La película musical de Rob Marshall Nine, adaptación del celebrado musical homónimo de Broadway basado a su vez en el célebre film de Federico Fellini Fellini Ocho y medio, ocupa la portada del primer número del año 2010 de Imágenes de Actualidad. Este mes, mi colaboración se circunscribe a la sección Cult Movie, dentro de la cual he dedicado un artículo a una película por la cual siempre he sentido una gran simpatía: Cristal oscuro, de Jim Henson y Frank Oz, entrañable fantasía protagonizada íntegramente por marionetas que la revista saca a colación con motivo, por un lado, del 40º aniversario de la famosa serie educativa de televisión Sesame Street, y por otro, coincidiendo con el estreno estas navidades del aquí comentado film de Spike Jonze Donde viven los monstruos, el cual cuenta con criaturas confeccionadas en el taller del malogrado Henson.
domingo, 27 de diciembre de 2009
sábado, 26 de diciembre de 2009
“DONDE VIVEN LOS MONSTRUOS”: NI INFANTIL NI PARA ADULTOS
¡Menuda decepción me he llevado con Donde viven los monstruos (Where the Wild Things Are, 2009)! No es que los dos anteriores largometrajes de Spike Jonze me hubiesen entusiasmado en demasía, ya que me parecían sobre todo películas-de-guion (responsable: Charlie Kaufman), pero también tenía claro que había en Cómo ser John Malkovich (Being John Malkovich, 1999) y Adaptation (El ladrón de orquídeas) (Adaptation, 2002) los suficientes buenos momentos de puesta en escena como para considerar que, con independencia de sus méritos de guion, tenían tras las cámaras un realizador con talento que sabía resaltarlos adecuadamente. Ahora bien, el visionado de Donde viven los monstruos me ha pillado o bajo de defensas, o distraído, o más tonto que de costumbre, porque por más vueltas que le doy no veo en ella otra cosa que: 1) la constatación de que a Spike Jonze le ha sentado mal el hecho de que este sea su primer largometraje en el que no ha colaborado Kaufman (Donde viven los monstruos está escrito por el propio realizador en colaboración con Dave Eggers a partir del cuento infantil homónimo de Maurice Sendak), dado que en esta ocasión el ingenio y la originalidad brillan, dolorosamente, por su ausencia; 2) el enésimo síntoma del “síndrome Orson Welles”, en virtud del cual muchos, demasiados realizadores de la actualidad, alcanzan un desmesurado prestigio con sus primeras y/ o segundas películas (y la lista empieza a ser ya demasiado larga), lo cual no parece sino un reflejo de esa incómoda y no reconocida postura que muchos adalides de la cultura, o lo que se entiende como tal, propugnan a fin de disimular el más bien mediocre “estado de las cosas” del cine en estos momentos, a base de aupar y hacernos creer que, cada dos por tres, la cinematografía brinda al mundo una generosa cantidad de supuestos genios renovadores/ transgresores/ diferentes que, a la hora de la verdad, hacen lo mismo que todo el mundo, o peor; y 3) el hipócrita doble rasero que impera hoy en día, en virtud del cual se alaba casi cualquier cosa por el mero hecho de no querer perder un supuesto/ falso/ imaginario/ artificial “tren de la modernidad”, lo cual sería respetable si no fuera porque no se aplica con la misma ecuanimidad, con idéntica equidad, a todos los realizadores; unos son los privilegiados, otros, los excluidos; el rigor y el desprecio con el cual se despacha a los segundos no es el mismo que se da cuando se trata de juzgar una obra de los primeros, ni aún tratándose de algo tan insulso como Donde viven los monstruos.
De este modo, se nos ha “vendido” Donde viven los monstruos poco más o menos como una “película de autor” hecha en el seno de Hollywood, en el mejor de los casos un triunfo de la creatividad, del arte, de la personalidad sobre las exigencias meramente comerciales de los mercachifles hollywoodienses; en el peor, la consideración de que Spike Jonze ha sido una nueva víctima del ya legendario “sistema”, el cual le obligó a remontar su primera versión del film, retocar efectos visuales y estrenarlo finalmente poco más o menos un año después de haberlo terminado (con una considerable cota de éxito que, a falta de ver cómo era ese primer montaje, y por tanto ignorando si ese si que era bueno, o acaso era –horror— peor, en cualquier caso nadie parece dudar que, al final, el considerable triunfo taquillero de la película es mérito único y exclusivo de su director). Sea como fuere, el tiempo desvelará los posibles detalles sobre lo que quizá haya habido, o no, detrás de la producción del film; por ahora debemos conformarnos con la versión oficial. En cualquier caso, y tanto si el resultado final de Donde viven los monstruos depende de esas vicisitudes de producción como si no, lo cierto es que el balance que arroja la película me parece desolador.
Quienes me conocen bien saben que el hecho de que un film, cualquier film, tenga un planteamiento considerado/ etiquetado de entrada como “infantil” o, como popularmente se dice, “para niños”, no supone para mí el menor inconveniente de cara a su valoración. De hecho, no estoy completamente seguro de que realmente exista cine, o literatura, o música, o cultura en general “para niños” y “para adultos”, pero esto último es demasiado largo y complicado como para desarrollarlo aquí. Con lo cual quiero decir que mis reparos hacia Donde viven los monstruos no provienen del hecho de que sea una película etiquetada como infantil o, como en este caso concreto, basada en un celebrado cuento “para niños” de Maurice Sendak. Más bien empezaría echándole en cara precisamente el hecho de que no sea tan infantil como en principio pretende, del mismo modo que tampoco termina de ser todo lo adulta que al mismo tiempo también intenta ser: una especie de exploración fantástica del universo de la infancia desde una perspectiva de adulto, o de fantasía adulta contemplada desde un punto de vista infantil: ambos extremos se confunden con frecuencia. La idea, en sí misma considerada, es muy interesante; el problema es que su ejecución, su plasmación en imágenes, deja a mi entender bastante que desear, de tal manera que la misma se empobrece hasta el punto de quedar anulada por un planteamiento equivocado.
La película arranca con unas primeras secuencias en las cuales vemos al pequeño protagonista del relato, Max (Max Records), en su hogar. Vive con su madre (Catherine Keener) y su hermana mayor Claire (Pepita Emmerichs). Nada más empezar, vemos a Max jugando sobre la nieve en un jardín muy cerca de su casa; acaba de construir un iglú donde le gusta meterse y del que parece muy orgulloso; al cabo de un rato, ve que un puñado de adolescentes, amigos de la edad de su hermana, acuden a visitarla; Max quiere participar en esa reunión, pero al ser “pequeño” esos mismos adolescentes no le hacen el menor caso; en parte por venganza, en parte queriendo forzarles a jugar con él, Max arroja bolas de nieve a Claire y los chicos cuando salen a la calle; se desencadena una desenfadada batalla de bolas de nieve, en principio sin mayores consecuencias si no fuera porque uno de los adolescentes se echa encima del iglú de nieve donde Max se ha refugiado y lo derrumba; el destrozo de su iglú provoca las lágrimas del niño. Max es presentado, de este modo, como un incomprendido, un chiquillo al que nadie parece hacer caso: ni su hermana adolescente, que prefiere ir con chicos y chicas de su edad, ni su madre, que parece distraerse con otro hombre, un “novio” (un fugaz Mark Ruffalo) que no es el padre de Max y Claire: la madre de estos últimos es una mujer separada o divorciada y todavía bastante joven que intenta vivir con otro hombre: “cosas de adultos” que Max aún no comprende y de las cuales, por tanto, también está excluido. Max se rebela contra todo eso; primero, usando su imaginación, en la cual intenta dar rienda suelta a un afán infantil de aventuras, que no es sino un reflejo indirecto de su deseo de huir, de evadirse de su situación (jugueteo con el barquito de juguete sobre las sábanas; mirada al globo terráqueo que, no por casualidad, le regaló su padre, y en cuyo pie figura que Max es “el amo del mundo”). En segundo lugar, Max se toma la vida entera como un juego que solo se rige por sus propias reglas, otra manera indirecta de ese anhelo de querer que el mundo, su mundo, sea como él desea, que las cosas vayan como a él le gustaría que fueran: escena de Max fugando histéricamente con su perro, al que “da caza”, lo captura y se revuelca por el suelo; escena en la que Max, con su disfraz de lobo, sorprende a su madre con “el novio” y se entromete, pretendiendo que su madre juegue con él y, al no conseguirlo, huyendo de casa. Todo ello guarda una correspondencia con lo que veremos a continuación: la ya citada escena en la que el amigo de Claire derrumba el iglú de nieve con Max dentro anticipa la posterior en la isla de los monstruos cuando estos últimos se arrojan unos sobre otros, cubriendo a Max en una juguetona y aparatosa melé; asimismo, la escena de la cocina, en la que Max pretende que su madre juegue con ella, tratándola como a “su sierva”, anticipa asimismo el momento en el cual Max será proclamado rey por los monstruos de la isla, y su primera orden será “hacer el bestia”: como el juego con el perro: como con su madre.
Hasta este momento, Donde viven los monstruos se sustenta dramáticamente sobre tópicos (el niño incomprendido, la adolescente en la “edad del pavo”, la madre solitaria) filmados, asimismo, de la manera más convencional posible. La textura de las imágenes se inclina hacia el realismo: abundan los planos tomados cámara en mano o con cámaras ultraligeras, para dar sensación de “espontaneidad”; los colores son cálidos, brillantes en exteriores, densos en interiores, para dar sensación de “cotidianeidad hogareña”. Pero, a partir del momento en que Max se escapa de casa y echa a correr por la calle, se produce una ruptura dramática pero no estética: el niño, perseguido por su madre, atraviesa una reja rota, desciende una pequeña ladera y va a parar a un embarcadero, donde toma una pequeña barca a vela y se interna mar adentro. Hacia el final del relato, Max regresará con esa misma barca hacia el mismo embarcadero, y volverá a atravesar esaa reja rota camino de su casa, donde su preocupada madre le está esperando; aparentemente, han transcurrido días, pero en la práctica la fuga y el retorno de Max al hogar materno han tenido lugar durante la misma noche. Hasta ahí, podemos intuir que esa huida y ese agujero en la reja metálica son las puertas hacia un mundo imaginario, equivalentes pongamos por caso al “¡ábrete, Sésamo!” de los cuentos de las Mil y Una Noches o el célebre hoyo por el cual se cuela el Conejo Blanco en la Alicia de Lewis Carroll. El error, a mi entender, reside en que Spike Jonze no establece diferencia formal alguna entre las escenas de Max en su casa y las escenas de Max en la isla de los monstruos, manteniendo poco más o menos la misma textura pseudo-realista del principio; no hay una atmósfera fantástica propiamente dicha; todo está contemplado exactamente igual. Nos movemos, por tanto, en el terreno de la abstracción. El problema es que semejante planteamiento no resulta verosímil. Quede claro, de entrada, que cuando hablo de verosimilitud no me refiero ni mucho menos a realismo o a realidad, lo cual sería (es) absurdo en el contexto de un relato que, como éste, parte de un planteamiento de cuento de hadas. La verosimilitud a la cual me refiero tiene que ver más bien con una cuestión de coherencia interna del relato. Si Spike Jonze filma exactamente igual la “realidad cotidiana” de Max en su casa y la “realidad mágica” de su estancia en la isla, podemos interpretar que, de este modo, el realizador las equipara, o cuanto menos, las subsume por igual en un mismo plano narrativo; podemos entender, por tanto, que todo está contemplado desde el punto de vista o la perspectiva del niño, cierto, pero la coherencia se rompe a partir del momento en que la mirada de Max sobre su madre, hermana, novio de su madre y amigos de su hermana es idéntica a la que arroja sobre los monstruos de la isla. Al no marcar diferencias estéticas relevantes entre uno y otro mundo, Spike Jonze los iguala o, como mínimo, los equipara; pero, precisamente por el hecho de que no marque esas diferencias, el trasvase de un mundo al otro no resulta convincente: el viaje en barca del niño es demasiado “real” para concluir en un mundo fantástico, y a la vez demasiado “irreal” para tratarse, simplemente, de la rabieta de un chiquillo que no quiere obedecer a su madre dentro del contexto de un relato que ha arrancado sobre una base de fuerte cotidianeidad.
Hemos mencionado antes la palabra abstracción. De acuerdo: podemos entender que si Spike Jonze filma igual la “realidad” que la “fantasía” es porque pretende equiparar ambas bajo un mismo concepto, mirada o visión abstractos. Pero dicha abstracción sigue sin funcionar por culpa de la misma incoherencia que lastra el arranque del relato y lo hace inverosímil. Si, se supone, la isla de los monstruos es un mundo ideal o idealizado, en el cual Max puede hacer lo que se le antoje –convertirse en rey, jugar a “hacer el bestia”, dar órdenes y reorganizarlo a su capricho—, la fantasía deja de serlo a partir del momento en que, a medida que avanza la estancia del niño en la isla, algunos de los monstruos que viven en ella empiezan a cuestionar la presencia y los poderes imaginarios de Max, produciéndose un conato de rebeldía e, incluso, de peligro cuando la criatura llamada Carol (James Gandolfini), desengañada con el niño, amenaza con comérselo… De este modo, y a falta de conocer por mí mismo el cuento original de Maurice Sendak, la versión que plantean Jonze y Eggers deviene un pesado y a ratos bastante cargante relato con moraleja, de tal manera que la estancia de Max en la isla sirve para “educar” al niño en aquello que ha hecho mal al comportarse caprichosamente con los adultos de su entorno. Puede alegarse en descargo del film que ese contenido moralista se encuentra presente en buena parte de la literatura infantil, siendo substancial a la inmensa mayoría de los cuentos de hadas; pero, en el caso de Donde viven los monstruos, el discurso está presentado bajo un envoltorio tan poco atractivo, tan vulgar en ocasiones, que la eficacia de dicha lección moral se diluye hasta el punto de quedarse, únicamente, en un mero sermón, y de lo más penoso. Vuelve a salir a relucir, aquí, la falta de coherencia del relato. La primera vez que Max se interna en la isla y se encuentra con los monstruos está filmada por Jonze con pasmosa torpeza: las criaturas se “aparecen” a los ojos de Max/del espectador por mediación de una aburrida sucesión de planos generales tomados con teleobjetivo; de nuevo podemos interpretar que lo que pretende Jonze es presentar a los monstruos de una forma, digamos, “cotidiana” aún partiendo de la base, claro está, de la imposibilidad de su existencia empírica, es decir, que está intentando ser “abstracto”; pero, de esta manera, lo único que consigue es que veamos no a monstruos, sino a una docena de enormes peluches salidos del taller del malogrado Jim Henson; y, desde este punto de vista, resulta imposible tomarse en serio un relato consistente en ver a un niño disfrazado de lobo hablando y relacionándose con unos monstruos nada monstruosos ni fabulosos y, a todas luces, artificiales. Spike Jonze exige así al espectador algo en lo cual él no parece creer: exige que creamos en unos monstruos que él mismo parece incapaz de retratar como las fabulosas criaturas que, se supone, son.
Todo el teórico encanto del relato se sostiene, por tanto, sobre una base de abstracción mal planteada y peor resuelta, que de este modo acaba eliminando el menor atisbo de fantasía del mismo y erige Donde viven los monstruos en una de las películas fantásticas menos fantásticas que se hayan visto últimamente. La sensación final, harto lamentable, es que Spike Jonze no ha podido o no ha sabido (me inclino por lo segundo) dar con el tono adecuado para un relato que, a mi entender, precisaba otro tipo de tratamiento; y resulta sorprendente, dado que en Cómo ser John Malkovich y, en parte, Adaptation, había sabido jugar hábilmente con las contradicciones entre fantasía y realidad, quizás porque había en aquéllas una ironía soterrada y una mirada bizarra que sabían transmitir mucho mejor y de una forma más poderosa el carácter abstracto de dichas propuestas. De ahí que, en sus peores momentos –por desgracia, los más abundantes—, Donde viven los monstruos transmita, acaso sin haberlo pretendido en primera instancia, la execrable sensación de ser un film fantástico hecho por alguien que parece despreciar el género; un relato infantil al cual le molesta serlo y no se atreve a llevar sus componentes oníricos o poéticos hasta sus últimas consecuencias y se contenta con erigirse en una especie de sermón para niños maleducados; un film que se avergüenza de su etiqueta de “para niños” y que, a base de una puesta en escena que huye de lo bizarro, abraza formas convencionales (las largas, interminables secuencias de Max y los monstruos “haciendo el bestia” por el bosque, o la de la batalla con terrones de piedra, mal planificadas y confusamente montadas), con el propósito de demostrar, patéticamente, que en el fondo también puede ser una película “para adultos”, encallando finalmente en tierra de nadie. O de nada. Una gran decepción.
De este modo, se nos ha “vendido” Donde viven los monstruos poco más o menos como una “película de autor” hecha en el seno de Hollywood, en el mejor de los casos un triunfo de la creatividad, del arte, de la personalidad sobre las exigencias meramente comerciales de los mercachifles hollywoodienses; en el peor, la consideración de que Spike Jonze ha sido una nueva víctima del ya legendario “sistema”, el cual le obligó a remontar su primera versión del film, retocar efectos visuales y estrenarlo finalmente poco más o menos un año después de haberlo terminado (con una considerable cota de éxito que, a falta de ver cómo era ese primer montaje, y por tanto ignorando si ese si que era bueno, o acaso era –horror— peor, en cualquier caso nadie parece dudar que, al final, el considerable triunfo taquillero de la película es mérito único y exclusivo de su director). Sea como fuere, el tiempo desvelará los posibles detalles sobre lo que quizá haya habido, o no, detrás de la producción del film; por ahora debemos conformarnos con la versión oficial. En cualquier caso, y tanto si el resultado final de Donde viven los monstruos depende de esas vicisitudes de producción como si no, lo cierto es que el balance que arroja la película me parece desolador.
Quienes me conocen bien saben que el hecho de que un film, cualquier film, tenga un planteamiento considerado/ etiquetado de entrada como “infantil” o, como popularmente se dice, “para niños”, no supone para mí el menor inconveniente de cara a su valoración. De hecho, no estoy completamente seguro de que realmente exista cine, o literatura, o música, o cultura en general “para niños” y “para adultos”, pero esto último es demasiado largo y complicado como para desarrollarlo aquí. Con lo cual quiero decir que mis reparos hacia Donde viven los monstruos no provienen del hecho de que sea una película etiquetada como infantil o, como en este caso concreto, basada en un celebrado cuento “para niños” de Maurice Sendak. Más bien empezaría echándole en cara precisamente el hecho de que no sea tan infantil como en principio pretende, del mismo modo que tampoco termina de ser todo lo adulta que al mismo tiempo también intenta ser: una especie de exploración fantástica del universo de la infancia desde una perspectiva de adulto, o de fantasía adulta contemplada desde un punto de vista infantil: ambos extremos se confunden con frecuencia. La idea, en sí misma considerada, es muy interesante; el problema es que su ejecución, su plasmación en imágenes, deja a mi entender bastante que desear, de tal manera que la misma se empobrece hasta el punto de quedar anulada por un planteamiento equivocado.
La película arranca con unas primeras secuencias en las cuales vemos al pequeño protagonista del relato, Max (Max Records), en su hogar. Vive con su madre (Catherine Keener) y su hermana mayor Claire (Pepita Emmerichs). Nada más empezar, vemos a Max jugando sobre la nieve en un jardín muy cerca de su casa; acaba de construir un iglú donde le gusta meterse y del que parece muy orgulloso; al cabo de un rato, ve que un puñado de adolescentes, amigos de la edad de su hermana, acuden a visitarla; Max quiere participar en esa reunión, pero al ser “pequeño” esos mismos adolescentes no le hacen el menor caso; en parte por venganza, en parte queriendo forzarles a jugar con él, Max arroja bolas de nieve a Claire y los chicos cuando salen a la calle; se desencadena una desenfadada batalla de bolas de nieve, en principio sin mayores consecuencias si no fuera porque uno de los adolescentes se echa encima del iglú de nieve donde Max se ha refugiado y lo derrumba; el destrozo de su iglú provoca las lágrimas del niño. Max es presentado, de este modo, como un incomprendido, un chiquillo al que nadie parece hacer caso: ni su hermana adolescente, que prefiere ir con chicos y chicas de su edad, ni su madre, que parece distraerse con otro hombre, un “novio” (un fugaz Mark Ruffalo) que no es el padre de Max y Claire: la madre de estos últimos es una mujer separada o divorciada y todavía bastante joven que intenta vivir con otro hombre: “cosas de adultos” que Max aún no comprende y de las cuales, por tanto, también está excluido. Max se rebela contra todo eso; primero, usando su imaginación, en la cual intenta dar rienda suelta a un afán infantil de aventuras, que no es sino un reflejo indirecto de su deseo de huir, de evadirse de su situación (jugueteo con el barquito de juguete sobre las sábanas; mirada al globo terráqueo que, no por casualidad, le regaló su padre, y en cuyo pie figura que Max es “el amo del mundo”). En segundo lugar, Max se toma la vida entera como un juego que solo se rige por sus propias reglas, otra manera indirecta de ese anhelo de querer que el mundo, su mundo, sea como él desea, que las cosas vayan como a él le gustaría que fueran: escena de Max fugando histéricamente con su perro, al que “da caza”, lo captura y se revuelca por el suelo; escena en la que Max, con su disfraz de lobo, sorprende a su madre con “el novio” y se entromete, pretendiendo que su madre juegue con él y, al no conseguirlo, huyendo de casa. Todo ello guarda una correspondencia con lo que veremos a continuación: la ya citada escena en la que el amigo de Claire derrumba el iglú de nieve con Max dentro anticipa la posterior en la isla de los monstruos cuando estos últimos se arrojan unos sobre otros, cubriendo a Max en una juguetona y aparatosa melé; asimismo, la escena de la cocina, en la que Max pretende que su madre juegue con ella, tratándola como a “su sierva”, anticipa asimismo el momento en el cual Max será proclamado rey por los monstruos de la isla, y su primera orden será “hacer el bestia”: como el juego con el perro: como con su madre.
Hasta este momento, Donde viven los monstruos se sustenta dramáticamente sobre tópicos (el niño incomprendido, la adolescente en la “edad del pavo”, la madre solitaria) filmados, asimismo, de la manera más convencional posible. La textura de las imágenes se inclina hacia el realismo: abundan los planos tomados cámara en mano o con cámaras ultraligeras, para dar sensación de “espontaneidad”; los colores son cálidos, brillantes en exteriores, densos en interiores, para dar sensación de “cotidianeidad hogareña”. Pero, a partir del momento en que Max se escapa de casa y echa a correr por la calle, se produce una ruptura dramática pero no estética: el niño, perseguido por su madre, atraviesa una reja rota, desciende una pequeña ladera y va a parar a un embarcadero, donde toma una pequeña barca a vela y se interna mar adentro. Hacia el final del relato, Max regresará con esa misma barca hacia el mismo embarcadero, y volverá a atravesar esaa reja rota camino de su casa, donde su preocupada madre le está esperando; aparentemente, han transcurrido días, pero en la práctica la fuga y el retorno de Max al hogar materno han tenido lugar durante la misma noche. Hasta ahí, podemos intuir que esa huida y ese agujero en la reja metálica son las puertas hacia un mundo imaginario, equivalentes pongamos por caso al “¡ábrete, Sésamo!” de los cuentos de las Mil y Una Noches o el célebre hoyo por el cual se cuela el Conejo Blanco en la Alicia de Lewis Carroll. El error, a mi entender, reside en que Spike Jonze no establece diferencia formal alguna entre las escenas de Max en su casa y las escenas de Max en la isla de los monstruos, manteniendo poco más o menos la misma textura pseudo-realista del principio; no hay una atmósfera fantástica propiamente dicha; todo está contemplado exactamente igual. Nos movemos, por tanto, en el terreno de la abstracción. El problema es que semejante planteamiento no resulta verosímil. Quede claro, de entrada, que cuando hablo de verosimilitud no me refiero ni mucho menos a realismo o a realidad, lo cual sería (es) absurdo en el contexto de un relato que, como éste, parte de un planteamiento de cuento de hadas. La verosimilitud a la cual me refiero tiene que ver más bien con una cuestión de coherencia interna del relato. Si Spike Jonze filma exactamente igual la “realidad cotidiana” de Max en su casa y la “realidad mágica” de su estancia en la isla, podemos interpretar que, de este modo, el realizador las equipara, o cuanto menos, las subsume por igual en un mismo plano narrativo; podemos entender, por tanto, que todo está contemplado desde el punto de vista o la perspectiva del niño, cierto, pero la coherencia se rompe a partir del momento en que la mirada de Max sobre su madre, hermana, novio de su madre y amigos de su hermana es idéntica a la que arroja sobre los monstruos de la isla. Al no marcar diferencias estéticas relevantes entre uno y otro mundo, Spike Jonze los iguala o, como mínimo, los equipara; pero, precisamente por el hecho de que no marque esas diferencias, el trasvase de un mundo al otro no resulta convincente: el viaje en barca del niño es demasiado “real” para concluir en un mundo fantástico, y a la vez demasiado “irreal” para tratarse, simplemente, de la rabieta de un chiquillo que no quiere obedecer a su madre dentro del contexto de un relato que ha arrancado sobre una base de fuerte cotidianeidad.
Hemos mencionado antes la palabra abstracción. De acuerdo: podemos entender que si Spike Jonze filma igual la “realidad” que la “fantasía” es porque pretende equiparar ambas bajo un mismo concepto, mirada o visión abstractos. Pero dicha abstracción sigue sin funcionar por culpa de la misma incoherencia que lastra el arranque del relato y lo hace inverosímil. Si, se supone, la isla de los monstruos es un mundo ideal o idealizado, en el cual Max puede hacer lo que se le antoje –convertirse en rey, jugar a “hacer el bestia”, dar órdenes y reorganizarlo a su capricho—, la fantasía deja de serlo a partir del momento en que, a medida que avanza la estancia del niño en la isla, algunos de los monstruos que viven en ella empiezan a cuestionar la presencia y los poderes imaginarios de Max, produciéndose un conato de rebeldía e, incluso, de peligro cuando la criatura llamada Carol (James Gandolfini), desengañada con el niño, amenaza con comérselo… De este modo, y a falta de conocer por mí mismo el cuento original de Maurice Sendak, la versión que plantean Jonze y Eggers deviene un pesado y a ratos bastante cargante relato con moraleja, de tal manera que la estancia de Max en la isla sirve para “educar” al niño en aquello que ha hecho mal al comportarse caprichosamente con los adultos de su entorno. Puede alegarse en descargo del film que ese contenido moralista se encuentra presente en buena parte de la literatura infantil, siendo substancial a la inmensa mayoría de los cuentos de hadas; pero, en el caso de Donde viven los monstruos, el discurso está presentado bajo un envoltorio tan poco atractivo, tan vulgar en ocasiones, que la eficacia de dicha lección moral se diluye hasta el punto de quedarse, únicamente, en un mero sermón, y de lo más penoso. Vuelve a salir a relucir, aquí, la falta de coherencia del relato. La primera vez que Max se interna en la isla y se encuentra con los monstruos está filmada por Jonze con pasmosa torpeza: las criaturas se “aparecen” a los ojos de Max/del espectador por mediación de una aburrida sucesión de planos generales tomados con teleobjetivo; de nuevo podemos interpretar que lo que pretende Jonze es presentar a los monstruos de una forma, digamos, “cotidiana” aún partiendo de la base, claro está, de la imposibilidad de su existencia empírica, es decir, que está intentando ser “abstracto”; pero, de esta manera, lo único que consigue es que veamos no a monstruos, sino a una docena de enormes peluches salidos del taller del malogrado Jim Henson; y, desde este punto de vista, resulta imposible tomarse en serio un relato consistente en ver a un niño disfrazado de lobo hablando y relacionándose con unos monstruos nada monstruosos ni fabulosos y, a todas luces, artificiales. Spike Jonze exige así al espectador algo en lo cual él no parece creer: exige que creamos en unos monstruos que él mismo parece incapaz de retratar como las fabulosas criaturas que, se supone, son.
Todo el teórico encanto del relato se sostiene, por tanto, sobre una base de abstracción mal planteada y peor resuelta, que de este modo acaba eliminando el menor atisbo de fantasía del mismo y erige Donde viven los monstruos en una de las películas fantásticas menos fantásticas que se hayan visto últimamente. La sensación final, harto lamentable, es que Spike Jonze no ha podido o no ha sabido (me inclino por lo segundo) dar con el tono adecuado para un relato que, a mi entender, precisaba otro tipo de tratamiento; y resulta sorprendente, dado que en Cómo ser John Malkovich y, en parte, Adaptation, había sabido jugar hábilmente con las contradicciones entre fantasía y realidad, quizás porque había en aquéllas una ironía soterrada y una mirada bizarra que sabían transmitir mucho mejor y de una forma más poderosa el carácter abstracto de dichas propuestas. De ahí que, en sus peores momentos –por desgracia, los más abundantes—, Donde viven los monstruos transmita, acaso sin haberlo pretendido en primera instancia, la execrable sensación de ser un film fantástico hecho por alguien que parece despreciar el género; un relato infantil al cual le molesta serlo y no se atreve a llevar sus componentes oníricos o poéticos hasta sus últimas consecuencias y se contenta con erigirse en una especie de sermón para niños maleducados; un film que se avergüenza de su etiqueta de “para niños” y que, a base de una puesta en escena que huye de lo bizarro, abraza formas convencionales (las largas, interminables secuencias de Max y los monstruos “haciendo el bestia” por el bosque, o la de la batalla con terrones de piedra, mal planificadas y confusamente montadas), con el propósito de demostrar, patéticamente, que en el fondo también puede ser una película “para adultos”, encallando finalmente en tierra de nadie. O de nada. Una gran decepción.
miércoles, 23 de diciembre de 2009
“AVATAR”: VISITA AL PLANETA PANDORA
El estreno de Avatar (ídem, 2009) es todavía tan reciente que creo que algunas, no todas, de las incógnitas que se planteaban a su alrededor antes siquiera de haberla visto no tendrán respuesta a medio o largo plazo. Las que sí lo tienen toda vez que ya se ha estrenado el film han circulado y circularán estos días profusamente por prensa en papel y por Internet, es decir, las relativas a lo que yo suelo denominar la-película-en-sí-misma-considerada. Naturalmente que aquí cada cual tendrá su propia y respetable opinión; ya daré la mía más adelante. Pero antes quisiera detenerme un poco, muy poco, en la gran incógnita –sea real o no, sincera o prefabricada— en virtud de la cual Avatar es o no el film que marca o marcará un antes y un después en el desarrollo tecnológico del cine o, si se prefiere, en lo que se conoce como estado de la técnica a nivel cinematográfico. Me parece muy arriesgado aventurar en estos precisos instantes, como se ha dicho (y tanto si se ha dicho, vuelvo a insistir, con absoluta sinceridad, como si se ha hecho, me inclino a pensar, para “vender” mejor la película), si Avatar es un paso adelante en la historia del cine tan crucial como lo fueron en su momento la implantación del sonido, del color y de los formatos panorámicos. En lo que no parece caber la menor duda es que Avatar supone, como mínimo, el punto culminante de un proceso tecnológico que ha llevado al cine a un perfeccionamiento de una técnica de proyección, la del cine tridimensional, en 3D o “en relieve”, llámese como se quiera, pasada por el filtro de la tecnología digital; pero eso no debe hacernos olvidar que, a fin de cuentas, el cine en 3D hace más de cincuenta años que existe, con lo cual esta innovación es más bien, y en puridad de conceptos, una renovación o un remozamiento, sin perjuicio, claro está, del debido respeto e incluso de los admirables resultados visuales de la operación. Parece obvio que la renovación tecnológica que supone Avatar no es tan “novedosa” o “rompedora” como la que supuso en su momento el que los espectadores pudieran oír por primera vez a los actores hablar dentro de un film pletórico de sonidos, fueran estos ruidos o música, o la que significó el romper con el blanco y negro permitiendo fotografiar mundos, reales o irreales, a todo color. Pero en cualquier caso, y se opine como se opine al respecto, tan sólo el tiempo lo dirá, a corto, medio o largo plazo. Lo que me parece erróneo es juzgar Avatar exclusivamente en función de la tecnología empleada en su confección, y más teniendo en cuenta que, como luego veremos, creo sinceramente que la película es algo más que una mera exhibición de virtuosismo técnico; su caso no es el de otros films de gran espectáculo de este mismo año, como por ejemplo Transformers: la venganza de los caídos (Transformers: Revenge of the Fallen, 2009, Michael Bay) o 2012 (ídem, 2009, Roland Emmerich), de los cuales el único elemento digno de mención es su apabullante exhibición de medios técnicos.
Pasemos, entonces, a otro nivel, el de la película en sí misma considerada, para lo cual hemos de hacer antes un par de matizaciones. La primera, que el hecho de que, queramos o no, conscientemente o inconscientemente, le estemos dando tanta importancia a este film (o incluso con la intención de no dársela), puede interpretarse como un “seguirles el juego” a los responsables de su lanzamiento comercial, a quienes les interesa que se hable de Avatar, tanto si se hace, como suele decirse, “bien” (que equivale a decir que la-película-es-buena), o como también suele decirse, “mal” (equivalente en este caso a la-película-es-mala). Nos movemos, por tanto, en un terreno resbaladizo, dentro del cual cualquier cosa que se afirme puede interpretarse en más de un sentido, de tal manera que, por ejemplo, “hablar bien” de Avatar puede interpretarse como un acto de pleitesía hacia Hollywood, mientras que “hablar mal” puede verse como una actitud retrógrada ante una innovación/renovación. Una vez más, creo que nos falta la perspectiva del tiempo y ahora todo lo que se diga, por razonado o matizado que pueda ser, parecerá fruto de la precipitación o del calor del momento. La segunda matización previa es que hay que inscribir Avatar, casi me atrevería a decir que necesariamente, en el contexto de su pertenencia a la obra de un cineasta con una personalidad clara y definida, responsable tanto de su guion como de su realización: James Cameron. Es el momento, por tanto, de sacar a colación la famosa cuestión de la coherencia. ¿Es Avatar una película coherente con la carrera de Cameron? Indudablemente, sí. ¿Pero eso es suficiente para considerarla una buena película? Indudablemente, no. Evidentemente, si no fuera coherente, ello tampoco presupondría la valoración en sentido contrario. Debería ser obvio a estas alturas, pero todavía hoy suele confundirse el hecho de que un film, cualquier film, sea coherente con el resto de la carrera de su director/autor (o, dicho coloquialmente, que “se note” que le pertenece) con el hecho de que el film sea o no bueno con independencia de cuestiones de coherencia. Quede claro, por tanto, que cuando hablamos de coherencia no lo hacemos ni en sentido positivo ni negativo: nos limitamos, por así decirlo, a describir una fenomenología, a perfilar un estado previo de las cosas, a acotar una especie de terreno de juego.
Una vez aclarado, espero, el alcance del concepto de coherencia, no me cabe la menor duda de que Avatar es una película plenamente coherente con el substrato general del cine de James Cameron. Está, por descontado, la obsesión del realizador canadiense por la tecnología, tanto a un nivel externo o explícito (la película concebida como un más-difícil-todavía en materia de efectos visuales), como a en su nivel interno o implícito, el relativo al argumento y a la caracterización de los personajes de una trama que, de nuevo, vuelve a girar en torno a la relación del hombre con la tecnología. En el cine de Cameron, la tecnología suele estar contemplada como algo positivo y negativo a la vez: algo gracias a lo cual se pueden lograr maravillas como viajar en el tiempo –Terminator (The Terminator, 1984), Terminator 2: El juicio final (Terminator 2: Judgement Day, 1991)—, a las profundidades del océano –Abyss (The Abyss, 1989)—, (intentar) alcanzar Nueva York por mar en pocos días –Titanic (ídem, 1997)— o viajar a los más lejanos confines del espacio –Aliens: el regreso (Aliens, 1986), Avatar—; pero, al mismo tiempo, la tecnología es capaz de crear androides asesinos –Terminator 1 & 2—, armas atómicas –Mentiras arriesgadas (True Lies, 1994)—, o de equipar ejércitos para la guerra –Aliens: el regreso, Abyss, Avatar—; y, en ocasiones, ni siquiera la más sofisticada tecnología puede impedir que se consumen desastres, tanto da que sean de orden natural, como naufragios provocados por una tempestad o un iceberg flotante (Abyss, Titanic), como de forma maliciosa e intencionada: desatados por imparables fuerzas alienígenas (Aliens: el regreso), atentados terroristas (Mentiras arriesgadas) o un holocausto nuclear (Terminator 1 & 2).
Mucho de todo ello está apuntado nuevamente en Avatar, a lo cual habría que añadir que, en esta ocasión, la tecnología tiene un peso muy íntimo y personal sobre los personajes. Gracias a la tecnología, el ex marine Jake Sully (Sam Worthington), postrado en una silla de ruedas, vuelve a recobrar la sensación de poder andar, correr, nadar e incluso hacer el amor gracias a la máquina que le permite conectarse mentalmente con un avatar que reproduce la fisonomía de un Na’vi: un habitante del planeta Pandora que los terrestres han venido a colonizar y explotar, de buen grado o a la fuerza. Hay, asimismo, personajes que personifican tanto el buen como el mal uso de la tecnología: por un lado, la Dra. Grace Augustine (Sigourney Weaver), que ve en ella una herramienta para investigar las maravillas naturales de la rica fauna y la frondosa flora del planeta, así como un instrumento para, mediante su propio avatar, relacionarse con los Na’vi; pero, claro, en el bando contrario están Parker Selfridge (Giovanni Ribisi), el ejecutivo de la empresa que financia la operación de explotación de Pandora y, sobre todo, el coronel Miles Quaritch (Stephen Lang), jefe militar de la operación y, digámoslo ya, lo peor y más esquemático del film: el prototipo del fascista sin escrúpulos que, en pleno mundo del futuro, todavía sigue creyendo en siniestras consignas del pasado del tipo “el único indio bueno es el indio muerto” (sustitúyase en este caso indio por Na’vi) y que exhibe orgulloso las heridas de combate que le deforman parte de su cabeza (el personaje le explica a Jake que, aún pudiendo haberse eliminado quirúrgicamente esas cicatrices, prefiere conservarlas para así recordar el porqué está en Pandora cada vez que se mira en el espejo por la mañana al afeitarse). Cameron trata de compensar al personaje de Quaritch mediante otros ejemplos de militares más “positivos”, tal es el caso del propio Jake, algunos de sus compañeros de misión y, en particular, la piloto hispana Trudy Chacón (Michelle Rodríguez), la no menos prototípica “mujer fuerte” del cine de Cameron y pariente cercana de la soldado Vásquez (Jenette Goldstein) de Aliens: el regreso, pero en el fondo no menos tópica que Quaritch: toda su función consiste en, primero, personificar el punto de vista del “militar con conciencia” (Chacón se retira del primer ataque aéreo contra los Na’vi alegando que a ella no la adiestraron para asesinar a inocentes), y, segundo, convertirse en un recurso de guion destinado a dar un giro a los acontecimientos (cuando Jake, Grace y sus amigos son hechos prisioneros, Chacón se encargará de liberarles). El único apunte, digamos, “tecnológicamente” interesante del tópico personaje de Quaritch, desde el punto de vista de la coherencia de Cameron, y dejando aparte el hecho de que parece un heredero del militar paranoico que aparecía en Abyss encarnado por Michael Biehn, reside en que, a ratos, Quaritch parezca más una máquina (de matar) que un ser humano, sobre todo cuando se monta en su “armadura”, artilugio que evoca el artefacto en el cual se subía Ripley (Sigourney Weaver) para luchar contra la Madre Alien en Aliens: el regreso y que, además, vuelve a subrayar esa idea sobre la maquinización de las personas y la humanización de las máquinas ya presente en los dos Terminator.
No obstante, en esta ocasión el papel que juega la tecnología en Avatar se ve matizado por nuevos elementos que amplían un poco el discurso habitual de Cameron al respecto. Por ejemplo, para Neytiri (Zöe Saldana), la guerrera Na’vi, la tecnología de los seres humanos le ayudará a conocer a Jake, el amor de su vida, aunque ello tendrá luego su dolorosa contrapartida en que esa misma tecnología será la que arrasará su poblado y destruirá el Árbol Madre en torno al cual vive su tribu. Ahora bien, acaso lo más interesante sea que, en esta ocasión, Cameron contrapone esa tecnología humana con la “tecnología” natural del planeta Pandora, configurando a este último como un mundo en el cual todos los seres que lo habitan viven “neurológicamente” conectados con el mismo; resulta llamativo el hecho de que los Na’vi, hombres y mujeres, posean todos unas largas trenzas que les sirven de toma de conexión tanto con los animales, terrestres o voladores, que usan como cabalgaduras, como con determinadas formas de la vegetación local, produciéndose así una confrontación de tecnologías, la artificial y la “natural”, insólita hasta la fecha en el cine de Cameron. Por más que sé que hay comentaristas que no comparten esta opinión, pienso que uno de los aspectos más atractivos de Avatar consiste en la minuciosa descripción del medio ambiente de Pandora. Bien es verdad que Cameron introduce al espectador en la misma por medio de un procedimiento harto tradicional en el cine norteamericano, a través de las vivencias de un personaje principal (Jake) desde cuyo punto de vista se va narrando todo el relato y que sirve de enlace entre esa trama y el público a la hora de ir conociendo los secretos de ese mundo nuevo y misterioso; se ha hablado, asimismo, que esta estructura, y los ambientes “salvajes” en la cual se desarrolla, evoca a no pocos clásicos del género del western con intenciones antropológicas: se ha hablado estos días del Delmer Daves de Flecha rota (Broken Arrow, 1950) e incluso de Bailando con lobos (Dance with Wolves, 1990, Kevin Costner) como referentes inmediatos, si bien a mí particularmente me vino a la memoria Un hombre llamado caballo (A Man Called Horse, 1970, Elliot Silverstein), más que nada por el hecho de que, poco más o menos como hacía Richard Harris en este film, en el clímax de Avatar Jake organizará a los Na’vi en su lucha contra los terrícolas haciendo valer los conocimientos que tiene de sus congéneres. Es en la descripción de aquel medio ambiente donde Cameron propone algunos de los momentos más felices de Avatar, pues es en ellos donde destaca su habilidad para crear atmósferas fantásticas: la flora y la fauna del planeta Pandora están contemplados con fascinación pero también con curiosidad, a tono con el asombro y el deseo de aprender del personaje de Jake; las (inventadas) maravillas naturales de ese planeta tienen, así, un peso específico a nivel dramático, pues del conocimiento de las mismas depende la supervivencia de Jake y su integración entre los Na’vi; y, en este sentido, brilla con luz propia la magnífica secuencia de la doma del animal alado por parte de Jake, uno de los mejores y más emocionantes fragmentos que haya rodado Cameron en toda su carrera.
Como ya tuve ocasión de apuntar en este blog con motivo de mi comentario sobre Titanic (http://elcineseguntfv.blogspot.com/2009/11/apuntes-sobre-titanic.html), en Avatar vuelve a producirse un interesante y me temo que poco valorado discurso sobre la fragilidad de la identidad y del recuerdo. De la misma manera que, en Titanic, podíamos interpretar en un momento dado que los flashbacks de la anciana Rose no dejaban de ser, a fin de cuentas, los teóricos recuerdos de una anciana centenaria en torno a un pasado deformado y embellecido por el mucho tiempo transcurrido (lo cual “justificaría”, hasta cierto punto, el tono idealizado de ese film), en Avatar se nos cuenta algo bastante similar. Al principio del relato se nos presenta, muy rápidamente, a Jake, un ex marine ahora paralizado de cintura para abajo; su hermano, físicamente muy parecido a él (o él a su hermano, tanto da), acaba de fallecer; ese hermano, se nos cuenta, era un científico, cosa que Jake no es, pero al compartir idéntica o similar genética ello provoca que el protagonista, a pesar de su parálisis, sea reclutado para formar parte del proyecto Avatar en la plaza reservada a su hermano. Prácticamente no se nos explica nada más sobre Jake. Comprendo que ello puede interpretarse como un defecto narrativo de la película, pero, a juzgar por lo que vendrá a continuación, la sensación es más bien de que Jake está presentado, deliberadamente, como alguien sin pasado: ha sido llamado para reemplazar a su hermano muerto, sin más; es un hombre anodino, sin identidad, del cual no cuenta nada de lo que le haya ocurrido anteriormente, de ahí que su inclusión en el proyecto Avatar para él sea, de hecho, un (re)nacimiento, un volver a empezar de cero. Recordemos, aunque sea enlazando de nuevo con la cuestión de la coherencia, que las suplantaciones o confusiones de identidad son bastante frecuentes en el cine de Cameron: los androides que se fingen seres humanos en los dos Terminator, la doble vida de los agentes secretos de Mentiras arriesgadas. Resulta sintomático, asimismo, que para introducirse en su avatar, Jake se meta en una especie de cama o camilla electrónica y, una vez dentro, “se duerma”, despertándose en el cuerpo de su avatar, y al revés, que cada vez que se duerma dentro de ese mismo cuerpo Na’vi (o que sea “desconectado”), “se despierte” en el mundo de los terrícolas y a su triste condición humana de paralítico. Desde este punto de vista, podemos llegar a sospechar que, cada vez que Jake cierra los ojos, “sueña” con algo que no es real, lo cual justificaría, al igual que en Titanic, la perspectiva “idílica” con la cual es mostrado el planeta Pandora y el entorno de los Na’vi, con esas plantas fosforescentes, esa vegetación que se ilumina cuando es pisada, y todos sus colores “irreales”, así como la historia de amor entre Jake y Neytiri (por más que sea, también hay que reconocerlo, lo más previsible y tópico de este planteamiento “ensoñador”; siendo un poco maliciosos, ¿qué habría hecho Jake si los Na'vi en general y Neytiri en particular fueran alienígenas con un aspecto físico repugnante desde el punto de vista de un ser humano?). Ello explica, por un lado, que Cameron inserte en más de una ocasión un primer plano del ojo de Jake abriéndose o cerrándose, jugando un poco con ese “sueño”, esa mirada subjetiva; en este mismo sentido, el plano final de Avatar me parece muy bello, por sencillo, claro y directo: ese gran primer plano de los ojos de Jake convertido, definitivamente, en un Na’vi, quizá despertando por primera vez de su “sueño”, a la vida, a la realidad…, o quizá no.
Para concluir, y a pesar de que hay que reconocer que, con sus declaraciones respecto a que con Avatar iba a cambiar la historia del cine, el propio Cameron se ha puesto él mismo la soga al cuello, ya que tampoco considero que su película sea un hito dentro del cine en general o del de ciencia ficción en particular, a la altura pongamos por caso de 2001: una odisea en el espacio (2001: A Space Odyssey, 1968, Stanley Kubrick), Encuentros en la tercera fase (Close Encounters of the Third Kind, 1977, Steven Spielberg) o Blade Runner (ídem, 1982, Ridley Scott), y estando aún por ver si será un fenómeno popular a la altura de la saga Star Wars de George Lucas, creo que hay en el último film de James Cameron los suficientes méritos y puntos de interés para considerarlo una buena y a ratos notable película de aventuras fantásticas. Quizá no sea la obra maestra soñada por su autor, pero parece claro –aunque, por descontado, aquí cada cual tendrá su propia y respetable opinión— que tampoco es ni mucho menos una obra despreciable. No estoy muy seguro de que Cameron, en el fondo, haya pretendido otra cosa que hacer un relato vibrante y entretenido, y de paso probar esas nuevas tecnologías que tanto le apasionan, y que toda la expectación que ha precedido a Avatar no sea más que una mera campaña de publicidad bien hecha, sin más, pero tampoco me parece justo que ahora se use no ya restarle méritos, sino incluso para atacar un film que, con todos sus defectos, que los tiene y hemos apuntado algunos, hace gala de no pocas cualidades, a las cuales podemos añadir, como siempre en su director, la gran brillantez de todas y cada una de las secuencias de acción, la solidez del pulso narrativo y la agilidad de su ritmo: el que suscribe no tiene más remedio que reconocer que, a pesar de los 162 minutos de proyección, en ningún momento miró el reloj y ni siquiera llegaron a molestarle las gafas para ver 3D.
lunes, 21 de diciembre de 2009
“BEOWULF” – “CUENTO DE NAVIDAD”: ROBERT ZEMECKIS Y LA CAPTURA DE MOVIMIENTO
A pesar de que en su momento Polar Express (The Polar Express, 2004) no terminó de convencerme por completo como película en sí misma considerada, creo que intuí las posibilidades de la técnica de la “captura de movimiento” de la cual hacía gala este film navideño con Tom Hanks transformándose en los más diversos e inverosímiles personajes, tal y como ha hecho ahora Jim Carrey en Cuento de Navidad (A Christmas Carol, 2009). Sea como fuere, me parecen tremendamente injustas algunas críticas vertidas hacia las tres películas con esa técnica de captura de movimiento realizadas hasta la fecha por el director norteamericano Robert Zemeckis, y más teniendo en cuenta que el film que media entre los otros dos citados, Beowulf (ídem, 2007), me pareció realmente magnífico, uno de los mejores y más innovadores intentos de renovación del lenguaje cinematográfico que se vieron esa temporada. Me temo que todo se debió a la historia del siempre: que sigue habiendo un sector de opinión, todo lo respetable que se quiera, que niega por sistema el pan y la sal al menor intento de innovación que proceda del cine del país de la bandera de las barras y estrellas (y que, mal que pese, es uno de los que ahora mismo lleva la voz cantante en lo que a cine se refiere; y no se me refiero, por descontado, al hecho fácilmente comprobable de que es el que acapara el mercado mundial, sino a que, por mucho que no se quiera ver, y a pesar de la grosera cantidad de bodrios con los cuales nos bombardea Hollywood cada año, la cinematografía estadounidense está en estos momentos pletórica de cineastas llenos de inquietudes intelectuales y con ganas de experimentar). Se da por descontado que la más mínima exhibición de nuevas técnicas por parte del cine estadounidense no es más que un capricho de rico que sólo merece ser recibido con arrogante displicencia, o en el caso de nuestro país, con desprecio (como muy bien explicaba Fernando Fernán-Gómez en el documental de Luis Alegre y David Trueba La silla de Fernando (2006), es el desprecio y no la envidia el verdadero pecado nacional español). Todo el mundo aquí se quedó boquiabierto cuando a Eric Rohmer se le ocurrió integrar personajes de carne y hueso con pinturas al óleo del siglo XVIII mediante unas muy sencillas transparencias en La inglesa y el duque (L’anglaise et le duc, 2001), magnífica película por otra parte, pero los experimentos de Zemeckis únicamente se contemplan como triquiñuelas para idiotizar al espectador, partiendo sin más de la base de que Rohmer hace “arte” y Zemeckis no es más que un sucio negociante (y cuidado, que esta polémica va para largo: mientras escribo y “cuelgo” estas líneas, ya se habrá estrenado, en principio con efectos demoledores, Avatar (ídem, 2009, James Cameron), sobre la cual ya daremos cuenta en este blog). Y a pesar de que Zemeckis acredita una amplia experiencia en el terreno de la experimentación con la manipulación de las imágenes –las tres partes de Regreso al futuro (Back to the Future, 1985-1989-1990), ¿Quién engañó a Roger Rabbit? (Who Framed Roger Rabbit, 1988), La muerte os sienta tan bien (Death Becomes Her, 1992), Forrest Gump (ídem, 1994), Contact (ídem, 1997), todas ellas con sus aciertos y sus errores—, y que además ha sabido demostrar que también sabe hacer cine sin grandes efectos visuales –ahí está Náufrago (Cast Away, 2000), uno de sus mejores films, si no el mejor—, poco o nada de eso se tiene verdaderamente en cuenta, al menos entre nosotros.
Ya cuando se estrenó, Beowulf me pareció lo que me sigue pareciendo ahora: una de las mejores películas de aventuras fantásticas de estos últimos años y un más que notable trabajo de su director. Es bien sabido que el film se inspira en un famoso poema anónimo e incompleto que está considerado uno de los primeros grandes clásicos de la literatura europea, y que, como personaje cinematográfico, ha aparecido en diversos films y telefilms, si bien poco conocidos en su mayoría (entre ellos una modesta película, floja pero curiosa, titulada Beowulf & Grendel (Sturla Gunnarson, 2005), protagonizada por Gerard Butler y estrenada directamente en videoclubes); y que, precisamente a causa de ese carácter incompleto del original, Zemeckis, en colaboración con sus famosos guionistas, el escritor de fantasía y cómics Neil Gaiman, y un ex colega de Quentin Tarantino, Roger Avary, se vieron obligados a idear un desenlace, cosa que hicieron, a mi entender, con gran ingenio: dado que en el poema no queda completamente claro que el guerrero Beowulf haya acabado con la madre del monstruo Grendel (Beowulf trae consigo, como trofeo, la cabeza cortada de Grendel, pero no la de su madre, de la cual se limita a afirmar que ha acabado con ella…), Gaiman y Avary introdujeron una inteligente variación en la trama, de tal manera que, como se sugiere en la película, el horrendo Grendel (Crispin Glover) es un hijo bastardo del rey Hrothgar (Anthony Hopkins), nacido de una relación fugaz con la madre de Grendel (Angelina Jolie), del mismo modo que, más adelante, cuando Beowulf (Ray Winstone) se interna en la cueva donde viven Grendel con su progenitora para rematar al primero y acabar con la segunda, es seducido por esta última, una criatura marina capaz de adoptar la más seductora de las formas (en este caso, las nada desdeñables de Angelina Jolie…); y, como se insinúa en su bloque final, el hombre dorado capaz de transformarse en un gigantesco dragón (encarnado asimismo por Ray Winstone, gracias al “milagro” de la captura de movimiento) y que ataca el reino de un ya envejecido Beowulf no es sino su propio hijo, nacido de esa unión fugaz con la madre de Grendel. Resulta asimismo interesante que, coherentemente con este planteamiento, si Grendel es en realidad un hijo ilegítimo del rey Hrothgar, su aspecto sea el de un engendro repugnante, a modo de simbólico reflejo de la corrupción que anida en el interior del rey, de la misma manera que si entendemos que el dragón es el hijo ilegítimo de Beowulf, también es coherente que el reverso negativo del protagonista no sea sino una criatura poderosa y destructiva, a tono con la personalidad de su padre.
Este juego de ambigüedades y seducciones casa muy bien con el substrato de un relato que nos presenta a uno de los héroes menos convencionales que haya dado el cine de estos últimos tiempos. Beowulf es, sin duda alguna, un bravo guerrero, fuerte, hábil y valiente en el combate; pero también es un hombre engreído, egoísta y pagado de sí mismo, como demuestra, en primer lugar, la brillante secuencia en la cual narra ante el rey Hrothgar y toda la corte una supuesta aventura que vivió en alta mar (durante una competición de natación con otro hombre, explica, se tropezó con un gigantesco monstruo marino y logró acabar con él con la única ayuda de su cuchillo; cuando describe el tamaño del monstruo, uno de sus hombres, en voz baja, afirma que en otra ocasión que Beowulf contó la misma historia, el tamaño del monstruo era inferior, lo cual da a entender que el protagonista exagera vanidosamente su hazaña cada vez que la cuenta; además, teniendo en cuenta que el flashback que la visualiza está mostrado al albur del relato de Beowulf, y que Zemeckis lo filma de forma asimismo exuberante y exagerada, podemos sospechar que dicha historia está deformada por la vanidad del protagonista o incluso no ser cierta). Más adelante, de regreso de la cueva donde moran Grendel y su madre, y llevando únicamente consigo la cabeza del primero, Beowulf afirma, ambiguamente, que los ha matado a los dos; poco después, el rey Hrothgar, enloquecido, y sobre todo consciente de que, con sus mentiras, Beowulf está repitiendo la misma historia que vivió él mismo en el pasado, se suicida tras haber proclamado al protagonista sucesor a su trono; y Beowulf, consciente asimismo de la situación, también calla, pues sabe que gracias a su silencio será coronado monarca, como así ocurre. Con el paso de los años, y al envejecer, Beowulf no ha abandonado su actitud egoísta y embustera: a pesar de haber jurado amor eterno a Wealthow (Robin Wright Penn), la hija de Hrothgar con la que se casará y a la que hará su reina, Beowulf ha tomado una amante más joven, Ursula (Alison Lohman), a la que hace vivir en la corte, obligando a su legítima esposa a soportar su presencia. Pero no es menos cierto que la mentira que sostiene su leyenda –el haber matado a Grendel y a su madre—, al envejecer, está empezando a pesarle: véase la escena en la que parece estar a punto de rematar a un guerrero enemigo en la playa que le desafía, y termina no haciéndolo porque hay en su interior un poso de remordimiento y creciente mala conciencia. Tal y como Zemeckis lo presenta, Beowulf es un héroe trágico en toda su expresión: un guerrero valiente y a la vez acobardado por el peso de sus acciones del pasado, un soldado que se lanza de cabeza al combate sin antes calcular las consecuencias de sus actos, un temerario cuya gallardía ante el peligro nace de ese deseo de alimentar su propia vanidad.
De ahí que, coherente con este planteamiento dramático, insospechadamente denso para tratarse, como se trata, de una superproducción-para-embrutecer-al-público, Robert Zemeckis construye la puesta en escena de la película llevando a cabo una serie de agudos contrastes entre las fuerzas (y los sentimientos) en conflicto: por un lado, las secuencias centradas en el monstruo Grendel en el primer tercio del relato son atmosféricas y aterradoras, y en ellas los movimientos de cámara tienen una función a la vez narrativa y perturbadora, expresiva e inquietante a la vez, como es el caso de ese largo y veloz travelling –muy parecido al que abría Contact—, que parte del reino de Hrothgar, donde se está celebrando una ruidosa fiesta, y recorre campos y montañas para detenerse en la cueva de un Grendel, cuyos delicados oídos sufren horrores al captar toda esa algarabía sonora, la misma que acabará provocando el terrorífico ataque de la criatura; en cambio, poco después, Zemeckis presenta a Beowulf –el héroe al cual invoca Hrothgar como solución para los continuos ataques de Grendel— cabalgando audazmente las gigantescas olas de una tempestad en alta mar y situado en la proa de su barco, imagen asimismo vanidosa y deliberadamente exagerada que perfila de entrada el carácter del protagonista. De este modo, hay en el film una continua oscilación entre la atmósfera de terror que envuelve a Grendel y su madre y la atmósfera, digamos, presuntuosa que concierne a Beowulf y su entorno, en lo que me parece una muy atractiva combinación de tonos, donde se dan cita la épica y la digresión, el terror y la introspección psicológica, sin que ello redunde en detrimento de no pocas secuencias espectaculares: la pelea de Beowulf y sus hombres contra Grendel en la sala del trono (Beowulf lucha desnudo contra la criatura, en una imagen que tiene connotaciones tanto míticas como reflexivas: el héroe de leyenda y el vanidoso que lucha contra el monstruo sólo con sus manos, unidos en una misma representación visual), o la espléndida pelea de Beowulf contra el dragón. El final resulta inolvidable: ese cruce de miradas entre el fiel servidor de Beowulf y nuevo rey tras la muerte del protagonista, Wiglaf (Brendan Gleeson), y la madre de Grendel, tentadora sirena a la orilla del mar, como anticipando una tragedia que parece condenada a renovarse e irse repitiendo hasta el fin de los tiempos. Beowulf acaba resultando así una película para nada infantil y completamente adulta, por más que, por desgracia, pretendiera “venderse” como una producción familiar (lo cual, dicho sea de paso, no es excusa para que fuera recibida como lo fue por parte de algunos, se supone, profesionales acostumbrados a ver e interpretar cine).
Entrando ahora en Cuento de Navidad, lo primero que me llama la atención, y que incluso me sorprende, es haber oído algunas voces manifestando, ante este film de Robert Zemeckis, qué sentido tenía volver a adaptar el clásico homónimo de Charles Dickens. Quizás estoy completamente equivocado, pero cuando oigo (o leo) cosas como por qué-volver-a-adaptar-a-Dickens, a mí particularmente me suenan a algo parecido a por qué-volver-a-interpretar-la Quinta Sinfonía de Beethoven, o por qué-volver-a-representar-el Hamlet de Shakespeare (o hacer otra nueva versión del mismo para el cine), o por qué-volver-a-mirar-las Meninas de Velázquez, o por qué-volver-a-ver-el Ordet de Carl Theodor Dreyer. Habrá quien piense, y probablemente tendrá sus buenas razones para ello, que el relato de Dickens está, por ejemplo, “anticuado” (a mí no me lo parece, pero respeto a quien lo crea así), o cosas acaso peores. Es posible que haya quien considere que ya se han hecho suficientes adaptaciones del Cuento de Navidad dickensiano –algunas de ellas, por cierto, excelentes, tales como la magnífica Scrooge (1951), de Brian Desmond Hurst, o la nada despreciable versión musical Muchas gracias, Mr. Scrooge (Scrooge, 1970), de Ronald Neame—, si bien tampoco acabo de comprender cuándo un clásico ha sido adaptado “lo suficiente” (con lo cual, además de inmaduro, seguramente debo ser tonto); un argumento más o menos similar se esgrimió para despachar el estupendo Oliver Twist (ídem, 2005) que firmó, con gran conocimiento de la literatura de Dickens, el hoy maldecido Roman Polanski. Puede que la cuestión se derive del hecho de que Zemeckis haya reescrito el Cuento de Navidad de Dickens valiéndose, de nuevo, de la polémica técnica de la captura de movimiento y que sea esto último lo que molesta, con lo cual entramos en otro terreno, el de la película en sí misma considerada y con independencia de su teórico valor como adaptación, o revisión, o reescritura, de la obra de Dickens (con lo cual debo añadir a mi ya considerable cupo de defectos y taras personales, como la inmadurez y la tontería, la ignorancia, pues sigo sin comprender que los criterios de valoración de una adaptación al cine de una obra, literaria en este caso, sigan confundiéndose con los criterios de valoración de la obra cinematográfica en sí misma considerada).
Algunos comentaristas, entre ellos el colega Quim Casas en su reciente crítica publicada en Dirigido por…, han resaltado el hecho de que el Cuento de Navidad de Zemeckis haga gala de una oscuridad fotográfica, a tono con el trasfondo de sordidez del relato de Dickens y buena parte de su obra en particular y el de la Inglaterra victoriana que aparece retratada en general. El arranque del film respeta enormemente el espíritu entre cruel e irónico de buena parte del estilo dickensiano. “Marley estaba muerto, dicho sea para empezar –escribe Dickens al principio del relato—. Sobre esto no podía haber duda de ninguna clase. El registro de su defunción fue firmado por el capellán, el escribano, el director de la funeraria y el encargado del cementerio. Scrooge también lo firmó. Y el nombre de Scrooge era digno de crédito en cualquier documento en que se viera estampado. El viejo Marley estaba tan muerto como el clavo de una puerta, como se dice vulgarmente”. Zemeckis, acreditado además como único guionista, añade en el arranque un detalle de su propia cosecha, pero a la altura de esa misma mordacidad dickensiana: para Scrooge (Jim Carrey), es un desperdicio que el encargado de la funeraria haya usado dos monedas de considerable valor para cubrir piadosamente los párpados cerrados del cadáver de Marley (Gary Oldman)… Pero, más allá de ese considerable respeto, que en sí mismo considerado no sólo está muy bien sino que, si además sabe captar el complejo estilo de la literatura de Dickens, ya es de por sí altamente elogiable, otro aspecto a mi entender muy interesante del Cuento de Navidad de Zemeckis reside en que hay una inteligente utilización de los efectos visuales y la técnica de la captura de movimiento que añade insospechados matices al original dickensiano y enriquece su lectura cinematográfica, más personal de lo que pueda parecer a simple vista. Me refiero al hecho de que sea Carrey quien, en un arranque de transformismo facilitado por esa misma técnica de captura de movimiento, interprete tanto a Scrooge como a los tres fantasmas que vendrán a visitarle/advertirle/atormentarle, esto es, el de las Navidades Pasadas, el de las Navidades Presentes y el de las Navidades Futuras. De este modo, Zemeckis potencia una de las posibles lecturas del relato de Dickens, esto es, que los espectros navideños que se aparecen ante Scrooge en la madrugada del día de Navidad no son sino manifestaciones de su propia mala conciencia, quizá incluso provocadas por –como escribe Dickens, y como poco más o menos reproduce Zemeckis— la deficiente ingestión de “un trozo de buey indigestado, un poco de mostaza, una miga de queso, un pedazo de patata a medio asar”.
De hecho, Zemeckis refuerza esta interpretación psicológica mediante una serie de poderosas imágenes que apuntan hacia esa misma o, como mínimo, parecida dirección. Así, por ejemplo, resulta todo un hallazgo, salvo error del que suscribe sin parangón en ninguna otra versión del relato dickensiano, que el Fantasma de las Navidades Pasadas esté visualizado como una especie de vela andante cuya cabeza está formada por la llama encendida, a modo de simbólica representación de la fragilidad del pasado, ergo, del recuerdo que solemos tener del mismo (y que, por regla general, procuramos “arreglárnoslo” a nuestra conveniencia). Otro: el Fantasma de las Navidades Presentes convierte el suelo de la estancia que ocupan él y Scrooge en una especie de pantalla a través de la cual sobrevuelan Londres y visualizan escenas de todas aquellas cosas que el espectro desea enseñarle al avaro, esto es, que a pesar de la mezquindad de este último, todavía hay personas que le defienden con cariño ante los demás, como su sobrino Fred (Colin Firth), y sobre todo su empleado Bob Cratchit (Gary Oldman), algo particularmente notable en el caso de este último, al que tanto maltrata con su desprecio y dándole poca paga. En cambio, la representación del último y siniestro espectro, el Fantasma de las Navidades Futuras, convertido en una visualización gráfica de la figura de la Muerte, ya se encuentra tanto en el relato de Dickens (“Estaba cubierto con una holgada vestidura o mortaja, de un negro intenso, que escondía su rostro y todo él, dejando solamente visible una mano extendida. Si no hubiera sido por esta circunstancia, habría sido difícil destacar su figura de la oscuridad de la noche y que resaltara de la penumbra que la rodeaba”), como en algunas de las anteriores versiones para el cine del mismo (por ejemplo, en Muchas gracias, Mr. Scrooge), lo cual no resta méritos a Zemeckis, claro está, por más que se limite a respetar algo ya tan bueno de por sí que no considera necesario el mejorarlo. El Cuento de Navidad de Dickens es, qué duda cabe, un cuento moral o con moraleja, en el cual el avaro Scrooge acaba haciendo balance de su existencia y advierte que debe rectificarla antes de una muerte que, a su avanzada edad, ya no está tan lejana. El Cuento de Navidad de Zemeckis recoge esta lectura y elabora a partir de la misma un atractivo y a ratos muy bello espectáculo, donde a pesar de alguna que otra concesión a la facilidad –algunas escenas aéreas, o carreras, caídas y persecuciones destinadas a resaltar a lo grande el espectacular efecto del relieve 3D; el consabido guiño al disco lunar de E.T., el extraterrestre, que ya empieza a estar demasiado sobado (volví a verlo, hace poco, en la también recientemente estrenada Planet 51)—, prima por encima de todo el respeto a la obra de Dickens; un respeto derivado, insisto, de una atenta lectura, y en la cual las aportaciones particulares no desentonan: pienso, además de la ya mencionada del detalle de las monedas en los ojos del difunto Marley, esa extraña secuencia en la cual un diminuto Scrooge, reducido mágicamente al tamaño de un ratón, es tomado por tal por los traperos que se están repartiendo sus pertenencias.
Aprovecho el carácter “navideño” de este comentario para desear a todos los seguidores, amigos y lectores de este blog una FELIZ NAVIDAD y un PRÓSPERO AÑO NUEVO repleto de buen cine y, mejor aún, de felicidad.
Aprovecho el carácter “navideño” de este comentario para desear a todos los seguidores, amigos y lectores de este blog una FELIZ NAVIDAD y un PRÓSPERO AÑO NUEVO repleto de buen cine y, mejor aún, de felicidad.
martes, 15 de diciembre de 2009
“PARANORMAL ACTIVITY”: LOS FINALES ALTERNATIVOS
[Nota “bene”: se recomienda no leer nada de lo que vamos a explicar a continuación si no se ha visto la película, dado que se revelan detalles substanciales del final de la misma].
Una sugerencia de un amigo lector del blog me ha motivado a hacer una excepción a lo que hasta ahora he tenido por costumbre, el no dedicar más de una entrada a una misma película (a fin de cuentas, este blog no pretende tener una estructura invariable, y como es mío, puedo modificarlo como me dé la gana), y volverme a referir a Paranormal Activity para comentar, siquiera brevemente, algo que parece interesante. Me refiero al tema, apuntado por el amigo en cuestión, en torno a la polémica existente alrededor de los diferentes finales del film de Oren Peli, tres para ser exactos. Hay una información bastante extensa y detallada al respecto en la Wikipedia en castellano, cuyo enlace es: http://es.wikipedia.org/wiki/Paranormal_activity#cite_note-3, y a la cual me remito para quien quiera profundizar un poco al respecto. Me limitaré a resumir, brevemente, que según dichas informaciones el final del montaje para cines, que es el que ya conocerán quienes hayan visto la película, fue introducido por sugerencia de Dreamworks y Paramount Pictures (hay quien se lo atribuye directamente a Steven Spielberg, el más famoso “padrino” que ha tenido el film); en el mismo –atención: SPOILER—, Katie vuelve a bajar al comedor, como sonámbula, y al cabo de un rato pega un grito; Micah se despierta, sobresaltado, y sale corriendo a ayudarla; se oyen gritos de los dos, forcejeos, golpes, y finalmente, silencio; de repente, de la oscuridad del pasillo (la puerta del dormitorio sigue, como siempre, abierta), sale disparado el cadáver de Micah, como impulsado por una fuerza sobrehumana, golpea la cámara y la derriba; pero la máquina sigue grabando, si bien con el encuadre torcido; por la puerta del dormitorio aparece Katie, con la camiseta manchada de sangre, la sangre de Micah; la joven se acerca a la cámara, la mira… y, de pronto, su rostro adquiere una expresión monstruosa, demoníaca, de maldad absoluta. Rápido corte a negro. Fin de la película.
Sin embargo, parece ser que Paranormal Activity tenía originalmente otro final (además de un poco más de metraje), en el cual la película concluía con Katie –atención: SPOILER— asesinando también a Micah, fuera de campo, y volviendo a subir al dormitorio; entonces, la chica se sienta en el suelo, todavía con el cuchillo de cocina que ha empleado como arma homicida en la mano, y se balancea; el reloj del margen de la pantalla vuelve a correr a toda velocidad: pasan horas; llegan unos policías, y suben a la planta superior de la casa; allí está Katie, la cual sale de su estado como de catatonia y se acerca a los agentes, cuchillo en mano…, con tan mala fortuna que los policías, creyendo que les va a atacar, la abaten a tiros. Existe un tercer final, que siguen diciendo esas mismas informaciones tan sólo fue exhibido públicamente una sola vez, en el cual Katie –atención: SPOILER—, tras haber matado a Micah, regresa al dormitorio, asimismo cuchillo en mano, se acerca a la cámara y, a continuación…, se degüella a sí misma. Muy probablemente estos dos finales descartados aparezcan en las ediciones en DVD y Blu-ray de la película, y más teniendo en cuenta que son ya tan famosos que han terminado incorporándose a la pequeña leyenda que se ha formado alrededor de Paranormal Activity. La cuestión planteada ahora es: ¿qué final es mejor?, ¿el que figura en las copias para cines, sugerido por Spielberg/Dreamworks/Paramount? ¿El final con los policías, que según parece era el inicialmente previsto por Oren Peli? ¿O el tercero, no menos impactante? Particularmente, me inclino por el final visto en cines, el cual me parece más coherente con la idea de que el demonio anida en el interior de la protagonista femenina, y que la acompañará doquiera que vaya porque en cierto sentido ya forma parte de ella misma; pero es de suponer que cada cual tendrá su propia opinión al respecto. En cualquier caso, también parece claro que el final visto en cines, al ser abierto, es el más idóneo, comercialmente hablando, de cara a una secuela, la cual por cierto ya está anunciada con vistas a ser estrenada en 2012, según informa el portal The Internet Movie Database en http://www.imdb.com/title/tt1536044/. La polémica está servida.
Una sugerencia de un amigo lector del blog me ha motivado a hacer una excepción a lo que hasta ahora he tenido por costumbre, el no dedicar más de una entrada a una misma película (a fin de cuentas, este blog no pretende tener una estructura invariable, y como es mío, puedo modificarlo como me dé la gana), y volverme a referir a Paranormal Activity para comentar, siquiera brevemente, algo que parece interesante. Me refiero al tema, apuntado por el amigo en cuestión, en torno a la polémica existente alrededor de los diferentes finales del film de Oren Peli, tres para ser exactos. Hay una información bastante extensa y detallada al respecto en la Wikipedia en castellano, cuyo enlace es: http://es.wikipedia.org/wiki/Paranormal_activity#cite_note-3, y a la cual me remito para quien quiera profundizar un poco al respecto. Me limitaré a resumir, brevemente, que según dichas informaciones el final del montaje para cines, que es el que ya conocerán quienes hayan visto la película, fue introducido por sugerencia de Dreamworks y Paramount Pictures (hay quien se lo atribuye directamente a Steven Spielberg, el más famoso “padrino” que ha tenido el film); en el mismo –atención: SPOILER—, Katie vuelve a bajar al comedor, como sonámbula, y al cabo de un rato pega un grito; Micah se despierta, sobresaltado, y sale corriendo a ayudarla; se oyen gritos de los dos, forcejeos, golpes, y finalmente, silencio; de repente, de la oscuridad del pasillo (la puerta del dormitorio sigue, como siempre, abierta), sale disparado el cadáver de Micah, como impulsado por una fuerza sobrehumana, golpea la cámara y la derriba; pero la máquina sigue grabando, si bien con el encuadre torcido; por la puerta del dormitorio aparece Katie, con la camiseta manchada de sangre, la sangre de Micah; la joven se acerca a la cámara, la mira… y, de pronto, su rostro adquiere una expresión monstruosa, demoníaca, de maldad absoluta. Rápido corte a negro. Fin de la película.
Sin embargo, parece ser que Paranormal Activity tenía originalmente otro final (además de un poco más de metraje), en el cual la película concluía con Katie –atención: SPOILER— asesinando también a Micah, fuera de campo, y volviendo a subir al dormitorio; entonces, la chica se sienta en el suelo, todavía con el cuchillo de cocina que ha empleado como arma homicida en la mano, y se balancea; el reloj del margen de la pantalla vuelve a correr a toda velocidad: pasan horas; llegan unos policías, y suben a la planta superior de la casa; allí está Katie, la cual sale de su estado como de catatonia y se acerca a los agentes, cuchillo en mano…, con tan mala fortuna que los policías, creyendo que les va a atacar, la abaten a tiros. Existe un tercer final, que siguen diciendo esas mismas informaciones tan sólo fue exhibido públicamente una sola vez, en el cual Katie –atención: SPOILER—, tras haber matado a Micah, regresa al dormitorio, asimismo cuchillo en mano, se acerca a la cámara y, a continuación…, se degüella a sí misma. Muy probablemente estos dos finales descartados aparezcan en las ediciones en DVD y Blu-ray de la película, y más teniendo en cuenta que son ya tan famosos que han terminado incorporándose a la pequeña leyenda que se ha formado alrededor de Paranormal Activity. La cuestión planteada ahora es: ¿qué final es mejor?, ¿el que figura en las copias para cines, sugerido por Spielberg/Dreamworks/Paramount? ¿El final con los policías, que según parece era el inicialmente previsto por Oren Peli? ¿O el tercero, no menos impactante? Particularmente, me inclino por el final visto en cines, el cual me parece más coherente con la idea de que el demonio anida en el interior de la protagonista femenina, y que la acompañará doquiera que vaya porque en cierto sentido ya forma parte de ella misma; pero es de suponer que cada cual tendrá su propia opinión al respecto. En cualquier caso, también parece claro que el final visto en cines, al ser abierto, es el más idóneo, comercialmente hablando, de cara a una secuela, la cual por cierto ya está anunciada con vistas a ser estrenada en 2012, según informa el portal The Internet Movie Database en http://www.imdb.com/title/tt1536044/. La polémica está servida.
lunes, 14 de diciembre de 2009
“PARANORMAL ACTIVITY”: EL DIABLO EN EL CUERPO
Hace poco que he visto Paranormal Activity (ídem, 2007), la muy controvertida película de Oren Peli; escribo estas líneas la misma tarde en que la he visionado; y tengo que reconocer que ahora mismo, y a falta de reposarla un poco más (o de un segundo visionado, quién sabe), me ha producido impresiones encontradas. Está, por un lado, la impresión que tengo hacia el, digamos, “fenómeno Paranormal Activity” en sí mismo considerado: que si su campaña previa de explotación a base de pases para público seleccionado; que si un tráiler habilidoso, consistente en mostrar pequeños fragmentos del film paralelamente a las reacciones de terror de ese público asistente; que si Steven Spielberg en persona se interesó por esta pequeña película y se la pasó privadamente (y que, dicen, le asustó mucho…), para luego distribuirla; que si una campaña publicitaria consistente en pedir, vía Internet, que el film se estrenara en la localidad de quienes lo solicitaran si se alcanzaba un número determinado de peticiones; que si la película tiene una apariencia de “realidad”, reforzada por el hecho de que carece de títulos de crédito, e incluye al principio y al final un par de rótulos engañosos que fingen que lo que vamos a ver/acabamos de ver es “verídico” (además, sus actores protagonistas, Katie Featherston y Micah Sloat, interpretan a personajes cuyos nombres de pila coinciden con los suyos); que si un pase, en olor de multitudes, en el pasado Festival de Sitges; que si un extraordinario estreno comercial en cines norteamericanos, donde ha acabado superando los 100 millones de dólares de recaudación; que si portada en Entertainment Weekly; etcétera, etcétera, etcétera. Pues bien, después de haber visto la película de marras, no hay más remedio que admitir… que no había para tanto. Toda esa campaña, toda esa expectación, no ha sido ni es nada más que un montaje publicitario excelente, ya que ni el film es nada del otro jueves, ni creo que cambie el género fantástico, ni que sea tan consistente como para marcar ese hito que, dicen, ha marcado. Creo, más bien, que se trata de la enésima vuelta de tuerca de una manera de “vender” cine que se remonta, claro está, al éxito de El proyecto de la bruja de Blair (The Blair Witch Project, 1999, Eduardo Sánchez y Daniel Myrick), y que de unos años a esta parte se ha revitalizado a raíz de los éxitos de títulos como las dos entregas de [Rec] (Jaume Balagueró y Paco Plaza, 2007-2009) o Monstruoso (Cloverfield, 2008, Matt Reeves). En definitiva, y bajo este estricto punto de vista como fenómeno social y/o popular, Paranormal Activity no resulta particularmente memorable.
Ahora bien, como ya he señalado al principio de estas líneas, tengo que reconocer que desde otro punto de vista, el estrictamente cinematográfico en este caso, Paranormal Activity me ha sorprendido, incluso agradablemente, si bien dentro de un orden. Me explico: quienes han tenido la santa paciencia de leer, aquí o en papel, mis elucubraciones, sabrán que no soy muy amigo ni de El proyecto de la bruja de Blair ni de [Rec] 1 & 2 (me gusta mucho, en cambio, Monstruoso), y teniendo en cuenta que aquéllas eran mencionadas como los referentes más directos del film de Oren Peli, con franqueza, no me las prometía felices antes de verlo; tanto era así, que en un primer momento había tenido el impulso de pasar de largo del mismo y esperar a verlo en DVD, una vez se hubiese disipado la polvareda que ha levantado; pero finalmente lo he visto, ni que sea un poco a regañadientes y, por qué no admitirlo, porque soy curioso por naturaleza y también tenía ganas de traerlo a colación a este blog ya que, me imagino, dará juego. Tengo que admitir que, disipada la primera impresión que me ha producido su arranque, no muy favorable (ese momento en el cual uno no puede evitar el pensar algo así como: “me lo temía…”), y quizá porque no me esperaba nada, absolutamente nada de ella, la película de Oren Peli no sólo no me ha disgustado tanto como creía, sino que en determinados momentos ha despertado en mí un interés superior al que podía prever. Vaya por delante, vuelvo a insistir, que Paranormal Activity no me parece una maravilla ni nada por el estilo; ni siquiera me parece una buena película; pero, con todas las reservas del mundo, me atrevo a afirmar que no es del todo despreciable.
Quizá sea mejor empezar explicando lo que no me ha gustado del film. No me gusta, de entrada, lo más obvio del mismo: que es un relato que se apoya prácticamente en una o dos ideas de puesta en escena, lo cual resulta insuficiente para sostener noventa minutos de metraje en todo momento (lo cual no obsta de que a ratos, lo consiga, pero de eso hablaremos luego); que se nota que el realizador es bisoño y en ocasiones tiene problemas para imprimirle mayor vigor y fuerza a una historia que da poco de sí (por más que, vuelvo a recalcar, haya instantes en que, a pesar de esas obvias dificultades y enormes limitaciones, en determinados instantes alcance cierta intensidad); en particular, no me gusta que el, por así llamarlo, “efecto realidad” en cine parezca que únicamente se consiga hoy en día en base a una filmación con estética de reportaje televisivo, abundantes planos tomados cámara en mano (y, a poder ser, con la cámara moviéndose mucho, venga o no a cuento), y encuadres y reencuadres filmados con supuesta apariencia de “espontaneidad”: es un recurso que ya se ha utilizado tanto a estas alturas que está empezando a envejecer antes de tiempo; va siendo hora de ir cambiando de disco. Hay, asimismo, un gran problema general de guión que lastra considerablemente toda la película, con escenas que son un “más de lo mismo” destinadas a ir rellenando el relato de cara a que éste alcance la duración estándar necesaria para una óptima explotación en cines y formatos domésticos; hay muchos, demasiados diálogos repetitivos y, por ejemplo, un exceso de subidas y bajadas por la escalera de la vivienda donde transcurre la acción, que no enseñan nada ni aportan nada substancioso a lo ya planteado. Está, finalmente, el desigual trabajo de los intérpretes; destaca, positivamente, la labor de la actriz, Katie Featherston, la cual está muy por encima de la de su partenaire, Micah Sloat, y de hecho se nota que el realizador descarga buena parte del peso dramático en los hombros de la primera, por más que llegue un momento en que la actriz también parece, asimismo, saturada por culpa de estar dando en todo momento registros demasiado parecidos entre sí, y su trabajo está a un paso de resultar adocenado.
Sin embargo, y a pesar de los pesares, hay algo en Paranormal Activity que, contra todo pronóstico, me ha parecido más interesante de lo esperado. Me refiero a la principal idea de puesta en escena del film, esos momentos en los cuales Micah instala su cámara de vídeo en un trípode y la fija en un determinado ángulo del dormitorio que comparte con su novia Katie, de tal manera que así vemos un plano general fijo de la estancia, con la cama de la pareja ocupando la mayor parte del lado derecho del encuadre y la puerta de la habitación, abierta y dando al pasillo del piso superior de la casa, a la izquierda del plano. De este modo, y a lo largo de sucesivas noches, esa estancia normal, vulgar incluso, se va transformando paulatinamente en algo anormal, excepcional: un espacio que, esporádicamente, recibe la visita invisible de un horror inexplicable, a juzgar por lo que se nos dice, una sombra, un viejo terror de infancia de Katie, un demonio incluso, que acaso provocó el incendio de la vivienda donde vivía con sus padres siendo ella una niña y que, al parecer, viene siguiéndola doquiera que vaya. Y eso la película lo expone de manera sencilla, un poco simplona si se quiere, pero bastante efectiva. Hay, en este sentido, un plano muy logrado; al principio, el realizador marca una especie de pauta, de tal manera que, en virtud del reloj digital de la cámara que aparece en la parte inferior derecha de la pantalla, vemos cómo transcurre el tiempo a gran velocidad, mientras vemos a cámara rápida los movimientos de los protagonistas en el lecho mientras duermen; de repente, cuando el reloj empieza a andar a velocidad normal, el espectador ya sabe que “algo” va a ocurrir: un ruido, un golpe, la puerta del dormitorio que se mueve, una sombra, unos pies monstruosos que dejan huellas en el polvo de talco arrojado al respecto por Micah antes de acostarse, una presencia invisible bajo la sábana , o, en uno de los momentos culminantes –atención: SPOILER—, esa fuerza invisible que sujeta a Katie por el tobillo, la saca de la cama y la arrastra por el suelo del pasillo. Pero el plano al que me refiero es uno incluido en esta serie y en el cual lo que vemos u oímos no es nada tan extraño como lo que acabamos de mencionar, sino algo en apariencia tan normal como Katie levantándose de la cama, como si fuera a ir al baño, por ejemplo; pero no: Katie se queda de pie, mirando al dormido Micah, y entonces el reloj situado en la esquina del encuadre vuelve a correr a toda velocidad: cuando la chica vuelve a acostarse junto a su novio, ¡ha transcurrido entre una hora y media o dos! Me parece una bonita manera, sencilla, cierto, pero muy efectiva, de mostrar lo anormal, de sugerir lo sobrenatural, de enseñar un horror latente y a punto de manifestarse. Hay, más adelante, otro plano muy parecido, y no menos logrado. Me refiero a aquél en el que Micah, sin hacer caso de lo que Katie le ha suplicado anteriormente, intenta ponerse en contacto con la entidad diabólica que se ha instalado en su casa mediante un tablero ouija colocado en la mesilla de la sala de estar; en este plano, vemos a Micah manipulando el tablero y oímos a Katie, fuera de campo, reprochándole que no le haya hecho caso y exigiéndole, enfadada, que deje ese tablero; Micah, de mala gana, accede, se levanta y sale de plano, sin apagar la cámara; el reloj marca las 7 (de la mañana o de la tarde, ahora mismo no lo recuerdo, y tampoco importa); de repente, la rápida carrera del reloj se detiene alrededor de las 11, y entonces la guía de la ouija empieza a deslizarse sola sobre el tablero, hasta que éste, de repente, se incendia. Todo ello sin el acompañamiento del consabido subrayado sonoro o musical, enseñado de manera directa, desnuda, resulta más inquietante que cualquier otra exhibición de parafernalia. Ya sé que, dada mi repetidamente confesada admiración hacia Steven Spielberg, quizá más de uno me reproche lo siguiente, pero fue a la vista de estas escenas cuando empecé a pensar que acaso Spielberg había visto “algo” en Oren Peli y su película.
Hay otro aspecto que me ha llamado la atención de Paranormal Activity. Me refiero a que, salvando todas las distancias del mundo, por descontado, hay una cierta conexión entre este film y El resplandor (The Shinning, 1980), de Stanley Kubrick, en el sentido de que ambas son, cada una a su manera, sendos retratos de crisis matrimoniales o de pareja que se desarrollan en un contexto de cine de terror. Si, en la película de Kubrick, era Jack Torrance (Jack Nicholson), un escritor fracasado, con problemas con el alcohol y que en el pasado hizo daño a su propio hijo, quien acababa siendo captado por los fantasmas del hotel, en la de Oren Peli es Katie la que acaba siendo víctima del demonio o demonios que anidan en su interior. De hecho, en más de un momento, Paranormal Activity pone de relieve las enormes diferencias que existen entre Katie y Micah, quienes llevan ya tres años viviendo juntos y acaban de estrenar la casa (como Torrance y su familia cuando él acepta el empleo de cuidador del hotel en El resplandor); ella, afirma, es estudiante de filología inglesa y todavía no trabaja, mientras que de él la propia Katie explica que trabaja en bolsa; ella es, por decirlo popularmente, “de letras”, mientras que él es “de números”: antitéticos, casi antagónicos. Se nos insinúa que él es el principal sostén económico de la pareja y el que en más de un sentido lleva la voz cantante en la relación. Además, como digo, acaban de estrenar casa, y bastante lujosa (amplia, bien amueblada, con piso superior, con jardín y piscina): nada más empezar el film, vemos a Micah filmando la llegada de Katie a la misma conduciendo un descapotable que, probablemente, también ha salido del bolsillo del hombre. En más de un momento se insinúa que Katie empieza a estar harta de Micah; le molesta que la esté filmando constantemente (hasta intenta hacerlo mientras ella está usando el inodoro…); le molesta, asimismo, su actitud y comportamiento, que llega a calificar como de “inmaduros” (escena de la piscina); también, que parezca no valorar el esfuerzo que está poniendo en sus estudios de filología (escena en la que él la interrumpe mientras estudia, y por más que ella le suplica que le dé cinco minutos para terminar su lectura, él no accede); que, a pesar de los miedos y temores de ella, él insista en seguir explorando con la cámara ese terror, hasta llegar al extremo en el cual Katie, alterada por el miedo y convencida de que, de alguna manera, Micah, con su cámara y su carácter, está provocando e “invocando” al demonio que vuelve para atormentarla, acabará perdiendo la razón. En este sentido, las tan criticadas apariciones del médium (Mark Fredrichs) que ha sido contratado por Katie, para gran disgusto de Micah, funcionan a modo de inesperada metáfora del creciente malestar de la pareja: se tiene la sensación de que, más que tratarse de un asesor sobre espíritus malignos, el médium es más bien una suerte de simbólico consejero matrimonial; resulta significativo, asimismo, que en su segunda visita, la más breve, se niegue a quedarse en la casa y admita ante Katie y Micah que no puede ayudarles contra el demonio que se ha instalado en la vivienda, acaso consciente de que esa entidad maligna ya está excesivamente arraigada en la casa, o en Katie, y que ya no hay vuelta atrás. No voy a dar detalles aquí sobre la resolución del relato ni voy a meter más SPOILERS; además, los interesados podrán hallarlos fácilmente en cualquier rincón de Internet usando cualquier buscador. Tan sólo decir que, con todas las pegas que se le pueden (y deben) poner, creo que Paranormal Activity cumple sus objetivos: ser un pequeño cuento de medio, rodado con medios pequeños y con resultados asimismo pequeños, pero que dentro de su modestia juega bien sus cartas, sin pretender nada más. No hay en ella más cera que la que arde, pero el resultado no sólo no es tan mediocre como sería de temer, sino que hace gala, incluso, de un razonable equilibrio entre intenciones y resultados.
Ahora bien, como ya he señalado al principio de estas líneas, tengo que reconocer que desde otro punto de vista, el estrictamente cinematográfico en este caso, Paranormal Activity me ha sorprendido, incluso agradablemente, si bien dentro de un orden. Me explico: quienes han tenido la santa paciencia de leer, aquí o en papel, mis elucubraciones, sabrán que no soy muy amigo ni de El proyecto de la bruja de Blair ni de [Rec] 1 & 2 (me gusta mucho, en cambio, Monstruoso), y teniendo en cuenta que aquéllas eran mencionadas como los referentes más directos del film de Oren Peli, con franqueza, no me las prometía felices antes de verlo; tanto era así, que en un primer momento había tenido el impulso de pasar de largo del mismo y esperar a verlo en DVD, una vez se hubiese disipado la polvareda que ha levantado; pero finalmente lo he visto, ni que sea un poco a regañadientes y, por qué no admitirlo, porque soy curioso por naturaleza y también tenía ganas de traerlo a colación a este blog ya que, me imagino, dará juego. Tengo que admitir que, disipada la primera impresión que me ha producido su arranque, no muy favorable (ese momento en el cual uno no puede evitar el pensar algo así como: “me lo temía…”), y quizá porque no me esperaba nada, absolutamente nada de ella, la película de Oren Peli no sólo no me ha disgustado tanto como creía, sino que en determinados momentos ha despertado en mí un interés superior al que podía prever. Vaya por delante, vuelvo a insistir, que Paranormal Activity no me parece una maravilla ni nada por el estilo; ni siquiera me parece una buena película; pero, con todas las reservas del mundo, me atrevo a afirmar que no es del todo despreciable.
Quizá sea mejor empezar explicando lo que no me ha gustado del film. No me gusta, de entrada, lo más obvio del mismo: que es un relato que se apoya prácticamente en una o dos ideas de puesta en escena, lo cual resulta insuficiente para sostener noventa minutos de metraje en todo momento (lo cual no obsta de que a ratos, lo consiga, pero de eso hablaremos luego); que se nota que el realizador es bisoño y en ocasiones tiene problemas para imprimirle mayor vigor y fuerza a una historia que da poco de sí (por más que, vuelvo a recalcar, haya instantes en que, a pesar de esas obvias dificultades y enormes limitaciones, en determinados instantes alcance cierta intensidad); en particular, no me gusta que el, por así llamarlo, “efecto realidad” en cine parezca que únicamente se consiga hoy en día en base a una filmación con estética de reportaje televisivo, abundantes planos tomados cámara en mano (y, a poder ser, con la cámara moviéndose mucho, venga o no a cuento), y encuadres y reencuadres filmados con supuesta apariencia de “espontaneidad”: es un recurso que ya se ha utilizado tanto a estas alturas que está empezando a envejecer antes de tiempo; va siendo hora de ir cambiando de disco. Hay, asimismo, un gran problema general de guión que lastra considerablemente toda la película, con escenas que son un “más de lo mismo” destinadas a ir rellenando el relato de cara a que éste alcance la duración estándar necesaria para una óptima explotación en cines y formatos domésticos; hay muchos, demasiados diálogos repetitivos y, por ejemplo, un exceso de subidas y bajadas por la escalera de la vivienda donde transcurre la acción, que no enseñan nada ni aportan nada substancioso a lo ya planteado. Está, finalmente, el desigual trabajo de los intérpretes; destaca, positivamente, la labor de la actriz, Katie Featherston, la cual está muy por encima de la de su partenaire, Micah Sloat, y de hecho se nota que el realizador descarga buena parte del peso dramático en los hombros de la primera, por más que llegue un momento en que la actriz también parece, asimismo, saturada por culpa de estar dando en todo momento registros demasiado parecidos entre sí, y su trabajo está a un paso de resultar adocenado.
Sin embargo, y a pesar de los pesares, hay algo en Paranormal Activity que, contra todo pronóstico, me ha parecido más interesante de lo esperado. Me refiero a la principal idea de puesta en escena del film, esos momentos en los cuales Micah instala su cámara de vídeo en un trípode y la fija en un determinado ángulo del dormitorio que comparte con su novia Katie, de tal manera que así vemos un plano general fijo de la estancia, con la cama de la pareja ocupando la mayor parte del lado derecho del encuadre y la puerta de la habitación, abierta y dando al pasillo del piso superior de la casa, a la izquierda del plano. De este modo, y a lo largo de sucesivas noches, esa estancia normal, vulgar incluso, se va transformando paulatinamente en algo anormal, excepcional: un espacio que, esporádicamente, recibe la visita invisible de un horror inexplicable, a juzgar por lo que se nos dice, una sombra, un viejo terror de infancia de Katie, un demonio incluso, que acaso provocó el incendio de la vivienda donde vivía con sus padres siendo ella una niña y que, al parecer, viene siguiéndola doquiera que vaya. Y eso la película lo expone de manera sencilla, un poco simplona si se quiere, pero bastante efectiva. Hay, en este sentido, un plano muy logrado; al principio, el realizador marca una especie de pauta, de tal manera que, en virtud del reloj digital de la cámara que aparece en la parte inferior derecha de la pantalla, vemos cómo transcurre el tiempo a gran velocidad, mientras vemos a cámara rápida los movimientos de los protagonistas en el lecho mientras duermen; de repente, cuando el reloj empieza a andar a velocidad normal, el espectador ya sabe que “algo” va a ocurrir: un ruido, un golpe, la puerta del dormitorio que se mueve, una sombra, unos pies monstruosos que dejan huellas en el polvo de talco arrojado al respecto por Micah antes de acostarse, una presencia invisible bajo la sábana , o, en uno de los momentos culminantes –atención: SPOILER—, esa fuerza invisible que sujeta a Katie por el tobillo, la saca de la cama y la arrastra por el suelo del pasillo. Pero el plano al que me refiero es uno incluido en esta serie y en el cual lo que vemos u oímos no es nada tan extraño como lo que acabamos de mencionar, sino algo en apariencia tan normal como Katie levantándose de la cama, como si fuera a ir al baño, por ejemplo; pero no: Katie se queda de pie, mirando al dormido Micah, y entonces el reloj situado en la esquina del encuadre vuelve a correr a toda velocidad: cuando la chica vuelve a acostarse junto a su novio, ¡ha transcurrido entre una hora y media o dos! Me parece una bonita manera, sencilla, cierto, pero muy efectiva, de mostrar lo anormal, de sugerir lo sobrenatural, de enseñar un horror latente y a punto de manifestarse. Hay, más adelante, otro plano muy parecido, y no menos logrado. Me refiero a aquél en el que Micah, sin hacer caso de lo que Katie le ha suplicado anteriormente, intenta ponerse en contacto con la entidad diabólica que se ha instalado en su casa mediante un tablero ouija colocado en la mesilla de la sala de estar; en este plano, vemos a Micah manipulando el tablero y oímos a Katie, fuera de campo, reprochándole que no le haya hecho caso y exigiéndole, enfadada, que deje ese tablero; Micah, de mala gana, accede, se levanta y sale de plano, sin apagar la cámara; el reloj marca las 7 (de la mañana o de la tarde, ahora mismo no lo recuerdo, y tampoco importa); de repente, la rápida carrera del reloj se detiene alrededor de las 11, y entonces la guía de la ouija empieza a deslizarse sola sobre el tablero, hasta que éste, de repente, se incendia. Todo ello sin el acompañamiento del consabido subrayado sonoro o musical, enseñado de manera directa, desnuda, resulta más inquietante que cualquier otra exhibición de parafernalia. Ya sé que, dada mi repetidamente confesada admiración hacia Steven Spielberg, quizá más de uno me reproche lo siguiente, pero fue a la vista de estas escenas cuando empecé a pensar que acaso Spielberg había visto “algo” en Oren Peli y su película.
Hay otro aspecto que me ha llamado la atención de Paranormal Activity. Me refiero a que, salvando todas las distancias del mundo, por descontado, hay una cierta conexión entre este film y El resplandor (The Shinning, 1980), de Stanley Kubrick, en el sentido de que ambas son, cada una a su manera, sendos retratos de crisis matrimoniales o de pareja que se desarrollan en un contexto de cine de terror. Si, en la película de Kubrick, era Jack Torrance (Jack Nicholson), un escritor fracasado, con problemas con el alcohol y que en el pasado hizo daño a su propio hijo, quien acababa siendo captado por los fantasmas del hotel, en la de Oren Peli es Katie la que acaba siendo víctima del demonio o demonios que anidan en su interior. De hecho, en más de un momento, Paranormal Activity pone de relieve las enormes diferencias que existen entre Katie y Micah, quienes llevan ya tres años viviendo juntos y acaban de estrenar la casa (como Torrance y su familia cuando él acepta el empleo de cuidador del hotel en El resplandor); ella, afirma, es estudiante de filología inglesa y todavía no trabaja, mientras que de él la propia Katie explica que trabaja en bolsa; ella es, por decirlo popularmente, “de letras”, mientras que él es “de números”: antitéticos, casi antagónicos. Se nos insinúa que él es el principal sostén económico de la pareja y el que en más de un sentido lleva la voz cantante en la relación. Además, como digo, acaban de estrenar casa, y bastante lujosa (amplia, bien amueblada, con piso superior, con jardín y piscina): nada más empezar el film, vemos a Micah filmando la llegada de Katie a la misma conduciendo un descapotable que, probablemente, también ha salido del bolsillo del hombre. En más de un momento se insinúa que Katie empieza a estar harta de Micah; le molesta que la esté filmando constantemente (hasta intenta hacerlo mientras ella está usando el inodoro…); le molesta, asimismo, su actitud y comportamiento, que llega a calificar como de “inmaduros” (escena de la piscina); también, que parezca no valorar el esfuerzo que está poniendo en sus estudios de filología (escena en la que él la interrumpe mientras estudia, y por más que ella le suplica que le dé cinco minutos para terminar su lectura, él no accede); que, a pesar de los miedos y temores de ella, él insista en seguir explorando con la cámara ese terror, hasta llegar al extremo en el cual Katie, alterada por el miedo y convencida de que, de alguna manera, Micah, con su cámara y su carácter, está provocando e “invocando” al demonio que vuelve para atormentarla, acabará perdiendo la razón. En este sentido, las tan criticadas apariciones del médium (Mark Fredrichs) que ha sido contratado por Katie, para gran disgusto de Micah, funcionan a modo de inesperada metáfora del creciente malestar de la pareja: se tiene la sensación de que, más que tratarse de un asesor sobre espíritus malignos, el médium es más bien una suerte de simbólico consejero matrimonial; resulta significativo, asimismo, que en su segunda visita, la más breve, se niegue a quedarse en la casa y admita ante Katie y Micah que no puede ayudarles contra el demonio que se ha instalado en la vivienda, acaso consciente de que esa entidad maligna ya está excesivamente arraigada en la casa, o en Katie, y que ya no hay vuelta atrás. No voy a dar detalles aquí sobre la resolución del relato ni voy a meter más SPOILERS; además, los interesados podrán hallarlos fácilmente en cualquier rincón de Internet usando cualquier buscador. Tan sólo decir que, con todas las pegas que se le pueden (y deben) poner, creo que Paranormal Activity cumple sus objetivos: ser un pequeño cuento de medio, rodado con medios pequeños y con resultados asimismo pequeños, pero que dentro de su modestia juega bien sus cartas, sin pretender nada más. No hay en ella más cera que la que arde, pero el resultado no sólo no es tan mediocre como sería de temer, sino que hace gala, incluso, de un razonable equilibrio entre intenciones y resultados.