lunes, 25 de junio de 2012

La vida en fuera de campo: “SUEÑO Y SILENCIO”, de JAIME ROSALES



[Advertencia: en el presente artículo se revelan importantes detalles de la trama de este film.] Sueño y silencio (2012) viene a ser un paso más en la dirección apuntada por Jaime Rosales en sus tres anteriores largometrajes, Las horas del día (2003), La soledad (2007) y Tiro en la cabeza (2008). Como en estas últimas, la irrupción de la muerte en la vida cotidiana de los personajes deviene un fatídico punto de inflexión, un antes y un después de importancia trascendental. La diferencia reside en que, en Sueño y silencio, la muerte es consecuencia del azar (un accidente automovilístico), y no el resultado de la acción homicida de un asesino en serie compulsivo o de unos asesinos en serie con (se supone) “motivaciones” políticas. A nivel estilístico, este nuevo largometraje es una depuración, una exacerbación casi, y a la vez una cierta ruptura con respecto a los que le preceden. Depuración: la película entera está narrada a base de planos de duración sostenida, o si se prefiere planos-secuencia; son encuadres que responden a la definición, digamos, académica o comúnmente aceptada de plano-secuencia: aquél que contiene una secuencia completa dentro de la misma unidad de espacio y tiempo; pero dichos planos-secuencia no son de muy larga duración (algunos, incluso, son bastante breves), con lo que casi podríamos hablar de “planos-escena” o de “planos-apunte”, lo cual transmite una sensación de narración mucho más compacta que en Las horas del día, La soledad y Tiro en la cabeza. Exacerbación (o casi): la construcción narrativa de Sueño y silencio, sostenida alrededor del fuera de campo, está más recalcada aquí que en los anteriores films de Rosales, hasta el punto de que prácticamente todo el sentido de lo que cuenta se sostiene sobre el cómo lo cuenta. Una cierta ruptura: Sueño y silencio marca diferencias con los trabajos de Rosales que la preceden, en primer lugar, por lo más obvio, el uso preferente del blanco y negro sobre el color (este último no completamente ausente de la función); pero también, y positivamente, por un mayor cuidado a la hora de expresar y sugerir cosas; dicho de otra manera, y sin que ello implique que nos hallamos ante una obra exenta de defectos, Sueño y silencio es, hasta la fecha, el trabajo más conseguido de su realizador.

Si bien es posible que, antes de haber visto la película y en virtud de las informaciones de prensa que acompañan al estreno de cualquier film, el espectador ya sepa antes de haberla visto, como suele decirse, “de qué va” –el drama que golpea a una familia, formada por Yolanda (Yolanda Galocha), de profesión maestra de español, su marido Oriol (Oriol Roselló), arquitecto, y sus dos pequeñas hijas, Celia (Celia Correas) y Alba (Alba Ros Montet), cuando, como consecuencia de un accidente de coche, Celia muere y su padre sobrevive con una grave pérdida de memoria—, lo que cuenta Sueño y silencio no salta a la vista desde sus primeras secuencias, sino que se va desarrollando lenta y paulatinamente, de tal manera que puede afirmarse que hasta los treinta primeros de proyección el espectador no está ubicado exactamente en el meollo argumental. Tras un prólogo, en principio desconectado de la trama principal, y protagonizado por Miquel Barceló, quien reaparece en el epílogo del relato y respecto a lo cual ya volveremos, la acción de Sueño y silencio arranca a base de impresiones fugaces que, poco a poco, van construyendo “algo”, y ese “algo” no es sino la descripción de la vida cotidiana de la familia protagonista: Yolanda arreglándose antes de salir de casa, las niñas que desayunan o juegan en su habitación, Oriol hablando (en inglés) con sus clientes, la madre dando clases de español a sus alumnos franceses, el padre visitando un edificio en construcción, la pareja conversando con sus hijas en la cama, etc. Mas lo interesante (o, mejor dicho, lo que a mí me parece verdaderamente interesante) reside en la forma como Rosales lo muestra todo, por medio de una cámara colocada de tal manera que, a ratos (y tal y como ya ocurría en Tiro en la cabeza), parece más bien “espiar” a los personajes tanto en su intimidad como cuando se relacionan abiertamente con otras personas, como manteniendo una distancia y a la vez como queriendo “sorprenderlos” cuando hacen o dicen algo trascendente, o al menos intentando captar esa “sorpresa”: ese momento clave. De ahí planos como, después del prólogo “barceloniano”, esa imagen de Yolanda arreglándose entrevista a través del dintel de una puerta (que recuerda la planificación de La soledad); o ese otro, en cámara móvil, en el cual la cámara se desplaza a través de las dependencias de un edificio en obras y se detiene cuando “encuentra” en una de ellas a Oriol y otros dos hombres hablando, se supone, de su trabajo allí: casi como en Tiro en la cabeza, donde ni siquiera oíamos los diálogos, ahogados por los sonidos ambientales, aquí lo que se oye que hablan no resulta particularmente trascendente. Lo que importa, en definitiva, es el hecho de mostrar al personaje en su quehacer cotidiano, y sobre todo, que la cámara está allí para registrarlo todo: Sueño y silencio se erige, de este modo, en una bonita digresión sobre las relatividad de las fronteras entre el cine y la vida, la ficción y la realidad, con personajes que “actúan” ante una cámara y con una cámara que parece “sorprender” a los personajes como si estos no fueran conscientes de que están siendo filmados. Luego veremos que incluso esto se “rompe” en un momento dado.


Sueño y silencio describe un(os) pedazo(s) de vida de un puñado de seres humanos, narrándolo todo desde una perspectiva que podríamos definir como tangencial: lo sabemos todo sobre los personajes (o casi), pero todo lo que llegamos a saber de ellos lo descubrimos de forma indirecta, y ello se debe a la manera como Rosales plantea la narración, convirtiendo el fuera de campo en la principal figura de estilo. De este modo, y como ya he señalado líneas atrás, vamos “descubriendo” cosas de los personajes, como dónde vive y trabaja la pareja protagonista y dónde cursan estudios sus niñas (en Francia), con qué otras personas se relacionan (compañeros de trabajo, amistades), quiénes son sus otros familiares (los abuelos paternos catalanes: Jaume/ Jaume Terradas y Laura/ Laura Latorre), y sobre todo, la tragedia que, en un momento dado, les golpea con efectos devastadores. En efecto, hay un accidente de automóvil; Oriol, el padre, conduce, y va acompañado de la hija mayor, Celia; pero nunca vemos ese accidente: tan solo una serie de planos de la carretera con la cámara colocada a la altura del parabrisas del vehículo, una leve distorsión de las imágenes (el efecto cegador de la película con sobreexposición, incluso las perforaciones de soporte del celuloide, como si el film entero se saliera del proyector), y finalmente, un corte de montaje que nos conduce a una serie de imágenes desoladoras: los abuelos recibiendo, en su casa de campo, una alarmante llamada telefónica; Yolanda, en plano medio y acompañada por otras dos mujeres, con el rostro demudado y llorando; un funeral resuelto en un único y largo plano general (intuimos entonces que el ataúd que es colocado en el nicho tiene un tamaño más bien pequeño); Yolanda velando el sueño de Oriol en el hospital… Celia ha muerto.


Sueño y silencio es el título del film. La visualización de todo lo que se narra en él tiene, efectivamente, algo de sueño, o si se prefiere, de ensueño, dado que en ningún momento se busca lo onírico, por más que, como ya he señalado, hay determinados apuntes formales no-realistas (el empleo del blanco y negro, los “defectos” de celuloide que preceden al accidente) que parecen apuntar en esa dirección. Hay, eso sí, muchos silencios, en el sentido de que los personajes o bien no hablan (porque están embargados por el dolor, porque no tienen nada que decir a sus interlocutores), o bien lo que dicen, también se ha apuntado, no es realmente trascendente para el espectador (con independencia, claro está, de que pueda serlo para los personajes). Un par de momentos resultan particularmente significativos con respecto a esto último: el primero, aquellas escenas en las cuales Yolanda le reprocha a Oriol (injustamente, todo hay que decirlo) su silencio, a causa de la amnesia que sufre como consecuencia del accidente y que le impide recordar no ya este último…, sino ni tan siquiera a su hija muerta; el segundo al que me refiero es esa escena en la cual estando ambos en su dormitorio Oriol empieza a explicarle una confidencia a Yolanda…, y, de repente, el plano se corta, escamoteándole al espectador el relato de Oriol, o lo que es lo mismo, respetando la intimidad de los personajes dejándoles a solas, fuera de la curiosidad de un público que tan solo puede imaginar o especular sobre de qué van a hablar. Hacía tiempo que el cine español en general, y Jaime Rosales en particular, no ofrecía una película que consigue activar los mecanismos mentales y emocionales del espectador y estimular de tal manera su imaginación y su curiosidad hacia lo que se está contando.


También resulta notable que lo consiga sin dejar de proponer, al mismo tiempo, una curiosa digresión sobre la relación entre cámara y personajes: ya hemos mencionado que, en muchos momentos, se tiene la sensación de que, efectivamente, la cámara sigue a los personajes de Sueño y silencio, registrando su intimidad, y que a ratos parece que les está casi “persiguiendo”. Hay al respecto un par de apuntes admirables, acaso lo mejor del film. El primero es ese plano medio de Yolanda en el parque, a la cual vemos hablando con alguien que está situado, nuevamente, en fuera de campo; no hay contraplano del interlocutor de Yolanda y ni tan siquiera oímos su voz; más adelante, Yolanda se cita con Oriol en una cafetería y le cuenta que ha tenido como una fantasía, en la cual se imaginaba que estaba en el parque hablando… con Celia, y aún siendo consciente de que eso es imposible, eso la ha reconfortado. Un poco como consecuencia de este pequeño incidente, animado por Yolanda y quizá picado por la curiosidad, Oriol accede a darse un paseo por ese mismo parque y sus alrededores, con vistas a que el lugar estimule su memoria dormida y le traiga recuerdos de Celia; hay entonces una secuencia en la cual vemos a Oriol paseando por ese parque, pero sin que ese paseo parezca producirle a su memoria el efecto estimulante deseado, y que concluye con un plano magnífico: empieza con el (consabido) encuadre en cámara móvil y en movimiento frontal, tomado en plano medio muy cerrado sobre las espaldas de Oriol mientras pasea por ese parque; de repente, Oriol se detiene y se vuelve hacia la cámara, mirándola con resentimiento; la cámara también detiene su “seguimiento” del personaje; Oriol vuelve a dar media vuelta y sigue andando, pero la cámara se queda fija en el mismo punto donde se ha parado, filmando cómo el personaje se aleja de ella en plano general. Dicho de otro modo: Oriol “rechaza” esa cámara que parece seguirle a todas partes, poniendo al desnudo la naturaleza del cine como artificio y como “intruso” escrutador de las emociones y los sentimientos humanos; puede verse, asimismo, como una nueva demostración del propósito de Rosales de reservar esa intimidad de los personajes al ámbito personal de estos últimos: a una imposición formal del fuera de campo llevada hasta sus últimas consecuencias.


Ya he mencionado que, si bien la práctica totalidad de la película ha sido rodada en blanco y negro –un blanco y negro granulado muy Nouevelle Vague: a ratos, la textura del film recuerda a la de la famosa obra de Jean Eustache La maman et la putain (1973)—, en un par de momentos de Sueño y silencio el color “salpica” las imágenes. El primero es ese inserto del abuelo paterno, Jaume, esperando al volante de su coche a que Yolanda termine la visita que está realizando a la cuneta donde tuvo lugar el accidente que segó la vida de su hija; de este modo, este personaje, digamos, “secundario” en el devenir del relato adquiere de esta forma una relevancia, como sugiriendo con esta inesperada intromisión del color que el viejo Jaume “vive” dentro de otro mundo, el suyo propio, o dicho de otra manera, que Jaume bien podría ser el protagonista de otra película insertada dentro de Sueño y silencio (o lo que es lo mismo, o casi: que cada película admite tantas versiones como tantos puntos de vista de sus personajes pueda adoptar). El segundo momento al que me refiero tiene lugar justo al final, y enlaza con el prólogo, dado que ambos instantes, principio y final, están protagonizados por Miquel Barceló: si en el prólogo, en blanco y negro, le vemos en plano picado trabajando sobre una superficie rectangular, pintando una escena que parece sugerir la de una tribu reunida alrededor de una hoguera, lo cual asimismo se diría un anticipo de lo que va a ser a continuación la temática principal del film (la historia de “una tribu”, ergo, una familia), el epílogo, en cambio, es en color, y en él vemos, en ese mismo encuadre en picado, a Barceló pintando una especie de lagartijas crucificadas (sic), aplicando, emborronando y redefiniendo las imágenes mediante sucesivas capas de pintura: poco más o menos, ¿acaso no es eso, en el fondo, Sueño y silencio, una pintura impresionista cuyos contornos figurativos se van emborronando mediante la técnica “pictórica” del fuera de campo?


[Nota bene: El montaje de Sueño y silencio que ha llegado a nuestros cines es de 110 minutos, si bien parecen existir indicios de la existencia de una versión más larga, de 120 minutos según la ficha publicada en The Internet Movie Database, en la cual incluso constan las presencias en su reparto de intérpretes tan conocidos como Maria de Medeiros y Sergi López, y la de otro montaje de casi tres horas, según otras fuentes, así como informaciones que afirmaban que la película pudo haberse llegado a cortar como consecuencia de ciertas exigencias del comité de programación del último Festival de Cannes, donde se vio por primera vez el film dentro de la Quincena de los Realizadores. Me limito a dejarlo apuntado a título de curiosidad.]

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