[ADVERTENCIA:
EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE
REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE
ESTE FILM.] Los miserables (Les
Misérables, 2012), adaptación cinematográfica de la famosa obra musical de
Claude-Michel Schönberg y Alain Boublil a partir de la novela homónima de
Victor Hugo, probablemente azuzará el látigo de cierta crítica contra el
realizador británico Tom Hooper, corrigiendo y aumentando, si cabe, los reparos
que provocó su anterior y celebrado largometraje, el “oscarizado” El discurso del rey (The King’s Speech,
2010) (1). Reparos, a mi entender,
algo exagerados, pues si bien es verdad que ni El discurso del rey ni, todavía menos, Los miserables son obras maestras del cine, de ahí a considerarlas
películas mediocres media un abismo, sobre todo si en el caso de la primera
todavía se sigue discutiendo si se “merecía” ganar el Oscar (a no ser, claro
está, que todavía haya quien crea que el Oscar, o la Palma de Oro, o el Oso de
Oro, o el León de Oro, o el César, o el Goya, o lo que sea, o lo que toque, premian
lo mejor de lo mejor; peor aún, que todavía haya quien crea que el arte en
general y el cine en particular solo pueden medirse a base de galardones y
trofeos dentro de una especie de Olimpiadas de la Calidad Artística ;
o dicho de otra manera, que el arte tiene que ser competitivo o no ser: qué
espanto).
Se le ha
reprochado a Los miserables, versión
Tom Hooper, y no sin razón, cierta fealdad visual ya presente en parte en El discurso del rey; en concreto, la
tendencia del realizador a abusar del primer plano y a utilizar encuadres un
tanto deformantes muy parecidos o equivalentes a lo que años atrás se llamaba
“ojo de pez”. Especulando con las intenciones de Hooper al respecto, podría
verse en ello un intento algo forzado por superar las convenciones visuales del
así llamado “cine de época” en el caso de El
discurso del rey y del género musical en el de Los miserables. Del mismo modo que El discurso del rey intentaba ser —y, a ratos, lo lograba— una mirada
a la intimidad de personajes históricos contemplados desde el punto de vista de
sus defectos como seres humanos —la tartamudez del rey Jorge VI (Colin Firth) y
sus problemas para superarla—, Los
miserables intenta erigirse en un musical que no siga al dedillo las por
así llamarlas reglas de la adaptación de obras de teatro musicales al cine. El
esfuerzo más notorio, y uno de sus aciertos desde un punto de vista estricto
como adaptación del teatro al cine, consiste en la grabación de las canciones
in situ durante el rodaje y no, como suele hacerse, aparte en un estudio de
sonido (lo que se conoce como playback),
de tal manera que las interpretaciones musicales de los actores suenan tal cual
se oían en el momento en que se grabaron, y por tanto, transmiten así una
sensación de inmediatez y proximidad similares a las del teatro. Por otro lado,
no deja de ser curioso que se le reproche a Hooper su abuso del primer plano en
Los miserables, mientras que, al
final, acabe resultando que su momento de puesta en escena más celebrado estos
días consista precisamente en el largo primer plano de Fantine (Anne Hathaway)
interpretando uno de los buques insignia del original escénico, el tema “I
Dreamed A Dream”. No obstante, lo que sí que es verdad es que, en sus líneas
generales y de manera paradójica, en su intento de rehuir ciertas convenciones
(no todas) del género musical, Los
miserables acaba siendo un film excesivamente rígido consigo mismo porque
termina aplicando ese mismo patrón que se ha marcado de antemano a lo largo de
todo el metraje; y, teniendo en cuenta que este último se alarga hasta los 157
minutos, no puede evitarse cierta sensación de monotonía.
Resulta de
agradecer, en este sentido, que de vez en cuando (aunque no con la frecuencia
que sería deseable) la película “rompa” con esa planificación excesivamente
“cercana” a los personajes mediante espectaculares movimientos de cámara de
aproximación o de alejamiento, en los cuales se percibe cierta voluntad de
dinamitar las barreras entre teatro y cine. Tal es el caso del plano inicial
del film que ilustra el “Prólogo”, donde en virtud de un movimiento descendente
de la cámara pasamos de un gran encuadre de un velero en un astillero a otro
mucho más cerrado sobre el prisionero 24.601, Jean Valjean (Hugh Jackman), y
sus compañeros de infortunio, tirando de las gruesas cuerdas que sujetan el
barco bajo la atenta vigilancia de sus carceleros, entre ellos el implacable
Javert (Russell Crowe); es decir, pasamos dentro de un único plano del drama
colectivo al particular, y en cierto sentido, del “cine” (la imagen del barco
es imposible de reproducir en un escenario teatral con la misma magnificencia)
al “teatro” (los personajes, Valjean y sus compañeros de cárcel, en vez de
hablar, cantan). Aún así, mejor y más intenso, más expresivo en definitiva, me
parece el movimiento ascendente de la cámara que remata la secuencia del
propósito de enmienda de Valjean en la capilla (tema musical: “What Have I
Done?”): pasamos, de este modo, de los primeros planos y planos medios del
personaje, tomando la decisión de renunciar a su pasado de presidiario y dejar
de sufrir, a un gran plano general con grúa sobre el paisaje que rodea la
iglesia, como si un nuevo mundo de posibilidades “se abriera” ante los ojos del
protagonista. Tampoco está nada mal, por su sentido de lo narrativo, el gran
plano picado combinado con grúa ascendente que parte de Valjean arrastrando al
herido Marius (Eddie Redmayne) por las callejuelas parisinas cercanas a la
barricada de los revolucionarios y que termina en una vista general muy abierta
sobre la ciudad, la cual permite ver la posición de esa misma barricada y cómo el
ejército va tomando posiciones a su alrededor. Pero la mejor idea de puesta en
escena es una relacionada con los dos monólogos musicales del personaje de
Javert, el titulado en el original escénico “Stars” y su soliloquio previo al
suicidio (“Javert’s suicide”): en el primero, el inspector de policía lleva a
cabo sus reflexiones en voz alta mientras pasea sobre una elevada cornisa desde
la cual se domina una amplia panorámica de París; en un momento dado, Tom
Hooper inserta un plano de los pies de Javert llevando a cabo un peligroso
juego justo al borde de la cornisa, anticipando así las intenciones suicidas
del personaje, ya explícitas en el segundo monólogo, y sugiriendo así la
fragilidad interior de Javert, un servidor de la ley y el orden nacido en una
prisión y en el fondo tan prisionero, tan “miserable”, tan víctima del sistema
social represor de la época como el propio Valjean, y que acaba quitándose la
vida porque es incapaz de asimilar el gesto salvador de su eterno enemigo, y en
consecuencia, de soportar el descubrimiento de zonas grises en una existencia
entendida en términos de blanco o negro; como siempre, Russell Crowe contribuye
sobremanera a humanizar a Javert, personaje desagradecido y difícil de
interpretar que en muchas (demasiadas) ocasiones suele despacharse como si
fuera un villano de una pieza.
Los miserables no es una mala película;
tiene, como hemos visto, buenos momentos y excelentes intérpretes (todos están
bien, aunque quizá Sacha Baron Cohen no brilla tanto como lo hizo, sorprendentemente,
en Sweeney Todd y La invención de Hugo: a su Monsieur
Thénardier le falta picardía). Probablemente tampoco pretendía ser algo más que
lo que es, la adaptación “a lo grande” de una obra musical asimismo “grande”,
pero aún así carece del entusiasmo que sí puso, por ejemplo, un inesperado Joel
Schumacher cuando afrontó —y resolvió, a mi entender, magníficamente, aunque
sospecho que todavía somos pocos quienes opinamos así— la versión de otro éxito
escénico de similares características, El
fantasma de la Ópera (The Phantom of the Opera, 2004), según Andrew Lloyd
Webber. De hecho, hay muchos momentos de Los
miserables en los que se nota su mera intención de ser un sencillo
equivalente fílmico del espectáculo teatral, cosa que se hace patente sobre
todo en la visualización de los dos famosos temas musicales del original
escénico que cierran el primer y el segundo y último acto de la función (y, con
este, la película), “One Day More” y “Do You Hear The People Sing (Reprise)
[Finale]”, en los cuales se recurre al montaje en paralelo para unificar visual
y musicalmente a los principales personajes y lograr algo más o menos parecido
a un apoteosis. En este sentido, Los
miserables puede resultar muy útil de cara a los interesados en explorar
las relaciones entre teatro y cine, por más que al final no acabe siendo un
exponente demasiado ilustre de las mismas.
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