lunes, 7 de enero de 2013

El prisionero 24.601: “LOS MISERABLES”, de TOM HOOPER



[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Los miserables (Les Misérables, 2012), adaptación cinematográfica de la famosa obra musical de Claude-Michel Schönberg y Alain Boublil a partir de la novela homónima de Victor Hugo, probablemente azuzará el látigo de cierta crítica contra el realizador británico Tom Hooper, corrigiendo y aumentando, si cabe, los reparos que provocó su anterior y celebrado largometraje, el “oscarizado” El discurso del rey (The King’s Speech, 2010) (1). Reparos, a mi entender, algo exagerados, pues si bien es verdad que ni El discurso del rey ni, todavía menos, Los miserables son obras maestras del cine, de ahí a considerarlas películas mediocres media un abismo, sobre todo si en el caso de la primera todavía se sigue discutiendo si se “merecía” ganar el Oscar (a no ser, claro está, que todavía haya quien crea que el Oscar, o la Palma de Oro, o el Oso de Oro, o el León de Oro, o el César, o el Goya, o lo que sea, o lo que toque, premian lo mejor de lo mejor; peor aún, que todavía haya quien crea que el arte en general y el cine en particular solo pueden medirse a base de galardones y trofeos dentro de una especie de Olimpiadas de la Calidad Artística; o dicho de otra manera, que el arte tiene que ser competitivo o no ser: qué espanto).


Se le ha reprochado a Los miserables, versión Tom Hooper, y no sin razón, cierta fealdad visual ya presente en parte en El discurso del rey; en concreto, la tendencia del realizador a abusar del primer plano y a utilizar encuadres un tanto deformantes muy parecidos o equivalentes a lo que años atrás se llamaba “ojo de pez”. Especulando con las intenciones de Hooper al respecto, podría verse en ello un intento algo forzado por superar las convenciones visuales del así llamado “cine de época” en el caso de El discurso del rey y del género musical en el de Los miserables. Del mismo modo que El discurso del rey intentaba ser —y, a ratos, lo lograba— una mirada a la intimidad de personajes históricos contemplados desde el punto de vista de sus defectos como seres humanos —la tartamudez del rey Jorge VI (Colin Firth) y sus problemas para superarla—, Los miserables intenta erigirse en un musical que no siga al dedillo las por así llamarlas reglas de la adaptación de obras de teatro musicales al cine. El esfuerzo más notorio, y uno de sus aciertos desde un punto de vista estricto como adaptación del teatro al cine, consiste en la grabación de las canciones in situ durante el rodaje y no, como suele hacerse, aparte en un estudio de sonido (lo que se conoce como playback), de tal manera que las interpretaciones musicales de los actores suenan tal cual se oían en el momento en que se grabaron, y por tanto, transmiten así una sensación de inmediatez y proximidad similares a las del teatro. Por otro lado, no deja de ser curioso que se le reproche a Hooper su abuso del primer plano en Los miserables, mientras que, al final, acabe resultando que su momento de puesta en escena más celebrado estos días consista precisamente en el largo primer plano de Fantine (Anne Hathaway) interpretando uno de los buques insignia del original escénico, el tema “I Dreamed A Dream”. No obstante, lo que sí que es verdad es que, en sus líneas generales y de manera paradójica, en su intento de rehuir ciertas convenciones (no todas) del género musical, Los miserables acaba siendo un film excesivamente rígido consigo mismo porque termina aplicando ese mismo patrón que se ha marcado de antemano a lo largo de todo el metraje; y, teniendo en cuenta que este último se alarga hasta los 157 minutos, no puede evitarse cierta sensación de monotonía.


Resulta de agradecer, en este sentido, que de vez en cuando (aunque no con la frecuencia que sería deseable) la película “rompa” con esa planificación excesivamente “cercana” a los personajes mediante espectaculares movimientos de cámara de aproximación o de alejamiento, en los cuales se percibe cierta voluntad de dinamitar las barreras entre teatro y cine. Tal es el caso del plano inicial del film que ilustra el “Prólogo”, donde en virtud de un movimiento descendente de la cámara pasamos de un gran encuadre de un velero en un astillero a otro mucho más cerrado sobre el prisionero 24.601, Jean Valjean (Hugh Jackman), y sus compañeros de infortunio, tirando de las gruesas cuerdas que sujetan el barco bajo la atenta vigilancia de sus carceleros, entre ellos el implacable Javert (Russell Crowe); es decir, pasamos dentro de un único plano del drama colectivo al particular, y en cierto sentido, del “cine” (la imagen del barco es imposible de reproducir en un escenario teatral con la misma magnificencia) al “teatro” (los personajes, Valjean y sus compañeros de cárcel, en vez de hablar, cantan). Aún así, mejor y más intenso, más expresivo en definitiva, me parece el movimiento ascendente de la cámara que remata la secuencia del propósito de enmienda de Valjean en la capilla (tema musical: “What Have I Done?”): pasamos, de este modo, de los primeros planos y planos medios del personaje, tomando la decisión de renunciar a su pasado de presidiario y dejar de sufrir, a un gran plano general con grúa sobre el paisaje que rodea la iglesia, como si un nuevo mundo de posibilidades “se abriera” ante los ojos del protagonista. Tampoco está nada mal, por su sentido de lo narrativo, el gran plano picado combinado con grúa ascendente que parte de Valjean arrastrando al herido Marius (Eddie Redmayne) por las callejuelas parisinas cercanas a la barricada de los revolucionarios y que termina en una vista general muy abierta sobre la ciudad, la cual permite ver la posición de esa misma barricada y cómo el ejército va tomando posiciones a su alrededor. Pero la mejor idea de puesta en escena es una relacionada con los dos monólogos musicales del personaje de Javert, el titulado en el original escénico “Stars” y su soliloquio previo al suicidio (“Javert’s suicide”): en el primero, el inspector de policía lleva a cabo sus reflexiones en voz alta mientras pasea sobre una elevada cornisa desde la cual se domina una amplia panorámica de París; en un momento dado, Tom Hooper inserta un plano de los pies de Javert llevando a cabo un peligroso juego justo al borde de la cornisa, anticipando así las intenciones suicidas del personaje, ya explícitas en el segundo monólogo, y sugiriendo así la fragilidad interior de Javert, un servidor de la ley y el orden nacido en una prisión y en el fondo tan prisionero, tan “miserable”, tan víctima del sistema social represor de la época como el propio Valjean, y que acaba quitándose la vida porque es incapaz de asimilar el gesto salvador de su eterno enemigo, y en consecuencia, de soportar el descubrimiento de zonas grises en una existencia entendida en términos de blanco o negro; como siempre, Russell Crowe contribuye sobremanera a humanizar a Javert, personaje desagradecido y difícil de interpretar que en muchas (demasiadas) ocasiones suele despacharse como si fuera un villano de una pieza.


Los miserables no es una mala película; tiene, como hemos visto, buenos momentos y excelentes intérpretes (todos están bien, aunque quizá Sacha Baron Cohen no brilla tanto como lo hizo, sorprendentemente, en Sweeney Todd y La invención de Hugo: a su Monsieur Thénardier le falta picardía). Probablemente tampoco pretendía ser algo más que lo que es, la adaptación “a lo grande” de una obra musical asimismo “grande”, pero aún así carece del entusiasmo que sí puso, por ejemplo, un inesperado Joel Schumacher cuando afrontó —y resolvió, a mi entender, magníficamente, aunque sospecho que todavía somos pocos quienes opinamos así— la versión de otro éxito escénico de similares características, El fantasma de la Ópera (The Phantom of the Opera, 2004), según Andrew Lloyd Webber. De hecho, hay muchos momentos de Los miserables en los que se nota su mera intención de ser un sencillo equivalente fílmico del espectáculo teatral, cosa que se hace patente sobre todo en la visualización de los dos famosos temas musicales del original escénico que cierran el primer y el segundo y último acto de la función (y, con este, la película), “One Day More” y “Do You Hear The People Sing (Reprise) [Finale]”, en los cuales se recurre al montaje en paralelo para unificar visual y musicalmente a los principales personajes y lograr algo más o menos parecido a un apoteosis. En este sentido, Los miserables puede resultar muy útil de cara a los interesados en explorar las relaciones entre teatro y cine, por más que al final no acabe siendo un exponente demasiado ilustre de las mismas.


(1) http://elcineseguntfv.blogspot.com.es/2011/02/peliculas-del-oscar-1-lionel-y-bertie.html

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