viernes, 30 de diciembre de 2011

PRESENTACIÓN EN BARCELONA DE “THE TWILIGHT ZONE” EL PRÓXIMO 3 DE ENERO

El próximo martes, 3 de enero de 2012, está prevista la presentación en Barcelona de The Twilight Zone, el libro colectivo sobre la mítica serie de televisión de Rod Serling que publicó el pasado mes de octubre la editorial Scifiworld con el patrocinio de Sitges 2011 – Festival de Cinema Fantàstic de Catalunya, durante cuya celebración tuvo lugar la primera presentación pública de este volumen (foto inferior). La presentación en Barcelona, la primera que se hace fuera del marco del certamen, tendrá lugar en el establecimiento que El Corte Inglés tiene situado en la Avinguda Portal de l’Àngel, a las 19 h., y a la misma asistiremos todos los autores del libro: Jordi Ardid, Álex Barba, Sergi Grau, Joan Renter, Lluís Vilanova y un servidor. Esperamos veros por allí y tener así la oportunidad de saludarnos y felicitarnos el Año Nuevo en persona.


Compra el libro en “Scifiworld”: http://www.scifiworld.es/ficha.php?seccion=1&cat=15&id=182&pag1=

martes, 27 de diciembre de 2011

CINE DE ESTAS NAVIDADES (1): “THE ARTIST” – “MISIÓN: IMPOSIBLE. PROTOCOLO FANTASMA”


¿Viva el cine mudo?: The Artist (ídem, 2011), de Michel Hazanavicius.- [Advertencia: en el presente artículo se revelan importantes detalles de la trama de este film.] Si he de ser sincero, no tenía la menor intención de hablar de esta película de Michel Hazanavicius, o al menos no tenía previsto hacerlo ahora sino quizá más adelante y a la espera de otra ocasión que, probablemente, se materializará pronto en otro soporte. Vaya por delante, y quiero que quede muy claro desde el principio, que este film me ha parecido muy simpático y bastante grato de ver; quiero subrayarlo porque es posible que lo que voy a decir a continuación pueda ser malinterpretado e incluso juzgado con severidad, siendo visto incluso como una especie de posicionamiento particular mío destinado a, como suele decirse coloquialmente, “hacerme notar”. Nada más lejos de mi intención, pues como ya he dicho me había propuesto firmemente no escribir nada sobre The Artist y esperar a que se disipara el entusiasmo –voy diciéndolo ya: desproporcionado— con el que ha sido recibido tanto en nuestro país como en los Estados Unidos, donde figura ya entre las candidatas/favoritas/nominadas/seleccionadas o como se quiera llamar en la terna de premios que se están empezando a repartir y que culminarán el próximo mes de febrero con la fiesta anual/negocio/montaje o como ustedes prefieran denominar a la entrega de los premios Oscar. Dejando aparte mi consolidado escepticismo ante lo que se conoce como trofeos cinematográficos, y más teniendo en cuenta que, al menos en el momento de escribir estas líneas, películas con unas cualidades fílmicas excepcionalmente superiores como Un método peligroso (A Dangerous Method, 2011, David Cronenberg) y El topo (Tinker, Taylor, Soldier, Spy, 2011, Tomas Alfredson) son dejadas de lado, o bien en estos momentos todavía no “suenan” como “premiables”, en beneficio del simplemente simpático trabajo de Hazanavicius; incluso dejando, como digo, eso aparte (y que, al menos para mí, no tiene más valor que el anecdótico), no puedo menos que romper mi autoimpuesto silencio al respecto –nada solemne, por descontado— y decir que, por más que estos días se diga y probablemente se seguirá diciendo que The Artist “es” cine-mudo-como-el-de-antes, la realidad es muy, muy distinta.

Puedo comprender que una propuesta como la de The Artist sea de aquellas que despiertan la rápida adhesión de los cinéfilos. Ahí es nada, entrando ya en la segunda década del siglo XXI, atreverse a hacer una película que no solo atenta directamente contra dos principios casi dogmáticos del cine de hoy en día, es decir, está rodada en blanco y negro y, encima, es muda, sino que además lo hace imitando, de paso, el planteamiento conceptual, formal y estético del cine del conocido como período silente, o sea, aquel que oficialmente concluyó con el estreno en los Estados Unidos de El cantor de jazz (The Jazz Singer, 1927, Alan Crosland). ¡Cómo no va a “caer bien” semejante propuesta en un contexto cinematográfico como el actual! Pero, por favor, no exageremos: The Artist es una divertida y, a ratos, lograda recreación del cine mudo, y más concretamente del mudo norteamericano, y todavía más específicamente de determinadas parcelas genéricas del cine silente estadounidense como son la comedia (variante slapstick), el cine de aventuras (temática espadachines y “selvática”) y el melodrama (temática rise & fall), todo lo cual desemboca en una última pincelada consagrada al cine sonoro por excelencia, esto es, el musical. Mas no nos olvidemos de que estamos hablando de una imitación y una recreación, lo cual en sí mismo considerado no tendría nada de malo si no fuera porque, en el caso de The Artist, hay instantes en los cuales se nota, y mucho, que Hazanavicius y sus excelentes colaboradores, cuya labor me merece el mayor de los respetos –el director de fotografía Guillaume Schiffman, el compositor Ludovic Bource, y un formidable elenco de intérpretes encabezado por unos magníficos y chispeantes Jean Dujardin y Bérénice Bejo—, enfocan su trabajo en función de esa idea de simulacro. Un simulacro todo lo gracioso que se quiera (en sus mejores momentos; en otros, no tanto), pero a fin de cuentas prefabricado y artificial. No quiero parecer algo así como “un borde” pero, dicho sea con toda la franqueza de la que soy capaz, no hay más que ver una obra maestra –esta sí— rodada realmente en la época del cine mudo como La bendición de la tierra, sobre la cual hablé recientemente en este mismo blog (1), y no cito otros grandes títulos del período porque tampoco quiero parecer cruel, para darse cuenta de que The Artist, sencillamente, no da la talla.

Espero que nadie que vea The Artist pueda realmente llegar a creer que es una película a la altura de lo mejor del cine mudo norteamericano, o que se trata de una fiel imitación del mismo, entre otras razones porque sería una auténtica pena que alguien que no conozca siquiera mínimamente la producción silente estadounidense pueda llegar a pensar que el nivel medio de calidad de esta última coincidía con el de este sucedáneo de producción franco-belga. Y es que, repito aún a riesgo de ser reiterativo, lo cierto es que, dejando al margen la simpatía de la operación, The Artist ni es auténtico cine mudo ni una imitación de las más brillantes, entre otras razones porque, con la salvedad de los buenos momentos que detallaremos más adelante, su trama es una ensalada de tópicos sobre la imaginería que ha llegado hasta nuestros días con respecto al silente: desde el prototípico galán encarnado por Jean Dujardin, George Valentin, que viene a ser una mezcla de Douglas Fairbanks y John Gilbert, hasta el tono naif de la representación de los rodajes de la época, evocado con esa media sonrisa de complicidad hacia un cine, digamos, “mal hecho” (o mejor dicho, considerado como tal) por la mera razón de carecer de los medios actuales, en lo que puede verse, siendo maliciosos, una burla cariñosa, pero burla a fin de cuentas, hacia un tipo de cine que habrá quien considere –horror— “superado”; en este sentido, hay declaraciones de amor que es mejor ahorrárselas, pues en caso contrario corren el riesgo de ser malinterpretadas. Y más si se apoyan sobre tantos y tantos tópicos, todo lo “cariñosos” que se quieran, que van desde el obvio paralelismo que se establece entre las respectivas trayectorias profesionales de Valentin, quien vive sus últimos años de gloria como estrella del silente antes de que la irrupción del sonoro dé al traste con su carrera, y Peppy Miller (Bérénice Bejo), una joven actriz que empieza como chica del coro y que, gracias a su desparpajo y su habilidad para cantar, bailar e interpretar comedia, acaba convirtiéndose en una de las primeras grandes estrellas femeninas del sonoro; o sea, que mientras el uno “baja”, la otra “sube” en la así llamada escalera del éxito. Caída de Valentin y ascensión de Peppy que están respectivamente punteadas por medio del estereotipo: por ejemplo, el mismo día que Valentin estrena su nueva película –una de sus típicas epopeyas aventureras, en este caso de ambientación “selvática”, y muda, por añadidura—, Peppy hace otro tanto con su nueva comedia sonora, y claro está, el film del primero fracasa estrepitosamente y el de la segunda es un triunfo taquillero. Una situación que Hazanavicius, guionista además de director, subraya –literalmente— hasta el ahogo: Peppy y uno de sus novios de temporada (uno de sus “juguetes”, como ella misma los denomina) van a un cine a ver la película de Valentin, la cual concluye –más que simbólica, obviamente— con el personaje encarnado por Valentin siendo tragado por unas arenas movedizas.

Dicho de otra manera, el homenaje, cariñoso (o no), de The Artist se apoya en un exceso de convenciones archisabidas, algunas de las cuales incluso ni siquiera pertenecen al contexto del cinema evocado. Véase, por ejemplo, la secuencia que dibuja la crisis del matrimonio de Valentin con su esposa Doris (Penelope Ann Miller), que Hazanavicius resuelve repitiendo por enésima vez la muy imitada secuencia de las comidas de la pareja alrededor de una misma mesa de Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941, Orson Welles); o, sobre todo, el que me parece el peor momento del film, por más que se trate, paradójicamente, de uno de sus puntos culminantes: el involuntario intento de suicidio de Valentin, quien está a punto de perecer como consecuencia del incendio que él mismo provoca en su propia casa cuando, en un gesto de desesperación, prende fuego a las latas de celuloide de sus películas, siendo rescatado –por los pelos— por su propio y fiel perrito; ni la secuencia, en sí misma considerada, resulta ni mucho menos tan brillante como se pretende, y por encima de todo, su utilización del célebre love theme de Bernard Herrmann para Vértigo / De entre los muertos (Vertigo, 1958, Alfred Hitchcock), me parece execrable, y ello en base a tres razones: por su incoherencia (¿por qué acudir a este tema de archivo teniendo a un músico aparentemente tan competente como Ludovic Bource?), por su inconsistencia (¿Hazanavicius pretende así recalcar el amor que Valentin siente por sus queridas películas sin sonido?) y por su gratuidad (en base a esa misma incoherencia e inconsistencia, no veo o no sé ver en su utilización nada más que el consabido guiño de un cinéfilo embelesado: porque “es bonito”: porque “es de cine”), todo lo cual acaba creando una distancia insalvable, en la cual el juego revela su condición de tal, a modo de pescadilla que se muerde la cola, por más que, probablemente, la intención de Hazanavicius no fuera la de conseguir ese distanciamiento sino, todo lo contrario, una vívida y sincera emoción; particularmente, creo que el tiro le sale por la culata, por más que puedo entender que quien se emocione con la melodía de Herrmann puede opinar exactamente justo lo contrario. Tampoco vamos a alargarnos con la multitud de referencias a otras muchas producciones cuya cita ni siquiera merece destacarse, y no porque no se lo merezcan sino porque, al contrario, la mayoría de las películas mencionadas en The Artist son todas ellas mucho mejores que la que las contiene y se trataría, de nuevo, de una crueldad innecesaria. Se trata, en cualquier caso, de no caer en un exceso de embelesamiento cinéfilo ante un producto, insisto por millonésima vez, muy simpático, cierto, pero no tan arriesgado como se pregona, y sobre todo propenso a que se viertan sobre el mismo empalagosos parabienes del tipo “aquellas-películas-que-eran-tan-bonitas”, repetidos hasta la náusea por personajes como José Manuel Parada con el contrapunto de su inefable pianista.

Tal y como he dicho al principio de estas líneas, y a pesar de las objeciones que he formulado en el párrafo anterior, si hay algo que realmente me parece interesante de The Artist no es, como acabamos de ver, ni su pretendido homenaje al cine mudo –al cual más bien le hace un flaco favor—, ni su “cariñosa” (?) burla del mismo –que, a nivel puramente cómico, es tan efectiva como pudiera serlo la, en cambio, mucho menos reputada y bastante más divertida película de Mel Brooks La última locura (Silent Movie, 1976)—, ni su (convencional) utilización de los mecanismos narrativos más reconocibles del silente –incluidos los rótulos con puntuales diálogos o el cierre del iris—, sino precisamente aquellos momentos en los cuales toma su presunta condición de “film mudo” para, a partir de la misma, juguetear con las convenciones del silente desde una perspectiva moderna, o si se prefiere, posmoderna. Me refiero, por tanto, a la digresión sobre la superposición entre imagen y sonido que se da a partir del momento en que el juego, otro más, de “cine dentro del cine”, que se plantea cuando la carrera de Valentin empieza a peligrar como consecuencia de la imposición del sonoro dentro de la industria de Hollywood –un poco como ocurría en Cantando bajo la lluvia (Singin’ in the Rain, 1952, Stanley Donen & Gene Kelly)—, da pie a secuencias que rompen el verosímil del relato y lo llevan más allá de su condición de mera ilustración esteticista del período evocado. Resulta muy curioso, en este sentido, que la película no ceda a la tentación de incluir sonido ni siquiera cuando se supone que los personajes están haciendo una referencia directa a la pista de sonido de los films. Ello da pie a dos momentos magníficos, los únicos que realmente justifican el desmesurado prestigio del cual goza esta película y que verdaderamente apuntan hacia lo que podría haber sido de no haberse dejado tentar tan plácidamente por la facilidad cinéfila y el guiño comodón: el primero, la magnífica secuencia de la pesadilla de Valentin, cuando a solas en su camerino los objetos, el entorno y las personas de su alrededor empiezan a soltar ruidos, mientras que él mismo –estrella del mudo incapaz de adaptarse al cine sonoro— es incapaz de emitir sonido alguno ni siquiera dando gritos; el segundo, un tanto deudor o cuanto menos continuador del anterior, aquel en el cual Valentin se desmaya en la calle en presencia de un agente de policía que se dirige hacia él: los grandes primeros planos del agente, desde el punto de vista de Valentin, moviendo los labios pero sin que el protagonista oiga –y, junto con él, el espectador— nada de lo que le está diciendo el policía expresan, mejor que nada, el aislamiento del personaje ante un mundo y un cine repletos de sonidos que no comprende ni le comprende.


Cuestión de mirada: Misión: imposible. Protocolo Fantasma (Mission: Impossible – Ghost Protocol, 2011), de Brad Bird.- [Advertencia: en el presente artículo se revelan importantes detalles de la trama de este film.] Nunca he sido un incondicional de la serie de películas de Misión: imposible; tengo un borroso recuerdo de la serie de televisión original de Bruce Geller –Misión imposible (Mission: Impossible, 1966-1973)—, y hace muchos años que no he vuelto a verla; y, en cuanto a los films, hasta ahora tan solo me interesaba el primero, Misión: imposible (Mission: Impossible, 1996), que me pareció estupendo principalmente gracias al dinamismo e inventiva de la puesta en escena de un pletórico Brian De Palma. No puedo decir lo mismo de su primera secuela, Misión: imposible II (Mission: Impossible II, 2000), que además de aburrirme atrozmente no hizo más que confirmarme dos cosas: 1) el terrible despiste del hongkonés John Woo en los Estados Unidos, etapa profesional que, siendo magnánimo, solo puedo calificar como mediocre –con la salvedad de algunos pequeños momentos de Cara a cara (Face/Off, 1997) y de ese no tan despreciable film bélico titulado Windtalkers (ídem, 2002)—; y 2) que Woo fue y me temo sigue siendo el realizador más sobrevalorado de los años noventa. Algo mejor me parece, dentro de un orden, la ópera prima cinematográfica del ahora tan renombrado J.J. Abrams, Misión: imposible 3 (Mission: Impossible 3, 2006), un título lejos de lo logrado por De Palma pero, aún con todos sus defectos, por encima del de Woo. De ahí, con semejantes antecedentes, la grata sorpresa que me ha deparado Misión: imposible. Protocolo Fantasma, una película de la que no me esperaba nada especial aun viniendo firmada por uno de los más interesantes realizadores norteamericanos surgidos en estos últimos años, Brad Bird, responsable de algunos de los más bellos films de animación estadounidenses de las dos últimas décadas, uno firmado bajo la égida de la Warner –El gigante de hierro (The Iron Giant, 1999)— y dos bajo la de Pixar/Disney –Los Increíbles (The Incredibles, 2004) y, sobre todo, el excepcional Ratatouille (ídem, 2007)—; entono aquí mi particular mea culpa, habida cuenta de que, antes de ver Misión: imposible. Protocolo Fantasma, estaba excesivamente condicionado por las informaciones que afirmaban que el único interés de Bird a la hora de aceptar la realización de esta nueva entrega de la franquicia producida y protagonizada por Tom Cruise, con la cual debuta como director en el así llamado cine de imagen real, era asegurarse la financiación de cara a su siguiente y carísimo proyecto, también en imagen real: el melodrama épico 1906, que reconstruye nuevamente el tristemente célebre terremoto de San Francisco. En otra demostración que de ni en el cine ni en la vida hay que dejarse llevar por prejuicios e ideas preconcebidas (o, al menos, hay que intentarlo), resulta pues que esta cuarta entrega de Misión: imposible me ha parecido la mejor de la franquicia junto con el título inaugural de De Palma.

Misión: imposible. Protocolo Fantasma viene a ser una síntesis de los mejores aciertos de, sobre todo, Misión: imposible 3, pero mejorándolos, en combinación con algunas gotas del De Palma del primer Misión: imposible; es decir, como si Misión: imposible II nunca hubiese existido, lo cual de entrada ya es muy de agradecer. En este sentido, más que una película “de” Brad Bird, esta cuarta entrega de la serie es sobre todo una película “orquestada” por Brad Bird, puesto que en términos estrictos de autoría la misma viene repartida, en distintas proporciones, entre Tom Cruise, el coproductor J.J. Abrams –las influencias de su teleserie Alias (ídem, 2001-2006), ya presentes en Misión: imposible 3, vuelven a hacer su aparición, con más fuerza si cabe: véase el relieve conferido aquí a los personajes femeninos encarnados por Paula Patton y Léa Seydoux—, y finalmente el propio Bird, quien a ratos consigue dejar su sello en una producción cuyos elementos vienen predeterminados y preestablecidos, lo cual es un gran mérito por parte del firmante de El gigante de hierro, cuya personalidad es más poderosa y acusada que la del propio Abrams en tareas de metteur en scène; la de este último, que la tiene pero más a nivel de ideas y conceptos, todavía no ha fructificado lo suficiente a nivel visual: no hay más que ver la impersonalidad de su trabajo tras las cámaras que exhiben, hasta la fecha, sus tres films para el cine, empezando por Misión: imposible 3 y acabando con su versión de Star Trek (ídem, 2009) (2) o su reciente Súper 8 (Super 8, 2011), su mejor película aun a pesar de su excesiva sumisión a la personalidad de su homenajeado productor Steven Spielberg (3). En cambio, resulta sugestivo comprobar hasta qué punto Bird ha sabido adaptarse al “modelo Cruise-Abrams”, introduciendo en su planificación toques, atmósferas y ambientes sacados, por un lado, de las películas de James Bond –los cuales estaban ya muy presentes en Los Increíbles—, y por otra parte, un sentido del humor, no tan presente en Misión: imposible 2 & 3 y mucho más en la primera entrega, a la cual se rinde sutilmente homenaje mediante sinuosos apuntes de puesta en escena heredados de De Palma: es el caso de los títulos de crédito, que retoman la pauta visual del primer Misión: imposible (esa mecha encendida de un explosivo mientras, simultáneamente, vamos viendo pequeños fragmentos de la acción posterior del relato); algunos momentos de la primera secuencia, la huida de Ethan Hunt (Tom Cruise) de la cárcel rusa, con la ayuda externa de sus colegas Benji (Simon Pegg) y la agente Jane Carter (Paula Patton); otros instantes de la secuencia de la introducción de Hunt y Benji en el Kremlin disfrazados de oficiales del ejército ruso, en particular la muy divertida escena de la falsa pared proyectada sobre una enorme pantalla portátil; la escena submarina en la cual Hunt logra engañar a los francotiradores que le tienen acorralado junto al agente Brand (Jeremy Renner), usando el cadáver de un hombre al cual ha sujetado una bengala encendida en la muñeca (y que recuerda, vagamente, otra de Los intocables de Eliot Ness / The Untouchables, 1987, de De Palma, en la cual un cadáver era asimismo usado con finalidades de engaño); el momento en que Hunt y Brandt tienen que activar un detector que reconoce las pupilas del primero para poder subir a un tren en marcha; el plano con grúa que pone en relación las dos habitaciones del altísimo hotel de Dubai donde, al mismo tiempo, Hunt y Brandt se citan con la asesina a sueldo Sabine Moreau (Léa Seydoux), mientras Jane hace otro tanto con el sicario Winstrom (Samuli Edelmann); el momento en que Brandt debe acceder al interior de un gigantesco ordenador para modificarlo, levitando en el aire gracias a un aparato magnético que controla a distancia Benji (y que viene a ser una variante de la famosa escena del robo con escalo del primer Misión: imposible)… Al igual que De Palma, Bird es consciente de la nula trascendencia de lo que está rodando, y aplica al conjunto un humor juguetón que está a tono con su deliberada inverosimilitud.

Qué duda cabe de que Misión: imposible. Protocolo Fantasma es un actioner puro y duro, en el que la acción y la intriga priman sobre la reflexión y el apunte psicológico, a pesar de que hay algunos trazos con respecto a esto último que vienen a darle cierto relieve al dibujo de los personajes y a sus relaciones entre sí: Jane desea vengarse de Sabine Moreau por el asesinato de su amigo, el agente Hanaway (Josh Holloway, un auto-guiño de Abrams a su, digamos, “universo personal”), a pesar de que Hunt le insiste una y otra vez que necesita capturar a Sabine con vida para sonsacarle información; por su parte, flota cierta tirantez entre Hunt y Brandt por el hecho de que el segundo participó en el pasado en una misión secreta de resultas de la cual falleció la esposa del primero –Julia (Michelle Monaghan), cuyo rescate por Hunt era uno de los principales ejes narrativos de Misión: imposible 3—, y provocó que el protagonista diera con sus huesos en la cárcel rusa donde le vemos al principio del relato, circunstancias de las cuales Brandt se siente culpable y algo que, en teoría, Hunt ignora… Pero, en cualquier caso, las motivaciones personales de los personajes no son sino un engranaje más dentro del planteamiento del film como “juego”: no tienen más consistencia que su función como mecanismos narrativos destinados a hacer avanzar la función. Ello explica, por un lado, el sentido del humor que flota en ocasiones sutilmente a lo largo de todo el relato, invitándonos a no tomárnoslo demasiado en serio; y cómo, por otra parte, ese mismo humor acaba formando parte del juego de manipulación de la realidad en torno a la cual está construida esta cuarta entrega de la franquicia, hasta cierto punto similar a lo planteado por De Palma en el primer capítulo de la misma, sobre todo en lo que se refiere al empleo de la elipsis.

Un buen aunque algo fugaz ejemplo lo tenemos en medio de la secuencia de acción en Budapest que culmina con la muerte de Hanaway a manos de Sabine; paralelamente, Jane se pelea con un agente enemigo dentro de un vagón de tren, y tras dejarle KO le interroga brutalmente para “arrancarle” un nombre, empleando para ello un cuchillo; una elipsis nos escamotea qué le ha hecho exactamente Jane al sicario con ese cuchillo, dejándolo a la imaginación del espectador (algo atroz, sin duda, habida cuenta de que el agente enemigo no tarda en “cantar”); seguramente habrá quien le reproche a esta escena el no atreverse a mostrar en toda su crudeza, o sea, de manera directa, la crueldad de la agente Jane, pero a pesar de ello la misma define bien la determinación de la mujer (para la cual la tortura rápida y expeditiva forma parte del “procedimiento” inherente a su profesión de espía), y anticipa el carácter visceral del personaje: véase la ambigüedad que flota en su pelea contra la odiada Sabine, donde se mezclan el “cumplimiento del deber” y su sed de venganza. Compruébese, asimismo, que a pesar de haber desobedecido sus órdenes de no matar a Sabine, Hunt tampoco se lo reprocha a Jane, consciente de que ningún plan es infalible: el propio Hunt se ha llevado consigo a un prisionero de la cárcel rusa donde estaba interno, algo no previsto ni por Jane ni por Benji en su plan de fuga, porque le ha ayudado en su estancia en prisión y sabe que, si le deja allí, no tardarán en asesinarle (más allá del hecho de que, posteriormente, el personaje reaparezca para devolverle el favor a Hunt y dándole, de paso, un nuevo empujón a la intriga cuando esta parece estancarse); por otro lado, Hunt se ve obligado a improvisar una arriesgadísima escalada por la acristalada pared exterior del hotel de Dubai, a más de cien pisos de altura (sic), para poder acceder al servidor del sistema informático del establecimiento; en el último minuto, y a punto de llevar a cabo sus paralelas reuniones con Sabine y Winstrom, las famosas máscaras preparadas por Benji –tan presentes en las anteriores entregas de la serie— fallan, obligando a Hunt y su equipo a seguir adelante con el plan previsto a cara descubierta… Desde este punto de vista, puede entenderse que la relativa “fragilidad” de los personajes está en consonancia con la descripción de un fantasioso mundo de espionaje en el que, literalmente, una persona puede convertirse en otra en cuestión de un segundo, en el que las apariencias engañan y se alteran –literalmente— en un parpadeo: véase ese momento en el cual la microcámara que Hanaway lleva colocada en un ojo a modo de lentilla le avisa, cuando ya es demasiado tarde, de que la mujer que tiene delante es la asesina que acabará con su vida; a renglón seguido, una lentilla de ese mismo tipo, y que tanto incomoda a Brandt, despertará las sospechas de la misma Sabine, desencadenando una nueva espiral de violencia…

Misión: imposible. Protocolo Fantasma vuelve a ser, como ya lo era el primer Misión: imposible, la demostración de que puede extraerse interés de un material dramático de segunda fila cuando el director es consciente de lo que está haciendo y sabe pulsar las teclas adecuadas en el momento necesario, elevando la calidad de la función muy por encima de lo que, teóricamente, parece dar de sí a-nivel-de-guión. Otra prueba de que el cine no está hecho para ser “leído”, sino para ser “visto”; así, aunque el substrato dramático de este film no dé para mucho, resulta en cambio admirable el provecho que saca del mismo Brad Bird (arropado, desde luego, por un impecable equipo técnico) y cómo consigue momentos cinematográficamente brillantes. No me refiero únicamente a lo más obvio, sus excelentes secuencias de acción, como las ya mencionadas de la fuga de prisión de Hunt, la incursión en el Kremlin que culmina con la demolición del célebre edificio (sic), el escalo del hotel de Dubai y las depalmanianas escenas de suspense que se producen paralelamente en dos de sus plantas, a las cuales hay que añadir la incursión de Brandt y Benji en el ordenador mientras Hunt se pelea con el villano Hendricks (Michael Nyqvist) en el parking automático, en una secuencia que parece una mezcla de –dicen: no la he visto— otra muy parecida del film de Phil Karlson 5 Against the House (1955), así como otra relativamente similar de la película de Louis Malle Atlantic City (ídem, 1980), y una especie de auto-homenaje de Cruise a sí mismo haciendo referencia a la escena de la pelea en la fábrica de automóviles de Minority Report (ídem, 2002, Steven Spielberg). Incluyo, en el saldo de lo positivo, un detalle que contribuye a reforzar el substrato del relato cuando este se deja tentar en exceso por lo convencional: el atractivo contrapunto de la tormenta de arena que se interpone en medio de la persecución, primero a pie y luego automovilística, de Hunt en pos de Hendricks por Dubai, y que le proporciona un vistoso e inesperado relieve a una secuencia, por lo demás, de lo más tópica.

Desde luego que, aún siendo una interesante película, mejor de lo que suelen pregonar los que afirman que el cine no es eso (cuando, y parafraseando a José María Latorre, opino que el cine también puede ser eso), Misión: imposible. Protocolo Fantasma está lejos de ser un film perfecto. Hay ratos en que sus toques de humor bordean el exceso, tal es el caso de las intervenciones del personaje encarnado por Simon Pegg, por aquello de aliviar-la-insoportable-tensión, que llegan a hacerse cargantes; en este sentido, y como ya he señalado, son mucho mejores ciertos toques irónicos del guión y de la realización que dichos contrapuntos cómicos, por excesivamente evidentes. La película es, asimismo, demasiado larga (133 minutos), algo que se hace notar, sobre todo, después del apabullante episodio en Dubai, tras el cual el relato empieza a acusar cierta fatiga cuando todavía le queda el desarrollo de la montaña rusa del final. Ello redunda en detrimento de las escenas, posteriores al fragmento en Dubai, entre las cuales la de la agente Jane cuando se viste “de mujer” (sic) y, con un ligero vestido de noche, tiene como nueva misión seducir e interrogar al multimillonario hindú Brij Nath (Anil Kapoor), en un fragmento de planteamiento y resolución harto tópicos. Pese a todo, se trata de aspectos poco determinantes en el conjunto de un espectáculo que no se avergüenza de su condición de tal y ofrece, a cambio, los suficientes toques de ingenio que acreditan la presencia tras las cámaras de un director de cine, por más que su condición de superproducción de Hollywood pueda llamar a engaño, y más en estos tiempos en los que, se dice, el buen cine está representado por… The Artist. Todo vuelve a ser, en definitiva, una cuestión de mirada.


(1) Entrada del 23 de diciembre de 2011:
http://elcineseguntfv.blogspot.com/2011/12/un-regalo-para-estas-navidades-la.html
(2) Entrada del 27 de mayo de 2009:
http://elcineseguntfv.blogspot.com/2009/05/star-trek-la-conquista-del-espacio.html
(3) Entrada del 16 de septiembre de 2011:
http://elcineseguntfv.blogspot.com/2011/09/apuntes-sobre-el-cine-del-verano-y-2.html


viernes, 23 de diciembre de 2011

UN REGALO PARA ESTAS NAVIDADES: “LA BENDICIÓN DE LA TIERRA”, DE GUNNAR SOMMERFELDT

A partir de hoy, 23 de diciembre de 2011, el cinéfilo tiene la posibilidad de ver, en salas cinematográficas especializadas en la proyección de cine en versión original, una hasta ahora olvidada y felizmente recuperada obra maestra del cine mudo (o lo que es lo mismo, o debería serlo: del cine, a secas), lo cual constituye sin duda alguna el mayor acontecimiento cinematográfico de finales de este año (con independencia de que, ¡ay!, puede que no se trate de uno que obtenga un seguimiento masivo…). Me refiero a La bendición de la tierra (Markens grode, 1921), una producción silente noruega escrita, dirigida y parcialmente interpretada –asumiendo un papel secundario, aunque relevante— por el actor y realizador danés Gunnar Sommerfeldt, nacido el 4 de septiembre de 1890 y prematuramente fallecido, a la edad de 56 años, el 30 de agosto de 1947. Sommerfeldt desarrolló una trayectoria profesional como actor cinematográfico entre 1915 y 1921, y como realizador entre 1917 y, de nuevo, 1921, año en el que, por razones que el que suscribe ignora por completo, Sommerfeldt concluyó para siempre su labor en ambas facetas, a las cuales hay que incluir tareas de guionista en al menos dos de los únicamente cuatro largometrajes que dirigió: Lykkens galoscher (1921), una producción danesa que adapta un relato del famosísimo escritor de cuentos de hadas Hans Christian Andersen, y La bendición de la tierra, ambos fechados el mismo año; siendo sus otras dos películas como director Lykkens pamfilius (1917), también rodada por Sommerfeldt en su Dinamarca natal, y Borgslaetgens historie (1920), adaptación de una novela de Gunnar Gunnarsson que algunas fuentes señalan como el primer film producido y filmado en Islandia.

La bendición de la tierra es, a su vez, una adaptación de la novela del premio Nobel de Literatura noruego Knut Hamsun (1859-1952), que José Martínez Cachero –en su Diccionario de grandes figuras literarias (Espasa, 1998)— cita con el título de Frutos de la tierra (1917), y también conocida, dependiendo de las ediciones en lengua castellana, como Los frutos de la tierra y La bendición de la tierra. Según Martínez Cachero, esta última es, dentro de la obra de Hamsun, “su obra maestra”, y la culminación de un tema ya tratado en otro de sus libros de más prestigio, Pan (1894): la fusión en perfecta armonía del hombre con la naturaleza. Mucho de esto último subyace en la extraordinaria película llevada a cabo por Sommerfeldt. Por una parte, a nivel estrictamente dramático, el film incide con notable naturalidad –nunca mejor dicho— en la convivencia en armonía del ser humano con las fuerzas naturales en un sentido muy amplio, y comprendiendo dentro de estas últimas no solo a los elementos geográficos y climatológicos del ecosistema, sino también a las propias fuerzas naturales que anidan en el interior de las personas: la supervivencia, la satisfacción de las necesidades primarias –el hambre, la sed, el refugio— y, también, del instinto sexual, algo que está muy presente en este en absoluto mojigato relato. Expuesto de una forma sencilla, y sobre todo durante su primera mitad, lo que narra La bendición de la tierra es el desarrollo instintivo de una familia inicialmente inexistente, dado que al principio está constituida por un solo hombre, el campesino Isak (Amund Rydland), quien se instala en un apartado rincón de la montaña para vivir de la caza, y que dada su lejanía de la así llamada civilización –a donde baja esporádicamente para vender el producto de su esfuerzo—, encuentra dificultades para poder encontrar esposa. Esta última aparece en su vida personificada en una mujer robusta y de físico poco agraciado –de hecho, está muy acomplejada porque ha nacido con labio leporino, lo cual será fundamental en el desarrollo posterior del relato—, y que responde al nombre de Inge (la actriz danesa Karen Poulsen, nacida Karen Lund en 1881 y que aquí figura acreditada como Karen Thalbitzer). Inge se instala en la cabaña de Isak para ayudarle en las tareas del campo y el cuidado de su ganado, a cambio de tener un techo y comida, y andando el tiempo acabará teniendo con él varios hijos. Resulta admirable la manera como está planteada y resuelta la visualización de la convivencia natural y en todos los sentidos entre Isak e Inge, un hombre y una mujer solitarios hasta el momento en que se conocieron, y entre los cuales surge –siempre, a nivel estrictamente fílmico, fuera de campo— un amor y un respeto mutuos y sinceros, y que tiene como inmediata consecuencia “natural” el nacimiento de descendencia. No hay en ello el menor juicio moral ni moralista, y tampoco está contemplado desde una perspectiva de progresismo de salón, pues su exposición sencilla, directa, ecuánime y sin medias tintas tiene muchísima más fuerza, y resulta asimismo mucho más conmovedoramente humana, que cualquier pretensión de discurso, totalmente ausente al respecto.

Y es que si por algo se distingue este bellísimo film de Gunnar Sommerfeldt es por su magistral forma de fusionar, en un todo compacto, al paisaje con las figuras humanas que lo habitan, el contexto natural del entorno y el de las relaciones que se dan entre los personajes. Basta con ver su espléndida secuencia de apertura, en la cual vemos por primera vez a Isak caminando por las montañas y durmiendo al raso, hasta detenerse en la planicie donde decide construir su hogar: la planificación “integra” al personaje de Isak dentro de los hermosos escenarios naturales como si fuera un elemento más de ese mismo paisaje; atmósfera naturalista, o si se prefiere de naturalidad, que está además reforzada por la labor sobria en gestos y parca en miradas de sus excepcionales intérpretes. Dicha tonalidad, natural y/ o naturalista (son conceptos que se complementan), no se rompe ni siquiera cuando se hace evidente que el vínculo personal entre Isak e Inge es muy íntimo; me refiero a las escenas en las cuales, cada vez que está a punto de dar a luz a un nuevo hijo de Isak, Inge le envía al pueblo a hacer un recado mientras ella pasa por el trago del parto completamente sola; de este modo, cuando Isak regresa a la cabaña, se encuentra con que Inge le espera con un nuevo bebé. Este empleo de la elipsis contribuye, por un lado, a reforzar el discurso bucólico que se encuentra en el trasfondo del relato, pero también crea una determinada dinámica que, a nivel melodramático, resulta muy efectiva cuando, finalmente, se desata el drama en las vidas de los protagonistas. Hemos visto que Inge da a luz a sus dos primeros hijos, ambos varones, de la misma manera: mandando a Isak al pueblo mientras ella afronta el parto a solas; pero, en la tercera ocasión, algo sale mal: Inge da a luz a una niña, y el aspecto de la recién nacida, lejos de alegrarla, la llena de pesar. Es entonces cuando la mujer hace algo terrible: acaba con la vida de la recién nacida, para luego enterrarla en un agujero cubierto por una capa de hierba. La vieja Oline (Ragna Wettergreen), una vecina cuyo repugnante aspecto físico se corresponde exactamente con su mezquindad y bajeza moral, espía a Inge, descubre el paradero del cadáver de la niña y la denuncia a las autoridades. En el momento de ser juzgada por el infanticidio, Inge explica el porqué lo hizo: porque la niña había nacido, como ella, con el labio leporino, y pretendía ahorrarle una vida de humillación y sufrimiento. La protagonista es condenada a ocho años de cárcel; paradójicamente, y de nuevo embarazada, en la prisión dará a luz a otra niña, esta completamente normal.

Ni que decir tiene que, en semejante contexto, no es sino la presencia de la civilización la que viene a perturbar, casi siempre amenazadora, la vida tranquila y pacífica de Isak, Inge y sus hijos. Por ejemplo, poco le falta a Isak para que esté a punto de perder las tierras que ha cultivado con la ayuda de Inge, hasta el punto de llegar a convertirse en un próspero terrateniente, porque como eran “tierras de nadie” no se le ocurrió escriturarlas. Asimismo, planea sobre su existencia el hecho de que Isak e Inge no estén casados, y que por tanto sus hijos sean considerados lo que antaño se denominaba como “ilegítimos” (además de cosas peores…). No obstante, los protagonistas cuentan con el inesperado apoyo de un hombre de negocios que, consciente de la gran labor que han realizado en esas tierras, les ayuda en más de una ocasión: Geissler, el personaje que interpreta el propio Gunnar Sommerfeldt. Las pasiones y conductas humanas ajenas al pacífico entorno de Isak, Inge y su familia también les causan no pocos problemas. Ya hemos mencionado a Oline, la desagradable vieja que no solo se dedica a meterse donde no la llaman, husmeando alrededor de los protagonistas, y que llega al extremo de, aprovechándose de la ingenuidad y credulidad del bondadoso Isak, engañarle para que ella y su colega Elesius (Almar Bjoernefjell) se instalen en su cabaña, asegurándose así techo y comida, diciéndole a Isak que esa fue la última voluntad de Inge antes de que la policía se la llevara detenida tras descubrirse el infanticidio del bebé femenino. Las cosas se volverán a complicar incluso después de que Inge consiga regresar a casa junto con su hija de ocho años (los mismos que ella ha estado encarcelada), la cual no había visto a su padre hasta entonces. Tiempo después, un vecino de Isak e Inge, el fornido Sivert (Sivert Eliassen), se enamorará de la hermosa hija de Os-Anders (Siljusson av Terna), una muchacha llamada Barbro (Inge Sommerfeldt, cuya relación familiar con el realizador ignora el que suscribe, si bien resulta bastante probable habida cuenta de que también figura en el reparto de Borgslaetgens historie). Ello desatará una tensa relación entre Sivert y Os-Anders, quien ve con malos ojos esa relación, lo cual desembocará en un doble desenlace: Barbro, embarazada de Sivert y sin haber conseguido arrancarle el compromiso de un matrimonio, abortará la criatura que está esperando en una gélida charca de agua, lo cual le supondrá hacer frente a un proceso judicial muy similar al que sufrió Inge; por su parte, Sivert sufrirá un accidente mientras está trabajando a la intemperie (un árbol que estaba talando se desplomará encima suyo y le inmovilizará), y Os-Anders, que le descubre en tan precaria situación, le abandona a su suerte, con la esperanza de que muera de frío.

La bendición de la tierra es una película admirable, a la altura de otros grandes clásicos silentes del cine nórdico, como por ejemplo las suecas El tesoro de Arne (Herr Arnes pengar, 1919), de Mauritz Stiller, o La carreta fantasma (Körkarlen, 1921), de Victor Sjöstrom –por citar un par de títulos dentro de un relativamente similar planteamiento lírico—, en la que realmente cuesta discernir qué es mejor: si su ya mencionada y brillantísima combinación de escenarios naturales y figuras humanas, en la cual la texturas de los primeros y los sentimientos de las segundas acaban formando un todo indisociable; o la exquisitez de su puesta en escena, donde brilla el asimismo citado empleo de la elipsis –las escenas de los partos de Inge; el proceso judicial y la estancia en la cárcel de esta última—, así como el sentido de la progresión dramática conseguido gracias al montaje, y que da pie a momentos tan logrados como los asimismo descritos del retorno de Inge y su hija a casa tras la salida de la primera de la prisión y su llegada al puerto, donde les espera un ilusionado Isak para llevarlas a casa en su carromato, haciendo un alto en el camino para comer al aire libre (en una secuencia que describe admirablemente la pureza de sentimientos de la pareja, la cual tras años de separación se reencuentra y prosigue con su vida en común, tras ese lamentable paréntesis que nada ha significado para ellos, con una entereza espiritual que envidiaría Fray Luis de León); o la bellísima secuencia nocturna que combina, en montaje paralelo, el regreso de la joven Barbro a su casa, tras haber sido absuelta del delito de infanticidio, y el rescate de su amado Sivert, a punto de morir de congelación. Una prueba casi irrefutable de las excelencias de este film (suponiendo, claro está, que haya algo en cine que pueda considerarse como tal: todo depende del cristal con que se mire) reside en que la versión restaurada del mismo que se proyecta en cines, de 89 minutos de duración, es inferior a la versión original del momento de su estreno, de 107 minutos, y a pesar de esa ausencia de metraje –que se nota, sobre todo, en su segunda parte, acaso más precipitada y menos reposada que su primera mitad—, La bendición de la tierra no parece haber perdido ni un ápice de su poesía.


Aprovecho el estreno de este “regalo de Navidad” a los aficionados al buen cine para desearles a todos los seguidores y lectores de este blog unas Felices Fiestas y un Próspero Año Nuevo, sobre todo esto último.

jueves, 22 de diciembre de 2011

“IMÁGENES DE ACTUALIDAD” ENERO 2012, YA A LA VENTA

Imágenes de Actualidad concluye el año con su primer número para 2012, el 320, y lo hace con una potente portada dedicada a la esperada película de David Fincher Millennium: Los hombres que no amaban a las mujeres (The Girl with the Dragon Tattoo, 2011), que como es bien sabido es el remake made in USA de la adaptación de la, para mí, infausta novela homónima de Stieg Larsson, la cual, junto con sus continuaciones, ya dieron pie recientemente a una trilogía de films de nacionalidad sueca bastante olvidables: esperemos que Fincher haya sabido sacarle jugo a semejante bluff (1).

Este mes, y aprovechando el estreno para primeros de enero de Sherlock Holmes: Juego de sombras (Sherlock Holmes: A Game of Shadows, 2011, Guy Ritchie), he sacado a relucir en la sección Cult Movie otra película inspirada en la famosa creación de Sir Arthur Conan Doyle un poquito más ortodoxa: Asesinato por decreto (Murder by Decree, 1979), de Bob Clark: “Por más que la idea de mezclar a un personaje de ficción como Sherlock Holmes con el tristemente célebre asesino real apodado Jack el Destripador no era nueva –como demuestra la existencia de la anterior “Estudio de terror” (ver recuadro)–, lo que sí resultaba novedoso de “Asesinato por decreto” era que suponía, a grandes rasgos, una ilustración de las teorías del periodista británico Stephen Knight (1951-1985), quien en 1976 había publicado un ensayo, titulado «Jack the Ripper: The Final Solution» («Jack el Destripador: La solución final»), que arrojaba una serie de audaces hipótesis según las cuales tras los crímenes del Destripador, que tuvieron lugar en el degradado barrio londinense de Whitechapel en el otoño de 1888, se hallaba una conspiración orquestada por la casa real británica en complicidad con la poderosa e influyente Masonería inglesa”.

Completo mi aportación crítica a este número de Imágenes de Actualidad con dos reseñas: una, dedicada al extraordinario film de Tomas Alfredson El topo (Tinker, Taylor, Soldier, Spy, 2011), del cual hablé extensamente en un reportaje publicado en el número del mes pasado; y otra, de la muy curiosa y más que agradable nueva película de Gus Van Sant, Restless (ídem, 2011), que de manera a mi entender inexplicable ha sido recibida con notable indiferencia.

(1) Me remito a mi comentario del 20 de junio de 2009: http://elcineseguntfv.blogspot.com/2009/06/hay-alguien-que-no-ame-stieg-larsson.html

“SCIFIWORLD” ENERO 2012, YA A LA VENTA

Una sugestiva imagen de Natasha Henstridge –¿qué fue de esta chica?—, para la publicidad de la serie Species, ilustra la portada del núm. 45 de Scifiworld, el primer número correspondiente al año nuevo. Por estrictos motivos de maquetación de la revista, no he colaborado en este número (tengo dos artículos entregados que verán la luz próximamente), pero ello no me impide recomendar, como siempre, su lectura. Los seguidores de Scifiworld encontrarán este mes un artículo de Jordi Ardid, uno de los co-autores del volumen recientemente publicado por la misma editorial, The Twilight Zone, dedicado a la temática de El alienígena contemporáneo, es decir, una aproximación al cine que en estos últimos años ha abordado la figura del extraterrestre. Además, Carlos Aguilar repasa la última edición del Festival de Cine Fantástico de Trieste. Óscar Losada firma una aproximación al iconoclasta realizador de cine de animación Bill Plympton. Adrián Esbilla se interna, en su artículo Fantaustralia 1970-1985, en el interesantísimo cine fantástico australiano del mencionado período. Rafael Ruiz Dávila nos instruye en la apasionante historia de los cómics de terror de Warren Publishing. Christian Aguilera se acerca a uno de los clásicos del fantástico español por antonomasia, La torre de los siete jorobados (1944), de Edgar Neville, con motivo de su reciente –y lujosa— edición en DVD. Joaquín Vallet Rodrigo analiza una poco conocida parcela del cine fantástico de la Universal de los años treinta y cuarenta: la serie Inner Sanctum. Juan Andrés Pedrero Santos rememora El doctor Frankenstein (Frankenstein, 1931), de James Whale, con motivo del 80º aniversario de su estreno. Todo ello acompañado de entrevistas, reportajes y numerosas informaciones de interés.

lunes, 19 de diciembre de 2011

PELÍCULAS EN EL TINTERO (y 3): “MELANCOLÍA”, DE LARS VON TRIER

El día del fin del mundo: Melancolía (Melancholia, 2011), de Lars von Trier.- [Advertencia: en el presente artículo se revelan importantes detalles de la trama de este film.] Si hay algo que, a nivel particular, me sorprende de la nueva película de Lars von Trier es su extremada sencillez de fondo. Cuando afirmo que Melancolía me ha parecido –y me parece— un film en el fondo muy sencillo, me refiero a que lo que cuenta está narrado con mucha claridad, incluso me atrevería a decir que demasiada. Desmintiendo aquí su fama de cineasta críptico y denso, en el límite de lo comprensible (por más que muchas de esas acusaciones no suelen ser otra cosa que indicios de pereza mental por parte de quienes las formulan), dudo mucho de que nadie que vea Melancolía pueda luego afirmar que no la ha entendido, a no ser, claro está, que haya tenido algún problema personal para poner atención a la misma, o sencillamente se haya dejado arrastrar por la exuberancia de su puesta en escena, la cual pretende –y, a ratos, consigue— despistar al espectador y presentarle de manera compleja y sofisticada algo que, vuelvo a insistir, en el fondo es de lo más sencillo. Descrito en un par de líneas, lo que cuenta el film se limita a ser la historia de una joven, Justine (Kirsten Dunst), dotada de clarividencia, la cual le permite adivinar a ciencia cierta y sin el menor margen de error que nuestro mundo será destruido en un relativamente corto plazo de tiempo. Lo que añade complejidad a una idea tan sencilla es el entramado de todo lo que envuelve a Justine, formado en primer lugar por las circunstancias “objetivas” bajo las cuales se va a producir ese “día del fin del mundo” (un planeta gigantesco de errante trayectoria llamado Melancolía va a pasar muy cerca / a colisionar con el planeta Tierra); en segundo lugar, las circunstancias personales de Justine: la certeza de que el desastre se va a producir coincide, irónica y cruelmente, con una ceremonia social de exaltación de la vida: la boda de Justine con Michael (Alexander Skarsgard), y sobre todo, la fiesta posterior al enlace, que se celebra en la lujosa mansión que la hermana de la novia, Claire (Charlotte Gainsbourg), comparte con su adinerado marido, John (Kiefer Sutherland), y con el pequeño Leo (Cameron Spurr), el único hijo de la pareja; y, en tercer lugar, todo lo que se deriva, a nivel de sugerencias, de semejante planteamiento dramático, que intentaremos detallar a continuación.

Lars von Trier construye la película en dos partes (o, como les gusta decir a algunos, en dos movimientos): la primera, centrada aparentemente en el personaje de Justine, consistente en la prolija descripción de la fiesta nupcial que se celebra en la mansión de Claire y John durante la tarde y la noche del mismo día de su boda con Michael; y la segunda, centrada, asimismo aparentemente, en el personaje de Claire, y que describe la estancia de Justine en la misma casa de aquella en el campo, a donde ha ido a pasar una temporada mientras intenta recuperarse de una dolencia que tiene todos los síntomas, o al menos la apariencia, de una depresión. Estamos hablando mucho de apariencias: del mismo modo que la primera parte del film se centra en Justine pero sin por ello olvidarse de hablarnos del personaje de Claire, y viceversa, la enfermedad mental de la primera también va más allá –como luego se confirmará— de una depresión. Asimismo, la digamos “apariencia” de complejidad de Melancolía queda perfectamente definida desde su primera secuencia, esos aproximadamente ocho minutos a base de imágenes y música de Richard Wagner (Tristán e Isolda), a simple vista sin sentido alguno pero que cobran todo su significado tan pronto como el relato ha llegado a su conclusión y del cual se erigen en una premonición directa, todo lo abstracta que se quiera pero en absoluto gratuita.

Sin ánimo de ser exhaustivo y citando sin orden, pues tan solo he visto la película una vez, el arranque de Melancolía nos muestra, ya, al planeta homónimo destrozando a su paso el nuestro; a Justine, vestida de novia, flotando a cámara lenta sobre las aguas de un río, cual moderna Ofelia, en una imagen premonitoriamente mortuoria e indicativa de un destino fatal hacia el cual el personaje se deja, literalmente, arrastrar y sin mostrarse apesadumbrada por ello; también vemos a Justine, asimismo vestida de novia, avanzando pesadamente al ralentí por el jardín de la mansión de Claire, mientras arrastra una especie de red que parece querer anclarla al terreno (¿hace falta recordar aquí la rueda de carro a la que era atada Nicole Kidman en Dogville/ídem, 2003, o la piedra de afilar que Charlotte Gainsbourg sujetaba brutalmente en el tobillo de Willem Dafoe en Anticristo/Antichrist, 2009?); la novia Justine, su hermana Claire y el pequeño Leo, en un plano general nocturno y muy abierto frente a la fachada de la mansión, iluminado de izquierda a derecha por Melancolía, la luna, y el sol (una imagen que permite, por descontado, todo tipo de lecturas, habida cuenta de que la construcción simétrica de la misma crea asociaciones entre Justine-Melancolía, Leo-luna y Claire-sol, con todo lo que ello implica o puede implicar en relación con el carácter de estos personajes); el plano medio de Justine, siempre a cámara lenta, ahora vestida con una camiseta negra (la misma que lucirá en las escenas finales), alzando las manos y contemplando el extraño fenómeno eléctrico que se manifiesta en la punta de sus dedos, indicio de la aproximación de Melancolía a la Tierra; la imagen lentísima de Claire, con Leo en brazos, y atravesando el jardín de la casa, como intentando huir de algo de lo que se intuye imposible escapar; la de Leo y Justine, prácticamente mirando a la cámara, recogiendo palos en medio del bosque (luego sabremos para qué servirán esas ramas)… En esencia, buena parte del contenido posterior del film está resumido y sintetizado en esta primera secuencia onírica.

Ahora bien, la pregunta es: ¿qué sentido tiene incluir esa ralentizada secuencia al principio del relato? A mi modo de ver, su propósito consiste en introducir inicialmente al espectador tanto en el interior de la mente de Justine como en su convicción de que esos pronósticos sobre el futuro van a cumplirse de forma fatídica. De este modo, se añade un matiz inicial que permite cuanto menos intuir que existe una motivación oculta para la conducta que le veremos manifestar a continuación durante la celebración del banquete de bodas, y que va más allá de las meras dudas de una joven ante el teórico peso de una relación matrimonial a priori duradera. Del mismo modo, pues, que esas imágenes del arranque discurren a cámara lenta, como si se quedaran fijadas y casi inmóviles sobre el tapiz del tiempo, asimismo parece funcionar Justine, como al ralentí, consciente en todo momento de que esa fiesta es para ella (para todos) el principio del fin; su mente y su cuerpo se arrastran por una boda no deseada, una fiesta nupcial que no le apetece, y un reencuentro con familiares, amigos o conocidos que le resulta una carga: así pues, su tormento, el de alguien que sabe a ciencia cierta el día exacto en que se producirá el fin del mundo, está más que justificado. De ahí lo errático de su conducta durante la fiesta, impotente ante un destino inevitable y agobiada por una celebración que no puede menos que parecerle más falsa y absurda que nunca. De ahí ese deseo de retrasar al máximo su asistencia a la misma (Justine y Michael llegan dos horas tarde: un ridículo incidente con la limusina que les transporta a la casa de Claire contribuye a retrasarles); esas prolongadas ausencias de la novia del salón de celebraciones, provocando interminables esperas de los invitados con excusas tan absurdas como, de repente, tomar un baño; ese desesperado coito en medio del jardín de Justine con Tim (Brady Corbett), el joven que trabaja en la misma empresa de publicidad que Justine y que, por orden de su superior y también invitado a la fiesta, Jack (Stellan Skarsgard), anda detrás de ella con vistas a arrancarle un eslogan (sic); ese momento en que Justine planta cara a Jack y le reprocha su arrogancia e insensibilidad con sus empleados… ¿Qué importancia puede tener el llegar a tiempo a una fiesta nupcial cuando se sabe que no hay razón para casarse ni nada que celebrar, el que los invitados se impacienten, el follar impulsivamente con un desconocido, el idear un estúpido eslogan publicitario, o el plantarle cara a alguien que se cree superior a uno por el mero hecho de que se trata de la persona que te da dinero a cambio de tu esfuerzo? ¿Qué importa todo eso cuando se tienen los días, las horas, los segundos contados?

Ya hemos mencionado que la segunda parte del relato se centra, en principio, en la hermana de Justine: Claire. Digamos, más bien, que la perspectiva de la narración se desplaza principalmente hacia esta última, por más que la misma haya tenido ya un importante peso específico en la primera parte de la trama, y a pesar de que en este segundo bloque Justine no pierda tanto protagonismo como la división del film en dos segmentos pueda dar a entender. Asimismo, resultaba evidente en la primera parte del relato que las hermanas no se llevan bien: que Claire le reprocha a Justine el enorme retraso con el cual ella y Michael se han personado en la fiesta nupcial, y que no para de hostigar a Justine por sus inesperadas ausencias del salón para banquetes y su forma de descuidar a sus invitados (en lo que no cuesta ver el resquicio de otros resentimientos del pasado: siempre se tiene la sensación de que Claire está acostumbrada a reprocharle a Justine su comportamiento, y que esta última lo está a oír los reproches de la primera); a ello hay que añadir que el propio marido de Claire, John, se une a la actitud de su esposa echándole en cara a Justine su informalidad y el desperdicio de dinero que ello supone en un convite que ha salido de su bolsillo (lo cual, dicho sea de paso, es uno de los aspectos más cargantes del guión: los reproches de Claire a Justine serían más que suficientes para apuntar, junto con la errática conducta de la segunda, la incomodidad que está sembrando entre los invitados; en cambio, los de John no hacen más que alargar una situación que ya ha quedado lo suficientemente clara, apuntando así a una de las debilidades de la película: su primera parte, si bien excelentemente planteada, se alarga en exceso, siendo mucho mejor la segunda, más concisa y más densa).

Por decirlo de alguna manera, si la primera parte del film, centrada en Justine, está dominada por una apariencia de irrealidad, la que irradia esta última con su conducta en el límite de lo antisocial, ahora la parte centrada en Claire se impregna en gran medida del carácter lógico, racional y aparentemente más realista de esta última. Yendo un poco más lejos, y a riesgo de exagerar, resulta incluso significativo que se llame Claire, “clara” en francés; se trata de una persona dentro de lo que suele definirse bajo el muy resbaladizo término “normalidad”: alguien que tan solo cree en lo que ve y que acostumbra a sacar rápidas conclusiones, asimismo lógicas y racionales, de esa experiencia. Para Claire, Justine no es más que una depresiva a la que hay que cuidar en todo momento, incluso para que coma o tome un baño; una “pobre” (ergo, desvalida) chica que ha fracasado en su recientemente celebrado matrimonio: el personaje de Michael desaparece por completo en esta segunda parte, en lo que parece un descuido de guión o, sencillamente, un indicio de la importancia que tanto para Justine como para Claire tenía el mismo en sus vidas: ninguna. De ahí la creciente sorpresa de Claire cuando vaya descubriendo –y, con ella, el espectador— que la “locura” de Justine tiene una no por extraña menos lógica razón de ser: que lo que Claire –y, también, el espectador— interpreta como la mera depresión hacia la cual se ha abocado una muchacha incapaz de “madurar” y “adquirir responsabilidades” –esas sutiles formas de esclavización social del individuo destinadas a impedir que se distinga del resto de la colectividad de esclavos—, no es sino una percepción lógica y racional de una realidad alternativa. Desde este punto de vista, así como para Claire y su marido John “la loca” es Justine, como parece dar a entender su inexplicable conducta, a medida que avanza la segunda parte de la película iremos advirtiendo cómo para Justine son Claire y John los verdaderos “locos” que no ven –no pueden ver— lo que ella ve. Es aquí donde se perciben los ecos que Melancolía tiene de Anticristo, la anterior y mejor película de von Trier, donde ya se producía ese contraste entre un personaje estúpidamente racional (Willem Dafoe) y otro lúcidamente irracional (Charlotte Gainsbourg). Otra resonancia la hallamos en la bella escena de Melancolía en la cual Justine, al amparo de la noche, se aleja de la casa para ofrecer su cuerpo desnudo a la luz del planeta Melancolía, que vendría a ser un equivalente de otro hermoso momento –a pesar de su escabrosidad— de Anticristo, aquel en el que Charlotte Gainsbourg ofrendaba su sexo excitado al entorno natural que ya la había absorbido e integrado en su interior.

Es en la segunda parte de Melancolía donde se va desvelando, paulatinamente, que la “locura” de Justine no es sino su congoja natural ante la certeza de la inminencia de un fin del mundo inevitable. La diferencia entre ella y los demás consiste en que, a medida que se va aproximando la catástrofe, Justine va serenándose y mostrándose más lúcida y tranquila, como consecuencia de una progresiva aceptación de lo que va a ocurrir, como si –de nuevo, Anticristo— la colisión planetaria formara parte de un orden natural de las cosas: ahí está el posible sentido de la escena del “baño de luz planetaria”. Por el contrario, es Claire la que –valga la redundancia— empieza a verlo todo menos claro: la asusta la posibilidad de que la mayoría de los científicos se equivoquen en sus pronósticos y que, al final, Melancolía colisione contra la Tierra; un impulso la lleva a esconder, dejándolo preparado, un tarro de somníferos, destinado a hacer más llevadera para ella y los suyos “la hora final”; el momento más significativo es aquel en el cual, conversando con Justine, descubre que esta sabía el número exacto de judías que había dentro de la botella que iban rellenando los invitados a su boda a modo de juego (seiscientas setenta y ocho), y que por tanto su hermana está dotada con el don de la clarividencia, o dicho de otra manera, que tiene razón. Ello explica que, poco después, Justine rechace la oferta de una acongojada Claire de estar juntas cuando llegue el final, en lo que pueden verse las consecuencias de la mala relación de las hermanas: después de toda una vida oyendo sus reproches, Justine se niega a claudicar ante los deseos de Claire ni siquiera en esos instantes “terminales”, de la misma forma que, probablemente, Claire jamás claudicó en su intolerancia hacia su hermana “la loca”. También es en esta segunda parte del film donde se define el carácter pragmático del esposo de Claire, un John amante de la astronomía y entusiasmado ante la posibilidad de poder ver de cerca con su telescopio un fenómeno excepcional –el paso de Melancolía muy cerca de la Tierra—, y que por eso mismo será el primer personaje en hundirse por completo ante la evidencia “científica” del advenimiento de la catástrofe total: Claire le encontrará muerto en la cuadra, tras haber ingerido todos los somníferos que ella reservaba en un gesto postrero de egoísmo.


La progresiva atmósfera tétrica que va impregnando la segunda parte de Melancolía (y sin por ello despreciar la primera aunque demasiado larga primera parte del relato) es lo que confiere al film sus mejores momentos: la escena en la que Justine y Claire salen a cabalgar por los alrededores de la mansión, y el caballo de la primera se niega a cruzar el puentecito que prácticamente delimita los lindes de la finca, como “impidiendo” que Justine pueda ni siquiera alejarse del lugar donde se sellará su destino, y la airada reacción de esta última, consciente de ello, golpeando al animal con su fusta; los logrados momentos de vigilia nocturna en los que los personaje se reúnen alrededor del telescopio para observar el paso de Melancolía; el detalle del rudimentario ingenio que John ha fabricado con un palo y un alambre para su hijo Leo, y que permite comprobar el alejamiento /acercamiento de Melancolía a nuestro planeta; o las terriblemente bellas, o bellamente terribles, escenas finales, en las cuales Justine, Claire y Leo se reúnen bajo la frágil construcción a base de ramas donde vivirán sus últimos minutos de vida. Si, como digo, y a pesar de su notable interés, Melancolía no me termina de parecer la obra maestra que se ha pregonado ello se debe, principalmente, a que a ratos me parece excesivamente obvia. No solo por algo tan evidente, demasiado, como que el planeta que va a estrellarse contra el nuestro se llame precisamente Melancolía, y melancólico sea un buen adjetivo para describir el estado de ánimo de Justine ante el advenimiento de la catástrofe; sino también, y sobre todo, por determinados aspectos de la primera parte, la del banquete de bodas, que no hacen sino darle vueltas y más vueltas a ideas suficientemente bien planteadas con anterioridad, haciendo innecesaria su reiteración, tal es el caso de los mencionados reproches de John a Justine por su conducta con los invitados; o el apunte, que quizá hubiese necesitado de mayor atención –lo cual resulta paradójico, tratándose de un film con un metraje considerablemente largo: 136 minutos—, del paralelismo que se establece entre los padres de Justine y Claire con respecto a sus hijas: Justine es más bien como su padre, Dexter (John Hurt), con el cual le vemos bailar alegremente, mientras que Claire tiene un carácter más cercano al de su madre, Gaby (Charlotte Rampling), escéptica y amargada; no es casual que Dexter y Gaby lleven separados largo tiempo, anticipando así la distancia que se ha establecido entre sus propias hijas, dos mujeres para las cuales sus lazos de sangre no significarán nada, ni siquiera llegado el día del fin del mundo. A pesar de sus muchos momentos excelentes, Melancolía carece de la densidad y la atmósfera compacta de la mucho más conseguida Anticristo (1).

(1) Me remito a mi comentario de Anticristo publicado el 28 de agosto de 2009: http://elcineseguntfv.blogspot.com/2009/08/formas-del-cine-de-terror-metodos-del_28.html