UN BUEN WESTERN DE RON HOWARD: DESAPARICIONES (THE MISSING, 2003).
Una película que, lejos de ser una maravilla, pero bastante mejor de lo que se dijo en su momento, es Desapariciones, contra todo pronóstico uno de los trabajos más solventes –si no el que más— de Ron Howard, realizador cuya “mala fama” entre la prensa especializada europea se ha labrado gracias a una filmografía tan correcta como insulsa y que, dentro del western, cuenta con un precedente tan dudoso como es la infame Un horizonte muy lejano (Far and Away, 1992). Otra de las razones que fomentaron el rechazo hacia Desapariciones ya antes de haberse estrenado fue una equivocada campaña publicitaria basada en sus supuestos parecidos con Centauros del desierto (The Searchers, 1956). Imagínense: ¡el firmante de 1,2,3… Splash (Splash, 1983), Cocoon (ídem, 1985) y Llamaradas (Backdraft. 1991) poniendo sus sucias manos encima de John Ford! Con semejantes antecedentes, y a la vista de la actual pereza a la hora de valorar el cine en función de criterios de puesta en escena, no es de extrañar que Desapariciones fuera olímpicamente despreciada por los guardianes de la moral y el buen gusto “posmodernos”(sic).
Dejando de lado purismos idiotas, pues lo cierto es que Desapariciones nada tiene que ver con Centauros del desierto más allá de que en ambas se produzca el secuestro de una muchacha blanca por parte de unos pieles rojas, el film de Ron Howard da la sorpresa al descubrirse como un relato honesto, construido con bastante solidez y resuelto con respeto y cierto gusto. A diferencia que en otras ocasiones –cf. Apolo 13 (Apollo 13, 1995), Una mente maravillosa (A Beautiful Mind, 2001)—, el director no pretende ser trascendente, sino que se contenta con narrar de manera sencilla, directa y eficaz un argumento de lo más clásico, servido por el guionista Ken Kaufman a partir de la novela de Thomas Edison The Last Ride. Una mujer que supera la treintena, Maggie Gilkeson (Cate Blanchett), vive en Nuevo Méjico junto a sus dos hijas, una adolescente (Lilly: Evan Rachel Wood) y otra más pequeña (Dot: Jenna Boyd). Maggie comparte su vida con Brake (Aaron Eckhart) y se gana el sustento como curandera. La reaparición de su padre, Samuel Jones (Tommy Lee Jones), un curtido trampero con cabellera y ropa de indio que precisamente abandonó a la madre de Maggie para irse a vivir con los pieles rojas –como el protagonista de Yuma (Run of the Arrow, 1957, Samuel Fuller)—, reabre viejas heridas emocionales entre ambos. Lilly es secuestrada por un grupo de apaches capitaneado por el hechicero Chidin (Eric Schweig), quien previamente ha torturado hasta la muerte a Brake, lo cual obliga a Maggie a aparcar sus rencillas y pedirle a su padre que le ayude a rescatar a Lilly aprovechando sus dotes como rastreador.
Como si se tratara de un western de Anthony Mann, los hermosos paisajes naturales de Desapariciones funcionan a modo de contrapunto dramático en relación con el carácter y los sentimientos de los personajes. A pesar de que las relaciones que se dan entre ellos –la aversión de Maggie hacia el progenitor que la abandonó siendo niña, el deseo de Samuel de reconciliarse con su hija sintiéndose a las puertas de la vejez, la admiración de la pequeña Dot hacia ese abuelo de aspecto mitológico— y la evolución que experimentan los mismos –el restablecimiento del amor paterno-filial entre Samuel y Maggie, la madurez que alcanza Lilly en manos de sus crueles secuestradores— se inscriben en el terreno del estereotipo, Howard demuestra aquí una notable pericia a la hora de combinar esos elementos dramáticos con una puesta en escena atenta a lo físico y a su correspondencia con lo emocional. De este modo, la belleza de un bosque puede albergar un paisaje de horror indecible, como en la escena del descubrimiento que hace Maggie del asesinato de Brake y su ayudante mejicano y del secuestro de Lilly, sin duda una de las mejores de la película. Una estrecha cañada atravesada a caballo de noche puede devenir una trampa mortal por culpa de una riada: Samuel salva a Dot de morir ahogada y, de este modo, estrecha lazos con su familia (se gana el agradecimiento de su hija y esta última tiene que aceptar los mocasines de india que su padre le regala a Dot para reemplazar los zapatos que la niña ha perdido en el torrente). Un viejo poblado de piedra abandonado deviene un espacio para el descanso, la reflexión e incluso la magia (véase la secuencia en la que Samuel y sus amigos pieles rojas ahuyentan el conjuro maléfico que Chidin ha arrojado sobre Maggie a distancia: sorprende gratamente la sobriedad con que Howard la resuelve). Una meseta puede servir como parapeto para que Samuel y Maggie se defiendan a tiros de los apaches y para que, aislados allá arriba, ambos puedan pedirse perdón el uno con el otro. La aridez del paisaje se corresponde, asimismo, con el tono del relato, que oscila según las ocasiones entre lo descriptivo, lo cruel y lo violento: la relación amorosa entre Maggie y Brake está mostrada como algo más rutinario que romántico; Chidin tortura sádicamente a un fotógrafo, al que obliga a sacar fotos de las chicas que ha secuestrado, arrojándole un veneno a los ojos; los soldados que comanda el teniente Ducharme (Val Kilmer) saquean la casa de la familia cuyos miembros han sido asesinados por los apaches de Chidin y se niegan a ayudar a Maggie en su rescate; Samuel le entrega un arma a la pequeña Dot en el momento en que avistan a los apaches y le explica cómo debe afinar la puntería; por el contrario, una mujer secuestrada por los apaches, enloquecida por la muerte de su bebé, usa la pistola que Lilly le tiende durante su intento de fuga para suicidarse…
ARMAS DE DESTRUCCIÓN MASIVA: GREEN ZONE: DISTRITO PROTEGIDO (GREEN ZONE, 2010), DE PAUL GREENGRASS.
Está muy claro que, tanto en lo que se refiere al cine como incluso a la vida misma, resulta recomendable mantener cierta actitud socrática: no hay que comulgar con piedras de molino, pero tampoco dejar que las ideas personales se conviertan en algo monolítico e inmovilista, y procurar que de vez en cuando entre un poco de aire fresco que permita la apertura hacia cosas nuevas o la renovación de las viejas. He despotricado más de una vez con respecto al realizador británico Paul Greengrass, el cual hasta ahora tan sólo me había convencido, y mucho, con su magnífico docudrama Bloody Sunday (Domingo sangriento) (Bloody Sunday, 2002) (si bien, y hay que sacar de nuevo a colación a Sócrates, puede que esté equivocado en mi apreciación al respecto: Quim Casas, cuyo criterio respeto mucho, escribía hace poco que Bloody Sunday le parecía el film más endeble de su director (¿más que, ¡cielos!, Extraña petición / The Theory of Flight, 1998…?)). También renegaba hace poco, en mi comentario de la para mí insufrible En tierra hostil (entrada del 4 de febrero de 2010), de la poca alegría que me inspiran, por regla general, las películas que se han realizado en torno a la guerra de Irak. Pues bien, todo tiene sus excepciones, ya que contra todo pronóstico Green Zone: distrito protegido me ha parecido el mejor film que he visto hasta la fecha sobre ese conflicto y uno de los mejores trabajos de Greengrass, aún siendo, paradójicamente, la película sobre Irak con el planteamiento más convencional y hollywoodiense de todas las que se han realizado a día de hoy.
Comprendo que a muchos puede parecerles, y con razón, que lo que explica el film es, a estas alturas, demasiado obvio: que la acción bélica de los Estados Unidos sobre Irak no fue tanto para derrocar al dictador Saddam Hussein como para favorecer los intereses petrolíferos norteamericanos en la zona (véase, sin ir más lejos, el plano general sobre la refinería que cierra el relato), y que la excusa que se utilizó a nivel internacional para “justificar” la guerra y darle una especie de aureola de “justa” o de “santa” fue la de afirmar que el gobierno iraquí disponía de grandes arsenales de armas de destrucción masiva preparadas para ser utilizadas contra objetivos occidentales, en connivencia con los terroristas islámicos de Al-Qaeda; todo ello favorecido, claro está, por el clima de psicosis vivido a raíz del atentado al World Trade Center de Nueva York el 11 de septiembre de 2001, abordado en parte por el propio Greengrass en su muy decepcionante, superficial y demagógica United 93 (ídem, 2006). Todo esto está explicado, además, de manera convencional mediante el siguiente procedimiento, tan tradicional dentro del cine estadounidense de todos los tiempos, consistente en tomar a un personaje protagonista en funciones de “héroe”, aquí el oficial del ejército norteamericano en Irak Roy Miller (Matt Damon), y seguir sus movimientos de principio a fin, de tal manera que a medida que este último va “descubriendo” la verdad (que las famosas armas de destrucción masiva no existían), lo hace asimismo el espectador. Pero si bien es verdad que todo lo que cuenta Green Zone no tiene absolutamente nada de novedoso a estas alturas, no es menos cierto que, de entre todas las últimas películas sobre el conflicto iraquí, la de Greengrass es la única que lo dice todo en voz alta y clara; y lo hace, además, con gran habilidad.
Green Zone vuelve a demostrar que, en cine, no es tan interesante lo que se cuenta como el cómo se cuenta. En este sentido, creo que Greengrass recupera aquí en parte ese sentido de lo inmediato, de lo urgente, que estaba tan presente y, sobre todo, tan bien plasmado en Bloody Sunday; y a pesar, bien cierto, de que reincide en el estilo “documental” con el cual se ha hecho famoso, en particular gracias a sus dos aportaciones a la serie de acción de Jason Bourne protagonizada asimismo por Damon, el resultado aquí no resulta tan confuso como en estas últimas y hace gala de un sentido de la planificación y del detalle altamente superiores. La razón de que Green Zone acabe resultando más convincente que otros trabajos de Mr. Greengrass estriba en que, allí donde El mito de Bourne (The Bourne Supremacy, 2004) y El ultimátum de Bourne (The Bourne Ultimatum, 2007) fracasaban en su intento de explorar en profundidad la psicología de un personaje, Jason Bourne, prácticamente inexistente como tal (a lo cual no ayudaba demasiado, más bien al contrario, la penosa interpretación de Damon, mal actor donde los haya); asimismo, allí donde United 93 también fracasaba, su intento de “reconstrucción verista” del 11-S, al final plagada de tópicos propios del cine comercial hollywoodiense, Green Zone sale airosa por todo lo contrario: 1º) porque no se esfuerza en absoluto en describir la psicología del personaje de Roy Miller, admitiendo de entrada que no es más que lo es que: un héroe made in USA (y otro tanto puede afirmarse del resto de estereotipados personajes, caso del burócrata, el jefe de operaciones secretas, la periodista manipuladora o el militar fascistoide encarnados, respectivamente, por Greg Kinnear, Brendan Gleeson, Amy Ryan y Jason Isaacs); y 2º) como tampoco se esfuerza en reconstruir “hechos reales”, puede jugar a placer con los acontecimientos y sin miedo a recurrir a convenciones que, dentro del contexto de una película de Hollywood, resultan coherentes.
De todo ello se deduce algo realmente interesante. El héroe que encarna Damon está visto en todo momento como tal: es el Héroe Americano, con mayúsculas, luchando en la guerra de Irak; ayuda, en este sentido, la inexpresividad de Matt Damon, al igual que lo hacía en la extraordinaria película de Robert De Niro El buen pastor (The Good Shepherd, 2006), de tal manera que si en esta última Damon era la viva imagen del funcionario frío y gris, una especie de “hombre sin atributos” a lo Robert Musil pero dotado de un escalofriante poder para decidir sobre la vida y la muerte de otros seres humanos, en Green Zone el Miller de Damon es un héroe “clásico” metido con calzador en una guerra sucia y, por ende, real, donde un personaje hollywoodiense no tiene cabida porque pertenece a una dimensión, la de la ficción cinematográfica más convencional, que choca de frente con la realidad brusca y contundente de una guerra todavía tan fresca en el inconsciente colectivo. Me parece extraordinario al respecto ese apunte final en el cual Miller está a punto de detener al personaje que puede ayudar a resolver decisivamente la guerra en Irak, el general Al Rawi (Yigal Naor; impresionante actor, dicho sea de paso), lo cual facilitaría, dentro de otro nivel de interpretación, un “final feliz” para el conflicto bélico: un final “de Hollywood”. Pero no: antes de poder capturarle, Al Rawi es asesinado por el vengativo iraquí al que apodan “Freddy” (Khalid Abdalla), quien a continuación se vuelve hacia Miller y le dice, poco más o menos, que él no es quien para decidir el destino de su país; o, dicho de otro modo, que el Héroe Americano no tiene nada que hacer en el Mundo Real, y que no cabe un happy end en un contexto trágicamente real cuya resolución todavía no se ha producido. No es el único apunte certero que ayuda a enriquecer esta película de planteamiento tradicional pero resolución ágil, vigorosa y menos complaciente de lo que puede parecer a simple vista: véase la descripción, quizás demasiado breve (el espectador, o al menos yo, se queda con las ganas de saber más), del funcionamiento de la Green Zone o Zona Verde, donde burócratas privilegiados y periodistas comodones se regodean alrededor de una piscina llena de chicas en bikini mientras se produce a su alrededor una auténtica masacre de civiles iraquíes; esa secuencia en la cual Miller conduce a Freddy a través de los calabozos para que le ayude a traducir lo que dice un prisionero iraquí, momento inquietante lleno de apuntes tales como los prisioneros iraquíes arrodillados, con las manos a la espalda y capuchas negras cubriendo totalmente sus cabezas, que retrotraen a las tristemente célebres imágenes difundidas de los presos de Guantámano, o la sordidez nada disimulada de esos mismos calabozos cortesía de los Estados Unidos; y la crudeza de las escenas de violencia, que en medio de su espectacularidad sabe detenerse en detalles humanos: así, el terror de las mujeres y niños pequeños ante la brutal irrupción de Miller y sus hombres en la vivienda donde Al Rawi se ha reunido en secreto con el resto de sus subalternos, o ese grotesco instante en el cual Freddy pierde su pierna ortopédica (sic) pero, a pesar de ello, intenta aún a la pata coja mantener su dignidad ante el interrogatorio de Miller.
A LA SOMBRA DE FRITZ LANG: EL ESCRITOR (THE GHOST WRITER, 2010), DE ROMAN POLANSKI.
Por más que la sombra de Alfred Hitchcock suele planear sobre cualquier película susceptible de crear esa suspensión de la incredulidad popularmente conocida como suspense, creo que el más reciente film de Roman Polanski es mucho más langiano que hitchcockiano. No lo digo sólo porque el personaje que centra la “autobiografía” que debe reescribir anónimamente un escritor sin nombre (Ewan McGregor), el cual ha sido contratado por una poderosa editorial a tales efectos, sea un ex primer ministro de Inglaterra (Pierce Brosnan) que se apellida Lang; ni tampoco porque la primera secuencia de la película contenga un explícito homenaje a uno de los mejores momentos del último film de Fritz Lang, el extraordinario Los crímenes del doctor Mabuse (Die 1000 augen des Dr. Mabuse, 1960): ese coche estacionado a bordo de un ferry, que obstaculiza la salida de los demás vehículos porque su conductor no se encuentra sentado al volante (el cadáver del dueño de aquel coche aparecerá en una playa un par de planos después de esta primera secuencia), remite al gran plano picado sobre el coche cuyo conductor ha sido asesinado, en este caso al volante y mientras estaba detenido ante un semáforo en rojo, de la película de Lang. La influencia de este último sobre El escritor, más que en detalles tan concretos como los que acabamos de mencionar, se percibe suavemente en la tonalidad del film, narrado con una puesta en escena que exhibe un mal llamado “clasicismo” –término que hoy en día suele salir a relucir, curiosa y paradójicamente, cada vez que alguien hace una película bien planificada, narrada con sobriedad, componiendo los encuadres en función de la luz, el espacio y profundidad de campo y el movimiento de los actores, y tomándose su tiempo para explicar cosas, como si todo esto ya no formara parte del lenguaje “habitual” no ya del cine, sino del arte y la cultura en general—, mezclándolo con una tonalidad fría y desapasionada, que mira a los personajes de frente y sin compasión, empezando por el propio protagonista, ese escritor contratado para reescribir anónimamente, en funciones de “negro” (o “escritor fantasma”), la “autobiografía” del mencionado ex primer ministro inglés, Adam Lang, el cual se convierte así en una entelequia que hace pensar, si bien de una manera muy distinta y salvando todas las distancias del mundo, a la que mencionábamos líneas arriba en relación al Héroe Americano que encarna Matt Damon en Green Zone. La diferencia estriba en que el escritor presentado por Polanski es un ser humano reconocible y dibujado con matices, al contrario que el estereotipo (sea o no deliberado) del film de Paul Greengrass; y precisamente en el dibujo del protagonista es donde afloran muchos de los rasgos característicos de la personalidad, en este caso, del propio Polanski: “su” escritor no anda lejos de los atribulados personajes protagonistas de otras aventuras cinematográficas suyas que se enfrentan a circunstancias extraordinarias que nunca terminan de comprender del todo, peripecias narradas además con un poso de ironía o cierto humor soterrado muy propio de los cineastas originarios del Este de Europa, por más que, y a pesar de su interés, El escritor sea una película más cerca del Polanski más “intrigante”, el de La semilla del diablo (Rosemary’s Baby, 1968), Chinatown (ídem, 1974) o sobre todo el del film al que quizás más se le parece, Frenético (Frantic, 1988), que del Polanski más excéntrico –cf. Callejón sin salida (Cul-de-sac, 1966), El baile de los vampiros (The Fearless Vampire Killers, 1967)—, turbador –cf. Repulsión (Repulsion, 1965), El quimérico inquilino (Le locataire, 1976)— o visualmente más refinado –Tess (ídem, 1979)—, sin que ello sea óbice para que en El escritor contenga apuntes de excentricidad, turbiedad y estética refinada.
Acaso lo más relevante de esta película sea la notable sensación de soledad que arrastra el protagonista en todo momento, incluso cuando está rodeado de otras personas; de hecho, la compañía de los demás hace más patente esa soledad: por ejemplo, cuando él y su agente, Rick (Jon Bernthal), se reúnen con los representantes de la editorial que le encarga la “autobiografía” de Lang, John Maddox y Sidney Kroll (unos fugaces James Belushi y Timothy Hutton), hay momentos en los cuales los demás hablan de su trabajo como si él no estuviese presente, y sólo consigue captar la atención de los editores cuando propone un enfoque del libro que puede ser interesante para ellos (“interesante” equivale aquí a “comercial”: el único lenguaje que parece entender todo el mundo hoy en día es el del dinero). Al escritor, como ya hemos apuntado, nunca se le menciona por su nombre o apellido; para los demás es un ser anónimo y sin personalidad “humana”: Adam Lang siempre le llama “tío” (sic), familiaridad que al protagonista le complace hasta que la secretaria del político, Amelia Bly (Kim Cattrall), le aclara que Lang llama así a toda la gente de cuyo nombre no se acuerda… El escritor explica de sí mismo que mantuvo en el pasado una relación con una mujer, sin dar mayores detalles al respecto; aparte de eso, sólo sabemos que anda escaso de trabajo y de dinero, de ahí que acepte trabajar como “negro” para Lang y la editorial. El nudo del relato gira en torno a la curiosidad que despierta en el protagonista el hecho de que su predecesor en el encargo, el hombre que escribió la primera versión de la “autobiografía” de Lang y que es el mismo cuyo cuerpo sin vida apareció en la playa, falleció en circunstancias poco claras, lo cual le lleva a indagar hasta límites peligrosos y recalca todavía más su soledad: el escritor no deja de ser un hombre solitario, un don nadie, enfrentado a una maquinaria de poder que le sobrepasa a todas luces.
Coherente con este planteamiento dramático, Polanski convierte las peripecias de este nuevo “hombre sin atributos” en un viaje inquietante a un mundo que le excluye, que le rechaza, que le mira menos como a un hombre que como a un insecto. De ahí, vuelvo a insistir, que Polanski construya muchas escenas e incluso numerosos encuadres recalcando la presencia “anómala” del protagonista en un contexto que no es el suyo: la manera de filmar al escritor mientras corrige la primera versión de las supuestas memorias de Lang en un frío despacho dotado de un enorme ventanal tras el cual asoma un paisaje húmedo y gris; el momento en el cual Lang, su esposa Ruth (Olivia Williams), su secretaria Amelia y el resto de sus colaboradores ven las noticias por televisión, construido de tal manera que el protagonista, también presente en ese preciso instante, se aparta de la pantalla de televisión como lo que es: una “molestia” temporalmente necesaria para las personas bajo las cuales está sometido; sobre todo, la espléndida secuencia de la investigación que lleva a cabo el escritor, al volante del coche de su difunto predecesor y que, siguiendo las últimas instrucciones grabadas en el GPS del vehículo, le conducen ante la casa de un misterioso personaje relacionado con el pasado universitario de Lang, Paul Emmett (Tom Wilkinson), así como la no menos excelente persecución automovilística de la cual es objeto el protagonista y que culmina en el mismo ferry de las primeras secuencias: la planificación “obsesiva”, claustrofóbica, característica de Polanski, vuelve a brillar aquí en todo su esplendor. Pero lo más atractivo acaba siendo la idea de que el escritor es un personaje que, en cierto sentido, lo observa todo, incluso hasta cierto punto lo ve todo, pero no puede hacer nada para cambiar nada; se sugiere, por ejemplo, que Lang tiene como amante a su propia secretaria, relación adúltera conocida y consentida de mala gana por Ruth Lang a causa de sus propios y particulares intereses; asimismo, la actitud recelosa de Paul Emmett cuando el protagonista le visita en su casa deja bien claro que el personaje, sin decir nada, sabe algo... Paradójicamente, el protagonista es, al mismo tiempo, un personaje “secundario” dentro de una trama que le sobrepasa, de ahí que tampoco le veamos en ningún momento “vivir”; por ejemplo, cuando Ruth se cuela en su dormitorio y termina acostándose con él, Polanski resuelve elípticamente el encuentro sexual; puede entenderse que, pura y simplemente, el realizador no tiene por qué recrearse en algo tan obvio como el sexo y lo elude, pero en cierto sentido también podemos entender que, con esta elipsis, evita mostrar al protagonista “disfrutando”: el placer está excluido dentro de una historia que se rige por unos parámetros poco placenteros. En este mismo sentido funciona el celebrado plano final de la película, que no detallaremos aquí en atención a quien todavía no haya visto el film, pero del cual diremos que es una especie de “desaparición” final del protagonista, por medio de un fuera de campo que termina por anularlo definitivamente como ser humano.
Desapariciones me gustó. Me pareció una película bastante maja... y coincido en que pasó con más pena que gloria tal vez por esa comparación con la de Ford. De todas formas, me chirrió mucho todo el asunto de la magia en la película.
ResponderEliminarUn saludo.
Me alegra leer otra reacción positiva a "Desapariciones". Howard siempre me pareció un director nefasto, pero en estos últimos años parece que se esté arreglando un poco. No he visto "Una mente maravillosa", pero en "Desapariciones" y "Frost y Nixon" apunta bastante más talento del que parecía.
ResponderEliminarRespecto a "Green Zone", me extraña que Tomás no diga nada de su puesta en escena. Sé que es poco amigo de este modo de filmar, y tenía ganas de ver qué decía al respecto al ser "Green Zone" una película que parece haber disfrutado bastante.
En todo caso, coincido que Damon está mucho mejor aquí que en la Saga Bourne, y que esto se debe en parte a que Greeengrass ha aprovechado su inexpresividad para convertirlo un poco en un personaje "en blanco". No deja de ser curioso que este, poco a poco, se pueda ir convirtiendo en el personaje-tipo de Damon. Cosas más raras se han visto en Hollywood, aunque recalcaré que Damon no es tan mal actor, ahí está su trabajo en "El talento de Mr. Ripley" para demostrarlo.
Volviendo a "Green Zone", me parece un entretenimiento de primera, pero la parte política me parece demasiado tribia. Me explico: por un lado está claro que hay detalles en la película donde Greengrass se moja y hace sangre; Tomás ya los nombra y no voy a repetirlos. Pero es que por otro aunque culpa a los políticos de Washington exculpa por completo a la CIA (por el personaje de Gleeson) y a la prensa (por el personaje de la reportera), cuando los unos se inventaron los informes de inteligencia que Bush y Blair necesitaban para justificar la invasión de cara al público y los otros estaban tan encantados con el caudal de información que recibían de fuentes oficiales que no quisieron estropear nada siendo críticos.
Al final de la película, hasta me reí cuando Damon envía los datos de la conspiración a los medios, entre ellos Fox News. Sí, hijo, ahí seguro que te lo van a difundir...
Una de cal y otra de arena, vaya.
El escritor es seguramente la película que más me ha gustado en lo que llevamos de año. Una intriga desarrollada con un ritmo sostenido pero sin apresuramientos, un reparto magnífico, inteligencia en la puesta en escena, y sobre todo, que Polanski haga tan reconocible su personalidad sin hacer aspavientos. Estupenda.
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