miércoles, 22 de mayo de 2024

Viejas formas del cine musical: “ANNIE”, de JOHN HUSTON



Si hay una película realmente desconcertante, por inesperada, en la filmografía de John Huston, esa es, sin duda alguna, Annie (ídem, 1982), la adaptación del musical homónimo de Charles Strouse (música), Martin Charnin (letras) y Thomas Meehan (libreto) basado, a su vez, en el cómic de Harold Gray Little Orphan Annie (1924), y estrenado en Broadway en 1977; sobre todo, si se tiene en cuenta que Huston la dirigió entre una de sus películas de encargo más ligeras, aunque simpática: Evasión o victoria (Victory, 1981), y su sombría, aunque fallida, lectura de la novela de Malcolm Lowry Bajo el volcán (Under the Volcano, 1984) (1). Pese a tratarse del único film musical de su carrera, parece ser que el propio Huston le quitaba importancia: recuerdo, en el momento de su estreno, unas declaraciones suyas en las cuales afirmaba que los números musicales le habían sido servidos por el coreógrafo, y que el momento culminante de la función, la secuencia del puente levadizo, fue básicamente obra de la segunda unidad. A ello hay que añadir otras informaciones que afirman que Huston habría aceptado realizarla no solo por el mucho dinero que le pagaron, sino también por su amistad con el productor Ray Stark (2); y que, durante el rodaje, se presentaba a menudo borracho en el plató y se dormía en su silla (¡), por lo que muchas de las decisiones que le correspondían corrieron a cargo de su primer ayudante Jerry Ziesmer (3).



Si algo llama la atención de Annie no es la película en sí misma considerada, de escaso interés desde un punto de vista estrictamente cinematográfico, sino su condición de film musical fuera de época. En cierto sentido, y a pesar de que el género ya había sufrido fiascos taquilleros de gigantescas proporciones –con independencia de su interés, este sí, fílmico– del calibre de New York, New York (ídem, 1977, Martin Scorsese), Corazonada (One from the Heart, 1981, Francis Ford Coppola) y Dinero caído del cielo (Pennies from Heaven, 1981, Herbert Ross), en puridad de conceptos la puntilla definitiva se la proporcionó, sin pretenderlo, Annie, que si bien, y aun tratándose de una película muy cara para la época, no acabó de ser un desastre total en taquilla –57 millones de dólares solo en los Estados Unidos y Canadá, sobre un presupuesto de 35 millones–, puso de relieve la fecha de caducidad de una manera “clásica”, ergo anticuada, de concebir el género. Estaba muy claro que Huston jamás pretendió innovar el musical cuando se puso tras las cámaras –suponemos, caso de ser cierto, que tampoco pretendía dormirse detrás de ellas–, de ahí que Annie sea, de principio a fin, una típica traslación a la pantalla de una obra de teatro musical, planteada y resuelta siguiendo el protocolo habitual en estos casos.



Desde este punto de vista, y salvo en contadas ocasiones, Annie es poco más que una obra de teatro filmada. No se vea en ello un ejercicio de cine-teatro como los que practicaban Otto Preminger, Peter Greenaway o Kenneth Branagh antes de que dejara de hacer cine y se limitara a hacer películas. Por el contrario, el film de Huston sigue todas y cada una de las convenciones visuales del musical teatral trasladado a lo que antes se denominaba “la gran pantalla”. Véase, de entrada, la resolución de los números musicales, concebidos todos y cada uno de ellos como una especie de “apartes” en los cuales la canción y el baile cobran protagonismo casi con independencia del argumento dramático en los que se insertan, por más que al mismo tiempo, y paradójicamente, esté presente la intención de que las canciones y los bailes reflejen el estado de ánimo y los pensamientos de los personajes que los interpretan.



Es el caso, sin ir más lejos y por poner un primer ejemplo, de la canción que abre la película tras los títulos de crédito: “Maybe” (4), que canta Annie (Aileen Quinn) en la ventana del orfanato y en la que habla de los padres que la abandonaron recién nacida y que, espera, algún día, “quizás”, vuelvan para recogerla; Huston muestra inicialmente a la pequeña con la cámara colocada, por así decirlo, “en la calle”, y a continuación, cuando Annie termina su canción/reflexión, corta, colocando la cámara en un nuevo ángulo desde el interior del orfanato, y “rompiendo” el “verosímil-cine” (cámara en el exterior) para dejar paso al “verosímil-teatro” (cámara en el interior). La abundancia de planos generales y, de forma contrapuesta, la escasez de primeros planos, todavía refuerza más el componente específicamente teatral del film. A ello hay que añadir el (fácil) recurso a algunos de los más recurrentes tropos del lenguaje fílmico del musical norteamericano del Hollywood clásico, algo que se nota, y mucho, en la secuencia-número musical de la visita al cine: “Let’s Go to the Movies”, donde, por no faltar, no faltan ni el guiño a las bailarinas de Busby Berkeley o Florenz Ziegfeld, ni el travelling que recorre las piernas de las mismas. El más claro ejemplo de esa supeditación de lo cinematográfico a lo teatral reside en la resolución de la famosísima canción que es el buque insignia del original escénico y también, a estas alturas, de la película: “Tomorrow”, interpretada a coro por Annie, el multimillonario Oliver Warbucks (Albert Finney), el presidente Franklin Delano Roosevelt (Edward Herrmann) y su esposa Eleanor (Lois de Banzie), que Huston cierra con un plano medio de los cuatro personajes, prácticamente mirando hacia la cámara/hacia el público, que viene a ser una equivalencia de la resolución de dicho momento en un escenario teatral mediante la consabida “cuarta pared”.



Ello no obsta para que haya instantes resueltos con cierta gracia, en no poca medida como consecuencia directa de la gran labor de sus magníficos intérpretes adultos, por un lado, y de la naturalidad y desparpajo de sus intérpretes infantiles, con Aileen Quinn a la cabeza, por otro. Estas últimas brillan con luz propia en uno de los más potables números musicales de la película: el que ilustra la no menos famosa “It’s a Hard Knock Life”, cuya planificación es correcta y las niñas lo resuelven con salero. En cambio, números como el que ilustra la llegada de Annie a la mansión Warbucks (“I Think I’m Gonna Like It Here”), o el que expresa la alegría del personal doméstico de dicha palaciega residencia ante la noticia de que Annie se va a quedar a vivir con ellos (“We Got Annie”), se benefician más que nada de la prestación de esa buena actriz y espléndida bailarina que fue Ann Reinking, aquí en el papel de Grace Farrell, la secretaria personal de Warbucks, y de la presencia de la extraña pareja de guardaespaldas de Warbucks que forman un gigantesco faquir (Punjab: Geoffrey Holder) y un chófer japonés experto en artes marciales (Áspid: Roger Minami). Otro tanto ocurre con los números que se centran en los villanos de la función: “Rooster” Hannigan (Tim Curry) –rebautizado como “Gallito” por el inefable doblaje español–, su novia Lily (a cargo, sorprendentemente, de una Bernadette Peters menos inspirada que de costumbre), y sobre todo, Agatha Hannigan, a cargo de una genial Carol Burnett, cuyas prestaciones cómicas, bien sea sola (el número musical “Little Girls”), o acompañada por Curry y Peters (el número “Easy Street”), son lo más memorable de una función de la que podría haberse sacado mayor provecho partiendo, como partía, sobre la base visual de un carísimo y espectacular diseño de producción, tanto el que recrea las vetustas calles de la Nueva York de la década de 1930 como la suntuosa casa de Warbucks.  

 


(1) https://elcineseguntfv.blogspot.com/2019/12/mas-alcohol-que-sangre-en-las-venas.html

(2) Ray Stark le produjo a Huston tres de sus películas más interesantes de las décadas de 1960 y 1970: La noche de la iguana (The Night of the Iguana, 1964), Reflejos en un ojo dorado (Reflections in a Golden Eye, 1967) y Fat City (Ciudad dorada) (Fat City, 1972).

(3) Jerry Ziesmer era un ayudante de producción y dirección al que muchos cinéfilos recordarán como actor encarnando al “tercer hombre” –los otros dos son G. D. Spradlin y Harrison Ford– entre los que encomiendan su misión a Willard (Martin Sheen) al principio de Apocalypse Now (ídem, 1979, Francis Ford Coppola): https://elcineseguntfv.blogspot.com/2019/11/vietnam-trampa-candente-40-aniversario.html

(4) Sigo el orden y los títulos de las canciones de la película que vienen especificados en la página en inglés de Wikipedia dedicada al film, habida cuenta de que existen diferencias entre las canciones del original escénico y las de la película, para la cual Strouse & Charnin compusieron nuevas canciones: https://en.wikipedia.org/wiki/Annie_(1982_film) 


viernes, 10 de mayo de 2024

Un comando de hombres muertos: “TRAICIÓN SIN LÍMITES”, de WALTER HILL



El cine de Walter Hill cada vez me gusta más. Siempre he sentido más que simpatía hacia el mismo, pero de un tiempo a esta parte mi interés por revisar algunas de sus películas me ha proporcionado no pocas satisfacciones: me ocurrió no hace mucho con La presa (Southern Comfort, 1981), que siempre me ha parecido estupenda y revisada de nuevo todavía más, y me ha vuelto a pasar con Traición sin límites (Extreme Prejudice, 1987), que ya me gustó en el momento de su estreno y que vista de nuevo tanto tiempo después sigue pareciéndome tan formidable como el primer día. De entrada, un primer aliciente del film reside en lo que tiene de punto de encuentro de lo que podríamos llamar dos “poetas de la fuerza bruta”, Hill y John Milius, este último acreditado como coautor del argumento junto con su colaborador Fred Rexer (1), si bien parece ser que el primer tratamiento del libreto de Traición sin límites fue escrito por Milius en solitario a mediados de la década de 1970 con la intención de dirigirlo, pero abandonó la idea para centrarse en escribir y realizar El gran miércoles (Big Wednesday, 1978). La versión definitiva del guion correría a cargo de Deric Washburn (2) y el veterano Harry Kleiner, quien al año siguiente volvería a trabajar con Hill en Danko: Calor rojo (Red Heat, 1988).



Traición sin límites
arranca con una curiosa secuencia de presentación de los personajes que, sin ser los protagonistas del relato, ocupan una posición relevante dentro del mismo y acaparan buena parte de sus mejores apuntes. Me refiero a los integrantes del comando de exmilitares reciclados en agentes secretos para “operaciones especiales” liderado por el mayor Paul Hackett (Michael Ironside) y formado por los sargentos Larry McRose (Clancy Brown), Buck Atwater (William Forsythe), Patrick Coker (Matt Mulhern), Charles Biddle (Larry B. Scott) y Luther Fry (Dan Tullis Jr.). Su entrada en escena tiene lugar en un aeropuerto, punto de encuentro de todos ellos, a los cuales vemos llegando uno por uno al mismo tiempo que, paralelamente, se van insertando los carnets que les acreditan como militares…, acompañados de una serie de rótulos con sus nombres, graduación y la constancia de que están, oficialmente, “muertos”: caídos en combate. Un dinámico procedimiento narrativo que Hill confesaba haber copiado de la escena de presentación de los protagonistas de la serie El equipo A (The A-Team, 1983-1987) (sic) y que repetiría en su posterior y nada despreciable Invicto (Undisputed, 2002).



Parece ser que el primer guion de Milius centraba el protagonismo en este peculiar comando de hombres muertos, lo cual explica que, de hecho, estos personajes tengan casi tanta importancia como los principales protagonistas del relato: un sheriff de una pequeña localidad tejana fronteriza con México, el Ranger de Texas Jack Benteen (Nick Nolte), y su viejo amigo de la infancia y ahora su principal oponente, el traficante de droga Cash Bailey (Powers Boothe); ambos intérpretes repetían con Hill: Nolte fue el coprotagonista de Límite: 48 horas (48 Hrs., 1981) y reincidiría en la secuela de esta última, 48 horas más (Another 48 Hrs., 1990), mientras que Boothe había intervenido en la ya mencionada La presa. Traición sin límites está construida mostrando, paralelamente, el dibujo de la relación que se da entre Benteen y Bailey, antiguos colegas ahora situados a ambos lados de la ley, y por otro lado los misteriosos preparativos para un “golpe” que está llevando a cabo el comando, hasta que, finalmente, ambas tramas se cruzan en un mismo punto: aunque en realidad el comando no pretende quedarse con el dinero, sino usar el atraco como tapadera para encubrir la sustracción de unos documentos comprometedores para el gobierno de los Estados Unidos, el banco que pretenden atracar está situado en el mismo pueblo de la jurisdicción de Benteen; a mayor ahondamiento, los traficantes a las órdenes de Bailey también guardan su dinero en esa misma entidad bancaria, lo cual acabará provocando la confluencia y el choque de todos los personajes.



Pese a su ambientación contemporánea, Traición sin límites es, sin duda alguna, un western, o por lo menos un trasplante de convenciones del género a un escenario actual, algo nada raro viniendo del firmante de tantos buenos westernsForajidos de leyenda (The Long Riders, 1980), Gerónimo, una leyenda (Geronimo: An American Legend, 1993), Wild Bill (ídem, 1995), el episodio piloto de Deadwood (ídem, 2004-2006), la miniserie Los protectores (Broken Trail, 2006); no he visto todavía El cazador de recompensas (Dead for a Dollar, 2022)–, como de alguien amante de impregnar sus películas de elementos westernianos: a las ya citadas La presa, Límite: 48 horas, Danko: Calor rojo y 48 horas más cabe añadir Calles de fuego (Streets of Fire, 1984) (3), Cruce de caminos (Crossroads, 1986) o El último hombre (Last Man Standing, 1996). Los uniformes con placa estrellada y los sombreros Stetson de Benteen y sus hombres, la ropa informal de los sicarios a las órdenes de Bailey, y sobre todo la aridez de los paisajes tejanos y mejicanos guardan ecos indiscutibles del western. Benteen y su mentor, el veterano Ranger Hank Pearson (Rip Torn), “ponen paz” en una cantina empleando una violencia extrema, en una secuencia con vagos ecos del arranque de Río Bravo (Rio Bravo, 1959, Howard Hawks). Hay un tiroteo en una gasolinera en medio del desierto, una secuencia magnífica; un atraco a un banco, modélicamente filmado; una masacre a tiros, excelentemente resuelta, y claramente inspirada en el célebre clímax de Grupo salvaje (The Wild Bunch, 1969, Sam Peckinpah)  que tiene lugar en la localidad mejicana donde Bailey tiene su cubil (el cual, como apuntara José María Latorre desde las páginas de Dirigido por…, y cumpliendo con el tópico, se encuentra en fiestas cuando los protagonistas llegan al mismo); y un duelo final a pistola, “a la antigua usanza”, entre Benteen y Bailey. Pero no es tanto una cuestión de estética como una cuestión de moral: la violencia que practican los agentes de la ley, los sicarios mejicanos y el comando de “hombres muertos” es análoga; en la práctica, no hay ninguna diferencia entre ellos. La ética westerniana según la cual tan solo sobrevive quien dispara más rápido o, sencillamente, quien tiene más suerte.



Esa simplicidad westerniana es lo que justifica el aparente esquematismo del dramatis personae, reducidos a estereotipos que, no obstante, o precisamente por eso mismo, tienen algo de trágico: de personajes condenados de antemano a cumplir con un destino inexorable. Recuerdo haber leído en el momento de su estreno un comentario, si no me equivoco, de Pablo López, señalando que resultaba sugestivo el contraste entre Benteen y Bailey en su conversación a solas en la frontera tejano-mejicana, con Benteen, “el bueno”, vestido de negro, y Bailey, “el malo”, de blanco (por más que, en su duelo final, ese contraste se tiña de ambigüedad: Benteen luce entonces una camisa de tonos azules claros, mientras que el traje blanco de Bailey está manchado de tierra y, finalmente, de sangre: su propia sangre). Pero en la base de su actual disputa se encuentra una mujer: Sarita (María Conchita Alonso), una mejicana que se gana la vida como cantante en un tugurio del lado tejano, examante de Bailey y actual compañera sentimental de Benteen. También es otro estereotipo: la mujer que, en el fondo, ama a ambos hombres, pero ha escogido a uno de la misma manera que podría haber escogido al otro, hasta el punto de que llega a sugerirse que, aun siendo un delincuente, Bailey la trataba mejor que el frío y lacónico Benteen, bastante más antipático con ella; Sarita asimismo es, en el fondo, un personaje trágico, condenado a desatar la violencia elija a quien elija (más allá, como apuntó en su momento José Luis Guarner, de su tópica caracterización, cantando en la cantina “Jalisco, no te rajes” comme il faut).



Fue Antonio Castro quien señaló, también en Dirigido por…, que se notaba –y no para bien, decía– la presencia de John Milius detrás del guion de Traición sin límites, reprochándole que el autor de El viento y el león (The Wind and the Lion, 1975) (4) siempre solía plantear en sus libretos, de manera deliberada, situaciones de las cuales únicamente podía salirse por medio de la violencia. Puede verse así, aunque a nivel particular lo que me llama la atención de la película de Hill reside en el planteamiento seco y abrupto de las situaciones y del dibujo de los personajes, de tal manera que todos, tanto los “buenos” como los “malos”, juegan sucio. Ya he mencionado la brutal manera con la que Benteen y Pearson resuelven, a golpes y disparos, un conflicto en una cantina: hoy en día se tildaría rápidamente a Traición sin límites como de políticamente incorrecta. En la asimismo citada secuencia del tiroteo en la gasolinera donde Pearson y varios sicarios de Bailey pierden la vida a tiros, vemos a Benteen disparando desde el otro lado de un coche al pie de un sicario en el lado contrario del mismo vehículo, y rematándole tan pronto como se desploma, poniéndose a tiro. En muchas películas de Hill suele ser necesario más de un disparo para abatir a alguien: el no menos trágico comando de “hombres muertos” liderado por el mayor Hackett acaba, literalmente, freído a tiros en la estupenda batalla final de Benteen y estos hombres contra los de Bailey, previa traición de Hackett, quien en realidad trabaja secretamente para el gobierno y ha manipulado a sus hombres, aprovechándose maliciosamente de la lealtad de estos últimos hacia su persona. El plano final es memorable: el film se cierra sobre un encuadre general de los hombres de Bailey, alrededor del cadáver de este último tras haber sido abatido por Benteen, y vemos cómo el “mano derecha” del difunto se apodera del sombrero blanco de su jefe y se lo coloca, tomando el mando de la banda. Aspereza, dureza, crueldad, llevadas hasta sus últimas consecuencias.

 


(1) Con quien trabajó en Conan el bárbaro (Conan the Barbarian, 1982) y Amanecer rojo (Red Dawn, 1984); Rexer fue, además, asesor militar de Apocalypse Now (ídem, 1979, Francis Ford Coppola), coescrita por Milius.

(2) Traición sin límites sería uno de los únicos cuatro guiones que escribió: los otros fueron Naves misteriosas (Silent Running, 1972, Douglas Trumbull), El cazador (The Deer Hunter, 1978, Michael Cimino) y La frontera (The Border, 1982, Tony Richardson). Cimino fue otro de los coguionistas de Naves misteriosas, acreditado como Mike Cimino.

(3) https://elcineseguntfv.blogspot.com/2015/07/calles-de-fuego-el-desafio-frost-contra.html   

(4) https://elcineseguntfv.blogspot.com/2018/06/el-honor-de-los-bereberes-el-viento-y.html