sábado, 9 de octubre de 2010

“LA ATLÁNTIDA”: DE JACQUES FEYDER A GEORG WILHELM PABST

Dejando aparte la generosa cantidad de ocasiones en las cuales el cine ha hecho referencias directas o indirectas a la leyenda de la Atlántida, la novela homónima de Pierre Benoît (1919) ha sido objeto de hasta seis versiones cinematográficas, siendo las más prestigiosas las que aquí traemos a colación no por su carácter inédito, pues ambas conocieron estreno comercial en España, sino por la relativa dificultad que hay hoy en día para verlas entre nosotros de forma, digamos, normalizada (no incluyo aquí la descarga en Internet), habida cuenta de que, el momento de “colgar” estas líneas, todavía se encuentran editadas en DVD en el extranjero: es el caso de La Atlántida (L’Atlantide, 1921), versión Jacques Feyder, que tuve ocasión de ver por primera vez en una edición francesa en disco digital versátil de la firma Lobster, la cual viene acompañada a su vez de la edición en lengua francesa de La Atlántida (Die Herrin von Atlantis, 1932), versión Georg Wilhelm Pabst, que a su vez fue rodada asimismo en alemán e inglés; añadamos rápidamente que la versión anglófila de esta última se encuentra editada en los Estados Unidos por la firma Alpha Video con el título de The Mistress of Atlantis, este último ligeramente diferente al que tuvo la película de Pabst con motivo de su estreno estadounidense, Queen of Atlantis; resulta obligatorio advertir, asimismo, que dicha edición de Alpha Video es de una pésima calidad, dado que ha sido elaborada a partir de un master rayado, sucio, con mala definición y al cual le faltan escenas con respecto a la edición de Lobster.

La Atlántida, de Jacques Feyder, es una obra monumental –tres horas de duración en el momento de su estreno, afirma Serge Bromberg en el prefacio que acompaña a la mencionada edición francesa en DVD; 212 minutos, según otras fuentes; 163 minutos, que es lo que dura la versión reconstruida que ofrece esa misma edición— cuya posibilidad de ser vista por los aficionados actuales no debería pasar desapercibida, ni que fuera tan sólo para poder constatar que su realizador es algo más que el autor de La kermesse heroica (La kermesse heroïque, 1935), un excelente film cuyo prestigio ha contribuido, sin pretenderlo, a oscurecer la importancia del resto de la obra de este cineasta, el grueso de cuya carrera se sitúa en el período silente. Siendo, si no me equivoco, la más larga de todas las adaptaciones para el cine del libro de Benoît (más, incluso, que el telefilm de dos horas realizado por Jean Kerchbron en 1972), esta versión se extiende prolijamente en el desarrollo de las vicisitudes de todos los personajes, hasta el punto de que lo que podríamos considerar principal fuente de atracción del relato, el personaje de la reina Antinea (Stacia Napierkowska), no irrumpe en el mismo –al menos en la edición en DVD que yo he visto— hasta alrededor del minuto noventa, si exceptuamos su fugaz aparición previa en un sueño delirante del teniente Saint-Avit (Georges Melchior). Es este personaje mencionado en último lugar el que desencadena la trama: nos hallamos en el Sahara, aproximadamente a principios del siglo XX; Saint-Avit es un oficial de la Legión Extranjera que ha sido hallado en el desierto al borde de la muerte; se sabe que, tiempo atrás, Saint-Avit y su compañero de armas, el capitán Morhange (Jean Angelo), desaparecieron en el desierto junto con su pequeña escolta; en su delirio, Saint-Avit afirma haber asesinado a su compañero, de ahí que, una vez recuperado, y para huir de los rumores regrese a Francia; pero, dos años después e incapaz de soportar la vida civil, Saint-Avit vuelve al ejército y solicita ser destinado nuevamente al Sahara. A lo largo de una noche, Saint-Avit le cuenta a otro oficial, el teniente Olivier Ferrières (René Lorsay), la verdad de lo que ocurrió cuando él y Morhange se adentraron en el desierto. Tras no pocas peripecias, ambos fueron hechos prisioneros y conducidos a un oasis oculto tras una cordillera de montañas que según todos los indicios es lo que queda del antiguo reino de la Atlántida y que ahora está bajo el gobierno de Antinea, despótica reina que se dedica a coleccionar, literalmente, a los hombres que van a parar bajo su poder, tomándolos como amantes y, cuando se cansa de ellos, convirtiéndolos en estatuas de oro que guarda en una siniestra cámara adornada con mármol rojo (¿hace falta añadir que otro de los caprichos de la reina es la necrofilia?). De este modo, la narración de Saint-Avit a Ferrières da pie a un largo flashback, interrumpido en un par de ocasiones, que incluye además las peripecias de un segundo personaje femenino relevante: Tanit-Zerga (Marie-Louise Iribe), una antigua princesa del reino de Gao convertida por las circunstancias en secretaria al servicio de Antinea y que añade mayor complejidad al relato, habida cuenta de que se enamora de Saint-Avit y que sus aventuras aparecen asimismo visualizadas en otro flashback.

Llama la atención de esta excelente película de Feyder la elevada temperatura emocional, y sexual, que recorre de un extremo a otro la trama, lo cual está en consonancia con un trabajo de puesta en escena que combina al mismo tiempo realismo y fantasía, polos contrapuestos pero a la vez complementarios de una balanza en cuyos platillos se pesa el conflicto dramático planteado. Realismo visualizado, por un lado, en virtud de las abundantes secuencias rodadas al parecer en auténticos exteriores desérticos del norte de África por expreso deseo de Feyder, lo cual confiere a buena parte del film no sólo un logrado tono documental sino también, y por encima de todo, una textura telúrica, rugosa y envuelta por un calor sofocante que acompaña muy bien a una narración, ya lo hemos apuntado, recorrida por generosas dosis de erotismo que sazonan el curiosísimo cruce de intenciones amorosas que se produce entre los principales personajes: Antinea siente una inmediata atracción hacia Morhange y se propone convertirlo en su nuevo amante, pero Morhange no siente el menor deseo hacia la reina, hasta el punto de que no sólo rechaza todas sus provocaciones sexuales, sino que incluso no hace más que pedirle que como último deseo (pues es consciente de que el final de todo ese jugueteo sexual no será sino su muerte) le deje ver a su amigo Saint-Avit para despedirse de él; esa obstinación, en la que pueden verse connotaciones homosexuales, no hace sino enfurecer a Antinea, la cual a pesar de sí misma tiene que admitir que, además de desear a Morhange, también se ha enamorado de él, pues su pureza de sentimientos le hace distinto del resto de los hombres que ha “coleccionado”; por su parte, ya lo hemos señalado la joven, simpática y bondadosa Tanit-Zerga (personaje enormemente beneficiado por la entusiasta interpretación de una extravertida Marie-Louise Iribe) se ha enamorado de Saint-Avit, pero este último se limita a tolerar su compañía y a aceptar su amistad mas no su amor, habida cuenta de que, al contrario que su camarada Morhange, él sí que siente una fuerte atracción sexual hacia Antinea (lo cual permite especular, con bastante seguridad, de que en el supuesto de que la reina le hubiese elegido a él primero como amante, Saint-Avit no hubiese tardado en engrosar su mausoleo de hombres “usados”, muertos y bañados en oro).

Pero todo ese realismo tonal que adereza una trama cargada de sexualidad a flor de piel tiene su contrapunto y su complemento en notables dosis de fantasía. También he apuntado la existencia de escenas oníricas como la del delirio febril de Saint-Avit mientras recupera sus fuerzas en la cama del hospital militar; hay otras, como ese instante en que, antes de morir, la desdichada Tanit-Zerga cree ver a modo de espejismo su amado reino de Gao en el horizonte del desierto. De hecho, las escenas que transcurren tanto en las inmediaciones como en el interior del reino de Antinea están tocadas por un componente mágico a cuya consistencia no es ajena la gran labor de fotografía –firmada por tres operadores: Victor y Amédée Morrin y Georges Specht— y decoración, esta última a cargo de Manuel Orazi. Destacan poderosamente momentos como las escenas, maravillosas, que transcurren dentro de la cueva donde Morhange y Saint-Avit serán hechos prisioneros por los hombres de Antinea tras haber sucumbido a los efectos estupefacientes del hachís que impregna las paredes del lugar (sic); la secuencia en la cual vemos por primera vez la cámara donde son “coleccionados” los ex amantes de Antinea, y donde Morhange y Saint-Avit tienen el dudoso privilegio de asistir al sepelio de uno de aquéllos… (hay que llamar la atención, al principio de esta secuencia, sobre un plano general con una franja ensombrecida en la parte superior e inferior del encuadre, de tal manera que se crea así una para la época avanzada imagen panorámica: Feyder se adelantó aquí a David Wark Griffith, quien haría algo similar en su posterior América/America, 1924); en particular, los juegos de luces y sombras, que brillan en todo su esplendor en escenas clave como la del suicidio de otro prisionero y ex amante de Antinea, el capitán Aymard (Genica Missirio), arrojándose por la ventana (lo cual da pie a un plano extraordinario: Morhange ve la sombra del cuerpo de Aymard cayendo al vacío, la cual se refleja fugazmente en la pared gracias a la luz solar que entra por la ventana de su habitación); o la escena del asesinato de Morhange a manos de Saint-Avit. Hay otro apunte onírico que no me resisto a comentar e interpretar en el siguiente sentido: tras el asesinato de Morhange a manos de Saint-Avit inducido por la despechada reina, y como consecuencia de sus remordimientos, Antinea cree ver en paredes y columnas la imagen de un crucifijo, el símbolo de la fe pura de Morhange, ante el cual reacciona con pánico…, como si fuese una vampiresa de un film de terror.

En cambio, no cabe imaginarse una versión sobre la misma historia más radicalmente distinta a la de Jacques Feyder que La Atlántida de Georg Wilhelm Pabst, contraste que se hace más evidente si, como en mi caso, se tiene la oportunidad que brinda la edición en DVD de Lobster de ver las dos películas de manera consecutiva. Los estilos de ambas son absolutamente diferentes, lo cual, como es hasta cierto punto lógico, puede provocar radicales adhesiones hacia una u otra. No me inclino por ninguna de ellas en particular, dado que las dos me parecen magníficas e interesantísimas, pero puedo entender que la versión de Feyder acaso suscite mayores simpatías dado el carácter vital, erótico y apasionado de sus imágenes, mientras que la de Pabst es fría, cerebral y abstracta, hasta el punto de que en ella ninguno de sus personajes genera empatía, si bien en compensación provoquen, por eso mismo, no poca fascinación. Creo que la gran diferencia entre ambas versiones, y la base de que resulten tan dispares entre sí, reside en que, si bien la de Feyder mantiene ese magnífico equilibrio entre fantasía y realismo, hasta el punto de que casi podría hablarse de una especie de “realismo mágico” mucho antes de que se acuñara esta expresión para referirse con ella a cierta parte de la literatura y el cine latinoamericanos (y un poco del español), en cambio la de Pabst tiene un planteamiento abiertamente fantástico de principio a fin. No hay en ella la calidez emocional de Feyder, la cual aquí es reemplazada por sentimientos también humanos pero mostrados de forma cruda y gélida, sin empatía alguna. A pesar de contener asimismo algunas (pocas) secuencias rodadas en exteriores, aquí el desierto no parece polvoriento ni caluroso, sino una especie de estepa de arena helada. Los decorados del reino de la antigua Atlántida tampoco son tan suntuosos, sino que hacen gala de una austeridad en lo que a formas, diseños y manera de iluminarlos se refiere que están más cerca del expresionismo alemán y parecen anticipar, si bien en versión minimalista y blanco y negro, al Fritz Lang del díptico de Esnapur. No hay más que ver lo distintas que son las actrices que encarnan a la reina Antinea para tener resumido en ellas el espíritu de las dos versiones: la robusta actriz y bailarina Stacia Napierkowska escogida por Feyder, de mirada lánguida y voluptuosa carnalidad que suele expresar su deseo a duras penas contenido retorciéndose sobre sus cojines casi como si fuera un animal en celo, es reemplazada por Pabst por la inolvidable María de Metrópolis (Metropolis, 1927, Fritz Lang), Brigitte Helm, la cual ofrece una magnética interpretación de la reina atlante hecha a base de miradas penetrantes, medias sonrisas, estudiados gestos, pose altiva y una ambigüedad sexual mucho más acentuada, que la convierten en una fabulosa estatua viviente, tan hermosa y pétrea como el gigantesco busto suyo que decora una de las estancias de su misterioso palacio; un icono erótico más morboso, difícil o prácticamente imposible de conseguir, de poseer.

El planteamiento y resolución del film, de tono tan abiertamente irreal y extraño que permite catalogarlo dentro del género fantástico, acentúa una de las sugerencias del relato de Pierre Benoît ya apuntada en la versión de Feyder: la posibilidad de que todo lo que se narra en él no sea sino una ensoñación erótico-aventurera de sus principales personajes masculinos, el capitán Morhange (el cual, curiosamente, en la versión francesa e inglesa de la película de Pabst vuelve a correr a cargo de su intérprete en la de Feyder, Jean Angelo; Gustav Diessl lo encarnó en la versión alemana), y sobre todo, aquél que en el film de Pabst asume el protagonismo, el aquí también capitán Saint-Avit (Heinz Klingenberg en la versión alemana, Pierre Blanchar en la francesa, John Stuart en la inglesa). Pabst se encarga de sugerir que, en resumidas cuentas, todo lo que vamos a presenciar quizás tan sólo exista en la imaginación del personaje narrador del relato, Saint-Avit, y lo expresa del siguiente modo: en la primera secuencia, encadena la escena de un locutor de radio que está hablando sobre la leyenda de la Atlántida con un plano del micrófono en el cual está grabando sus palabras, del cual se pasa a un plano de un aparato radiofónico situado ya en el fuerte de la Legión Francesa en el Sahara donde Saint-Avit está conversando con otro oficial, el teniente Ferrières (Georges Tourreil en las tres versiones de la película); más adelante, y dentro ya del flashback que visualiza el relato de Saint-Avit a Ferrières, aparece un pequeño personaje secundario, inexistente en el film de Feyder, consistente en una periodista (Gertrude Pabst, la esposa del realizador) que está preparando un artículo para su periódico y acompaña brevemente y con su máquina de escribir a la patrulla de saharianos comandada por Saint-Avit y Morhange; de este modo, Pabst introduce elementos fuertemente “objetivos” y “empíricos” (la radio, el locutor, la periodista, los micrófonos, la información “histórica” sobre la Atlántida, la máquina de escribir) que establecen un rápido contraste con la confesión “subjetiva”, íntima y muy personal, que Saint-Avit lleva a cabo: la historia de lo que le llevó, hace dos años, a asesinar a su mejor amigo y compañero de armas Morhange: la historia de su pasión secreta por Antinea. Una pasión amorosa mostrada aquí como algo insano y enfermizo, en una de las más contundentes visiones del poder autodestructor de un deseo sexual incontrolado que se hayan visto en una pantalla: Torstenson (Mathias Wieman en las tres versiones), otro prisionero y ex amante de la reina atlante (equivalente al Aymard de la versión de Feyder), vaga por los pasillos del palacio como un alma en pena, o mejor dicho, como un drogadicto que arrastra su desesperación como si lo hiciese con un incurable síndrome de abstinencia.

Sorprende, viniendo de un cineasta tan extraordinariamente barroco como el autor de Bajo la máscara del placer (Die freudlose Gasse, 1925), La caja de Pandora (Die büchse der Pandora, 1929), Diario de una perdida (Tagebuch einer verlorenen, 1929), Cuatro de infantería (Westfront 1918, 1930) o La comedia de la vida (L’opéra de quat’sous, 1931), una obra narrativamente tan seca y conceptualmente tan abstracta como La Atlántida, en lo que puede verse una especie de apuesta personal hacia una manera de narrar que da como resultado un brillante experimento que mezcla formas de cine del pasado con formas del presente y permitiéndose, incluso, algunas audaces soluciones avanzadas a su época. Me explico: a pesar de ser una película sonora, muchas de sus imágenes evocan todavía al por aquel entonces recién fenecido cine mudo, los diálogos están reducidos al mínimo y hay numerosas secuencias que se sostienen exclusivamente sobre la fuerza expresiva de las imágenes; pero, al mismo tiempo, el film hace gala de un elaboradísimo trabajo en la pista de sonido, de tal manera que, además de los diálogos, tanto la música como los efectos sonoros contribuyen a la atmósfera del relato enrareciéndola todavía más, habida cuenta de que esa música (en particular, diegética) y esos sonidos supuestamente realistas acentúan, por el contrario, la carga onírica de la película. Por otro lado, La Atlántida de Pabst exhibe algunas ideas de puesta en escena de una sorprendente modernidad: llamo la atención sobre una idea de montaje tan contemporánea como ese plano de Saint-Aviv apresado por los hombres de Atinea y que se cierra con ese gesto de uno de estos últimos golpeando al protagonista en la cabeza con la culata de su rifle, de tal manera que el golpe, y la consecuencia pérdida de conocimiento de Saint-Avit, prácticamente coincide con un rápido fundido a negro; no resisto la tentación de comentar la belleza del plano que le sigue a continuación: una imagen asimismo en negro que se va abriendo sutilmente hasta revelarnos que lo que estamos viendo en la oscura túnica de Tanit-Zerga (Tela Tchaï en las tres versiones), y que la mujer está forcejeando con un Saint-Avit que acaba de recobrar el sentido y al cual intenta tranquilizar; advierto, asimismo, los sutiles planos ligeramente ralentizados que aparecen en la posterior secuencia en la que Saint-Avit recorre desesperado las callejuelas del reino de Antinea buscando a Morhange.

El clima de La Atlántida de Pabst es onírico y febril a partes iguales, en un relato lleno de bellísimas ideas de puesta en escena y de extraños giros argumentales que la convierten en una experiencia más mágica, si cabe, que la propuesta por Feyder, en cuanto es más desconcertante, menos carnal y mucho más cerebral; podemos afirmar, con escaso margen de error, que nos hallamos ante una película mental: toda ella parece brotar de la mente enfebrecida de un Saint-Avit carcomido por los remordimientos y asolado por un deseo sexual que no es capaz de refrenar. Hasta los gestos más cotidianos están bañados de una aureola irreal: Saint-Avit se despierta en una estancia, donde es atendido por una criada; se incorpora de su lecho y se acerca a un estanque de brillantes aguas cristalinas en el centro de la habitación; Pabst encadena un plano de esas aguas con el plano desenfocado de la bandeja de instrumentos de aseo de la criada, para a continuación mostrarnos a Saint-Avit lavado, afeitado y con ropa limpia. La ya mencionada aparición de Torstenson, convertido en una especie de “drogadicto de amor” (o de sexo…) que delira ante la hipotética perspectiva de que la reina pueda volver a llamarle a sus aposentos, da pie a otro gran momento: camino de la estancia de Antinea, Saint-Avit es atacado por la espalda por un celoso Torstenson; ambos hombres forcejean en el pasillo mientras que el criado que conducía a Saint-Avit a ver a la reina sigue andando tranquilamente, indiferente a la lucha de ambos hombres; Saint-Avit logra zafarse de Torstenson, el cual ve por unos momentos su propio rostro demacrado cómo se refleja en la copa de champagne que trae consigo el vizconde de Jitomir (un extraordinario Vladimir Sokoloff en las versiones alemana y francesa); a continuación, se apodera de esa misma copa, la rompe, y sin titubear, se corta las venas… La secuencia del primer encuentro del protagonista con Antinea sólo puede calificarse como extraordinaria: Saint-Avit es conducido hasta la estancia de la reina; la entrada en la misma viene precedida por un excelente movimiento de cámara que recorre el lugar y se detiene a espaldas de Antinea, creando así una notable expectativa; la reina invita a Saint-Avit a jugar al ajedrez; mientras tanto, un grupo de bailarinas semidesnudas se preparan para amenizar la velada, pero Pabst planifica la secuencia de tal manera que las bailarinas permanecen en off, dado que la cámara se concentra en la partida de ajedrez, la cual, acompañada por la danza que interpretan los músicos, se convierte así en una suerte de juego erótico entre el hombre y la mujer. Queda claro de este modo lo que para la reina representa el contacto con otros hombres: un mero entretenimiento del cual suele salir vencedora: Antinea va consiguiendo sucesivos “jaques” sobre Saint-Avit hasta que remata la partida de ajedrez con un contundente “mate”.

Pero, al igual que en la película de Feyder, Morhange supondrá para Antinea algo completamente diferente a lo que ella está acostumbrada. En un arrebato, y dispuesto a no ceder a los caprichos de la reina atlante, Morhange se planta en su estancia y le advierte seriamente que, intuyendo que va a morir en sus manos tarde o temprano, exige antes de que llegue su hora ver por última vez a su amigo y camarada Saint-Avit; Pabst planifica esta escena mediante un elaborado plano general en ligero semipicado en el cual vemos, a izquierda y derecha del encuadre, a Antinea y a Tanit-Zerga sentadas en los cojines, mientras que en medio de ellas se proyecta la sombra del perfil de Morhange lanzando su advertencia; esta imagen rebuscada confiere a Morhange una dimensión mítica que no tarda en hacer efecto en la reina: después de que se haya ido, la imagen siguiente es un nuevo plano general de Antinea prácticamente mirando a cámara y exclamando: “¡Un hombre! ¡Por fin!”; tal y como confirma poco después el alcoholizado pero perspicaz vizconde de Jitomir, ahora “Antinea ama…”. Apuntar, respecto a este último personaje, que es el protagonista de un extraño flashback que relata parte de su existencia antes de ir a parar al reino de Antinea, y que arranca a partir del momento en que, a preguntas de Saint-Avit, el personaje responde: “Antinea es… ¡París!”. A partir de aquí, descubrimos que, cuando vivía en la capital francesa, el vizconde era amante de una bella bailarina de can-can llamada Clémentine (Florelle); vemos a la muchacha interpretando el can-can a los sones, claro está, del famoso galop infernal de la ópera de Jacques Offenbach Orfeo en los infiernos (1858); curiosamente, antes de llegar a este flashback, hemos visto, cuando Saint-Avit recorría desesperado las callejuelas, a un grupo de tuaregs sentados alrededor de un fonógrafo y escuchando… el mismo tema musical de Offenbach; finalmente, averiguamos que Clémentine acabó aceptando los favores de un rico caballero tuareg que quedó prendado de ella al verla bailar el can-can, y en perjuicio del vizconde; de este modo, el vizconde también es, a su manera, otra víctima de un desengaño amoroso, lo cual le lleva a ahogar sus penas en alcohol… Incluso la propia Antinea acabará siendo víctima de ese mismo desengaño: tras ser rechazada por Morhange, su impulso será valerse de la atracción que ejerce sobre Saint-Avit para acabar con él; la secuencia del crimen cometido por este último sobre la persona de su amigo también es espléndida: Pabst la planifica utilizando el fuera de campo (vemos a Saint-Avit empuñando el martillo que se usa para golpear el gong y saliendo del encuadre: oímos entonces cómo la música da dos golpes de percusión) y rematándola con un extraordinario travelling de aproximación hacia una hierática Antinea, de pie junto a su propio busto, convertida ella misma en una dura estatua de sentimientos heridos. La posterior huida de Saint-Avit y Tanit-Zerga a través del desierto está planificada por Pabst de una manera no menos seca y abstracta: el travelling lateral de izquierda a derecha que nos descubre las huellas de los fugitivos sobre la arena y, de paso, el cadáver de su camello, lo cual les obliga a seguir huyendo a pie; la resolución elíptica de la muerte de Tanit-Zerga… Todo parece más bien una pesadilla del subconsciente del personaje, un mal sueño que se diría evoca antes un tormento psíquico que físico. La fisicidad sólo se hace patente en la secuencia final: Saint-Avit decide regresar al reino de Antinea, siguiendo los pasos del amigo tuareg al cual salvó la vida tiempo atrás y que a cambio les ayudó a él y a Tanit-Zerga a escapar de la Atlántida; Ferrières decide seguir su rastro junto a un puñado de hombres, pero una violentísima tormenta de arena les obliga a acampar; en medio de la ventisca, Ferrières grita el nombre de ese mismo oficial (“¡Saint-Avit…! ¡Saint-Avit…!”), al cual le había casi implorado que le llevara consigo al reino de Antinea, ese lugar fabuloso donde vivir la experiencia más intensa de la vida se suele pagar con la propia vida: el grito de Ferrières no es tanto por Saint-Avit como por sí mismo: funciona a modo de imploración.

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