante un film tan interesante y bellamente realizado como es Jimmy P., por más que no han sido los
primeros en hacerlo: el varapalo empezó en Cannes 2013, donde los “refinados”
ya la pusieron a caldo; y, ya se sabe, si en Cannes, el
mejor-festival-de-cine-del-mundo, dicen que una película es mala, pues será que
lo es… ¿o no? En fin. Sea como fuere, Jimmy
P. me parece una bella apuesta por parte de Desplechin a favor de un cine
reflexivo que, cierto es, se apoya mucho en los diálogos, o si se prefiere, en
la palabra; mas, a diferencia de tantos y tantos films actuales en los cuales
lo que se dice importa más bien poco, o nada, al menos en esta ocasión los
diálogos son interesantes y dicen cosas. Es bien sabido a estas alturas que la
película gira en torno a la relación de amistad que se establece entre dos
hombres de lo más dispar, el piel roja Jimmy Picard (Benicio del Toro),
combatiente en Europa durante la Segunda
Guerra Mundial afectado de unos taladrantes dolores de cabeza
cuyo origen los médicos son incapaces de diagnosticar, y Georges Devereaux
(Mathieu Amalric), un psicólogo francés aficionado a la paleontología que se
encarga del caso de Picard, “Jimmy P.”. Sobre esta base dramática, Desplechin
construye un sobrio y sombrío melodrama de factura aparentemente “clásica”
(siempre comillas bien grandes), pero que en el fondo no deja de ser, como ya
lo era Un cuento de Navidad o sobre
todo la que me parece su obra maestra de entre todo lo que le conozco,
la maravillosa Rois et reine (2006),
una brillante digresión sobre los mecanismos del relato. En este caso, tanto
los elegantes flashbacks que ilustran
momentos del pasado de Picard, o esa bellísima lectura de una carta de cara a la cámara, “a
lo Bergman”, de Madeleine (Gina McKee), la novia de Devereaux, cuando se
despide de este último probablemente para siempre, van construyendo un complejo
entramado narrativo, de tal manera que esos flashbacks
o la lectura de esa carta no son tanto una mera “representación” de lo que
Picard está recordando o de lo que Devereaux está leyendo respectivamente como,
sobre todo, una “especulación”, que pone en evidencia la fragilidad, ergo
relatividad, de lo que se está narrando: tanto la subjetividad de los recuerdos
de Picard como la propia “subjetividad” del propio film. Extraordinariamente
interpretada por Benicio del Toro y Mathieu Amalric, Jimmy P. me parece una magnífica película, que bien merece una
segunda oportunidad.
El
Gran Hotel Budapest (The Grand Budapest Hotel, 2014), de Wes Anderson.-
Debo confesar de entrada que soy poco amigo del cine de Wes Anderson, de quien
me interesan, sin apasionarme, Bottle
Rocket (1996), Rushmore (1998), Los Tenenbaums. Una familia de genios
(The Royal Tenenbaums, 2001) y sobre todo Viaje
a Darjeeling (The Darjeeling Limited, 2007), esta última su mejor película
hasta la fecha; no he visto Fantástico
Sr. Fox (Fantastic Mr. Fox, 2009) —lo lamento, pero me dio mala espina; la
recuperaré cuando esté de humor—, y en cuanto a Life Aquatic (The Life Aquatic with Steve Zissou, 2004), más me
valdría no haberla visto nunca… De ahí que, tras la decepción que me llevé con Moonrise Kingdom (ídem, 2012), un film
del que me esperaba mucho más, he vuelto a sentirme defraudado ante la visión
de El Gran Hotel Budapest, otra
película que, a mi entender, está muy, pero que muy por debajo de lo que
inicialmente promete. Vaya por delante que ni Moonrise Kingdom ni El Gran
Hotel Budapest me parecen malas películas; es más, no faltan en ellas ni los
suficientes elementos de interés ni los buenos momentos; pero tengo claro que
ambas están lejos, muy, muy lejos de ser esas obras maestras que hoy en día se
proclaman más alegremente que nunca. Desde luego que, y centrándonos ya en El Gran Hotel Budapest, resulta
admirable el sentido de la estética de su realizador, de tal manera que el
establecimiento hotelero donde transcurre, si no toda, sí buena parte de lo
narrado (y el hecho de que el film “salga” fuera de ese decorado me parece uno
de sus más graves defectos), llama poderosamente la atención. El problema,
serio problema, es que una vez presentados el hotel y sus pintorescos
personajes, es como si Anderson, confiando en exceso en la fuerza estética del
decorado y la caracterización de las figuras que pueblan el relato (servidas, todo
hay que decirlo, por un espléndido elenco de intérpretes, entre los cuales
sobresale, por su inesperada vis cómica, un magnífico Ralph Fiennes), da por
hecho de que poco más hay que hacer, y se equivoca de cabo a rabo. De ahí, como
digo, que una vez presentado ese excelente decorado, Anderson lo desaprovecha
con una planificación muy pobre y mucho menos imaginativa de lo que alardean
sus admiradores, de modo que el plano fijo acaba convirtiéndose no ya en la
principal figura de estilo…, sino prácticamente en la única, algo terrible en
un film que se promociona como sofisticado y elegante pero que en la práctica
acaba siendo más rutinario y desganado de lo que sería de desear. Ello no
obsta, vuelvo a insistir, para que haya buenos momentos que justifican,
hasta cierto punto, el prestigio de esta obra, pero no lo suficiente: las
buenas ideas se hacen esperar, y el aburrimiento asoma su triste semblante en
más de una ocasión.
El
desconocido del lago (L’inconnu du lac, 2013), de Alain Guiraudie.- La
expectación generada en torno a esta película me parece, directamente, de
juzgado de guardia, y más a la vista de la completa nulidad de sus teóricas propuestas
artísticas. A falta de conocer otras películas de su realizador, quien estrena
por primera vez en España, El desconocido
del lago me parece el típico, y tópico, “prestigio de festival”, una pompa
de jabón dentro de la cual no hay absolutamente nada y que, a poco que se
analiza con un mínimo de rigor, se desinfla sin más. Puedo entender que la
manera franca de mostrar la homosexualidad le resulte chocante a más de
uno, pero de ahí a alabar las presuntas bondades de esta insignificante obra
dista un abismo. El presunto mérito de esta pequeña y sencillísima película no
es otro que el de mostrar una serie de personajes y acontecimientos desde una
perspectiva, digamos, “natural” o “naturalista”, con vistas a extraer de los
mismos un determinado potencial abstracto: un decorado único (un lago y el
bosque que lo circunda), un puñado de hombres que acuden allí para dar rienda
suelta a su sexualidad, y más tarde un asesinato y una investigación
policial. Lo primero, el decorado, carece de fuerza, entre otras razones por la
aburrida forma que el realizador lo muestra en su planificación; en este sentido,
los planos del coche del protagonista, Franck (Pierre Deladonchamps), aparcando
cerca del lago, que Alain Guiraudie repite hasta la extenuación, quieren ser el
reflejo de una determinada rutina, pero lo que acaban siendo es la expresión de
la propia rutina de un cineasta que no se plantea excesivos problemas de puesta
en escena. Los personajes, asimismo, son unidimensionales, cuando no descritos
mediante no pocos estereotipos del mundillo gay: muchos de los diálogos de los
personajes parecen, directamente, sacados de la peor fotonovela que imaginarse
pueda. ¿Y qué decir del terrible, penoso, increíble personaje del inspector de
policía a cargo de Jérôme Chappatte, pésimo actor donde los haya que cree que
basta con salir andando petulantemente con las manos a la espalda para
parecer un agente de la ley? ¿O de la horrible escena de la muerte de este
personaje a manos de Michel (Christophe Paou), de una torpeza difícil de
superar? Hacía tiempo que no me echaba a los ojos un bluff de semejantes proporciones, y ahora mismo no dudaría en
considerar El desconocido del lago la
peor, más ridícula y burdamente pretenciosa película estrenada en lo que va de
año en nuestro país.
Capitán
América: El Soldado de Invierno (Captain America: The Winter Soldier,
2014), de Anthony y Joe Russo.- La más reciente película de los Marvel
Studios me produce sentimientos un tanto encontrados. Por un lado, todo lo que
se refiere a su entramado dramático me parece positivamente magnífico, hasta el
punto de que me atrevería a afirmar que el guión de Capitán América: El Soldado de Invierno es el mejor que hasta la
fecha haya salido de la división cinematográfica de la Casa de las Ideas. Pero, ay,
creo que muchas de las excelentes propuestas teóricas del film, si no se
estrellan, cuanto menos quedan relativizadas y casi minimizadas por la labor
tras las cámaras, correcta aunque algo gris, del dúo de realizadores formado
por Anthony y Joe Russo. Una pena porque, como digo, la idea de combinar en
esta película una aventura de superhéroes con una trama digna del thriller político estadounidense de los
70 —y no es casual, en este sentido, la presencia en el elenco de Robert
Redford— es harto atractiva. Desde luego que lo mejor de esta segunda e
inesperadamente politizada nueva peripecia del superhéroe patriótico de Marvel
por excelencia reside en lo que sugiere entre líneas, esto es, la idea de que
una célula nazi de Hydra, los viejos enemigos del “Capi” durante la Segunda Guerra Mundial, se
encuentre “dormida” en el corazón de S.H.I.E.L.D., la agencia secreta que
defiende a los Estados Unidos y al mundo entero de amenazas planetarias. Dicho
de otra manera, no cuesta nada ver en S.H.I.E.L.D. una versión magnificada de la CIA , y en los neo-nazis
ocultos en ella una caricatura acaso poco sutil, pero efectiva, de las “guerras
sucias” de la Central
de Inteligencia Americana; o, si se prefiere, que esa presencia de neo-nazis no
es sino una mirada satírica y a la vez una crítica soterrada a los métodos
fascistas de la propia CIA. La idea tiene gracia, e insisto, está mostrada con
cierta energía, resultando convincente y dándole a Capitán América: El Soldado de Invierno personalidad propia en el
contexto de las producciones de los Marvel Studios en particular y del cine de
superhéroes en general. La pena, vuelvo a insistir, es que Anthony y Joe Russo
se limitan a cumplir con corrección y efectividad con el encargo, y nada más.
Era esta una película que requería a un cineasta robusto a lo Paul Verhoeven o
John McTiernan, o incluso el nada despreciable Joe Johnston de Capitán América: El primer Vengador
(Captain America: The First Avenger, 2011) (1);
cierto es que el film hace gala de una secuencias de acción notables, pero a
pesar de ello incluso estas últimas funcionan más por su hábil acumulación de
efectos visuales y dinámicas coreografías en las peleas cuerpo a cuerpo que
porque hagan gala de estilización alguna. Aunque superior a la mediocre última
entrega de las aventuras de Spider-Man (2),
creo que a Capitán América: El Soldado de
Invierno, aun dando mucho, podía exigírsele más.
Snowpiercer
(Rompenieves) (Snowpiercer, 2013), de Bong Joon-ho.- La nueva película
del director de la magnífica Memories of
Murder (Salinui chueok, 2003) y de la meramente correcta y muy, muy
sobrevalorada The Host (Gwoemul,
2006) me ha supuesto una considerable decepción. Desde luego que no es un mal
film: está hecho con estilo, y eso hace que se sostenga su interés durante la
mayor parte del metraje, aunque no todo. Mas lo peor no es eso: lo peor es que,
a poco que se analice con detenimiento, la película no hace otra cosa que
plantear una fábula “distópica” de ciencia ficción que, con escasas variaciones
de fondo, no es más que la enésima reformulación de un mundo del mañana donde
las diferencias entre los humildes y los poderosos, los pobres y los ricos, se
han acentuado más que nunca. Nada que Metrópolis
(Metropolis, 1927, Fritz Lang) o Cuando
el destino nos alcance (Soylent Green, 1973, Richard Fleischer) no nos
hubiesen explicado cien veces mejor. En este sentido, las escenas de Snowpiercer (Rompenieves) en las que,
cerca del final, la película literalmente se detiene para mostrarnos las motivaciones
ocultas que se ocultan en el teórico héroe del relato, Curtis (Chris Evans),
quien esconde bajo sus nobles intenciones un pasado sucio-y-oscuro, o en
particular el pesado discurso del jerarca Wilford (Ed Harris) sobre la
necesidad de que haya pobres a los que aplastar para que el sistema no se
derrumbe (sic), acaban produciendo un sonoro bostezo. Se dice que los
tristemente célebres hermanos Bob y Harvey Weinstein pretendían cortar esta
película de cara a su estreno en los Estados Unidos; dejando aparte el hecho de que cortar cualquier film sin el consentimiento de su director es y
será siempre una aberración, no es menos cierto que a Snowpiercer (Rompenieves) —y lo lamento— no le hubiese sentado mal
una reducción de su metraje, pues la película es muy larga, demasiado, y no
mantiene en todo momento el interés de sus mejores instantes. Mucho mejor
resulta en el terreno estrictamente visual, que es donde se percibe el
esfuerzo de Bong Joon-ho de imprimirle interés a base de golpes de estilo. Hay
que reconocer, en este sentido, que el film se beneficia enormemente del
trabajo del director de fotografía Hong Kyung-pyo y del director artístico
Ondrej Nekvasil, quienes han logrado captar a la perfección las ideas del
realizador a la hora de mostrar, por ejemplo, los diferentes decorados, tonos
de color y atmósferas de cada uno de los vagones que componen ese súper-tren
futurista donde viajan los últimos supervivientes de la raza humana tras una
nueva época glacial provocada artificialmente para combatir el proceso de
calentamiento del planeta. Bong Joon-ho intenta, asimismo, combinar distintos
estilos de filmación en función de cada nuevo y teóricamente sorprendente
decorado; pero, incluso en sus buenos momentos, Snowpiercer (Rompenieves) transmite la sensación de que sus ideas
funcionan mejor en la teoría que en la práctica, y que el resultado intenta ser brillante a toda costa pero que al final
solo consigue ser artificial y pintoresco.