lunes, 29 de junio de 2009

“LOS VAMPIROS DEL MAR (PIRAÑA II)”: ASÍ EMPEZÓ JAMES CAMERON

Ahora que para finales de año se anuncia el estreno mundial de Avatar (2009), la última y esperadísima película del canadiense James Cameron y su primer trabajo de ficción desde el apoteósico triunfo de Titanic (ídem, 1997), y que la reciente y muy estimable Terminator Salvation (ídem, 2009, McG) ha contribuido a volver a traer a colación el nombre del firmante de Terminator (The Terminator, 1984) y Terminator 2: el juicio final (Terminator 2: Judgment Day, 1991), vamos a evocar aquí –no sin cierta malicia por mi parte, lo confieso— su auténtica primera película, por más que el propio Cameron no la considere como tal, hasta el punto de que durante años y creo que todavía en la actualidad ni siquiera la incluye en sus currículos profesionales, considerando su segundo largometraje, el citado Terminator, su primer trabajo. Me refiero, claro está, a Los vampiros del mar (Piraña II) (1981), también conocida con el título norteamericano de Piranha Part Two: The Spawning, el italiano de Piranha paura (sic) y el australiano de Piranha II: Flying Killers.

Las vicisitudes de la producción de Los vampiros del mar (Piraña II) son muy conocidas y han servido en muchas ocasiones para justificar lo que todo el mundo considera –junto con su participación en el guión de Rambo: acorralado, 2ª parte (Rambo: First Blood II, 1985, George P. Cosmatos)— un desliz o una suerte de “pecado de juventud” del luego brillante realizador de Aliens: el regreso (Aliens, 1986) o Abyss (The Abyss, 1989). Nacida a modo de secuela de Piraña (Piranha, 1978), la exitosa imitación del Tiburón (Jaws, 1975) de Steven Spielberg producida por Roger Corman y dirigida por Joe Dante, Los vampiros del mar (Piraña II) es una producción eminentemente italiana, si bien con cierta participación estadounidense (algo patente sobre todo en sus principales intérpretes), que financió el productor de origen egipcio y afincado en Italia Ovidio G. Assonitis, quien por aquellos años también había desempeñado funciones como realizador bajo el seudónimo de Oliver Hellman, con el cual firmó, sin ir más lejos, otra popular consecuencia italiana del éxito de Tiburón titulada Tentáculos (Tentacoli, 1977). Cameron, quien también se había iniciado con Corman en diversos cometidos técnicos para producciones como Los siete magníficos del espacio (Battle Beyond the Stars, 1980, Jimmy T. Murakami) o La galaxia del terror (Galaxy of Terror, 1981, Bruce D. Clark), se hizo cargo de la realización de Los vampiros del mar (Piraña II), si bien según su versión de los hechos fue despedido por Assonitis antes de acabar la filmación, la cual tuvo lugar íntegramente en Jamaica, siendo Assonitis quien se encargó de terminar el film y de montarlo; Cameron añadía al respecto una pintoresca anécdota, según la cual por las noches se colaba en el laboratorio de la producción y montaba la película a su gusto, pero al día siguiente Assonitis se encargaba de remontar todo el material que había editado. Cuando Los vampiros del mar (Piraña II) se estrenó, no causó demasiado revuelo; el que suscribe recuerda haber leído una reseña publicada en una revista francesa especializada en cine fantástico (puede que fuera L’écran fantastique, Mad Movies o Impact) que se preguntaba qué realizador italiano debía esconderse bajo el apelativo James Cameron (sic), el cual sonaba al típico seudónimo anglófilo al que recurrían los cineastas de cine de género del país en forma de bota, como por ejemplo Antonio Margheriti (Anthony M. Dawson), Aristide Massaccesi (Joe D’Amato) o Luigi Cozzi (Lewis Coates).

Ciertamente, no resulta de extrañar que, tanto si no la filmó y/o la montó toda él, Cameron abomine de esta ópera prima que, en sí misma considerada y con independencia de la fama posterior de quien figura acreditado como su realizador, es francamente mala; aceptando incluso la “autoría” de Cameron, es sin duda alguna lo peor de su director, y eso que el que suscribe sigue sin ser amigo de Mentiras arriesgadas (True Lies, 1994), pero cuya superioridad respecto a Los vampiros del mar (Piraña II) resulta a todas luces patente, y no me refiero, claro está, a una simple cuestión de presupuesto y acabado técnico. Ahora bien, valoraciones cualitativas al margen, la pregunta del millón es: ¿Los vampiros del mar (Piraña II) es una película “de” James Cameron? Este último, quizá por la cuenta que le trae, es el primero en afirmar que no; otras muchas personas son del mismo parecer. ¿Todos ellos tienen razón? ¿O sencillamente se confunde el hecho de que el film sea “de” Cameron (es decir, una película reconocible) con el hecho de que sea un mal film (o sea, una película reconocida)? Porque, con todos sus abundantísimos defectos, e incluso admitiendo la posibilidad de que todo él no sea de Cameron sino también de Assonitis, lo cierto es que Los vampiros del mar (Piraña II) atesora, mal que pese y ni que sea en bruto, muchas características del cine del creador de Titanic.

Está en primer lugar un rasgo de estilo que, justo es reconocerlo de la manera más pública posible que permite el difundir libremente una información en un blog de Internet, fue esbozado por primera vez por mi amigo Frederic Soldevila en su inédita monografía sobre el director de Avatar. Me refiero a la presencia de un personaje femenino fuerte, tanto o más que un hombre, que es de hecho el verdadero motor de la acción o como mínimo uno de sus principales elementos impulsores; en el caso de Los vampiros del mar (Piraña II), se trata de Anne Kimbrogh, la instructora de buceo para turistas que, sintiéndose responsable de la muerte en extrañas circunstancias de uno de los componentes de su grupo de submarinismo (en realidad, devorado por pirañas… ¡voladoras!), es la que da los primeros pasos para averiguar el misterio que rodea a esa defunción, descubre la verdad, hace todo lo posible con tal de impedir que se produzcan más muertes, y al no conseguirlo se encarga de destruir la amenaza aún a riesgo de su propia vida. No resulta difícil ver en ella un precedente de la aguerrida Ripley de Aliens: el regreso, así como en su valerosa resolución final, la de bucear hasta el corazón del barco naufragado que las pirañas usan como refugio diurno, un avance de la celebrada secuencia en la que Ripley desciende al refugio de los aliens para rescatar a la niña y destruir su nido. Yendo más lejos: ¿acaso no hay un razonable parecido físico entre Tricia O’Neil, la intérprete de Anne en Los vampiros del mar (Piraña II), y la Sigourney Weaver de Aliens: el regreso?

Por otro lado, en la secuela de Piraña también aparece Lance Henriksen, presente cinco años después en el reparto de Aliens: el regreso. Más aún: en Los vampiros del mar (Piraña II), Henriksen interpreta al jefe de policía de la isla y, atención, ex marido de Anne, Steve Kimbrough, de la cual se encuentra actualmente separado por más que en el fondo ambos sigan queriéndose, relación que recuerda mucho a la que luego se dará entre los personajes encarnados por Ed Harris y Mary Elizabeth Mastrantonio en Abyss y, algo menos, al matrimonio distanciado de Arnold Schwarzenegger y Jamie Lee Curtis en Mentiras arriesgadas. Vayamos más lejos aún: el guión de Los vampiros del mar (Piraña II) viene firmado por un tal H.A. Milton, nombre un tanto misterioso tras el cual se oculta vayan ustedes a saber quién, y que de hacer caso a la base de datos The Internet Movie Database jamás volvió a firmar guión alguno; ¿H.A. Milton era en realidad Assonitis, algún guionista no acreditado contratado por este último…, o James Cameron? Está, finalmente, la obsesión de Cameron por la imagen submarina, presente tanto aquí –la fotografía subacuática de Los vampiros del mar (Piraña II) es quizá su aspecto técnico más relevante— como en Abyss, Titanic, sus documentales de temática marítima o ese proyecto largo tiempo anunciado sobre la historia real de la pareja que formaban el cubano Pipín Ferreras y la francesa Audrey Mestre, buceadores especialistas en la peligrosísima modalidad de apnea cuya relación terminó trágicamente cuando ella falleció en su enésimo intento de batir un récord de inmersión. En la secuencia más decente, o menos mala, de Los vampiros del mar (Piraña II), aquélla en la que Anne y Tyler (Steve Marachuk) tienen que huir del acoso de las pirañas buceando por el estrecho interior del barco hundido, se produce una situación de suspense más o menos parecida a otra de Abyss: Anne se ve obligada a abandonar sus bombonas de aire y contener largo rato el aliento hasta atravesar la ventanilla que le permitirá escapar de las mandíbulas de los peces asesinos y de la explosión que acabará con ellos.

Del mismo modo que parece claro que Los vampiros del mar (Piraña II) es un film característico de su autor, no es menos cierto que la película es una versión en negativo del cine de James Cameron, además de convencional hasta la médula y llena de grotescas escenas de humor las cuales, dicho sea en descargo del realizador canadiense, parecen efectivamente filmadas por Assonitis…, hasta que no se demuestre lo contrario (entre estas últimas, “destacan” las relacionadas con un par de chicas que engatusan con sus bikinis a un cocinero del hotel con ganas de juerga, o los penosos episodios secundarios centrados en diversos personajes que pululan por el mismo establecimiento: como viene siendo tradicional en este tipo de producción, el sexo es la principal motivación de los movimientos de todos ellos). La secuencia que precede a los títulos de crédito resulta delirantemente pintoresca: una pareja hace submarinismo en el interior del barco donde se refugian, ya lo hemos dicho, las pirañas; en un arranque de excentricidad sexual, se desprenden de todo su equipo y empiezan a copular, hasta que los peces asesinos interrumpen sanguinariamente su pequeña fiesta subacuática; dejando aparte el exotismo de la escena, su planificación sigue las reglas narrativas de cualquier psycho-killer al uso: un montaje en paralelo de planos de la pareja y planos subjetivos de las pirañas acercándose a los despistados incautos. Las restantes escenas de los ataques de los peces tampoco se distinguen ni por su imaginación ni por la brillantez de sus efectos especiales, creados para la ocasión por el maquillador Giannetto De Rossi, un habitual del cine de terror italiano contemporáneo, aunque el hecho de que se trate en esta ocasión de pirañas voladoras (Cameron afirmaría, irónico, que éste es “el mejor film sobre pirañas voladoras que se haya hecho”) da pie a algún pequeño golpe de efecto –una enfermera es atacada por el pez que se encuentra alojado dentro del cadáver del primer submarinista devorado— y a alguna referencia clásica dentro del subgénero de la, digamos, “naturaleza agresiva”: la secuencia del ataque de las pirañas a las personas que participan en un estúpido entretenimiento para turistas en la playa evoca, lejanamente, a Los pájaros (The Birds, 1963), de Alfred Hitchcock.

jueves, 25 de junio de 2009

“HONOR DE CABALLERÍA”, O EL DESEO DE NO SER CONVENCIONAL

No vi Honor de caballería / Honor de cavalleria (2005) en el momento de su estreno y lo he hecho hace muy poco, con motivo de la emisión de este film escrito y dirigido por Albert Serra por un canal de televisión local de Cataluña. No puedo decir que me haya gustado ni disgustado particularmente, pues me parece un intento de cine “diferente” de concepción tan respetable como fallido en cuanto a sus resultados. Volvemos un poco a plantear aquí algo que he apuntado recientemente en este mismo blog: que una cosa es que algo te guste o no, en este caso una película, con independencia de que entiendas sus propósitos. Si bien Honor de caballería no me ha gustado en sus líneas generales, por las razones que luego expondré, también tengo que reconocer que bajo otro punto de vista, sobre el cual entraré de inmediato, me ha parecido una película curiosa y hasta cierto punto sorprendente, a pesar de que dichas curiosidad y sorpresa tengan su trampa: la curiosidad propiamente dicha no equivale a interés; algo puede parecerte curioso pero no por ello necesariamente interesante; en cuanto a la sorpresa, en sí misma considerada carece de connotaciones valorativas, pues no tiene a priori nada de bueno ni de malo.

Pero vayamos por partes. Lo que más me ha sorprendido de Honor de caballería es que no tiene absolutamente nada que ver con lo que yo me esperaba de ella en función de las referencias que poseía de la misma, comentarios en prensa escrita, críticas, opiniones radiofónicas o particulares que habían llegado a mis oídos, tanto a favor como en contra del film. Lo que a mí se me había “vendido” (o, quizá, lo que yo había entendido al respecto, acaso equivocadamente) era un producto anticomercial y a contracorriente no ya del cine que se hace actualmente en España, sino incluso a nivel internacional, que ya es decir. También me habían dicho sus detractores que era una película lenta, aburrida, insustancial, sin nada que contar; poco menos que una tomadura de pelo por parte, además, de un cineasta amigo de ir provocando a la gente con declaraciones incendiarias contra, por ejemplo, Charles Chaplin. Pues bien, estoy de acuerdo casi en todo lo que se ha dicho de Honor de caballería, pero con matizaciones. Que es una película anticomercial, sobre todo desde el punto de vista de lo que actualmente “vende” dentro del cine español, está muy claro; por otra parte, la comercialidad de un film no tiene nada que ver con su interés: decir que una película es “comercial” o “anticomercial” equivale, a efectos de valoración artística, a no decir nada, pues el que un film no sea comercial no es ningún mérito y que otro sí lo sea tampoco es un descrédito, ni viceversa. En cambio no tengo tan claro que sea una película anticonvencional, dado que recurre a tropos del lenguaje cinematográfico de lo más clásicos, como luego veremos. La cuestión de la lentitud y el aburrimiento son tan subjetivas que tampoco vale la pena pronunciarse al respecto; diré, no obstante, que al contrario de lo que se afirma no creo que Honor de caballería sea insustancial o que no cuente nada, por más que piense que lo que cuenta tiene poca sustancia. En cuanto a las declaraciones “provocativas” de Serra, apuntar que el grado de provocación de las mismas depende asimismo del grado de susceptibilidad de quien las escucha y les hace caso: no provoca quien quiere, sino quien puede.

El auténtico discurso de un director de cine no reside en lo que declara, sino en lo que “declaran” por él sus films. En este sentido, lo que expresa su segundo largometraje (no caigamos en el tópico, tan frecuente hoy en día, de ver genios “rompedores” en cada nuevo realizador: el síndrome Orson Welles) tiene un alcance menor de lo que se ha dicho, por más que, a simple vista, lo que expresa parezca fresco e innovador. Y lo parece por la sencilla razón de que hay en Honor de caballería un gusto por el plano fijo y de larga duración muy raro de ver hoy en día, pero que no es invención de Albert Serra ni mucho menos; puede reconocérsele, en todo caso, la audacia de recurrir al mismo en plena dictadura del plano corto que impera en la actualidad, pero nada más. Por otro lado, el plano fijo y de larga duración tampoco es algo bueno per se, sino que su valor como recurso expresivo depende de su sentido. Además, cuando le conviene (es decir, por necesidades derivadas de lo que está contando), Serra rompe ese aparentemente inmutable estatismo de la cámara ya en la primera secuencia: el caballero Don Quijote (Lluís Carbó) está sentado sobre la hierba y ligeramente de costado, casi de espaldas a la cámara, en plano general; el estatismo de la imagen, que si bien es verdad se prolonga bastante más de lo habitual hoy en día, se rompe cuando el personaje se pone de pie y, seguido por un funcional movimiento de cámara, se desplaza a otro rincón del paisaje, donde descansa su escudero Sancho (Lluís Serrat), a quien ordena entre otras cosas que busque unas hojas de laurel con las cuales hacerse una corona para tocar su cabeza. Esta primera secuencia establece de entrada las bases de la relación entre ambos personajes: el carácter alucinado del Quijote y la sumisión abnegada de Sancho; de qué manera el movimiento del primer personaje (y seguido por la cámara) condiciona las acciones del segundo (Sancho se ve obligado a romper su descanso, a moverse, para obedecer a su amo); y apunta algo que la película irá desarrollando posteriormente: que Sancho está en el fondo harto de su señor; que el escudero es en realidad la víctima ingenua y propiciatoria de la locura del Quijote. En este sentido, Honor de caballería vendría a ser algo así como el reverso en off de El ingenioso hidalgo Don Quijote de La Mancha de Cervantes, es decir, la narración oculta de lo no explicado en el exhaustivo texto cervantino. La idea, en sí misma considerada, no sólo no está mal sino que incluso tiene su gracia; pero su planteamiento y resolución, insisto, no tiene absolutamente nada de original o de innovador, habida cuenta que la historia del cine está llena de ejemplos de films en cuya primera secuencia hay un esbozo de todo lo que se desarrollará a continuación; el arranque de Honor de caballería, mal que pese, es convencional. Como lo son, asimismo, las imágenes que clausuran el relato: esos planos generales nocturnos de larga duración en los que vemos al Quijote y a Sancho sumergiéndose en la oscuridad, perdiéndose en la nada, “desapareciendo” cual iconos de un ingenuo ideal de la caballería (Quijote) y de la vida rural (Sancho) destinados a extinguirse: acabar una película con una “simbólica” imagen de cierre es, asimismo, convencional.

En resumidas cuentas, se tiene la sensación de que el debate en torno a la no-convencionalidad de Honor de caballería reside en que su lentitud, su parsimonia, su estética (a ratos, esteticismo puro y simple), son interpretados como “revolucionarios” en el contexto del cine actual; y, si bien podría entenderse de esta manera desde este único y exclusivo punto de vista (e incluso así sería una arriesgada afirmación), el supuesto contenido revolucionario de Honor de caballería pierde su condición de tal tan pronto como salen a relucir no ya ejemplos ilustres de cine auténticamente no convencional como Bresson, Tarkovsky o Jean-Marie Straub, sino que a su lado la película de Albert Serra parecería poco más que el apresurado proyecto de fin de curso de un alumno aventajado. Pero no caigamos nosotros mismos en el síndrome Orson Welles: seguro que Serra jamás pretendió hacer algo de esa altura, sino llamar la atención (y lo consiguió) mediante una película que en cierto sentido recupera un determinado estilo de cine catalán de vanguardia que se dejó morir entre las décadas de los ochenta y los noventa, no sin antes ofrecer algunos testimonios dignos de estima firmados por el hoy lamentablemente olvidado Gerardo Gormezano de El vent de l’illa / El viento de la isla (1988) o el todavía no tan pagado de sí mismo José Luís Guerín de Los motivos de Berta (1985).

Dicho de otro modo: lo que ofrece Honor de caballería es el recuerdo de un tipo de cine que exigía la implicación directa del espectador; y, en este sentido, resulta de agradecer el esfuerzo de Serra en el contexto de un cine que, como el actual, huye de todo lo que sea reflexión y pensamiento como si fuera la peste. El problema es que ese esfuerzo reflexivo está puesto al servicio de unas pocas ideas, atractivas en sí mismas consideradas pero dibujadas y expuestas de manera pobre e insuficiente. Ya hemos anotado que el relato vendría a ser algo así como la trastienda de El ingenioso hidalgo Don Quijote de La Mancha; recordemos que el posterior largometraje de Serra, El cant dels ocells (2008), gira en torno a otras figuras emblemáticas de la cultura universal, los Tres Reyes Magos de Oriente; y que en estos momentos, Serra está preparando una libre incursión en otro clásico de la literatura, el Drácula de Bram Stoker. En Honor de caballería, el director juega a su antojo con los personajes cervantinos haciéndoles hablar en catalán; y los paisajes rurales donde se desarrolla íntegramente la acción son claramente catalanes y para nada castellanos (si bien es verdad que en la novela de Cervantes hay un famoso episodio ambientado en Barcelona).

Ese deseo implícito de visualizar “incorrectamente” la obra de Cervantes va unido a otro deseo, éste más explícito, de hacerlo mediante una puesta en escena destinada a “hacerse notar”; ya hemos hablado de los planos de larga duración, que parecen concebidos no tanto para alargar el relato como para dotarlo de un ritmo más contemplativo que narrativo (sugerencia y a la vez ataque contra la noción de que el cine sólo sirve para “contar algo”); hay que destacar al respecto ese plano nocturno en el cual el Quijote y Sancho descansan sentados en el suelo, mientras a sus espaldas brilla una espectacular luna llena: el plano es tan largo que, a poco que uno se fije, puede advertirse en el segundo término del encuadre que, en efecto, el satélite se ha movido desde el inicio del plano y hasta el final del mismo: la intención de ese plano parece, así planteado, no tanto la de crear una determinada “atmósfera” de quietud como la de hacer notar que el realizador tiene los bemoles necesarios para mantener fija la cámara hasta el punto de captar el movimiento lunar. Ese “hacerse notar” se hace patente en otros momentos del relato: por ejemplo, en la secuencia en la cual el caballero y su escudero se bañan en el río, tópico “remanso de paz” que reincide en la idea de mostrar a estos famosos personajes de la literatura universal disfrutando de una intimidad hasta ahora desconocida para los lectores de Cervantes (imagen acuática en la que curiosamente Serra coincide con el Marc Recha de Dies d’agost / Días de agosto, 2006); en el empleo de sonidos ambientales en la banda sonora, hasta el punto de que no entra música en la pista de sonido hasta alrededor del minuto noventa; en esa escena en la cual, tras el misterioso secuestro nocturno del Quijote por unos caballeros que se lo llevan consigo (y que, al menos tal y como está mostrado en el film, es un episodio que no tiene más valor que el anecdótico, dado su nulo relieve en el devenir de la narración), vemos a Sancho esperando el retorno de su amo en lo alto de la colina junto a un árbol, momento en el cual Serra recurre a otro tropo convencional: tres planos sucesivos del personaje que expresan, por corte, el paso del tiempo, la tediosa espera de Sancho. Ese espíritu de transgresión, más teórico que real, se pone en evidencia sobre todo en la emblemática aparición de otro profesional de la provocación, el cantautor Albert Pla, interpretando al caballero que mantiene un diálogo con Sancho; hay aquí un momento muy significativo: el caballero que interpreta Pla le pregunta al escudero del Quijote si seguiría “haciendo de Sancho” en el que caso de que su amo no existiera; la pregunta no tiene otra función que la de “sacar” por un momento al espectador del relato y recordarle, mediante ese retruécano meta-fílmico, que a fin de cuentas lo que está viendo no es más que una ficción recreada por unos actores (no profesionales) ante una cámara; que “el Quijote” y “el Sancho” que aparecen ante sus ojos son una convención. También hay instantes en los cuales a los actores se les escapa alguna que otra mirada “a cámara”. O en los que la trama sigue caminos caprichosos (el ya mencionado episodio del secuestro del Quijote por otros caballeros, de los cuales, se supone pues nunca lo vemos, logra zafarse con posterioridad), destinados a crearle al espectador una sensación de incomodidad, de falta de asidero dramático o emocional ante un relato que intenta no parecer un “relato”, por más que en última instancia no pueda evitar el serlo.

No voy a negar el sentido del riesgo del cual hace gala Honor de caballería, a pesar de que en demasiadas ocasiones se tenga la sensación de que se trata de un riesgo hasta cierto punto “calculado”: que sabe jugar la carta de la baratura de cara a logar una rentabilidad mínima en los circuitos minoritarios de exhibición favorables a este tipo de producciones, y de paso un sonoro prestigio, como ha sido el caso. Pero es una pena que lo haga en detrimento de lo que pudo haber sido y al final no es: una exploración subjetiva y libre de los personajes cervantinos, lo cual daba mucho más juego del que al final se le saca. La mejor secuencia del film, aquella en la cual el Quijote deambula solitario entre los árboles azotados por el viento, y que concluye con la misteriosa, inesperada “aparición” de un caballero con armadura, es un buen ejemplo de atmósfera visual y utilización expresiva del sonido ambiental (ese constante silbido del viento casi felliniano), así como un estimable apunte de algo que luego no se desarrolla: el retrato de la locura del personaje del caballero manchego, perdido en un paisaje que podría entenderse como una extrapolación de su propia mente atormentada y desquiciada.

sábado, 20 de junio de 2009

¿HAY ALGUIEN QUE NO AME A STIEG LARSSON?


Siempre que se discrepa en torno a la valía de un fenómeno de masas, surgen las habituales sospechas relacionadas, por lo general y salvo honrosas excepciones, con la supuesta incapacidad de entendimiento del discrepante ante el fenómeno en cuestión; también surgen otras, más desagradables pero no por ello menos recurrentes, relativas a la supuesta envidia, pedantería o ganas de destacar del discrepante, o simplemente que este último se ha convertido en, o es, un anticuado. Es como, en una situación que he vivido en infinidad de ocasiones, cuando le dices a alguien que una determinada y “prestigiosa” película no te ha gustado, y entonces ese alguien, a quien sí le gusta la película en cuestión, intenta amablemente sacarte de tu oscuridad explicándote la trama de la misma; es decir, tu interlocutor está convencido de que esa película no te ha gustado porque no la has entendido, y lo que es peor, de que puede hacerte cambiar de opinión mediante una descripción rigurosa y pormenorizada de su sinopsis; dicho de otro modo, en ocasiones no se concibe que a uno no le guste algo –sea una película o una novela— por razones que nada tienen que ver con el de qué trata o el de qué va.

Mas, ante la apabullante campaña mediática que hace semanas inunda nuestro país en forma de amplios reportajes en periódicos, suplementos dominicales o televisión ensalzando las virtudes del malogrado escritor sueco Stieg Larsson y de su trilogía superventas Millennium –Los hombres que no amaban a las mujeres, La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina y La reina en el palacio de las corrientes de aire—, coincidiendo con el estreno a finales del pasado mes de mayo de la primera adaptación al cine de la trilogía –Los hombres que no amaban a las mujeres (Män som hatar kvinnor, 2009, Niels Arden Oplev)— y con el lanzamiento editorial en España este mismo mes de junio del tercer volumen de la misma, no puedo menos que preguntarme: ¿hay alguien que no ame a Stieg Larsson?

Comprendo que plantear esta cuestión aquí puede parecer reiterativo; recientemente he tenido ocasión de pronunciarme al respecto en los números 292 de Imágenes de Actualidad y 390 de Dirigido por…, y entonces ya afirmé que la primera novela de la trilogía –la única que he leído— me pareció muy mediocre, literariamente hablando, y que la primera película que ha inspirado la trilogía Millennium –y que pronto contará con las otras dos entregas llevadas a la pantalla, pues se están realizando al unísono— me pareció asimismo muy poca cosa, en este caso cinematográficamente hablando y por más que sea ligeramente superior o como mínimo preferible al libro, en cuanto elimina –que no sintetiza: el film dura 152 minutos— algunos de los peores fragmentos de la obra de Larsson. De hecho, recomiendo a quien no se sienta muy atraído por el “fenómeno Larsson” pero quiera hacerse una mínima idea al respecto que pase de largo de las más de 660 páginas de la novela –666 (sic) en la edición de Círculo de Lectores que yo he leído— y se decante por la película; y, desde luego, a quien no esté en absoluto interesado, que prescinda de libro y film, pues dudo mucho que ninguno de ambos cambie sustancialmente su vida, sobre todo si se trata de alguien acostumbrado a leer buena literatura y/o a ver buen cine.

Quede claro que esto no es la consabida pataleta de alguien que pretende desmarcarse de un fenómeno popular, dado que si bien discrepo cordial pero abiertamente de quienes afirman que Los hombres que no amaban a las mujeres es una buena novela –y mantengo dicha opinión porque tengo todo el derecho del mundo a hacerlo, o cuanto menos el mismo derecho que tienen otros, por ejemplo Ferran Torrent, a alabar las virtudes del libro de Larsson—, intento entender el porqué de todo ese entusiasmo, por más que sospecho que la mayoría de las adhesiones hacia esta novela se fundamentan en razones de índole sociológica y psicológica, derivadas en su mayoría de la coyuntura, que poco o nada tienen que ver con el interés exclusivamente literario de la propuesta. Del mismo modo que para mí el valor de una obra cinematográfica no se deriva necesariamente de su de qué va o de su de qué trata, sino de valores derivados de su confección y uso del lenguaje cinematográfico, el valor de una obra literaria –o el de cualquier otra manifestación artística— se deriva de su confección, del empleo de su lenguaje específico, en este caso tratándose de una obra literaria de la riqueza de su literatura; en suma, de la belleza de su expresión. Con franqueza, no leí en Los hombres que no amaban a las mujeres nada que me pareciera literariamente bello (o, sencillamente, no supe verlo), con lo cual no tengo más remedio que pensar que el éxito de este libro se deriva principal o exclusivamente de sus componentes temáticos, o sea, de su de qué va o de su de qué trata; el estilo, una vez más, es lo de menos.

El éxito de Los hombres que no amaban a las mujeres se debe a varias razones, entre ellas, por descontado, una muy bien montada campaña publicitaria que se apoya, por un lado, en el carácter póstumo de la trilogía Millennium (es bien sabido a estas alturas que Stieg Larsson falleció prematuramente en 2004, sin llegar a conocer el éxito internacional de su obra, lamentable circunstancia que casi siempre suscita o puede suscitar cierto sentimiento de adhesión y/o curiosidad, sincera o malsana, hacia una obra que para bien o para mal se encuentra ya cerrada para siempre); y por otra parte, en cierto boom en España de la literatura policíaca escandinava que ha abanderado en estos últimos años el también sueco Henning Mankell con sus novelas protagonizadas por el inspector de policía Kurt Wallander y al cual se han unido muy poco después otros autores, como Camilla Läckberg, Jo Nesbo, Anne Holt, Arnaldur Indridason, Christian Jurgersen y la pareja formada por Maj Sjöwall y Per Wahlöö.

Pero la que creo es la principal razón del triunfo de Los hombres que no amaban a las mujeres reside en su condición de alegato contra una de las lacras de la sociedad mundial: el maltrato a las mujeres, la mal llamada violencia de género o, algo mejor, violencia doméstica; cuestión terminológica que no debe apartarnos de la cuestión de fondo: la existencia de una arraigada costumbre que existe desde hace siglos, en base a razones de todo tipo (culturales, religiosas; sobre todo estas últimas), por la cual el varón de la especie humana se cree naturalmente superior a la hembra, hasta el punto de poner en práctica sobre ella un inexistente derecho a demostrar esa supuesta superioridad natural por medios coactivos. Tengo entendido, y corríjanme si me equivoco, que el título original sueco de la novela se traduciría literalmente al castellano como Los hombres que odiaban a las mujeres, y que el título de las actuales traducciones a lenguas oficiales del territorio español (el libro está publicado en castellano y catalán; ignoro si lo está también en gallego y euskera) está tomado del de la edición francesa, Les hommes qui n’aimaient pas les femmes. (Reproduzco aquí tanto la portada de dicha edición francesa, así como el cartel italiano del film, que en cambio se pronuncia en términos idénticos a los del título original del libro en sueco.) De hecho, en la propia novela su protagonista femenina, la inverosímil Lisbeth Salander, llega a tildar al asesino en serie cuyas actividades secretas se encuentran en el nudo de la trama como a “otro cabrón que odia a las mujeres”. Interesante matiz, dado que no es lo mismo NO AMAR algo o a alguien que ODIAR algo o a alguien; mala cosa, además, habida cuenta de que en esta matización de la traducción española vuelve a aflorar, ni que sea subrepticiamente, la execrable costumbre ibérica de etiquetar en bandos separados/enfrentados a aquellas personas que no siguen la corriente de pensamiento establecida. Que no ames algo o a alguien no significa en absoluto que lo odies. Pero, por ejemplo, que no ames (votes) a un determinado partido político equivale para mucha gente de aquí a que lo odias (y, en consecuencia, que amas/votas al partido político del signo ideológico teóricamente opuesto o contrario al primero); y, sin salirnos de este blog, que no ames a Pedro Almodóvar es interpretado automáticamente como que lo odias. Parece por tanto que para una inmensa mayoría el amor y el odio son sentimientos tan absolutos que no admiten matizaciones, medias tintas o posicionamientos intermedios carentes de componentes emocionales: o se ama, o se odia. Y así nos va.

El odio a las mujeres por parte de los hombres es el tema principal que recorre las páginas de la primera novela de la trilogía Millennium (como ya indiqué en su momento, la lectura de Los hombres que no amaban a las mujeres me desanimó de cara a leer los otros dos volúmenes de la trilogía, sobre los cuales no pienso entrar al no haberlos leído ni tener, al menos por ahora, la menor intención de hacerlo). Tampoco hay que echar en saco roto el impacto de su ilustración de portada, en la cual se ve a una mujer atada de pies y manos, indefensa pero no sumisa, pues en su mirada desafiante se sugiere una especie de advertencia que quizá busca provocar el remordimiento de la persona (¿un hombre?: no lo duden) que la ha colocado en esa situación vejatoria. De hecho, Larsson incluye en su libro a modo de nota a pie de página una serie de datos estadísticos, se supone que reales, con los cuales abre cada una de las cuatro partes que componen el relato: en Suecia, el 18% de las mujeres han sido amenazadas en alguna ocasión por un hombre, el 46% han sufrido violencia por parte de alguno, el 13% han sido víctimas de una violencia sexual extrema fuera del ámbito de sus relaciones sexuales, y el 92% que han sufrido abusos sexuales en la última agresión no lo han denunciado a la policía. La intriga del libro gira en torno al descubrimiento de las actividades criminales de un asesino en serie de mujeres jóvenes, cuyas atrocidades vienen revestidas por una amplia parafernalia bíblica y se inspiran en el pasado nazi de algunos miembros de los Vanger, el núcleo familiar en torno al cual gira esa investigación de corte policíaco. Por otra parte, uno de los puntos “fuertes” de la trama consiste en la vejación sexual y posterior venganza contra la misma de Lisbeth Salander, la cual al principio es extorsionada por el abogado Nils Bjurman encargado de su custodia legal a pesar de que la joven sobrepasa desde hace seis años la mayoría de edad de 18 años (dicho sea de paso, la dureza de la legislación sueca se hace patente tanto en este extremo, probablemente verosímil, según el cual una mujer de 24 años no puede disponer por sí misma del dinero que tiene depositado en su propia cuenta bancaria sin la autorización previa de ese tutor legal designado por el Estado, como en un suceso que ha saltado a la palestra recientemente a raíz de la publicación de la tercera novela de la trilogía Millennium, dado que por lo visto la mujer que fue la pareja de hecho de Stieg Larsson durante treinta años no puede percibir ningún beneficio derivado de las ventas mundiales de los libros porque la legislación de su país no reconoce derecho hereditario alguno a las parejas no casadas).

Pero sigamos con Lisbeth Salander: con tal de conseguir dinero, su dinero, para comprarse un ordenador nuevo, la muchacha es obligada por Bjurman a hacerle una felación; más adelante, Salander se presenta en el apartamento de Bjurman con un plan preparado, pero que tan sólo sale bien a medias (esto queda más claro en el libro que en la película), ya que no cuenta con el brutal ataque del abogado, que la esposa a su cama y la sodomiza, si bien dicha acción queda inmortalizada por la pequeña cámara que Salander oculta en su bolsa; finalmente, Salander se presenta por segunda vez en el apartamento de Bjurman y en esta ocasión ella toma las riendas de la situación: inmoviliza al abogado, lo desnuda y lo ata, le explica que una copia de esa grabación será distribuida a la prensa y entre sus superiores si él no accede a todo lo que ella le pida a partir de este momento, y para rematar la faena, tatúa en el pecho de Bjurman una difícilmente borrable leyenda en la que afirma que es un cerdo y un violador de mujeres. En la sesión para la prensa de Barcelona donde visioné el film, un pequeño grupo de mujeres sentado delante mío (se supone que personas adultas y con formación) aplaudieron por lo bajini; semanas más tarde, con motivo del estreno de la película en la Ciudad Condal, se difundieron por televisión algunas cortas entrevistas cuidadosamente seleccionadas (no hay que despreciar el papel manipulador de los medios), las cuales recogían opiniones de personas del público, mayoritariamente femenino, que salía de las primeras proyecciones del film y afirmaban (al menos, insisto, en las declaraciones seleccionadas por quien o quienes llevaran a cabo ese reportaje) que lo que más les había gustado era la revancha de Lisbeth Salander contra el desaprensivo que la había ultrajado.

Se dan, así, dos paradojas. Por un lado, parece a simple vista que ni que sea una parte, esperemos que pequeña, de la aceptación popular de Los hombres que no amaban a las mujeres reside o puede residir en la presentación de una figura (me niego a escribir personaje), la de Lisbeth Salander, que se erige en una especie de justiciera-vengadora que se rebela contra la opresión masculina. Es posible que esta interpretación no fuera pretendida ni siquiera por el propio Stieg Larsson, pero desde este punto de vista su Lisbeth Salander no estaría demasiado lejos de erigirse en una variante femenina de Charles Bronson. De este modo, lo que en su origen era y probablemente es una honesta defensa de la mujer puede haber acabado siendo interpretado como un acto de venganza pura y dura. La segunda paradoja a la que me refiero deriva de las motivaciones que proporciona Larsson a su violador y asesino en serie de mujeres (cuya identidad, en atención a quien no haya leído el libro o visto la película, no desvelaré); motivaciones, criminales por descontado, cuyo origen se remonta al nazismo y antisemitismo de la primera mitad del siglo XX y que se mezclan, en un explosivo cóctel reaccionario, con cierta parafernalia bíblica que reviste de macabra “creatividad” cada uno de esos atroces delitos. Como recurso dramático-literario es perfectamente plausible, mas es una pena que Larsson no fuera más allá (al menos, vuelvo a insistir, en este primer libro) y se contentara con una explicación sobre la naturaleza del mal tan tópica y previsible, siendo así que quizá hubiese sido más interesante explorar un territorio más cotidiano y no menos sugestivo, que se insinúa en el mismo título de la novela pero que por desgracia no se desarrolla: la idea de que hay hombres que “no aman” u “odian” a las mujeres por la sencilla –que no simple— razón de que NO LES GUSTAN; y no estoy hablando de homosexualidades reprimidas o no asumidas, sino de hombres heterosexuales que desprecian todo lo que tenga que ver con las mujeres sin perjuicio de que, a pesar de eso, deseen sexualmente su compañía.

Son esos hombres (no todos, esperemos, pero muy abundantes) que incluso admirando la belleza femenina no soportan su presencia más allá del sexo; que, por ejemplo, les irrita ir con sus propias compañeras “de compras” porque les aburre mortalmente lo que a ellas les interesa o sencillamente les divierte; que se toman a guasa verlas trabajar en puestos laborales importantes; o que dicen, también por lo bajini (la cobardía y la hipocresía son consustanciales a todo el género humano), que las mujeres que tienen éxito desde un punto de vista social probablemente son en compensación malas esposas, o malas madres, o aplicándoles el castizo latiguillo made in Spain, van “mal folladas” (sic). Ese, digamos, “machismo simpático” de cada día; esa misoginia soterrada incluso entre hombres que se definen a sí mismos como progresistas, abiertos y comprensivos con la, digamos, condición femenina; en suma, ese pequeño fascismo cotidiano contra las mujeres es el gran ausente del libro de Larsson; mas, a pesar de ello, la lectura reivindicativa de la mujer que se encuentra en el fondo de la novela –y por lo que parece en sus dos continuaciones, con nuevos y sendos personajes femeninos en sus títulos, las cuales vuelvo a insistir que desconozco— parece haber “tocado” a un amplio sector de público no exclusivamente femenino, el que ha comprado los más de 10 millones de ejemplares de la trilogía que se han vendido en todo el mundo, lo cual sin duda es un mérito que debe reconocérsele al malogrado Larsson; mérito no literario, por descontado, sino más bien sociológico, aunque no por ello menos respetable que el artístico, siempre y cuando no se malinterprete como una mera apología de la venganza de la mujer contemporánea contra siglos de opresión masculina.

viernes, 5 de junio de 2009

“GÉNOVA”: UNA REALIDAD ALTERNATIVA


La primera secuencia de Génova (Genova, 2008) me parece una de las más intensas que hasta la fecha haya rodado su realizador, el interesante aunque desigual cineasta británico Michael Winterbottom. Marianne (Hope Davis) conduce su coche por carretera; está acompañada por sus dos hijas, sentadas en el asiento trasero, la adolescente Kelly (Willa Holland) y la pequeña Mary (Perla Haney-Jardine); las tres juegan a adivinar el color de los coches que pasan a su lado, circulando en dirección contraria; por turnos, Kelly y Mary se tapan los ojos con las manos y van diciendo un color al azar; de repente, la más pequeña tiene la desafortunada ocurrencia de tapar los ojos de su madre al volante durante unos segundos; la imagen se queda en negro; suenan en off el chirrido de los frenos, el deslizamiento sin control del coche, el quejido de metal abollado y de cristales rotos por el impacto. Pocos segundos después, el negro deja paso de nuevo a la imagen: nos hallamos en el funeral de Marianne; al mismo asiste su marido y ahora viudo Joe (Colin Firth) junto a sus dos hijas; en los rostros de ambas chicas vemos todavía las secuelas físicas del accidente: las secuelas interiores llegarán más adelante. Esta secuencia, a mi entender de modélica construcción, hace gala de algunas de las mejores virtudes de este film magnífico, para el que suscribe el mejor trabajo de Michael Winterbottom junto con El perdón (The Claim, 2000) y 24 Hour Party People (ídem, 2002): un estilo sensual y sensitivo de la imagen, que sabe combinar lo concreto y lo inconcreto, lo material y lo inmaterial, lo directo y lo sugerido, lo cual combina a la perfección con el sentido de un relato que bascula precisamente en lo real y lo imaginario pero sin delimitar groseramente la frontera entre conceptos contrapuestos; dicho de otro modo, Génova es una de esas películas, cada vez más raras de ver hoy en día, que por un lado parece desarrollar (y, de hecho, desarrolla) una línea narrativa específica, pero que al mismo tiempo cuenta entre líneas, entre planos, otras muchas cosas. Volviendo a esa primera secuencia, basta con apreciar la fuerza inquietante de la planificación, con la cámara siempre dentro del vehículo, “ocupando” el asiento del copiloto, y de qué manera tan sutil introduce Winterbottom pequeñas pinceladas de inquietud por medio de los vehículos que pasan veloces, amenazadores, vislumbrados por las ventanillas del coche de las protagonistas en dirección contraria; o, a continuación, en la secuencia del funeral, de qué forma pasa de un plano medio de Joe, Kelly y Mary, sentados en el banco de la iglesia, unidos en el dolor, a sendos primeros planos de las chicas, contrapuestas/enfrentadas, tal y como se verá con mayor profundidad en el resto del metraje.

Acabamos de mencionar que, en aquella primera secuencia, Winterbottom mantiene la cámara desde la perspectiva de, digamos, un copiloto inexistente dentro del coche; en ocasiones, el mejor ángulo, el más expresivo y eficaz, es el más sencillo; piénsese, salvando las distancias pero compartiendo un similar sentido de la planificación, la excelente secuencia del accidente de aviación de Náufrago (Cast Away, 2000, Robert Zemeckis), asimismo planificada manteniendo la perspectiva desde el interior del aparato y sus ocupantes, lo cual la hacía más angustiosa. Precisamente una de las grandes bazas de Génova a nivel expresivo consiste en su manera de sugerir la existencia de una especie de realidad alternativa por medio de la inserción de imágenes tomadas desde ángulos que no tienen una función narrativa convencional, sino que parecen más bien “rupturas” del eje narrativo destinadas a insinuar ideas en los márgenes de ese mismo relato, como si fueran el equivalente de las notas a pie de página de un texto. He leído declaraciones del realizador afirmando que, si bien la acción principal del film transcurre en Génova, la localidad italiana que le presta su título y que es el lugar elegido por Joe para pasar su año de duelo junto con sus hijas, la película no “trata” sobre Génova y de hecho la elección de esta ciudad es casi accidental, dado que la trama podría desarrollarse perfectamente en cualquier otro enclave. Ello justifica que la ciudad que muestra el film no sea la Génova “real” sino, más bien, una Génova “imaginaria”: un espacio no tanto físico como también mental, donde los tres protagonistas van a experimentar una serie de vivencias tanto físicas como sensitivas. Génova es, en este sentido, una especie de limbo donde Joe, Kelly y Mary vienen a llorar la pérdida del ser querido y a reconstruir unas existencias que ya no volverán a ser las mismas.

La planificación “subjetiva” de la primera secuencia reaparece inmediatamente después de los títulos de crédito, con la ilustración del final del viaje en avión y la entrada en la ciudad italiana; la cámara mantiene preferentemente el punto de vista subjetivo de los personajes a través de ventanillas de avión o del coche que les traslada a su nueva vivienda, expresando una mirada que tiene poco de turística (por más que, evidentemente, la llegada a una ciudad que se desconoce siempre lo es ni que sea en parte) y sí, en cambio, mucho de experiencia mental. Dicha sensación se corrobora por la forma como Winterbottom planifica los numerosos paseos de los personajes por las estrechas calles del casco antiguo genovés; por un lado, inserta planos desde el punto de vista subjetivo de los protagonistas, de manera que recoge su fascinación por un mundo que sobre todo en sus primeros días de estancia les es ajeno, casi hostil, porque les resulta diferente; por otra parte, Winterbottom también inserta planos desde otros puntos de vista que no se corresponden ni con la perspectiva de los protagonistas ni de ningún otro personaje, sino que parecen más bien la perspectiva “irreal”, imposible, de la propia ciudad de Génova que “mira” con curiosidad, quizá también con esa misma hostilidad, a esos intrusos que pasean por sus callejuelas perdiéndose por ellas cada dos por tres. Se ha comparado Génova con el Nicolas Roeg de la famosa Amenaza en la sombra (Don’t Look Now, 1973), pero viendo esas imágenes callejeras de la película de Winterbottom a las que me he referido en último lugar resulta difícil no pensar en el Peter Weir de Picnic en Hanging Rock (Picnic at Hanging Rock, 1975) o en el Manoel de Oliveira de El convento (O convento, 1995), quienes también recurrían al inserto de imágenes desde puntos de vista “imposibles” –a través de las grietas de la montaña de Hanging Rock en el caso del primero, o desde la perspectiva de unas estatuas clásicas en el del segundo— para sugerir esa realidad alternativa e invisible, agazapada, al acecho de los personajes.

¿Y en qué consiste esa realidad alternativa en la que están sumergidos los protagonistas de Génova? Pues en la “realidad” que brota de sus propios sentimientos y sensaciones, y que se manifiesta en cada uno de ellos de distintas maneras, por más que todas estén íntimamente entrelazadas y tengan, claro está, un denominador común: la muerte de Marianne, la desaparición de lo que eran previamente sus vidas antes de producirse esa tragedia, la necesaria aclimatación a otra manera de vivir después de lo ocurrido, aprendiendo a vivir con ello como mejor se puede. Génova es, en este sentido, un relato vitalista e incluso optimista, por más que su desarrollo esté impregnado por el signo de la tristeza y lo sombrío. Para Joe, que es quien ha tomado la decisión de irse a vivir a Italia para “cambiar de aires” (hay un claro contraste entre la luz azulada de la primera secuencia del accidente y de la posterior del funeral y el cóctel, y la luz calurosa, dorada, del paisaje urbano genovés), le supone el hacer frente a algo para lo cual todavía no se siente preparado: el volver a enamorarse de una mujer que no sea Marianne. La posibilidad se le presenta por partida doble: por un lado, en la persona de Barbara (la siempre excelente Catherine Keener), una antigua compañera de estudios que vive sola y que manifiesta un callado sentimiento amoroso hacia Joe; por otro, en una mujer más joven, una estudiante universitaria llamada Elena (Monica Bennati) que no por casualidad en determinados momentos se le aparece, tentadoramente, cual sirena: en una ocasión, en bikini, cuando coinciden en la playa; en otra, cuando invita a Joe a comer junto al mar; y, en una tercera, a la orilla de ese mismo mar, donde le besa y se da cuenta de que su beso no es correspondido. Este inteligente contraste entre Barbara, la mujer curtida y, digamos, “real”, y Elena, la fantasía fresca y “mitológica”, expresa muy bien el conflicto interno de Joe, quien se debate dada su condición de viudo todavía joven entre su carencia de amor y su falta de sexo, entre la mujer que le gusta pero a la que no desea y la joven que le inspira justo lo contrario. Una actitud inversamente contraria a la de su padre es la de la hija mayor, Kelly, la cual por el contrario “libera” mediante el sexo toda una serie de frustraciones relacionadas de un modo u otro con la muerte de su madre y el resentimiento hacia su hermana pequeña, a la que acusa no sin razón de ser la responsable de todo lo ocurrido. Las “aventuras” amorosas de Kelly, una joven a caballo de una infancia recién concluida y una madurez consolidándose, constituyen una suerte de vía de escape visceral: un aferrarse a la vida, en el sentido más carnal y empírico de la expresión, tras haber vivido de cerca la muerte, la de su progenitora y casi la de ella misma y de Mary, lo cual ha precipitado con brusquedad su entrada en el mundo de los adultos.

Es la pequeña Mary la que experimenta una conexión más espiritual con la difunta madre, a la cual ve o cree ver y con la que incluso habla o cree hablar. No por casualidad, la primera vez que vemos a la niña, atormentada por terrores nocturnos, llorando y llamando a gritos a su madre, la escena se abre con un plano en negro muy similar al que hemos visto en la secuencia inicial del accidente. La difunta Marianne se “aparece” a los ojos de Mary asomándose por la ventana del edificio de enfrente, paseando por las callejuelas, asistiendo silenciosa al concierto de piano de la niña, al otro lado de una calle atestada de tráfico, incluso en el propio dormitorio de Mary. También se refleja, gráficamente, en los dibujos de la pequeña, en forma de sombras y manchas cada vez más difusas. En todo momento se mantiene cierta ambigüedad (¿Mary realmente ve a su madre y habla con ella?), por más que a veces esa atmósfera ambigua se “rompa” por medio de la violación del verosímil fílmico (el plano general en el cual Marianne aparece al fondo de la imagen mientras Mary toca el piano y los demás escuchan: el “fantasma” y los seres vivos comparten con extraña naturalidad la misma imagen) o de la sugerencia de esa realidad alternativa a la que nos estamos refiriendo (secuencia de Mary y Barbara en la ermita, en la cual la primera enciende una vela en memoria de su madre y le dice a la segunda que a veces habla con su difunta progenitora: no tanto una enésima demostración del deseo de la pequeña de que su madre siga viva en su recuerdo, como una sutil manera de hacerle entender a Barbara que nunca logrará ocupar el lugar dejado por Marianne). Si bien en la penúltima secuencia, en la cual Mary está a punto de ser atropellada porque cree ver a su madre al otro lado de la calle, el relato apunta nuevamente hacia un conato tragedia, la agridulce conclusión de Génova, con Joe acompañando a sus hijas a su nueva escuela, es otra constatación, más mundana, de que la vida continúa a pesar de que jamás vuelva a ser la misma.

(Nota bene: este texto está dedicado a todas aquellas personas que sepan lo que es el perder a un ser querido y el vivir desde entonces como en una realidad alternativa).

jueves, 4 de junio de 2009

“IMÁGENES DE ACTUALIDAD”, “DIRIGIDO POR…” Y “SCIFIWORLD” JUNIO 2009 YA A LA VENTA


Ya está disponible en quioscos y librerías el número 292 de Imágenes de Actualidad, con una rutilante portada “robotizada”, dado que dedica sus principales titulares a los dos estrenos más espectaculares de este mes, Terminator Salvation y Transformers: la venganza de los caídos (el título de este último, por cierto, tiene una inquietante sonoridad franquista, naturalmente hay que creer que de forma involuntaria…). A tono con semejante doblete de películas, este mes he dedicado la sección Cult Movie a Terminator 2: el juicio final, de James Cameron (el primer Terminator ya fue sacado a colación en esta sección años atrás, concretamente en el núm. 172, corriendo a cargo del amigo Antonio José Navarro). Señalo que, si bien en cada número de Imágenes de Actualidad también firmo otros artículos, en su mayoría puramente informativos y/o periodísticos (de ahí que no los destaque aquí, al no tratarse de textos personales, o que yo considere como tales), este mes he tenido ocasión de escribir un par de reportajes con conocimiento de causa, es decir, habiendo visto previamente las películas y comentándolas con propiedad: Los hombres que no amaban a las mujeres, de Niels Arden Oplev, y La caja de Pandora, de Yesim Ustaoglu. También he firmado un par de pequeñas críticas, las dedicadas a X-Men orígenes: Lobezno, de Gavin Hood, y a The International: dinero en la sombra, de Tom Tykwer.

Asimismo acaba de ver la luz el número 390 de Dirigido por…, cuya portada y buena parte de su contenido están ocupados por el último Festival de Cannes. Prosigue el dossier especial dedicado a Federico Fellini, con una segunda tanda de artículos entre los cuales hay uno mío, el cual, con el título de Los viajes fantásticos de Fellini, aborda dos de los más imaginativos trabajos del cineasta de Rímini, Fellini Satiricón y El Casanova de Federico Fellini. Este mes también he tenido ocasión de firmar las reseñas de (de nuevo) Los hombres que no amaban a las mujeres, de Niels Arden Oplev, así como de Séraphine, de Martin Provost, La reina Victoria, de Jean-Marc Vallée, y Ángeles y demonios, de Ron Howard.

Un artículo titulado Ellos también fueron fantásticos, y que aborda la notable contribución al cine de terror y de ciencia ficción de numerosos cineastas que, a pesar de la calidad de sus aportaciones a este género, no suelen ser citados cuando se habla de “los especialistas” dentro del mismo (Robert Wise, Richard Donner, John Badham y un largo etcétera), es mi contribución al número 15 de Scifiworld, cuya portada y contenido también vienen marcados por el inminente estreno de Terminator Salvation, lo cual da pie a una exploración de toda la franquicia, dentro de la espectacular serie que esta publicación está dedicando en su exhaustiva revisión de los mitos del cine fantástico norteamericano de la década de los ochenta.