[ADVERTENCIA:
EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE
REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Las primeras
imágenes de Verónica (2017) me
causaron alarma. Una serie de planos con la pantalla en negro y el fondo sonoro
de la voz angustiada de una chica telefoneando a la policía pidiendo ayuda, que
se alternan en montaje paralelo con otra serie de encuadres “documentales”, destinados
a detallar la llegada de los coches patrulla al domicilio desde el cual ha
partido esa llamada de socorro, me hicieron pensar de inmediato en los trabajos
más populares, y menos interesantes, del realizador de Verónica, Paco Plaza. Me refiero, claro está, a la
sobrevaloradísima franquicia [Rec],
cuyas tres primeras entregas fueron firmadas por Plaza, las dos primeras en
colaboración con Jaume Balagueró (1).
Por suerte, esa primera impresión negativa no tarda en desvanecerse, habida
cuenta de que lo que ofrece Verónica
a continuación es, por el contrario, muy sugerente.
Verónica
transcurre en Madrid en el año 1991. El dato no es ocioso, habida cuenta de
que, de este modo, Plaza y su guionista, Fernando Navarro, logran dos
objetivos. El primero, ser fieles a los misteriosos hechos reales en los que,
al parecer, se inspira la película: un suceso recogido en un atestado policial
que sigue siendo el único que se ha escrito en nuestro país reconociendo la
existencia de hechos paranormales de imposible explicación. Pero la ubicación
de la trama a principios de los noventa le sirve al realizador valenciano para
aproximar en el tiempo a Verónica a
una etapa del cine de terror que le resulta particularmente reconocible: la
comprendida entre las décadas de los setenta y los ochenta del pasado siglo,
momento en el que Plaza y tantos otros cineastas de su generación se iniciaron
como espectadores. En la España de 1991, aspectos de la vida cotidiana actual
como la telefonía móvil o la Internet no estaban tan arraigados como ahora. En Verónica, cada vez que la protagonista
–interpretada por Sandra Escacena– ha de llamar por teléfono, tiene que hacerlo
a través de lo que ahora llamamos un fijo; y, cuando necesita una información
urgente, acude a una fuente prácticamente extinguida en la actualidad: ¡una
enciclopedia en fascículos de temática paranormal! También hay referencias
explícitas a un famoso juguete electrónico de la época, el Simón, y a la
publicidad del limpiador Centella (sic). Estos detalles marcan una época determinada
de la Historia y, además, de la Historia del Cine Fantástico. Y, si bien es
verdad que la película incluye pequeños guiños a formas más antiguas del género
–en la columna sonora puede oírse un tema de Franco Mannino para Lo spettro (Riccardo Freda, 1963)–, no
es menos cierto que la partitura compuesta por Chucky Namanera para Verónica evoca ciertas sonoridades del
cine de terror italiano de los setenta, en consonancia con una producción que
tan solo pretende –y consigue, que no es poco– erigirse en una honesta muestra
de cine de género.
Un
aspecto particularmente interesante de Verónica
es que se trata de una película muy española,
en el sentido más noble y menos populachero del término. Por más que mire a la
tradición del cine de terror norteamericano y europeo de las décadas
referenciadas, no intenta hacer ostentación de un look internacional, de cara a “venderla” mejor en el extranjero. Y
no me refiero solo al hecho de que, en un momento dado, el film haga un guiño a
la tradición del cine fantástico español: ese receptor de televisión donde se
emite uno de los mejores trabajos del género a nivel nacional, ¿Quién puede matar a un niño? (Narciso
Ibáñez Serrador, 1976). Lo que quiero decir es que Verónica transmite una lograda sensación de cotidianeidad y
cercanía en materia de personajes y ambientes “nuestros”, que es lo que de
entrada le confiere personalidad. Algo nada raro en la carrera de Plaza, cuyas
películas siempre se han caracterizado, por regla general y salvo excepciones
–sus colaboraciones con Balagueró en la franquicia [Rec]–, por su sobriedad escénica y estética: desde El segundo nombre (2002) hasta Romasanta: La caza de la bestia (2004),
pasando por Cuento de Navidad (2005)
–su episodio para las Películas para no
dormir– e incluso, en parte, [Rec] 3:
Génesis, no por casualidad la única de la franquicia firmada por él en
solitario y que, en un momento dado, rompía con la estética found footage de las dos primeras
entregas para adoptar modos más cercanos a una narrativa, digamos, más clásica,
o considerada como tal.
Verónica
es una chica de 15 años que vive en Vallecas junto a su madre (Ana Torrent) y
sus tres hermanos pequeños (Iván Chavero, Bruna González y Claudia Placer). La
madre, viuda, regenta un bar en solitario, lo que a menudo la obliga a salir
temprano de casa, y a regresar a la misma a las tantas de la madrugada. Como
consecuencia indirecta de ello, Verónica vive una existencia muy rutinaria:
madrugar, despertar a sus hermanos y darles el desayuno para luego irse los
cuatro a la escuela, volver al mediodía, darles la comida y la cena que la
madre ha dejado preparadas, fregar los platos, poner lavadoras y, al anochecer,
acostar a los pequeños. Plaza describe esta rutina cotidiana de manera sencilla
y sin recrearse en ella. Tras apuntarla, no tarda en desarrollar la parte
fantástica de la trama: junto a dos compañeras de su escuela (Ángela Fabián y
Carla Campra), Verónica juega a una partida de ouija en el sótano del
establecimiento. Detalle significativo: la tabla ouija que utilizan es un accesorio
que forma parte de la colección de fascículos para la enciclopedia de lo
paranormal que la protagonista consulta, algo que se vende en quioscos como si
fuera inofensivo y que en realidad se revelará como muy peligroso. Con la misma
sencillez demostrada a la hora de dibujar la realidad cotidiana de la
protagonista, Plaza crea una efectiva atmósfera fantástica alrededor del
tablero de ouija: el plano picado sobre las chicas sentadas en el suelo
alrededor de ese tablero; el momento en que la linterna que una de las
compañeras de Verónica empuña rompe la oscuridad para mostrarnos a la
protagonista gritando en la oscuridad, con la boca monstruosamente desencajada…
El
propósito de Verónica a la hora de jugar con la ouija era contactar con el
espíritu de su padre. Pero, en teoría, como consecuencia de una mala aplicación
de las reglas del tablero, lo que en realidad la protagonista ha hecho es traer
a este mundo “algo” que no es su progenitor, sino un ente maligno, perverso y
agresivo. A partir de ese momento, una tenebrosa presencia sobrenatural
empezará a manifestarse de manera regular y violenta en la vivienda de
Verónica, poniendo en peligro su vida y la de sus hermanitos. Otro de los
aspectos más atractivos de este film –el mejor de su director hasta la fecha–
reside en el hecho de que, en la práctica, Plaza va impregnando esta narración aparentemente
tan clara con calculadas dosis de ambigüedad, de forma que resulta tan lícito
pensar que, en efecto, Verónica ha
conjurado a un espíritu maligno del cual ahora no sabe cómo deshacerse, o que todo es producto de su imaginación.
Hay
numerosos apuntes que abonan esta última teoría. Se nos dice que, a sus 15
años, Verónica todavía no tiene la menstruación: el apunte es suficiente como
para que el espectador sospeche que la protagonista puede padecer algún tipo de
trastorno motivado por esa circunstancia. A ello hay que añadir otros factores,
que están asimismo solo apuntados, pero que bastan para sembrar la sombra de la
duda: Verónica lleva un aparato de ortodoncia en la boca que, en principio, la
hace “fea” (ergo, diferente); y no
tiene novio, ni se menciona que ya lo haya tenido, como se sugiere en la escena
a la que acude a la casa de una de sus amigas y partícipe en la sesión de
ouija, la cual en ese momento está dando una de esas fiestas de adolescentes a
los que Verónica no suele ser invitada: ¿inexperiencia e insatisfacción sexual
combinadas? En otra de las escenas más impactantes de la película, Verónica
está comiendo con sus hermanos, y de repente se queda como paralizada,
golpeándose rítmicamente los dientes con el tenedor con comida hasta que
termina escupiendo lo que tiene en la boca. Podemos pensar que esa extraña
reacción es consecuencia de la influencia maléfica del espíritu que la ronda,
pero también podemos ver en ello una especie de conducta anoréxica exacerbada.
Tampoco hay que echar en saco roto el apunte que nos indica que Verónica es una
chica con tendencia a fantasear y a evadirse de la realidad: véanse las
escenas, para nada gratuitas, en las que la protagonista se aísla del mundo con
sus auriculares, escuchando canciones de Héroes del Silencio; Plaza las planifica
resaltando lo que tienen de manifestación de la subjetividad de su heroína: la
mirada de la chica a las estrellas de papel que tiene adheridas al techo, el
aumento del audio de la canción que escucha hasta llenar la pista de sonido… Llama
la atención cómo, en determinados instantes, Plaza acude al desenfoque del segundo
término del plano y deja en primer término y enfocada a Verónica, a modo de
expresión de su aislamiento del mundo.
Como
señalaba con acierto el amigo Tonio L. Alarcón en su crítica para Dirigido por… (2), el hecho de que una de las primeras manifestaciones
sobrenaturales en el piso de la protagonista consista en la terrorífica imagen
del fantasma del padre de Verónica, desnudo y acercándose a ella mientras la
llama por su nombre, apunta a otro tipo de sugerencias no menos perversas:
¿Verónica pudo haber sido víctima de abusos sexuales a manos de su difunto progenitor?
¿Ese anhelo por conjurarlo a través de la ouija puede interpretarse como un
reflejo de deseos y/ o temores largamente reprimidos que se encuentran en la
línea de lo que hemos señalado anteriormente? Como apunta asimismo Tonio en el
texto referenciado, y que suscribo, una de las mejores virtudes de Verónica, si no la mejor, es que sabe
sugerir muchas cosas, pero sin desarrollar ninguna; y esa aparente dejadez, que
no es tal, esa negativa expresa a ofrecer las famosas “explicaciones
racionales” tan temibles dentro del cine de terror a fin de dejarlo todo a la
sugerencia, contribuye a enriquecer el film en materia de atmósfera.
Como
también ocurría –salvando todas las distancias que se quieran– en ¡Suspense! (The Innocents, 1961, Jack
Clayton), en Verónica las fronteras
entre lo real y lo irreal, entre lo sobrenatural y lo pragmático, se diluyen en
no pocas ocasiones. Desde luego que podemos pensar que todo lo que ocurre son
imaginaciones de la protagonista, y que ha terminado contagiando su histeria y
sus miedos fácilmente a sus hermanos pequeños; en las escenas finales, ella
misma acaba llegando a esa conclusión. Pero no hay que olvidar que las dos compañeras
de escuela de Verónica y el inspector de policía que se persona en el domicilio
de la protagonista han presenciado terroríficos sucesos que desafían los
límites de la razón. Incluso suponiendo que todo esté tan solo en la mente
“enferma” de Verónica, podemos pensar que ha podido influir de algún modo en
sus condiscípulas, pero es imposible que haya podido hacerlo en el inspector, puesto
que no se conocen. Los puntos de vista no “cuadran”.
En
este o similar sentido funcionan las secuencias de las pesadillas de Verónica.
En una de ellas, la protagonista ve cómo la sombra del brazo de la criatura se
proyecta sobre su cuerpo con la mano abierta, y de pronto la cierra, formando
un puño cuando la sombra está a la altura de su entrepierna; la ropa de
Verónica se mancha de sangre en ese mismo lugar, dejando correr una simbólica menstruación,
mientras la voz en off de su madre,
presente en la misma pesadilla, le dice: “¡Crece
de una vez!” (un reproche que, por cierto, su progenitora suele hacerle con
frecuencia en estado de vigilia, diciéndole que sus temores y su afición a leer
esos fascículos sobre lo paranormal no son más que tonterías de niña pequeña); al despertar de ese horrible mal sueño, la cama y el pantalón del pijama de Verónica están ligeramente manchados de sangre: ¿sangre menstrual... o la derramada por culpa de una especie de “violación” invisible? En otro instante de esas pesadillas, unas manos negras brotan de la cama de Verónica
–un poco a lo Pesadilla en Elm Street
(A Nightmare on Elm Street, 1984, Wes Craven), todo hay que decirlo– y la
manosean violentamente, sugiriendo de nuevo una sexualidad forzada y/ o repleta
de inquietudes o insatisfacciones personales. Una tercera escena pesadilla tan efectiva
como las anteriores, pero acaso de implicaciones excesivamente obvias, es
aquella en la que la muchacha es atacada en su cama y devorada… ¡por sus
hermanitos!, a modo de expresión de hasta qué punto se siente Verónica
absorbida por su situación familiar. Pero, con mayor o menor acierto, Verónica es una (otra) digresión en
torno al proceso de madurez emocional/ sexual de una mujer joven, temática que
hallamos con relativa frecuencia en el panorama del cine actual, como bien
demuestran títulos como Crudo (Grave,
2016, Julia Ducournau), Personal Shopper
(ídem, 2016, Olivier Assayas), Lady
Macbeth (ídem, 2016, William Oldroyd), Wonder
Woman (ídem, 2017, Patty Jenkins) o, en parte, la reciente nueva versión de
La seducción (The Beguiled, 2017,
Sofia Coppola) (3).
En
Verónica, Plaza desarrolla, asimismo,
uno de sus trabajos más refinados en materia de puesta en escena, con
resultados excelentes. A los momentos ya mencionados cabe añadir otros, como la
primera manifestación del horrendo ente oscuro en el piso de la protagonista:
el director concibe un elaborado plano con travelling
por el interior de la vivienda, que permite intuir, subrepticiamente, la negra
figura de ese ser avanzando lentamente por el pasillo; la cámara prosigue su
avance, dejando a la criatura fuera de cuadro, hasta que volvemos a intuir de
nuevo su presencia, rompiendo el
verosímil, reflejada en la pantalla del televisor apagado y a espaldas de
Verónica; una imagen, cierto, que recuerda vagamente al M. Night Shyamalan de Señales (Signs, 2002), pero sin que ello
desmerezca el resultado ni le reste efectividad. También hay autoguiños: ahí
están Leticia Dolera ([Rec] 3: Génesis])
y la estupenda Maru Valdivielso (Cuento
de Navidad) interpretando a dos de las monjas de la escuela religiosa a la
que acude Verónica; entre ellas hay una, anciana y ciega a cargo de una
excelente Consuelo Trujillo, que parece evocar no ya a la reciente Devil Inside (The Devil Inside, 2012,
William Brent Bell) como a la monja invidente de Dark Waters/ Temnye vody
(Mariano Baino, 1993) o incluso al religioso ciego encarnado por John Carradine
en La centinela (The Sentinel, 1977,
Michael Winner). Por otro lado, es difícil no pensar en Drácula de Bram Stoker (Bram Stoker’s Dracula, 1992, Francis Ford
Coppola) –y, antes, en Nosferatu el
vampiro (Nosferatu: Eine symphonie des grauens, 1922, F.W. Murnau)– en los
planos en los que la sombra del diabólico ente se mueve por las paredes de la
vivienda; pero no creo que Plaza pretenda imitar el expresionismo alemán, u
homenajear a Coppola o a Murnau (al menos, no en primera instancia), sino
utilizar un recurso visual reconocible en aras de la efectividad, e incluso como
demostración de cierto orgullo, honesto y sincero, por estar ofreciendo un
producto de género que no se avergüenza de serlo, y no por ello menos personal.
Por más que el resultado diste de ser perfecto, hay en Verónica más buen cine del que suele hacer gala la media nacional.
(1)
(3)
La seducción: http://elcineseguntfv.blogspot.com.es/2017/08/putas-es-poco-la-seduccion-de-sofia.html