Al parecer, estoy en racha de ser entrevistado, dado que acaba de publicarse en el blog Retina (revista de cine) la entrevista que me formuló recientemente Samuel Arjona, y que puede leerse en el siguiente enlace:
http://retina-revistadecine.blogspot.com/2011/10/breve-encuentro-con-tomas-fernandez.html
jueves, 27 de octubre de 2011
lunes, 24 de octubre de 2011
ENTREVISTA PARA ESBILLA CINEMATOGRÁFICA POPULAR
Acaba de aparecer en Esbilla Cinematográfica Popular, el blog de Adrián Esbilla, una completa entrevista que me ha dedicado recientemente su administrador. La misma, publicada en dos partes, puede leerse en los siguientes enlaces:
Primera parte:http://esbilla.wordpress.com/2011/10/21/erase-una-vez-un-critico-tomas-fernandez-valenti-capitulo-1-el-oficio-las-revistas-los-autores-lo-que-se-cuenta-y-como-se-cuenta/
Segunda parte:http://esbilla.wordpress.com/2011/10/23/erase-una-vez-un-critico-tomas-fernandez-valenti-capitulo-2-los-libros-los-gustos-los-generos/
Primera parte:http://esbilla.wordpress.com/2011/10/21/erase-una-vez-un-critico-tomas-fernandez-valenti-capitulo-1-el-oficio-las-revistas-los-autores-lo-que-se-cuenta-y-como-se-cuenta/
Segunda parte:http://esbilla.wordpress.com/2011/10/23/erase-una-vez-un-critico-tomas-fernandez-valenti-capitulo-2-los-libros-los-gustos-los-generos/
viernes, 21 de octubre de 2011
“IMÁGENES DE ACTUALIDAD” NOVIEMBRE 2011, YA A LA VENTA
Imágenes de Actualidad, núm. 318, ofrece en portada y, naturalmente, en su interior, una completa información sobre el mayor éxito comercial de la actual cartelera norteamericana de este mes de octubre: la película de Shawn Levy Acero puro (Real Steel, 2011), la cual llegará a España a principios del mes de diciembre. Dicho film, por cierto, tiene como particularidad que está basado en un cuento de Richard Matheson que, miren ustedes por dónde, ya fue adaptado en la serie de televisión de Rod Serling Dimensión Desconocida (The Twilight Zone, 1959-1964). Y, como no hay dos sin tres, precisamente el Cult Movie de este mes está dedicado al largometraje producido por Steven Spielberg (asimismo, el productor de Acero puro) y John Landis a partir de la serie de Serling, En los límites de la realidad (Twilight Zone: The Movie, 1983), cuyo texto no es sino un extracto, a modo de avance editorial, del que he escrito para el libro The Twilight Zone, publicado por Scifiworld, presentado en el Festival de Sitges el pasado 9 de octubre (ver entrada de este blog del 28 de septiembre) y recientemente puesto a la venta: “Por más que la existencia de “En los límites de la realidad” suele pregonarse como el resultado del interés de Steven Spielberg y John Landis por revivir en “la gran pantalla” el placer que tuvieron, siendo unos adolescentes, viendo “The Twilight Zone” en “la pequeña pantalla”, la idea de una versión cinematográfica de la serie ya habría partido del propio Rod Serling, quien entre marzo y abril de 1963 habría propuesto a la CBS una versión para el cine, y, en la Navidad de 1964, escribía una carta al realizador Robert Parrish, comentándole que andaba en tratos con Paramount Pictures de cara a ese mismo proyecto con vistas a que él lo dirigiera. Carol Serling habría revelado, dos meses antes del estreno de “En los límites de la realidad” en los Estados Unidos (el cual tuvo lugar el 24 de junio de 1983), que el proyecto cinematográfico de su difunto marido estaría compuesto por varios “sketchs” que, al contrario que lo que finalmente llevaron a cabo Spielberg y Landis, no serían “remakes” de ninguno de los episodios televisivos, sino guiones originales”.
El otro texto de opinión que firmo para este número de la revista, además de varios otros puramente informativos/periodísticos, es una crítica de la película de Jaume Balagueró Mientras duermes (2011): ““Mientras duermes” supone un giro relativo en la carrera del realizador Jaume Balagueró, habida cuenta de que abandona (temporalmente) el terreno del cine fantástico para adentrarse en un género, en cierto sentido, limítrofe con el anterior, el del “thriller” de suspense, por más que reaparezca aquí la curiosa obsesión del director leridano por los rellanos del ensanche barcelonés, ya presentes en sus entregas (codirigidas con Paco Plaza) de la saga “[Rec]” y su telefilm “Para entrar a vivir””.
El otro texto de opinión que firmo para este número de la revista, además de varios otros puramente informativos/periodísticos, es una crítica de la película de Jaume Balagueró Mientras duermes (2011): ““Mientras duermes” supone un giro relativo en la carrera del realizador Jaume Balagueró, habida cuenta de que abandona (temporalmente) el terreno del cine fantástico para adentrarse en un género, en cierto sentido, limítrofe con el anterior, el del “thriller” de suspense, por más que reaparezca aquí la curiosa obsesión del director leridano por los rellanos del ensanche barcelonés, ya presentes en sus entregas (codirigidas con Paco Plaza) de la saga “[Rec]” y su telefilm “Para entrar a vivir””.
miércoles, 19 de octubre de 2011
“LOS PASOS DOBLES” – “NO HABRÁ PAZ PARA LOS MALVADOS” – “SOMEWHERE” – “INTRUDERS” – “CONTAGIO”
Jacques Augiéras: Los pasos dobles (2011), de Isaki Lacuesta.- [Advertencia: en el presente artículo se revelan detalles de la trama de este film.] Estos días, el estreno de Los pasos dobles ha vuelto a poner en cuestión no ya el concepto mismo del cine que tiene su director, Isaki Lacuesta, sino incluso, y yendo más allá, la idea del cine como arte. Por un lado, es de agradecer que se haya planteado semejante debate pues, se dice, no abundan hoy en día las películas, sean de la índole que sea (género, nacionalidad, estilo), que permitan hacerlo, por más que, a nivel particular, no soy de este parecer, pues creo que un film, cualquier film, es perfectamente válido para plantear la cuestión. Las preguntas que de inmediato saltan a la palestra son: ¿por qué se dice que el film de Lacuesta es arte, o si se prefiere, que nos parece arte? ¿Por su argumento? ¿Porque “trata” de un artista? ¿Es una mera cuestión de temática? ¿Se trata, una vez más, del imperio –horror— del TEMA? Pero no nos desviemos de la cuestión. No basta con afirmar que Los pasos dobles “es arte”, o “es arte cinematográfico”, o “es cine artístico”, o “cine entendido como arte”. Afirmar algo sin refrendarlo a base de razonamientos equivale a no decir absolutamente nada. Si estamos de acuerdo en que para emitir un juicio de valor riguroso sobre cualquier película hace falta un elaborado proceso cognitivo, ¿por qué tengo la sensación –y parto de la base de que quizá solo yo la tengo— de que ese mismo rigor, despiadado e inflexible, no se aplica a la hora de valorar Los pasos dobles u otras producciones de su estilo, aceptándose de antemano su “categoría artística” por el mero hecho de que su argumento, su TEMA, gira alrededor del arte y la creación artística? Arte. Creación artística. Palabras mayores. Quisiera estar equivocado, pero abrigo la sospecha de que Los pasos dobles y el tipo de cine que representa se suele valorar rápida y fácilmente de esta manera y sin ir más allá. O Manny Farber o Umberto Eco. O “arte elefante blanco” o “arte termita”. O apocalípticos o integrados. En cualquier caso, se sea de uno o de otro bando, hay que serlo… ¡a muerte! Nada de acercar posturas, no sea que el enemigo vea en ello un signo de debilidad y se aproveche de nosotros. Y a los que no comulguen con el Politburó, se les despide, y en paz.
Toda esta discusión siempre me ha parecido, y me lo sigue pareciendo, una total y absoluta pérdida de tiempo, al menos tal y como está planteada ahora, en esos términos absolutos, ergo superficiales, que tan solo se sostienen sobre verdades de Perogrullo. Me parece simplón otorgar de antemano a Los pasos dobles la categoría de arte, y más si toda la argumentación de sus supuestas virtudes se sostiene única y exclusivamente sobre sus pretendidamente importantes planteamientos temáticos. Estos días cuesta encontrar opiniones sobre Los pasos dobles que hablen de esta película desde el punto de vista exclusivo de su lenguaje cinematográfico, con lo cual resulta imposible saber a ciencia cierta en qué consisten los auténticos méritos artísticos del film. Por tanto, ¿cómo puede afirmarse tan a la ligera que la película de Lacuesta es arte sin esgrimir argumentos artísticamente cinematográficos/ cinematográficamente artísticos que lo corroboren? Hacer análisis de sus conceptos teóricos, temáticos, pero sin detenerse ni en una sola idea de puesta en escena que justifique el relieve artístico-cinematográfico de este film, es no decir absolutamente nada desde la perspectiva del cine. Por lo tanto, y mientras no se demuestre lo contrario, Los pasos dobles no es arte, sino una película “vendida” como tal. Y “vender” un film como si fuera arte es el truco más viejo del mundo. Cuidado, señor espectador, lo que usted va a ver aquí no es una película cualquiera; lo que usted va a ver es algo completamente diferente: ni ficción ni documental, sino una particular mezcla de ambos; y con una idea fundamental flotando en todo momento sobre el conjunto: el arte. En resumidas cuentas, toda la “polémica” (que tiene mucho de prefabricada) en torno a Los pasos dobles vuelve a ser, de nuevo, una enésima variante sobre uno de los más antiguos dilemas en torno al arte en general y en torno al cine en particular: la forma y el fondo. Y tanto en arte como en cine, el fondo (englóbense dentro del mismo conceptos como “contenido”, “tema”, “historia”, “trama”, “argumento”, “mensaje”, “discurso”, “mundo”) pueden ser tan apasionantes como se quiera, pero a la hora de la verdad es la forma (englóbese aquí “lenguaje”, “estilo”, “mirada”) lo que le confiere su sentido, o sus sentidos, a ese fondo.
Mal que pese, y cinematográficamente hablando (y, por tanto, artísticamente hablando), Los pasos dobles no se sostiene por ninguna parte. Volvemos a lo de siempre: lo que plantea a nivel temático, o como suele decirse, sobre el papel, tiene su (teórico) interés, al menos como punto de partida: la película es, o pretende ser, una digresión en torno al artista francés Jacques Augiéras, autor de unos frescos pintados en un búnker situado en tierras africanas que el propio pintor enterró en la arena, con vistas a la preservación de su obra, tras descubrir que una primera versión de esos frescos habían sido borrados o deformados. Con franqueza, no me parece un punto de partida extraordinariamente atractivo, pero como pretexto (o excusa) para un film es tan bueno, o malo, como cualquier otro; recordemos que estamos hablando de un pretexto, es decir, de un “motivo o causa simulada o aparente que se alega para hacer algo o para excusarse de no haberlo ejecutado” (Diccionario de la Real Academia Española; el subrayado es mío); los pretextos no son “temas” porque están vacíos de contenido en sí mismos considerados, y ambos coinciden en el hecho de que carecen, intrínseca y cinematográficamente hablando, de “importancia”: esta se la proporciona, en última instancia, su estricto tratamiento fílmico. Desde el punto de vista del pretexto para una película, Jacques Augiéras no es nada; Miquel Barceló, tampoco. Ahora bien, y una vez aceptado el pretexto, vuelvo a insistir, tan válido como pueda serlo, por poner un ejemplo en las antípodas de Los pasos dobles, el de la saga Transformers (“unos robots gigantes del espacio vienen al planeta Tierra a darse de hostias”), la película de Lacuesta no deja de ser una muy sencilla digresión sobre la figura de Augiéras, cuyo itinerario está simbólicamente representado mediante las peripecias de un joven africano que responde, asimismo, al nombre de Augiéras (Bokar Dembele, alias Bouba), y en cuyas aventuras pueden verse tanto una reconstrucción parcial del itinerario del auténtico Augiéras por tierras africanas como la excusa (otra) para llevar a cabo, a partir del Augiéras de ficción, un pequeño y pintoresco relato a medio camino entre lo aventurero y lo mágico.
De este modo, al principio del relato vemos al Augiéras de ficción alistado como soldado en un pelotón de un ejército africano (no se especifica de qué país: estamos hablando de un film “abstracto”), y al mando de un oficial chillón y energúmeno; más adelante, Augiéras deserta del ejército, tras un enfrentamiento (bastante mal resuelto, dicho sea de paso) con su superior, quien ordena abandonarle en medio del desierto. A partir de ese momento, el relato se bifurca entre las aventuras de Augiéras, visitando los pueblos de los alrededores, formando parte de un pintoresco grupo de bandidos amantes de las adivinanzas (sic), o entrando en contacto con una extraña tribu de africanos albinos, todo lo cual se alterna con imágenes de Miquel Barceló trabajando en su taller por esa misma o parecida zona de África, donde le vemos encarnando, asimismo simbólicamente, a un pintor que elabora sus nuevas obras o, sobre todo, que realiza a partir de unas obras suyas destrozadas por las termitas una nueva creación. No hace falta ser un lince para ver un obvio paralelismo entre la labor de Barceló, creando una nueva pintura a partir de las telas perforadas por los insectos, y la figura del Augiéras que regresó al búnker y rehizo los frescos que le habían destruido unos desaprensivos. Tampoco hay que ir demasiado más allá para intuir de que el hecho de que un actor africano interprete al Augiéras de ficción, cuando el auténtico era de raza blanca, no es sino una, digamos, “poética” manera de representar el espíritu del artista original, un blanco perdido por tierras africanas que se sentía más de África que de cualquier otro lugar: dicho de otro modo, el Augiéras de ficción y de raza negra es una encarnación personificada del alma africana del verdadero Augiéras.
Prácticamente lo que pretende explicar Los pasos dobles queda resumido en ese doble paralelismo entre el Augiéras blanco y el Augiéras negro, y el Augiéras histórico y el pintor que vive una situación similar a la del anterior; todo ello salpicado por abundantes estampas del –bellísimo, cierto— paisaje africano, de sus gentes y de sus costumbres, donde por no faltar ni siquiera falta el tópico del folklore. Ahí está, por ejemplo, el extravagante episodio en el cual el Augiéras de ficción arriba a un poblado, donde le toman por un mágico personaje que vivió allí mismo en un pasado lejano y que creen que ha regresado para bendecir al pueblo, y que culmina con el protagonista yéndose a vivir a lo alto de un árbol, en una imagen en la cual algunos han querido ver un homenaje al Luis Buñuel de Simón del desierto (1965). Todo lo hasta aquí expuesto resulta, siendo benevolente, más curioso y exótico que realmente atractivo, sobre todo si tenemos en cuenta que Lacuesta lo ilustra con embelesamiento esteticista y un nulo sentido de la puesta en escena, consistente en ir enganchando planos uno detrás de otro, sin que aparezca en ellos ni una sola idea interesante en cuanto a montaje o movimientos de cámara, firmemente convencido como está de que lo que muestra, y principalmente el cómo lo muestra, ya es lo suficientemente “artístico” como para justificar no ya nuestro interés, sino incluso nuestra fascinación.
En cualquier caso, lo más sorprendente de Los pasos dobles, y si no me equivoco se trata de un aspecto apenas analizado por comentarista alguno –salvo una mención, de pasada, del amigo Antonio José Navarro en su crónica del Festival de San Sebastián en el núm. 415 de Dirigido por… (Octubre 2011, p. 52)—, reside en el elevado contenido homoerótico de la película. Sea como fuere, no veo en absoluto nada malo en el hecho de abordar una cuestión que todavía parece incomodar a tanta gente –entre ellos, muchos de a los que luego se les llena la boca, alardeando de tolerancia y progresismo, y que luego se callan o pasan por alto la evidente carga homosexual en la obra de cineastas ya desaparecidos y que no pueden replicar nada al respecto, como Visconti, Pasolini o Fassbinder—, y que, en el caso concreto de Los pasos dobles, se manifiesta en varios momentos específicos: la secuencia en la que Augiéras intenta acostarse con una muchacha africana (Djenebou Keita), la cual se resiste una y otra vez a los requerimientos del primero de que se quite la ropa o de que se la quite a él, y que concluye, tras una breve elipsis, con la pareja acostada en el lecho: la cámara hace una panorámica lateral sobre sus cuerpos, para descubrirnos que el único de los amantes que está desnudo es el hombre; la juguetona escena en la que Augiéras apuesta con un joven a que este no será capaz de beberse una (fálica) botella de Coca-Cola entera de un trago; la secuencia en la que, después de haber llegado al poblado de los albinos junto con sus compañeros, Augiéras se va a dormir con uno de los muchachos de la tribu y, antes de conciliar el sueño, ambos se dedican a explorar con los dedos el pecho desnudo del otro, comentando el tono de color de sus respectivas pieles cuando la presionan; finalmente, la ridícula escena en la cual, desde lo alto del árbol, Augiéras arroja su “ducha dorada” sobre los aldeanos que exclaman: “¡el hombre-lluvia, el hombre-lluvia!”…
Santos Trinidad: No habrá paz para los malvados (2011), de Enrique Urbizu.- [Advertencia: en el presente artículo se revelan detalles de la trama de este film.] El protagonista de la nueva y, hasta la fecha, mejor película de Enrique Urbizu es uno de los más terribles que hayamos visto últimamente en una pantalla de cine. Greñudo, sin afeitar, arisco, alcoholizado, Santos Trinidad, excelente José Coronado, es un personaje extremo que, en lógica consecuencia, hace asimismo cosas extremas. Le gustan los cubatas (con mucho ron y un dedo de Coca-Cola); está muy solo (una de sus confidentes, Celia –Nadia Casado—, le pregunta por “una morenita” con la que salía hace poco, y él contesta que esa historia ya se acabó); miente a sus superiores del cuerpo de policía; y cuando la juez Chacón (Helena Miquel) le interroga, repasando su historial, responde con evasivas a cuestiones tan trascendentales como que perteneció a las fuerzas especiales, que estuvo relacionado con la misteriosa muerte a tiros de cuatro miembros de un cártel colombiano de la droga, y que un compañero suyo fue herido de un disparo de su pistola que se le disparó “accidentalmente” (sic). Todo es turbio en torno al pasado de este personaje, pero más turbulento es su presente: nada más empezar el relato, le vemos entrar, borracho, en un puticlub, y a la primera de cambio rompe la nariz y luego asesina a tiros al dueño del local, a un matón al servicio de este último e incluso a una camarera, por la espalda, cuando intentaba huir; luego, roba el disco con la grabación de la cámara de seguridad que podría incriminarle. Santos Trinidad actúa por su cuenta y no le pide permiso a nadie. Sospechando que el puticlub puede formar parte de una trama criminal todavía mayor, empieza a tirar del hilo, indagando, interrogando, atando cabos, hasta encontrar a los delincuentes que busca para, una vez localizados, acabar con ellos. Santos Trinidad no anda espiritualmente muy lejos del vengativo protagonista de Los sobornados (The Big Heat, 1953, Fritz Lang) ni de Harry el sucio, tres personajes de agentes de la ley y el orden frustrados ante el mal funcionamiento de las cosas, amargados por dolorosas circunstancias personales y empecinados en una lucha suicida contra el crimen que tiene mucho de nihilista y autodestructiva.
Hay muchas cosas dignas de encomio en No habrá paz para los malvados, una de las mejores películas del cine español de estos últimos años, y al mismo tiempo, y sin pretenderlo, una de las más involuntariamente irritantes, habida cuenta de que supone una nueva demostración de que en nuestro país podría hacerse más buen cine que los bodrios que solemos ver habitualmente (¡Los pasos dobles! ¡Capitán Trueno y el Santo Grial! ¡Mientras duermes!), rodado además con los medios, por lo que se intuye, no muy abundantes del film de Urbizu: la consabida excusa de la falta de dinero ya no vale, ni siquiera en tiempos de crisis. El principal mérito de No habrá paz para los malvados (que ha sido juzgado en algunos medios como un defecto de esta película) consiste, a mi modo de ver, en que la relativa oscuridad en torno a las motivaciones de la conducta de Santos Trinidad ejerce un singular contraste con la actitud profesional, legal, sin mácula de personajes de su entorno, como la ya mencionada juez Chacón, o como los colegas del protagonista en el cuerpo de policía, caso del inspector Leiva (Juanjo Artero) o su compañero de patrulla, Rodolfo (Rodolfo Sancho), sobre los cuales, si cabe, todavía sabemos menos, pero de los que, a pesar de todo, intuimos muchas cosas: la juez Chacón pasa largas horas fuera de su casa, y solo a última hora de su jornada se permite telefonear para preguntar qué tal ha pasado el día su hija; los trajes caros y el elegante aspecto de Leiva, que tanto contrasta con el de Santos Trinidad, sugieren la presencia de un funcionario que nunca ha tenido que mancharse las manos de sangre con la frecuencia e intensidad con que lo ha hecho el protagonista; y en Rodolfo, vemos a alguien que, sencillamente, trabaja de policía porque necesita ganarse la vida de alguna manera más o menos económicamente segura; incluso el propio Santos Trinidad no le reprocha nada cuando Rodolfo le dice que ha tenido que confesarle a Leiva que estaba encubriéndole: lo que, para Rodolfo, es una cuestión moral incómoda, para el protagonista se trata tan solo de gajes del oficio… Dicho de otra forma, Santos Trinidad es un personaje vivo, activo, dinámico, mientras que los demás son, por comparación, formales, educados, “legales”, pasivos, o como mínimo constreñidos por las formalidades de la ley; el primero fuma, bebe, mata y se la juega hasta el fondo; los demás, se limitan a sobrevivir en sus empleos.
En consonancia con este planteamiento, todas las escenas que involucran a Santos Trinidad son, asimismo, vivaces, palpitantes, determinadas por una cuidada planificación que parece fascinada por cada gesto, mirada, actitud del personaje, que a ratos parece un animal enjaulado sometido a observación por la cámara. Basta anotar al respecto la primera y admirable secuencia en el puticlub, en la cual la cámara parece “acompañar” cada movimiento del personaje, tanto si trasiega alcohol como si golpea o dispara sin contemplaciones contra alguien, en una bien equilibrada simbiosis entre la psicología del protagonista y la planificación más adecuada para mostrarle en acción. Un momento muy explícito al respecto es aquel en el cual vemos a Santos Trinidad llevar a cabo un registro ilegal en un piso: varios planos de esta secuencia empiezan con un corto movimiento de cámara por los pasillos de la vivienda, como si el objetivo buscara al protagonista y acaba encontrándolo, efectivamente, registrando las habitaciones en las que se encuentra: la movilidad de la cámara, aparentemente caprichosa, está así en consonancia con el carácter inquieto, “móvil”, de Santos Trinidad, como si este fuera un tiburón que necesita estar en continuo movimiento para no morir, o mejor dicho, para que no le maten. Las dos únicas excepciones las tenemos, por un lado, en esa escena en la que le vemos quieto, sentado en su casa, pero con la pistola colgando en su mano, a punto de ser empuñada en caso de ser necesario; un gesto que se repite justo al final, cuando Leiva descubre el cadáver del protagonista, sentado en otra silla y con la pistola colgando de su mano muerta. La segunda excepción la constituye la bella secuencia final, esa elegante sucesión de planos generales de los enclaves donde los terroristas islámicos han colocado las bombas disimuladas dentro de extintores de incendios y que, por encadenado, vemos que se van llenando de personas, potenciales víctimas inocentes y ajenas al hecho de que sus vidas han sido salvadas por alguien al que, si lo hubiesen conocido en persona, probablemente lo habrían considerado un indeseable; en este caso, la sobriedad de la planificación combina al mismo tiempo la “normalidad” de la rutina cotidiana en la calle con el poso de violencia soterrada, la amenaza a punto de estallar en cualquier momento, de esos falsos extintores que ocupan un lugar destacado dentro de los encuadres. Por el contrario, la planificación de las escenas que involucran a los personajes de Chacón, Leiva y Rodolfo, bien sea conversando entre ellos o con otras figuras que se añaden a la trama, como el misterioso inspector de operaciones secretas (un irreconocible Pedro Mari Sánchez), recurren principalmente al plano/contraplano, no tanto por el hecho lógico de que se trate de escenas dialogadas como, también, por la sugerencia de que los personajes son, asimismo, “estáticos”: Santos Trinidad demuestra en todo momento estar más vivo que todos ellos, aunque sea corriendo hacia su propia muerte. Sin ser un film perfecto, No habrá paz para los malvados supone un soplo de aire fresco en una cinematografía como la nuestra, tan poco dada a apreciar otras muestras nacionales de valor inscritas en el género policíaco contemporáneo, y que van desde Un negro con un saxo (Un negre amb un saxo, 1989), todavía hoy la mejor película del irregular Francesc Bellmunt, hasta la ignorada Agallas (2009), de Andrés Luque y Samuel Martín Mateos, pasando por títulos en su momento reputados pero tan rápidamente olvidados como Plenilunio (1999), asimismo el mejor film del no siempre acertado Imanol Uribe, o La noche de los girasoles (2006), de Jorge Sánchez-Cabezudo. El cine policíaco español contemporáneo ocupa otra de las tantas muchas historias no escritas sobre nuestra cinematografía que no entran dentro de los cánones de lo que se considera “oficialmente correcto”, o peor aún, “cinematográficamente correcto”.
Johnny Marco: Somewhere (ídem, 2010), de Sofia Coppola.- [Advertencia: en el presente artículo se revelan detalles de la trama de este film.] Al igual que ocurría, con relativas variantes, en Las vírgenes suicidas (The Virgin Suicides, 1999), Lost in Translation (ídem, 2003) y María Antonieta (Marie Antoinette, 2006), la más reciente película de Sofia Coppola, Somewhere, vuelve a ser el retrato de una soledad enmarcado en un escenario que tiene algo de claustrofóbico. Al igual que el protagonista masculino de Lost in Translation y que la femenina de María Antonieta, el personaje principal de Somewhere, Johnny Marco (Stephen Dorff), también es una celebridad que, sobre todo con el primero de los mencionados, coincide en ser aquello que ha venido en llamarse una estrella de cine y en que el grueso de su existencia se desarrolla en hoteles, no por más cómodos y lujosos menos propensos a dar rienda suelta en ellos a cierta melancolía (y cuya función era llevada a cabo, en el caso de María Antonieta, por otro decorado si cabe más fastuoso: el mismísimo Palacio de Versalles), sobre todo si dicha melancolía viene acompañada, ya lo he sugerido, por un sentimiento de soledad: Johnny está solo, y lo que es más importante, se siente solo incluso rodeado de gente, tanto da que sean sus representantes (que no dejan de aplicarle esa variante actual del control obsesivo sobre los seres humanos que se conoce como dependencia del teléfono, tanto da que sea el “fijo” o el mal llamado “móvil”), como un par de gemelas cuyos servicios ha contratado para que le hagan un número privado de baile erótico en su dormitorio con barras verticales desmontables, pasando por los empleados del hotel de California donde se aloja, la compañera de reparto de su última película (Michelle Monaghan), que le manifiesta su desprecio durante una sesión fotográfica en la cual debe subirse a una pequeña tarima para no parecer más bajo a su lado, los técnicos en efectos especiales de maquillaje que le someten a una tortura consistente en cubrir con una espesa pasta su cabeza durante cuarenta minutos y dejándole un par de agujeros para respirar a fin de obtener un molde de su rostro, o los amigos (como suelen ser muchos, por desgracia, de conveniencia) que inundan su habitación porque le han organizado una fiesta sorpresa en la cual se ve obligado a participar a pesar de estar cayéndose de sueño y de no tener nada más en mente que meterse en la cama y descansar, hasta el punto de quedarse dormido entre las piernas de una chica deseosa de tener sexo con él mientras está empezando a practicarle un cunnilingus. Pero, asimismo de un modo similar a lo que les pasaba a los protagonistas de los tres anteriores largometrajes de su realizadora, Johnny tiene algo (somewhere), o mejor dicho, alguien que palia su soledad ni que sea durante los relativamente cortos espacios de tiempo en que le acompaña: su hija de once años Cleo (Elle Fanning), nacida de un fracasado matrimonio y cuya compañía comparte en aquellos días y horas previamente pactados con su exmujer Layla (Lala Sloatman), durante los cuales Johnny la acompaña a sus clases de patinaje artístico sobre hielo, o la tiene consigo, llevándola a comer, a jugar con videojuegos o al ping-pong, a nadar en la piscina o, incluso, de viaje a Italia, a donde el protagonista acude para recoger un premio, otorgado en una de esas horteras galas televisivas puestas de moda hace ya demasiados años por el nefasto Silvio Berlusconi y en la cual también están presentes Maurizio Nichetti, para recoger otro premio, y Valeria Marini, para menear el culo.
Dicho de otro modo, su hija Cleo supone, para el Johnny de Somewhere, la tabla de salvamento emocional que suponía, para la Kirsten Dunst de Las vírgenes suicidas, el “chico guapo” de su instituto (Josh Harnett), o para la misma Kirsten Dunst de María Antonieta, los lujosos caprichos que podía permitirse cada día y a todas horas, o para el Bill Murray de Lost in Translation, el conocer a una muchacha tan solitaria como él, encarnada por Scarlett Johansson. Como los personajes, masculinos o femeninos, que le preceden en la filmografía de Sofia Coppola, la vida de Johnny Marco es falsa y artificial, y lo único genuino, auténtico y verdaderamente suyo es su hija y el amor que ambos se profesan de manera incondicional. Esto es lo que, a grandes rasgos, explica Somewhere, acaso el film más sencillo y diáfano que haya rodado hasta la fecha la hija de Francis Ford; y, si bien se trata de una obra, cuanto menos, bien planteada (no podía decirse lo mismo de la sobrevaloradísima Lost in Translation), todo su interés empieza y termina en lo que hemos explicado, siendo el resto de su metraje una mera variación continuada de su planteamiento base, de la misma manera que la propia Somewhere puede verse, y entenderse, como una mera variante del discurso sobre la soledad desarrollado previamente en Las vírgenes suicidas, Lost in Translation y María Antonieta. Variante que se sostiene, además, sobre un método narrativo que los cuatro largometrajes de Sofia Coppola comparten a grandes rasgos. Un método, dicho sea de paso, asimismo bastante sencillo, y que contrasta con la apariencia (y la fama) de densidad y complejidad que arrastra la obra de esta realizadora, habida cuenta de que lo que propone, y sobre todo, cómo lo propone no puede ser más formulario, simple casi.
Ciñéndonos a Somewhere, se trata, por un lado, de expresar el vacío y el tedio de la existencia de Johnny cuando se encuentra a solas, por lo general en la habitación de su hotel pero también, como hemos indicado, acompañado de gente, en ocasiones mucha gente, aunque ninguna de las cuales le proporciona auténtica compañía. Para expresarlo, Sofia Coppola recurre en muchas ocasiones o bien al plano fijo (escenas de Johnny en su cama, o en el sofá fumando y bebiendo cerveza), o bien a un esquemático plano/ contraplano que “separa” al personaje del mundo que le rodea (véase, sin ir más lejos, el primer baile erótico de las gemelas, planificado de tal manera que los encuadres de acción –mirada— de Johnny y los de reacción –lo que mira— parecen y de hecho pueden haberse rodado perfectamente por separado). Por el contrario, la realizadora construye los encuadres en los que Johnny disfruta de la compañía de Cleo de manera que, incluso cuando se trata de planos fijos, ambos personajes interactúan dentro del mismo, por regla general por medio del juego o de las bromas cómplices (escenas del ping-pong, del videojuego de rock & roll, las dos en piscinas). En resumen, no es que el planteamiento de Somewhere esté mal, ni que tampoco lo esté particularmente su resolución (por más que la misma diste mucho de ser brillante), pero el relato y las relaciones entre los personajes, una vez planteados, no evolucionan, y la realización tampoco ofrece mayores alicientes que una serie de variantes formales en torno a esos conceptos de quietud/ soledad/ aburrimiento/ tristeza, que terminan alargando la película hasta el punto no ya de hacerla cansina y reiterativa (es lo que en literatura se denomina un circunloquio), sino de terminar recurriendo a algunas convenciones. Tal es el caso, por ejemplo, de la escena en la que, de nuevo en la soledad de su habitación de hotel tras haberse despedido de Cleo, un deprimido y lloroso Johnny telefonea a su exesposa, buscando un consuelo que ella no quiere o no puede darle: la escena vale lo que la excelente interpretación de ese buen actor que es Stephen Dorff, pero no ofrece nada más allá de lo ya planteado, pongamos por caso, por el Jean Cocteau de La voz humana. La película concluye, precisamente, en clave de esperanzador final abierto, con Johnny abandonando su descapotable en medio del desierto y siguiendo su camino a pie, dispuesto a cambiar de vida una vez ha descubierto, gracias a Cleo, cómo llenar ni que sea un poco el vacío de su existencia.
Carahueca: Intruders (ídem, 2011), de Juan Carlos Fresnadillo.- [Advertencia: en el presente artículo se revelan detalles de la trama de este film.] Ya hace tiempo que vengo diciendo que, si bien por un lado agradezco la relativa proliferación de recientes realizadores españoles interesados en el cine fantástico, puesto que siempre me ha parecido que el cine de género es una muy válida vía de expresión para que los teóricos nuevos talentos se fogueen y evolucionen, no es menos cierto que este teórico boom de “autores” del fantástico nacional me parece, por ahora y salvo honrosas excepciones, que tiene muy poco interés. Como, en el país de ciegos, el tuerto es el rey, los méritos reales de cineastas como el últimamente despistado Jaume Balagueró –sobre cuya horrible Mientras duermes escribo en el próximo número de Imágenes de Actualidad—, el sobrevalorado Nacho Vigalondo de Los cronocrímenes (2007) –a falta de ver, claro está, su más reciente Extraterrestre (2011) en el momento de escribir estas líneas—, el insípido Paco Plaza –con la excepción de su telefilm Cuento de Navidad (2005), para Películas para no dormir, sus trabajos en solitario, El segundo nombre (2002) y Romasanta (2004), me hacen bostezar; no pienso reiterar aquí mi parecer sobre el díptico de [Rec], por innecesario—, o el formulario Paco Cabezas –Aparecidos (2007): ¡por favor…!—, para no alargarnos, están muy por debajo de lo que propagan tantos agoreros, hambrientos de buen cine fantástico español y que se agarran a lo primero que encuentran con la esperanza de que, algún día, España suponga para el género lo que en su día fue el Reino Unido gracias a Hammer Films (otros tiempos, otras costumbres). Desde luego que, como digo, hay excepciones (y, como siempre, hablo por mí), tales como el primer Amenábar –Tesis (1996), y ya ha llovido desde entonces—, el Nacho Cerdá de Los abandonados (2006), o el Guillem Morales de El habitante incierto (2004) y de la –con todos sus defectos— excesivamente menospreciada Los ojos de Julia (2010), pero ni siquiera estas películas son las obras rotundas que definen un cine fantástico español contemporáneo y personal, apenas buenos apuntes en un marco general dominado por la medianía.
Otro de esos teóricos “genios” nacionales del género es el canario Juan Carlos Fresnadillo, aupado a dicha categoría gracias a un celebrado cortometraje –Esposados (1996)— y a dos largometrajes que tampoco eran como para lanzar tantos cohetes: Intacto (2001), poco más que una sugestiva idea relativamente bien aprovechada (o sea, mal desarrollada), y 28 semanas después (28 Weeks Later, 2007), una vomitiva secuela de la ya de por sí bastante mediocre 28 días después (28 Days Later, 2002, Danny Boyle). A pesar de semejante saldo, Fresnadillo –y, como él, tantos otros, entre ellos varios de los citados y alguno más— forma parte de la flamante generación de “orsonwelles” del cine español del siglo XXI sobre los cuales llueven contraproducentes parabienes (por más que puedan estar bienintencionados), y que están creando una falsa apariencia de cine de calidad cuyo brillo se apaga a poco que se mire con un mínimo de detenimiento. Empero, hay que reconocer, y centrándonos, que Intruders es cuanto menos mejor que 28 semanas después (¿algún sorprendido?), pero padece el mismo mal endémico de Intacto: el atractivo de su propuesta se diluye mucho antes de llegar a la conclusión del relato. Un relato, urdido por los guionistas Nicolás Casariego y Jaime Marques, que juega con cierta habilidad al despiste del respetable por medio de la construcción y desarrollo en paralelo de dos tramas argumentales que, claro está, en un momento dado se unifican entre sí. Está, por un lado, la que se presenta en primer lugar; y no es casual que sea así, habida cuenta de que ese orden de aparición en pantalla se corresponde, en la resolución, con el orden cronológico interno de ese relato bifurcado en dos senderos. Aquella primera trama argumental, como digo, es la centrada en una mujer, Luisa (Pilar López de Ayala), y sobre todo en su hijo de ocho años Juan (Izan Corchero), quienes viven en un piso de una barriada obrera de Madrid; nada más empezar el film, Juan sufre el misterioso ataque nocturno de un tenebroso personaje sin rostro, una especie de fantasma encapuchado al que el niño ha visto en sus pesadillas en más de una ocasión y al que ha bautizado como Carahueca, y está incluso a punto de perder la vida a manos de tan siniestro ser, siendo salvado in extremis por su madre. Cumplido el trámite / la convención del arranque “fuerte”, pasamos a la segunda trama paralela, la que se centra en este caso en dos personajes atormentados por ese mismo Carahueca: por este orden, una adolescente de catorce años llamada Mia (Ella Purnell), y su padre, de nombre –atención— John (Clive Owen); ambos viven en Londres con una tercera persona, la esposa de John y madre de Mia, Suzanne (Carice van Houten).
En base a esta premisa, Intruders avanza mostrando, siempre paralelamente, los esfuerzos de Luisa y John para salvar a sus respectivos hijos de los ataques, cada vez más violentos, de Carahueca: la mujer acudirá a un sacerdote, el padre Antonio (Daniel Brühl), mientras que el hombre y su esposa contratarán los servicios de una psiquiatra, la Dra. Rachel (Kerry Fox). De este modo, se representan dos de las más frecuentes maneras de abordar humanamente lo que parece un fenómeno sobrenatural: desde la perspectiva de la fe, y desde la de la ciencia. No obstante, y antes de que el relato alcance su conclusión, y que lo haga mediante la ya anunciada fusión en una de sus dos tramas argumentales en paralelo, Intruders va desvelando, subrepticiamente, por dónde van los tiros: ya en la primera secuencia, la del ataque de Carahueca a Luisa y Juan, el momento en que el niño presencia a la criatura tumbada sobre su madre en el suelo sugiere la existencia de un posible trauma de índole sexual en el pequeño, o dicho de otra manera, que lo que Juan ve o cree ver no es sino una interpretación que su mente ha hecho de la agresión sexual a su madre, pasada por el filtro de su desbocada imaginación infantil. Algo parecido pasa con la trama centrada en los personajes de Londres: las pesquisas de la Dra. Rachel llegan a sugerir que John, el padre, y Mia, la hija, comparten una misma alucinación, la cual puede deberse –también se insinúa— a un no reconocido deseo incestuoso de John hacia Mia, lo cual aconseja la separación preventiva de padre e hija.
Esa ambigüedad, que flota constantemente a lo largo del relato, explica que, por eso mismo, Intruders no termine de ser, a pesar de las apariencias, una película de terror en sentido estricto, por más que recurra en no pocas ocasiones a la imaginería del género, o a una planificación que realza la fragilidad de los límites entre realidad e irrealidad: las apariciones de Carahueca en los dormitorios de los niños; en particular, ese momento en que John descubre que, efectivamente, él también ve al ser, escondido en el armario de Mia (otro elemento de claras connotaciones sexuales); el plano subjetivo, desde el interior del árbol, cuando Mia descubre la vieja cajita de madera donde se esconde el arrugado pergamino que relata la historia de Carahueca; la quema de un muñeco en el jardín de John, destinado a erradicar (inútilmente) los terrores nocturnos de Mia; el oscuro callejón justo al lado de la casa de John, del cual se diría que está a punto de salir el mismísimo Freddy Krueger; la aparición / confusión de Carahueca y una estatua de la iglesia a la que Luisa y Juan acuden para citarse con el padre Antonio; o un clímax, claramente deudor de la serie de la calle del Olmo de Wes Craven, en el cual Mia se sumerge en el universo de pesadilla de Carahueca… Fresnadillo se esfuerza por conferirle a Intruders atmósfera y perturbación, pero todo huele a demasiado forzado, a demasiado artificial, de tal manera que, cuando las dos tramas se funden en una, descubriéndose así que en el fondo ambas no eran sino la misma, la revelación tiene un impacto más convencional que esclarecedor. Salvando todas las distancias del mundo, el planteamiento y la resolución de Intruders guardan ecos del Mario Bava de La frusta e il corpo (1963), otro film planteado en clave fantástica que, al final, se inclinaba por una “explicación racional”, pero que por el camino había conseguido llenar el ánimo del espectador de profundas incertezas; justo lo contrario de lo que hace aquí Fresnadillo, quien jugando la baza de la ambigüedad termina convirtiendo a Intruders en una vistosa pero hueca sesión de psicoanálisis de segunda fila.
El mundo. Población: 7.000 millones de habitantes: Contagio (Contagion, 2011), de Steven Soderbergh.- [Advertencia: en el presente artículo se revelan detalles de la trama de este film.] Al principio de Contagio ya hay, de entrada, algo realmente positivo, por más que se trata de una apreciación muy subjetiva y muy personal del que suscribe, y que por tanto no espero en absoluto que sea compartida: a poco de empezar el film, el personaje de Beth Emhoff desaparece del relato; y, a pesar de que reaparece esporádicamente más adelante, y de que con el mismo se cierra la película (ya volveremos sobre eso), de este modo la insoportable Gwyneth Paltrow no nos atormenta con su cargante presencia más allá de lo necesario. Anécdotas aparte, lo cierto es que el irregular Steven Soderbergh parece haber logrado aquí una interesante y bastante conseguida combinación entre obra comercial y obra personal, superior a mi entender a otros intentos suyos en esta misma o similar dirección, tales como las mediocres Un romance muy peligroso (Out of Sight, 1998), Erin Brockovich (ídem, 2000) o la cada vez peor serie Ocean’s Eleven (2001-2004-2007). Y, por más que Contagio adolece, a ratos, de ese irritante esteticismo “setentero” que, para bien o para mal, Soderbergh ya ha convertido en una especie de marca de fábrica formal, y que hay en el conjunto del film cierta “pose” un tanto supuestamente exquisita, propia de ciertos cineastas-autores (o que van de tales) cuando abordan lo que ellos, seguramente, llaman géneros “convencionales”, a pesar de ello la película funciona muy bien y no le faltan momentos excelentes. Cabe apuntar inmediatamente en el saldo de lo positivo, además del detalle de “cargarse” a la Paltrow en los cinco primeros minutos del metraje, que la forma con que Soderbergh ha planteado y resuelto Contagio resulta tremendamente efectiva y, lo que es mejor, muy sugerente, de tal manera que, más allá de lo que el film narra en primera instancia –la propagación y contención de una pandemia que provoca casi 30 millones de muertos en todo el mundo a lo largo de 135 angustiosas jornadas—, ofrece asimismo, y en segundo término, un convincente esbozo del hundimiento de la civilización y del egoísmo del ser humano ante una situación extrema e incontrolable.
Efectivamente, todos los personajes que aparecen en el relato sufren o bien los efectos directos del virus (se infectan del mismo, desarrollan la enfermedad y, en muchas ocasiones, mueren, o lo hacen sus seres queridos), o bien los indirectos (lo analizan en laboratorios, estudian la manera de controlar el pánico de la población, y buscan sobrevivir a los saqueos de los supermercados encerrándose en casa y evitando al máximo el contacto con otras personas); los hay, incluso, que se aprovechan de la situación en beneficio propio, tal es el caso del personaje del “profeta de Internet” Alan Krumwiede (Jude Law). Pero, en última instancia, a todos ellos, de un modo u otro y en mayor o menor medida, les mueve lo mismo: el instinto de supervivencia y la protección egoísta de sí mismos y de las personas de su más inmediato entorno, la pleitesía al “dios salvaje”, que diría estos días Roman Polanski con la complicidad de Yasmina Reza. Nadie se salva. Mitch Emhoff (Matt Damon), el padre de familia que acaba de ver morir a su esposa Beth y a su pequeño hijastro Clark (Griffin Kane) prácticamente de la noche a la mañana, trata de proteger la vida de su hija adolescente Jory (Anna Jacoby-Heron), aunque sea a costa de tenerla encerrada en casa e impedirle ni que se acerque a un chico del barrio que le gusta, Andrew (Brian J. O’Donnell). El Dr. Ellis Cheever (Laurence Fishburne), uno de los médicos encargados de supervisar el control de la pandemia, se salta el código ético de imparcialidad inherente a su profesión y telefonea a su esposa Aubrey (Sanaa Lathan) para que abandone de inmediato la ciudad antes de que se decrete una cuarentena que le impediría irse. El ya mencionado personaje de Alan Krumwiede se erige en paladín de la verdad, negando desde su blog o a través de apariciones por televisión la existencia del virus y, posteriormente, la efectividad de la vacuna creada para erradicarlo, pero porque ello le sirve para aumentar su popularidad (su blog alcanza en un día los dos millones de visitas) y para llevar a cabo ciertos negocios particulares. Sun Feng (Chin Han), uno de los anfitriones en Hong Kong de la Dra. Leonora Orantes (Marion Cotillard), la retiene en la humilde aldea de la cual es originario, a fin de asegurarse de que los suyos estén “entre los primeros de la cola” cuando empiecen a repartirse las vacunas. Ello no obsta para que, en medio de todo este panorama de egoísmo feroz e hipocresía mal disimulada, no surjan asimismo los gestos altruistas. Para ganar tiempo, y jugándose la vida, la Dra. Ally Hextall (Jennifer Ehle) prueba en sí misma el primer prototipo de vacuna que ha funcionado bien en los simios. Acaso consciente de la falta ética que ha cometido favoreciendo a su mujer, Cheever lo compensa regalando su propia dosis de vacuna al pequeño hijo de Roger (John Hawkes), el humilde empleado de la limpieza que trabaja en su laboratorio. Otra médica, la Dra. Erin Mears (Kate Winslet), contagiada por el virus, intenta darle su chaqueta acolchada a otro enfermo en la camilla contigua a la suya que dice tener mucho frío. Una vez seguro de que ni él, ni su hija, ni el joven Andrew, pueden enfermar, Mitch organiza una pequeña fiesta “de fin de curso” en su propia casa para que la pareja de adolescentes puedan “bailar pegados”.
El método narrativo elegido por Soderbergh para Contagio me parece una buena opción de cara a conseguir, como se pretende, una especie de retrato coral de la humanidad, la auténtica protagonista de una función en la que, más que nunca, el detonante de la misma, el virus, opera a modo de pretexto, o si se prefiere, de macguffin. De este modo, el realizador construye la película alrededor de escenas breves y sobre la base de una planificación, asimismo, corta. Ello tiene, por un lado, la función de ir proporcionando al espectador pinceladas breves pero efectivas sobre las situaciones que se plantean, método narrativo que logra así proporcionar una visión coral (o, como se dice hoy en día, “global”) de lo narrado, y que, salvando las distancias y por poner un ejemplo literario bastante conocido (creo), equivaldría al empleo de la frase corta utilizado por E.L. Doctorow en su famosa novela Ragtime. Por otro lado, y siguiendo con los símiles literarios, la construcción del guión de Contagio sigue las reglas de cierta tendencia instaurada desde hace muchos años por la literatura norteamericana tipo best-seller, consistente en ir insertando rótulos que ubican al espectador, en este caso, en el lugar del mundo en que se encuentra y proporcionando, además, el dato de la densidad de población de cada ciudad: una especie de recuento de víctimas potenciales del virus. La acción también avanza, en este sentido, mediante el inserto del “día” en el cual nos hallamos, contados desde el inicio de la pandemia; el relato, curiosamente, arranca en el “Día 2”, y tan solo al final del film veremos lo que ocurrió en el “Día 1”, es decir, cómo nació el virus, como consecuencia de una caprichosa combinación de la genética de un murciélago y un cerdo (sic), y lo que es más importante, cómo lo contrajo Beth Emhoff.
Puede alegarse en contra de la opción seguida por Soderbergh que, a pesar de esa pretensión de “globalidad”, el film se centra sobre todo en escenarios reconocibles de los Estados Unidos y Asia, y no entra en detalles sobre lo que ocurre en el resto del mundo (salvo los apuntes dados por la visualización de mapamundis que van indicando la evolución de la pandemia), pero creo que ello no invalida ni el método elegido ni el resultado conseguido. En este sentido, la película funciona bien porque muchas de esas pinceladas están, dramáticamente hablando, conseguidas: ese momento, magnífico, en que Mitch recibe la noticia de la muerte de su esposa y, dada su confusión, pregunta al médico que acaba de anunciárselo si puede hablar con ella…; la secuencia, sobriamente resuelta, en que Mitch y su hija Jory recorren los supermercados saqueados en busca de comida; las escenas en las que vemos a Krumwiede recorriendo, con un traje presurizado (sic), las desoladas calles de la ciudad en cuarentena, y colocando panfletos en los coches animando a la gente para que no se vacunen (otro apunte magnífico, en una de esas mismas escenas, es cuando Krumwiede descubre, entre la basura, una foto necrológica dedicada a una conocida suya a la que le había recomendado que no se medicara…). Otra ventaja del método utilizado por Soderbergh reside en que esa supeditación a las escenas cortas y al montaje corto está, asimismo, estrechamente vinculada con otro elemento dramático del argumento: la idea de que el virus se propaga fácilmente por contacto directo de una dermis con otra. Hay un momento en el cual la Dra. Mears explica que el ser humano se toca la cara algo así como veinticinco mil veces al día como media, es decir, cuatro o cinco veces por minuto (¡), lo cual facilita que el portador del virus vaya extendiéndolo doquiera que vaya.
En consonancia con este planteamiento, el realizador va sazonando diversos momentos con primeros planos de manos tocando teléfonos, puertas u otros objetos, de tal manera que esos gestos cotidianos, naturales, “inofensivos”, se convierten así en algo inquietante, amenazador, mortal: contestar a una llamada con un teléfono que no es el propio, abrir una puerta, incluso besar la mejilla de un ser querido, puede significar la muerte. Asimismo, también hay momentos en que, por el contrario, Soderbergh inserta planos generales de lugares de tránsito, como aeropuertos, hospitales o centros comerciales, que ahora se encuentran abandonados: son imágenes perfectamente cotidianas, en sí mismas consideradas, pero en el contexto de este relato adquieren, asimismo, un inesperado cariz inquietante. El tono semi-documental de algunos instantes, unido a esa utilización del primer plano y del plano general, confiere a Contagio una particular abstracción, que se encuentra en todo momento relacionada con esa visión “global” del ser humano. Ya hemos mencionado que el virus es, en el fondo, el pretexto del relato para explicar otras cosas. Desde este punto de vista, la presencia de la enfermedad puede entenderse como algo que permite que aflore tanto lo mejor como lo peor del ser humano; así, por ejemplo, el temor de Mitch de que su hija pueda verse contagiada por el contacto físico con Andrew puede entenderse como el clásico miedo de un padre a que su hija se quede prematuramente embarazada; por otro lado, y a raíz de la muerte de su mujer, Mitch descubre que Beth le fue infiel tan solo un día antes de morir víctima de la enfermedad (o, lo que vendría a ser casi lo mismo, que su matrimonio con Beth ya estaba “enfermo” mucho antes de que fuera consciente de ello); por su parte, la manera como Krumwiede juega con el miedo de la gente puede verse, también, como un temor del personaje a no tener notoriedad, a descubrirse a sí mismo como lo que es: un mediocre que se limita a aprovecharse de la mediocridad de los demás.
Toda esta discusión siempre me ha parecido, y me lo sigue pareciendo, una total y absoluta pérdida de tiempo, al menos tal y como está planteada ahora, en esos términos absolutos, ergo superficiales, que tan solo se sostienen sobre verdades de Perogrullo. Me parece simplón otorgar de antemano a Los pasos dobles la categoría de arte, y más si toda la argumentación de sus supuestas virtudes se sostiene única y exclusivamente sobre sus pretendidamente importantes planteamientos temáticos. Estos días cuesta encontrar opiniones sobre Los pasos dobles que hablen de esta película desde el punto de vista exclusivo de su lenguaje cinematográfico, con lo cual resulta imposible saber a ciencia cierta en qué consisten los auténticos méritos artísticos del film. Por tanto, ¿cómo puede afirmarse tan a la ligera que la película de Lacuesta es arte sin esgrimir argumentos artísticamente cinematográficos/ cinematográficamente artísticos que lo corroboren? Hacer análisis de sus conceptos teóricos, temáticos, pero sin detenerse ni en una sola idea de puesta en escena que justifique el relieve artístico-cinematográfico de este film, es no decir absolutamente nada desde la perspectiva del cine. Por lo tanto, y mientras no se demuestre lo contrario, Los pasos dobles no es arte, sino una película “vendida” como tal. Y “vender” un film como si fuera arte es el truco más viejo del mundo. Cuidado, señor espectador, lo que usted va a ver aquí no es una película cualquiera; lo que usted va a ver es algo completamente diferente: ni ficción ni documental, sino una particular mezcla de ambos; y con una idea fundamental flotando en todo momento sobre el conjunto: el arte. En resumidas cuentas, toda la “polémica” (que tiene mucho de prefabricada) en torno a Los pasos dobles vuelve a ser, de nuevo, una enésima variante sobre uno de los más antiguos dilemas en torno al arte en general y en torno al cine en particular: la forma y el fondo. Y tanto en arte como en cine, el fondo (englóbense dentro del mismo conceptos como “contenido”, “tema”, “historia”, “trama”, “argumento”, “mensaje”, “discurso”, “mundo”) pueden ser tan apasionantes como se quiera, pero a la hora de la verdad es la forma (englóbese aquí “lenguaje”, “estilo”, “mirada”) lo que le confiere su sentido, o sus sentidos, a ese fondo.
Mal que pese, y cinematográficamente hablando (y, por tanto, artísticamente hablando), Los pasos dobles no se sostiene por ninguna parte. Volvemos a lo de siempre: lo que plantea a nivel temático, o como suele decirse, sobre el papel, tiene su (teórico) interés, al menos como punto de partida: la película es, o pretende ser, una digresión en torno al artista francés Jacques Augiéras, autor de unos frescos pintados en un búnker situado en tierras africanas que el propio pintor enterró en la arena, con vistas a la preservación de su obra, tras descubrir que una primera versión de esos frescos habían sido borrados o deformados. Con franqueza, no me parece un punto de partida extraordinariamente atractivo, pero como pretexto (o excusa) para un film es tan bueno, o malo, como cualquier otro; recordemos que estamos hablando de un pretexto, es decir, de un “motivo o causa simulada o aparente que se alega para hacer algo o para excusarse de no haberlo ejecutado” (Diccionario de la Real Academia Española; el subrayado es mío); los pretextos no son “temas” porque están vacíos de contenido en sí mismos considerados, y ambos coinciden en el hecho de que carecen, intrínseca y cinematográficamente hablando, de “importancia”: esta se la proporciona, en última instancia, su estricto tratamiento fílmico. Desde el punto de vista del pretexto para una película, Jacques Augiéras no es nada; Miquel Barceló, tampoco. Ahora bien, y una vez aceptado el pretexto, vuelvo a insistir, tan válido como pueda serlo, por poner un ejemplo en las antípodas de Los pasos dobles, el de la saga Transformers (“unos robots gigantes del espacio vienen al planeta Tierra a darse de hostias”), la película de Lacuesta no deja de ser una muy sencilla digresión sobre la figura de Augiéras, cuyo itinerario está simbólicamente representado mediante las peripecias de un joven africano que responde, asimismo, al nombre de Augiéras (Bokar Dembele, alias Bouba), y en cuyas aventuras pueden verse tanto una reconstrucción parcial del itinerario del auténtico Augiéras por tierras africanas como la excusa (otra) para llevar a cabo, a partir del Augiéras de ficción, un pequeño y pintoresco relato a medio camino entre lo aventurero y lo mágico.
De este modo, al principio del relato vemos al Augiéras de ficción alistado como soldado en un pelotón de un ejército africano (no se especifica de qué país: estamos hablando de un film “abstracto”), y al mando de un oficial chillón y energúmeno; más adelante, Augiéras deserta del ejército, tras un enfrentamiento (bastante mal resuelto, dicho sea de paso) con su superior, quien ordena abandonarle en medio del desierto. A partir de ese momento, el relato se bifurca entre las aventuras de Augiéras, visitando los pueblos de los alrededores, formando parte de un pintoresco grupo de bandidos amantes de las adivinanzas (sic), o entrando en contacto con una extraña tribu de africanos albinos, todo lo cual se alterna con imágenes de Miquel Barceló trabajando en su taller por esa misma o parecida zona de África, donde le vemos encarnando, asimismo simbólicamente, a un pintor que elabora sus nuevas obras o, sobre todo, que realiza a partir de unas obras suyas destrozadas por las termitas una nueva creación. No hace falta ser un lince para ver un obvio paralelismo entre la labor de Barceló, creando una nueva pintura a partir de las telas perforadas por los insectos, y la figura del Augiéras que regresó al búnker y rehizo los frescos que le habían destruido unos desaprensivos. Tampoco hay que ir demasiado más allá para intuir de que el hecho de que un actor africano interprete al Augiéras de ficción, cuando el auténtico era de raza blanca, no es sino una, digamos, “poética” manera de representar el espíritu del artista original, un blanco perdido por tierras africanas que se sentía más de África que de cualquier otro lugar: dicho de otro modo, el Augiéras de ficción y de raza negra es una encarnación personificada del alma africana del verdadero Augiéras.
Prácticamente lo que pretende explicar Los pasos dobles queda resumido en ese doble paralelismo entre el Augiéras blanco y el Augiéras negro, y el Augiéras histórico y el pintor que vive una situación similar a la del anterior; todo ello salpicado por abundantes estampas del –bellísimo, cierto— paisaje africano, de sus gentes y de sus costumbres, donde por no faltar ni siquiera falta el tópico del folklore. Ahí está, por ejemplo, el extravagante episodio en el cual el Augiéras de ficción arriba a un poblado, donde le toman por un mágico personaje que vivió allí mismo en un pasado lejano y que creen que ha regresado para bendecir al pueblo, y que culmina con el protagonista yéndose a vivir a lo alto de un árbol, en una imagen en la cual algunos han querido ver un homenaje al Luis Buñuel de Simón del desierto (1965). Todo lo hasta aquí expuesto resulta, siendo benevolente, más curioso y exótico que realmente atractivo, sobre todo si tenemos en cuenta que Lacuesta lo ilustra con embelesamiento esteticista y un nulo sentido de la puesta en escena, consistente en ir enganchando planos uno detrás de otro, sin que aparezca en ellos ni una sola idea interesante en cuanto a montaje o movimientos de cámara, firmemente convencido como está de que lo que muestra, y principalmente el cómo lo muestra, ya es lo suficientemente “artístico” como para justificar no ya nuestro interés, sino incluso nuestra fascinación.
En cualquier caso, lo más sorprendente de Los pasos dobles, y si no me equivoco se trata de un aspecto apenas analizado por comentarista alguno –salvo una mención, de pasada, del amigo Antonio José Navarro en su crónica del Festival de San Sebastián en el núm. 415 de Dirigido por… (Octubre 2011, p. 52)—, reside en el elevado contenido homoerótico de la película. Sea como fuere, no veo en absoluto nada malo en el hecho de abordar una cuestión que todavía parece incomodar a tanta gente –entre ellos, muchos de a los que luego se les llena la boca, alardeando de tolerancia y progresismo, y que luego se callan o pasan por alto la evidente carga homosexual en la obra de cineastas ya desaparecidos y que no pueden replicar nada al respecto, como Visconti, Pasolini o Fassbinder—, y que, en el caso concreto de Los pasos dobles, se manifiesta en varios momentos específicos: la secuencia en la que Augiéras intenta acostarse con una muchacha africana (Djenebou Keita), la cual se resiste una y otra vez a los requerimientos del primero de que se quite la ropa o de que se la quite a él, y que concluye, tras una breve elipsis, con la pareja acostada en el lecho: la cámara hace una panorámica lateral sobre sus cuerpos, para descubrirnos que el único de los amantes que está desnudo es el hombre; la juguetona escena en la que Augiéras apuesta con un joven a que este no será capaz de beberse una (fálica) botella de Coca-Cola entera de un trago; la secuencia en la que, después de haber llegado al poblado de los albinos junto con sus compañeros, Augiéras se va a dormir con uno de los muchachos de la tribu y, antes de conciliar el sueño, ambos se dedican a explorar con los dedos el pecho desnudo del otro, comentando el tono de color de sus respectivas pieles cuando la presionan; finalmente, la ridícula escena en la cual, desde lo alto del árbol, Augiéras arroja su “ducha dorada” sobre los aldeanos que exclaman: “¡el hombre-lluvia, el hombre-lluvia!”…
Santos Trinidad: No habrá paz para los malvados (2011), de Enrique Urbizu.- [Advertencia: en el presente artículo se revelan detalles de la trama de este film.] El protagonista de la nueva y, hasta la fecha, mejor película de Enrique Urbizu es uno de los más terribles que hayamos visto últimamente en una pantalla de cine. Greñudo, sin afeitar, arisco, alcoholizado, Santos Trinidad, excelente José Coronado, es un personaje extremo que, en lógica consecuencia, hace asimismo cosas extremas. Le gustan los cubatas (con mucho ron y un dedo de Coca-Cola); está muy solo (una de sus confidentes, Celia –Nadia Casado—, le pregunta por “una morenita” con la que salía hace poco, y él contesta que esa historia ya se acabó); miente a sus superiores del cuerpo de policía; y cuando la juez Chacón (Helena Miquel) le interroga, repasando su historial, responde con evasivas a cuestiones tan trascendentales como que perteneció a las fuerzas especiales, que estuvo relacionado con la misteriosa muerte a tiros de cuatro miembros de un cártel colombiano de la droga, y que un compañero suyo fue herido de un disparo de su pistola que se le disparó “accidentalmente” (sic). Todo es turbio en torno al pasado de este personaje, pero más turbulento es su presente: nada más empezar el relato, le vemos entrar, borracho, en un puticlub, y a la primera de cambio rompe la nariz y luego asesina a tiros al dueño del local, a un matón al servicio de este último e incluso a una camarera, por la espalda, cuando intentaba huir; luego, roba el disco con la grabación de la cámara de seguridad que podría incriminarle. Santos Trinidad actúa por su cuenta y no le pide permiso a nadie. Sospechando que el puticlub puede formar parte de una trama criminal todavía mayor, empieza a tirar del hilo, indagando, interrogando, atando cabos, hasta encontrar a los delincuentes que busca para, una vez localizados, acabar con ellos. Santos Trinidad no anda espiritualmente muy lejos del vengativo protagonista de Los sobornados (The Big Heat, 1953, Fritz Lang) ni de Harry el sucio, tres personajes de agentes de la ley y el orden frustrados ante el mal funcionamiento de las cosas, amargados por dolorosas circunstancias personales y empecinados en una lucha suicida contra el crimen que tiene mucho de nihilista y autodestructiva.
Hay muchas cosas dignas de encomio en No habrá paz para los malvados, una de las mejores películas del cine español de estos últimos años, y al mismo tiempo, y sin pretenderlo, una de las más involuntariamente irritantes, habida cuenta de que supone una nueva demostración de que en nuestro país podría hacerse más buen cine que los bodrios que solemos ver habitualmente (¡Los pasos dobles! ¡Capitán Trueno y el Santo Grial! ¡Mientras duermes!), rodado además con los medios, por lo que se intuye, no muy abundantes del film de Urbizu: la consabida excusa de la falta de dinero ya no vale, ni siquiera en tiempos de crisis. El principal mérito de No habrá paz para los malvados (que ha sido juzgado en algunos medios como un defecto de esta película) consiste, a mi modo de ver, en que la relativa oscuridad en torno a las motivaciones de la conducta de Santos Trinidad ejerce un singular contraste con la actitud profesional, legal, sin mácula de personajes de su entorno, como la ya mencionada juez Chacón, o como los colegas del protagonista en el cuerpo de policía, caso del inspector Leiva (Juanjo Artero) o su compañero de patrulla, Rodolfo (Rodolfo Sancho), sobre los cuales, si cabe, todavía sabemos menos, pero de los que, a pesar de todo, intuimos muchas cosas: la juez Chacón pasa largas horas fuera de su casa, y solo a última hora de su jornada se permite telefonear para preguntar qué tal ha pasado el día su hija; los trajes caros y el elegante aspecto de Leiva, que tanto contrasta con el de Santos Trinidad, sugieren la presencia de un funcionario que nunca ha tenido que mancharse las manos de sangre con la frecuencia e intensidad con que lo ha hecho el protagonista; y en Rodolfo, vemos a alguien que, sencillamente, trabaja de policía porque necesita ganarse la vida de alguna manera más o menos económicamente segura; incluso el propio Santos Trinidad no le reprocha nada cuando Rodolfo le dice que ha tenido que confesarle a Leiva que estaba encubriéndole: lo que, para Rodolfo, es una cuestión moral incómoda, para el protagonista se trata tan solo de gajes del oficio… Dicho de otra forma, Santos Trinidad es un personaje vivo, activo, dinámico, mientras que los demás son, por comparación, formales, educados, “legales”, pasivos, o como mínimo constreñidos por las formalidades de la ley; el primero fuma, bebe, mata y se la juega hasta el fondo; los demás, se limitan a sobrevivir en sus empleos.
En consonancia con este planteamiento, todas las escenas que involucran a Santos Trinidad son, asimismo, vivaces, palpitantes, determinadas por una cuidada planificación que parece fascinada por cada gesto, mirada, actitud del personaje, que a ratos parece un animal enjaulado sometido a observación por la cámara. Basta anotar al respecto la primera y admirable secuencia en el puticlub, en la cual la cámara parece “acompañar” cada movimiento del personaje, tanto si trasiega alcohol como si golpea o dispara sin contemplaciones contra alguien, en una bien equilibrada simbiosis entre la psicología del protagonista y la planificación más adecuada para mostrarle en acción. Un momento muy explícito al respecto es aquel en el cual vemos a Santos Trinidad llevar a cabo un registro ilegal en un piso: varios planos de esta secuencia empiezan con un corto movimiento de cámara por los pasillos de la vivienda, como si el objetivo buscara al protagonista y acaba encontrándolo, efectivamente, registrando las habitaciones en las que se encuentra: la movilidad de la cámara, aparentemente caprichosa, está así en consonancia con el carácter inquieto, “móvil”, de Santos Trinidad, como si este fuera un tiburón que necesita estar en continuo movimiento para no morir, o mejor dicho, para que no le maten. Las dos únicas excepciones las tenemos, por un lado, en esa escena en la que le vemos quieto, sentado en su casa, pero con la pistola colgando en su mano, a punto de ser empuñada en caso de ser necesario; un gesto que se repite justo al final, cuando Leiva descubre el cadáver del protagonista, sentado en otra silla y con la pistola colgando de su mano muerta. La segunda excepción la constituye la bella secuencia final, esa elegante sucesión de planos generales de los enclaves donde los terroristas islámicos han colocado las bombas disimuladas dentro de extintores de incendios y que, por encadenado, vemos que se van llenando de personas, potenciales víctimas inocentes y ajenas al hecho de que sus vidas han sido salvadas por alguien al que, si lo hubiesen conocido en persona, probablemente lo habrían considerado un indeseable; en este caso, la sobriedad de la planificación combina al mismo tiempo la “normalidad” de la rutina cotidiana en la calle con el poso de violencia soterrada, la amenaza a punto de estallar en cualquier momento, de esos falsos extintores que ocupan un lugar destacado dentro de los encuadres. Por el contrario, la planificación de las escenas que involucran a los personajes de Chacón, Leiva y Rodolfo, bien sea conversando entre ellos o con otras figuras que se añaden a la trama, como el misterioso inspector de operaciones secretas (un irreconocible Pedro Mari Sánchez), recurren principalmente al plano/contraplano, no tanto por el hecho lógico de que se trate de escenas dialogadas como, también, por la sugerencia de que los personajes son, asimismo, “estáticos”: Santos Trinidad demuestra en todo momento estar más vivo que todos ellos, aunque sea corriendo hacia su propia muerte. Sin ser un film perfecto, No habrá paz para los malvados supone un soplo de aire fresco en una cinematografía como la nuestra, tan poco dada a apreciar otras muestras nacionales de valor inscritas en el género policíaco contemporáneo, y que van desde Un negro con un saxo (Un negre amb un saxo, 1989), todavía hoy la mejor película del irregular Francesc Bellmunt, hasta la ignorada Agallas (2009), de Andrés Luque y Samuel Martín Mateos, pasando por títulos en su momento reputados pero tan rápidamente olvidados como Plenilunio (1999), asimismo el mejor film del no siempre acertado Imanol Uribe, o La noche de los girasoles (2006), de Jorge Sánchez-Cabezudo. El cine policíaco español contemporáneo ocupa otra de las tantas muchas historias no escritas sobre nuestra cinematografía que no entran dentro de los cánones de lo que se considera “oficialmente correcto”, o peor aún, “cinematográficamente correcto”.
Johnny Marco: Somewhere (ídem, 2010), de Sofia Coppola.- [Advertencia: en el presente artículo se revelan detalles de la trama de este film.] Al igual que ocurría, con relativas variantes, en Las vírgenes suicidas (The Virgin Suicides, 1999), Lost in Translation (ídem, 2003) y María Antonieta (Marie Antoinette, 2006), la más reciente película de Sofia Coppola, Somewhere, vuelve a ser el retrato de una soledad enmarcado en un escenario que tiene algo de claustrofóbico. Al igual que el protagonista masculino de Lost in Translation y que la femenina de María Antonieta, el personaje principal de Somewhere, Johnny Marco (Stephen Dorff), también es una celebridad que, sobre todo con el primero de los mencionados, coincide en ser aquello que ha venido en llamarse una estrella de cine y en que el grueso de su existencia se desarrolla en hoteles, no por más cómodos y lujosos menos propensos a dar rienda suelta en ellos a cierta melancolía (y cuya función era llevada a cabo, en el caso de María Antonieta, por otro decorado si cabe más fastuoso: el mismísimo Palacio de Versalles), sobre todo si dicha melancolía viene acompañada, ya lo he sugerido, por un sentimiento de soledad: Johnny está solo, y lo que es más importante, se siente solo incluso rodeado de gente, tanto da que sean sus representantes (que no dejan de aplicarle esa variante actual del control obsesivo sobre los seres humanos que se conoce como dependencia del teléfono, tanto da que sea el “fijo” o el mal llamado “móvil”), como un par de gemelas cuyos servicios ha contratado para que le hagan un número privado de baile erótico en su dormitorio con barras verticales desmontables, pasando por los empleados del hotel de California donde se aloja, la compañera de reparto de su última película (Michelle Monaghan), que le manifiesta su desprecio durante una sesión fotográfica en la cual debe subirse a una pequeña tarima para no parecer más bajo a su lado, los técnicos en efectos especiales de maquillaje que le someten a una tortura consistente en cubrir con una espesa pasta su cabeza durante cuarenta minutos y dejándole un par de agujeros para respirar a fin de obtener un molde de su rostro, o los amigos (como suelen ser muchos, por desgracia, de conveniencia) que inundan su habitación porque le han organizado una fiesta sorpresa en la cual se ve obligado a participar a pesar de estar cayéndose de sueño y de no tener nada más en mente que meterse en la cama y descansar, hasta el punto de quedarse dormido entre las piernas de una chica deseosa de tener sexo con él mientras está empezando a practicarle un cunnilingus. Pero, asimismo de un modo similar a lo que les pasaba a los protagonistas de los tres anteriores largometrajes de su realizadora, Johnny tiene algo (somewhere), o mejor dicho, alguien que palia su soledad ni que sea durante los relativamente cortos espacios de tiempo en que le acompaña: su hija de once años Cleo (Elle Fanning), nacida de un fracasado matrimonio y cuya compañía comparte en aquellos días y horas previamente pactados con su exmujer Layla (Lala Sloatman), durante los cuales Johnny la acompaña a sus clases de patinaje artístico sobre hielo, o la tiene consigo, llevándola a comer, a jugar con videojuegos o al ping-pong, a nadar en la piscina o, incluso, de viaje a Italia, a donde el protagonista acude para recoger un premio, otorgado en una de esas horteras galas televisivas puestas de moda hace ya demasiados años por el nefasto Silvio Berlusconi y en la cual también están presentes Maurizio Nichetti, para recoger otro premio, y Valeria Marini, para menear el culo.
Dicho de otro modo, su hija Cleo supone, para el Johnny de Somewhere, la tabla de salvamento emocional que suponía, para la Kirsten Dunst de Las vírgenes suicidas, el “chico guapo” de su instituto (Josh Harnett), o para la misma Kirsten Dunst de María Antonieta, los lujosos caprichos que podía permitirse cada día y a todas horas, o para el Bill Murray de Lost in Translation, el conocer a una muchacha tan solitaria como él, encarnada por Scarlett Johansson. Como los personajes, masculinos o femeninos, que le preceden en la filmografía de Sofia Coppola, la vida de Johnny Marco es falsa y artificial, y lo único genuino, auténtico y verdaderamente suyo es su hija y el amor que ambos se profesan de manera incondicional. Esto es lo que, a grandes rasgos, explica Somewhere, acaso el film más sencillo y diáfano que haya rodado hasta la fecha la hija de Francis Ford; y, si bien se trata de una obra, cuanto menos, bien planteada (no podía decirse lo mismo de la sobrevaloradísima Lost in Translation), todo su interés empieza y termina en lo que hemos explicado, siendo el resto de su metraje una mera variación continuada de su planteamiento base, de la misma manera que la propia Somewhere puede verse, y entenderse, como una mera variante del discurso sobre la soledad desarrollado previamente en Las vírgenes suicidas, Lost in Translation y María Antonieta. Variante que se sostiene, además, sobre un método narrativo que los cuatro largometrajes de Sofia Coppola comparten a grandes rasgos. Un método, dicho sea de paso, asimismo bastante sencillo, y que contrasta con la apariencia (y la fama) de densidad y complejidad que arrastra la obra de esta realizadora, habida cuenta de que lo que propone, y sobre todo, cómo lo propone no puede ser más formulario, simple casi.
Ciñéndonos a Somewhere, se trata, por un lado, de expresar el vacío y el tedio de la existencia de Johnny cuando se encuentra a solas, por lo general en la habitación de su hotel pero también, como hemos indicado, acompañado de gente, en ocasiones mucha gente, aunque ninguna de las cuales le proporciona auténtica compañía. Para expresarlo, Sofia Coppola recurre en muchas ocasiones o bien al plano fijo (escenas de Johnny en su cama, o en el sofá fumando y bebiendo cerveza), o bien a un esquemático plano/ contraplano que “separa” al personaje del mundo que le rodea (véase, sin ir más lejos, el primer baile erótico de las gemelas, planificado de tal manera que los encuadres de acción –mirada— de Johnny y los de reacción –lo que mira— parecen y de hecho pueden haberse rodado perfectamente por separado). Por el contrario, la realizadora construye los encuadres en los que Johnny disfruta de la compañía de Cleo de manera que, incluso cuando se trata de planos fijos, ambos personajes interactúan dentro del mismo, por regla general por medio del juego o de las bromas cómplices (escenas del ping-pong, del videojuego de rock & roll, las dos en piscinas). En resumen, no es que el planteamiento de Somewhere esté mal, ni que tampoco lo esté particularmente su resolución (por más que la misma diste mucho de ser brillante), pero el relato y las relaciones entre los personajes, una vez planteados, no evolucionan, y la realización tampoco ofrece mayores alicientes que una serie de variantes formales en torno a esos conceptos de quietud/ soledad/ aburrimiento/ tristeza, que terminan alargando la película hasta el punto no ya de hacerla cansina y reiterativa (es lo que en literatura se denomina un circunloquio), sino de terminar recurriendo a algunas convenciones. Tal es el caso, por ejemplo, de la escena en la que, de nuevo en la soledad de su habitación de hotel tras haberse despedido de Cleo, un deprimido y lloroso Johnny telefonea a su exesposa, buscando un consuelo que ella no quiere o no puede darle: la escena vale lo que la excelente interpretación de ese buen actor que es Stephen Dorff, pero no ofrece nada más allá de lo ya planteado, pongamos por caso, por el Jean Cocteau de La voz humana. La película concluye, precisamente, en clave de esperanzador final abierto, con Johnny abandonando su descapotable en medio del desierto y siguiendo su camino a pie, dispuesto a cambiar de vida una vez ha descubierto, gracias a Cleo, cómo llenar ni que sea un poco el vacío de su existencia.
Carahueca: Intruders (ídem, 2011), de Juan Carlos Fresnadillo.- [Advertencia: en el presente artículo se revelan detalles de la trama de este film.] Ya hace tiempo que vengo diciendo que, si bien por un lado agradezco la relativa proliferación de recientes realizadores españoles interesados en el cine fantástico, puesto que siempre me ha parecido que el cine de género es una muy válida vía de expresión para que los teóricos nuevos talentos se fogueen y evolucionen, no es menos cierto que este teórico boom de “autores” del fantástico nacional me parece, por ahora y salvo honrosas excepciones, que tiene muy poco interés. Como, en el país de ciegos, el tuerto es el rey, los méritos reales de cineastas como el últimamente despistado Jaume Balagueró –sobre cuya horrible Mientras duermes escribo en el próximo número de Imágenes de Actualidad—, el sobrevalorado Nacho Vigalondo de Los cronocrímenes (2007) –a falta de ver, claro está, su más reciente Extraterrestre (2011) en el momento de escribir estas líneas—, el insípido Paco Plaza –con la excepción de su telefilm Cuento de Navidad (2005), para Películas para no dormir, sus trabajos en solitario, El segundo nombre (2002) y Romasanta (2004), me hacen bostezar; no pienso reiterar aquí mi parecer sobre el díptico de [Rec], por innecesario—, o el formulario Paco Cabezas –Aparecidos (2007): ¡por favor…!—, para no alargarnos, están muy por debajo de lo que propagan tantos agoreros, hambrientos de buen cine fantástico español y que se agarran a lo primero que encuentran con la esperanza de que, algún día, España suponga para el género lo que en su día fue el Reino Unido gracias a Hammer Films (otros tiempos, otras costumbres). Desde luego que, como digo, hay excepciones (y, como siempre, hablo por mí), tales como el primer Amenábar –Tesis (1996), y ya ha llovido desde entonces—, el Nacho Cerdá de Los abandonados (2006), o el Guillem Morales de El habitante incierto (2004) y de la –con todos sus defectos— excesivamente menospreciada Los ojos de Julia (2010), pero ni siquiera estas películas son las obras rotundas que definen un cine fantástico español contemporáneo y personal, apenas buenos apuntes en un marco general dominado por la medianía.
Otro de esos teóricos “genios” nacionales del género es el canario Juan Carlos Fresnadillo, aupado a dicha categoría gracias a un celebrado cortometraje –Esposados (1996)— y a dos largometrajes que tampoco eran como para lanzar tantos cohetes: Intacto (2001), poco más que una sugestiva idea relativamente bien aprovechada (o sea, mal desarrollada), y 28 semanas después (28 Weeks Later, 2007), una vomitiva secuela de la ya de por sí bastante mediocre 28 días después (28 Days Later, 2002, Danny Boyle). A pesar de semejante saldo, Fresnadillo –y, como él, tantos otros, entre ellos varios de los citados y alguno más— forma parte de la flamante generación de “orsonwelles” del cine español del siglo XXI sobre los cuales llueven contraproducentes parabienes (por más que puedan estar bienintencionados), y que están creando una falsa apariencia de cine de calidad cuyo brillo se apaga a poco que se mire con un mínimo de detenimiento. Empero, hay que reconocer, y centrándonos, que Intruders es cuanto menos mejor que 28 semanas después (¿algún sorprendido?), pero padece el mismo mal endémico de Intacto: el atractivo de su propuesta se diluye mucho antes de llegar a la conclusión del relato. Un relato, urdido por los guionistas Nicolás Casariego y Jaime Marques, que juega con cierta habilidad al despiste del respetable por medio de la construcción y desarrollo en paralelo de dos tramas argumentales que, claro está, en un momento dado se unifican entre sí. Está, por un lado, la que se presenta en primer lugar; y no es casual que sea así, habida cuenta de que ese orden de aparición en pantalla se corresponde, en la resolución, con el orden cronológico interno de ese relato bifurcado en dos senderos. Aquella primera trama argumental, como digo, es la centrada en una mujer, Luisa (Pilar López de Ayala), y sobre todo en su hijo de ocho años Juan (Izan Corchero), quienes viven en un piso de una barriada obrera de Madrid; nada más empezar el film, Juan sufre el misterioso ataque nocturno de un tenebroso personaje sin rostro, una especie de fantasma encapuchado al que el niño ha visto en sus pesadillas en más de una ocasión y al que ha bautizado como Carahueca, y está incluso a punto de perder la vida a manos de tan siniestro ser, siendo salvado in extremis por su madre. Cumplido el trámite / la convención del arranque “fuerte”, pasamos a la segunda trama paralela, la que se centra en este caso en dos personajes atormentados por ese mismo Carahueca: por este orden, una adolescente de catorce años llamada Mia (Ella Purnell), y su padre, de nombre –atención— John (Clive Owen); ambos viven en Londres con una tercera persona, la esposa de John y madre de Mia, Suzanne (Carice van Houten).
En base a esta premisa, Intruders avanza mostrando, siempre paralelamente, los esfuerzos de Luisa y John para salvar a sus respectivos hijos de los ataques, cada vez más violentos, de Carahueca: la mujer acudirá a un sacerdote, el padre Antonio (Daniel Brühl), mientras que el hombre y su esposa contratarán los servicios de una psiquiatra, la Dra. Rachel (Kerry Fox). De este modo, se representan dos de las más frecuentes maneras de abordar humanamente lo que parece un fenómeno sobrenatural: desde la perspectiva de la fe, y desde la de la ciencia. No obstante, y antes de que el relato alcance su conclusión, y que lo haga mediante la ya anunciada fusión en una de sus dos tramas argumentales en paralelo, Intruders va desvelando, subrepticiamente, por dónde van los tiros: ya en la primera secuencia, la del ataque de Carahueca a Luisa y Juan, el momento en que el niño presencia a la criatura tumbada sobre su madre en el suelo sugiere la existencia de un posible trauma de índole sexual en el pequeño, o dicho de otra manera, que lo que Juan ve o cree ver no es sino una interpretación que su mente ha hecho de la agresión sexual a su madre, pasada por el filtro de su desbocada imaginación infantil. Algo parecido pasa con la trama centrada en los personajes de Londres: las pesquisas de la Dra. Rachel llegan a sugerir que John, el padre, y Mia, la hija, comparten una misma alucinación, la cual puede deberse –también se insinúa— a un no reconocido deseo incestuoso de John hacia Mia, lo cual aconseja la separación preventiva de padre e hija.
Esa ambigüedad, que flota constantemente a lo largo del relato, explica que, por eso mismo, Intruders no termine de ser, a pesar de las apariencias, una película de terror en sentido estricto, por más que recurra en no pocas ocasiones a la imaginería del género, o a una planificación que realza la fragilidad de los límites entre realidad e irrealidad: las apariciones de Carahueca en los dormitorios de los niños; en particular, ese momento en que John descubre que, efectivamente, él también ve al ser, escondido en el armario de Mia (otro elemento de claras connotaciones sexuales); el plano subjetivo, desde el interior del árbol, cuando Mia descubre la vieja cajita de madera donde se esconde el arrugado pergamino que relata la historia de Carahueca; la quema de un muñeco en el jardín de John, destinado a erradicar (inútilmente) los terrores nocturnos de Mia; el oscuro callejón justo al lado de la casa de John, del cual se diría que está a punto de salir el mismísimo Freddy Krueger; la aparición / confusión de Carahueca y una estatua de la iglesia a la que Luisa y Juan acuden para citarse con el padre Antonio; o un clímax, claramente deudor de la serie de la calle del Olmo de Wes Craven, en el cual Mia se sumerge en el universo de pesadilla de Carahueca… Fresnadillo se esfuerza por conferirle a Intruders atmósfera y perturbación, pero todo huele a demasiado forzado, a demasiado artificial, de tal manera que, cuando las dos tramas se funden en una, descubriéndose así que en el fondo ambas no eran sino la misma, la revelación tiene un impacto más convencional que esclarecedor. Salvando todas las distancias del mundo, el planteamiento y la resolución de Intruders guardan ecos del Mario Bava de La frusta e il corpo (1963), otro film planteado en clave fantástica que, al final, se inclinaba por una “explicación racional”, pero que por el camino había conseguido llenar el ánimo del espectador de profundas incertezas; justo lo contrario de lo que hace aquí Fresnadillo, quien jugando la baza de la ambigüedad termina convirtiendo a Intruders en una vistosa pero hueca sesión de psicoanálisis de segunda fila.
El mundo. Población: 7.000 millones de habitantes: Contagio (Contagion, 2011), de Steven Soderbergh.- [Advertencia: en el presente artículo se revelan detalles de la trama de este film.] Al principio de Contagio ya hay, de entrada, algo realmente positivo, por más que se trata de una apreciación muy subjetiva y muy personal del que suscribe, y que por tanto no espero en absoluto que sea compartida: a poco de empezar el film, el personaje de Beth Emhoff desaparece del relato; y, a pesar de que reaparece esporádicamente más adelante, y de que con el mismo se cierra la película (ya volveremos sobre eso), de este modo la insoportable Gwyneth Paltrow no nos atormenta con su cargante presencia más allá de lo necesario. Anécdotas aparte, lo cierto es que el irregular Steven Soderbergh parece haber logrado aquí una interesante y bastante conseguida combinación entre obra comercial y obra personal, superior a mi entender a otros intentos suyos en esta misma o similar dirección, tales como las mediocres Un romance muy peligroso (Out of Sight, 1998), Erin Brockovich (ídem, 2000) o la cada vez peor serie Ocean’s Eleven (2001-2004-2007). Y, por más que Contagio adolece, a ratos, de ese irritante esteticismo “setentero” que, para bien o para mal, Soderbergh ya ha convertido en una especie de marca de fábrica formal, y que hay en el conjunto del film cierta “pose” un tanto supuestamente exquisita, propia de ciertos cineastas-autores (o que van de tales) cuando abordan lo que ellos, seguramente, llaman géneros “convencionales”, a pesar de ello la película funciona muy bien y no le faltan momentos excelentes. Cabe apuntar inmediatamente en el saldo de lo positivo, además del detalle de “cargarse” a la Paltrow en los cinco primeros minutos del metraje, que la forma con que Soderbergh ha planteado y resuelto Contagio resulta tremendamente efectiva y, lo que es mejor, muy sugerente, de tal manera que, más allá de lo que el film narra en primera instancia –la propagación y contención de una pandemia que provoca casi 30 millones de muertos en todo el mundo a lo largo de 135 angustiosas jornadas—, ofrece asimismo, y en segundo término, un convincente esbozo del hundimiento de la civilización y del egoísmo del ser humano ante una situación extrema e incontrolable.
Efectivamente, todos los personajes que aparecen en el relato sufren o bien los efectos directos del virus (se infectan del mismo, desarrollan la enfermedad y, en muchas ocasiones, mueren, o lo hacen sus seres queridos), o bien los indirectos (lo analizan en laboratorios, estudian la manera de controlar el pánico de la población, y buscan sobrevivir a los saqueos de los supermercados encerrándose en casa y evitando al máximo el contacto con otras personas); los hay, incluso, que se aprovechan de la situación en beneficio propio, tal es el caso del personaje del “profeta de Internet” Alan Krumwiede (Jude Law). Pero, en última instancia, a todos ellos, de un modo u otro y en mayor o menor medida, les mueve lo mismo: el instinto de supervivencia y la protección egoísta de sí mismos y de las personas de su más inmediato entorno, la pleitesía al “dios salvaje”, que diría estos días Roman Polanski con la complicidad de Yasmina Reza. Nadie se salva. Mitch Emhoff (Matt Damon), el padre de familia que acaba de ver morir a su esposa Beth y a su pequeño hijastro Clark (Griffin Kane) prácticamente de la noche a la mañana, trata de proteger la vida de su hija adolescente Jory (Anna Jacoby-Heron), aunque sea a costa de tenerla encerrada en casa e impedirle ni que se acerque a un chico del barrio que le gusta, Andrew (Brian J. O’Donnell). El Dr. Ellis Cheever (Laurence Fishburne), uno de los médicos encargados de supervisar el control de la pandemia, se salta el código ético de imparcialidad inherente a su profesión y telefonea a su esposa Aubrey (Sanaa Lathan) para que abandone de inmediato la ciudad antes de que se decrete una cuarentena que le impediría irse. El ya mencionado personaje de Alan Krumwiede se erige en paladín de la verdad, negando desde su blog o a través de apariciones por televisión la existencia del virus y, posteriormente, la efectividad de la vacuna creada para erradicarlo, pero porque ello le sirve para aumentar su popularidad (su blog alcanza en un día los dos millones de visitas) y para llevar a cabo ciertos negocios particulares. Sun Feng (Chin Han), uno de los anfitriones en Hong Kong de la Dra. Leonora Orantes (Marion Cotillard), la retiene en la humilde aldea de la cual es originario, a fin de asegurarse de que los suyos estén “entre los primeros de la cola” cuando empiecen a repartirse las vacunas. Ello no obsta para que, en medio de todo este panorama de egoísmo feroz e hipocresía mal disimulada, no surjan asimismo los gestos altruistas. Para ganar tiempo, y jugándose la vida, la Dra. Ally Hextall (Jennifer Ehle) prueba en sí misma el primer prototipo de vacuna que ha funcionado bien en los simios. Acaso consciente de la falta ética que ha cometido favoreciendo a su mujer, Cheever lo compensa regalando su propia dosis de vacuna al pequeño hijo de Roger (John Hawkes), el humilde empleado de la limpieza que trabaja en su laboratorio. Otra médica, la Dra. Erin Mears (Kate Winslet), contagiada por el virus, intenta darle su chaqueta acolchada a otro enfermo en la camilla contigua a la suya que dice tener mucho frío. Una vez seguro de que ni él, ni su hija, ni el joven Andrew, pueden enfermar, Mitch organiza una pequeña fiesta “de fin de curso” en su propia casa para que la pareja de adolescentes puedan “bailar pegados”.
El método narrativo elegido por Soderbergh para Contagio me parece una buena opción de cara a conseguir, como se pretende, una especie de retrato coral de la humanidad, la auténtica protagonista de una función en la que, más que nunca, el detonante de la misma, el virus, opera a modo de pretexto, o si se prefiere, de macguffin. De este modo, el realizador construye la película alrededor de escenas breves y sobre la base de una planificación, asimismo, corta. Ello tiene, por un lado, la función de ir proporcionando al espectador pinceladas breves pero efectivas sobre las situaciones que se plantean, método narrativo que logra así proporcionar una visión coral (o, como se dice hoy en día, “global”) de lo narrado, y que, salvando las distancias y por poner un ejemplo literario bastante conocido (creo), equivaldría al empleo de la frase corta utilizado por E.L. Doctorow en su famosa novela Ragtime. Por otro lado, y siguiendo con los símiles literarios, la construcción del guión de Contagio sigue las reglas de cierta tendencia instaurada desde hace muchos años por la literatura norteamericana tipo best-seller, consistente en ir insertando rótulos que ubican al espectador, en este caso, en el lugar del mundo en que se encuentra y proporcionando, además, el dato de la densidad de población de cada ciudad: una especie de recuento de víctimas potenciales del virus. La acción también avanza, en este sentido, mediante el inserto del “día” en el cual nos hallamos, contados desde el inicio de la pandemia; el relato, curiosamente, arranca en el “Día 2”, y tan solo al final del film veremos lo que ocurrió en el “Día 1”, es decir, cómo nació el virus, como consecuencia de una caprichosa combinación de la genética de un murciélago y un cerdo (sic), y lo que es más importante, cómo lo contrajo Beth Emhoff.
Puede alegarse en contra de la opción seguida por Soderbergh que, a pesar de esa pretensión de “globalidad”, el film se centra sobre todo en escenarios reconocibles de los Estados Unidos y Asia, y no entra en detalles sobre lo que ocurre en el resto del mundo (salvo los apuntes dados por la visualización de mapamundis que van indicando la evolución de la pandemia), pero creo que ello no invalida ni el método elegido ni el resultado conseguido. En este sentido, la película funciona bien porque muchas de esas pinceladas están, dramáticamente hablando, conseguidas: ese momento, magnífico, en que Mitch recibe la noticia de la muerte de su esposa y, dada su confusión, pregunta al médico que acaba de anunciárselo si puede hablar con ella…; la secuencia, sobriamente resuelta, en que Mitch y su hija Jory recorren los supermercados saqueados en busca de comida; las escenas en las que vemos a Krumwiede recorriendo, con un traje presurizado (sic), las desoladas calles de la ciudad en cuarentena, y colocando panfletos en los coches animando a la gente para que no se vacunen (otro apunte magnífico, en una de esas mismas escenas, es cuando Krumwiede descubre, entre la basura, una foto necrológica dedicada a una conocida suya a la que le había recomendado que no se medicara…). Otra ventaja del método utilizado por Soderbergh reside en que esa supeditación a las escenas cortas y al montaje corto está, asimismo, estrechamente vinculada con otro elemento dramático del argumento: la idea de que el virus se propaga fácilmente por contacto directo de una dermis con otra. Hay un momento en el cual la Dra. Mears explica que el ser humano se toca la cara algo así como veinticinco mil veces al día como media, es decir, cuatro o cinco veces por minuto (¡), lo cual facilita que el portador del virus vaya extendiéndolo doquiera que vaya.
En consonancia con este planteamiento, el realizador va sazonando diversos momentos con primeros planos de manos tocando teléfonos, puertas u otros objetos, de tal manera que esos gestos cotidianos, naturales, “inofensivos”, se convierten así en algo inquietante, amenazador, mortal: contestar a una llamada con un teléfono que no es el propio, abrir una puerta, incluso besar la mejilla de un ser querido, puede significar la muerte. Asimismo, también hay momentos en que, por el contrario, Soderbergh inserta planos generales de lugares de tránsito, como aeropuertos, hospitales o centros comerciales, que ahora se encuentran abandonados: son imágenes perfectamente cotidianas, en sí mismas consideradas, pero en el contexto de este relato adquieren, asimismo, un inesperado cariz inquietante. El tono semi-documental de algunos instantes, unido a esa utilización del primer plano y del plano general, confiere a Contagio una particular abstracción, que se encuentra en todo momento relacionada con esa visión “global” del ser humano. Ya hemos mencionado que el virus es, en el fondo, el pretexto del relato para explicar otras cosas. Desde este punto de vista, la presencia de la enfermedad puede entenderse como algo que permite que aflore tanto lo mejor como lo peor del ser humano; así, por ejemplo, el temor de Mitch de que su hija pueda verse contagiada por el contacto físico con Andrew puede entenderse como el clásico miedo de un padre a que su hija se quede prematuramente embarazada; por otro lado, y a raíz de la muerte de su mujer, Mitch descubre que Beth le fue infiel tan solo un día antes de morir víctima de la enfermedad (o, lo que vendría a ser casi lo mismo, que su matrimonio con Beth ya estaba “enfermo” mucho antes de que fuera consciente de ello); por su parte, la manera como Krumwiede juega con el miedo de la gente puede verse, también, como un temor del personaje a no tener notoriedad, a descubrirse a sí mismo como lo que es: un mediocre que se limita a aprovecharse de la mediocridad de los demás.