[ADVERTENCIA:
EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE
REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Lo comentaba hace
poco en mi reseña de Animales nocturnos
(1), y vuelvo a insistir en ello:
hay películas cuyas mejores ideas son mérito de las novelas, obras de teatro,
poemas o cómics que adaptan o en los que se inspiran. Aparentemente, La doncella (Ah-ga-ssi, 2016) toma lo más
interesante de Falsa identidad (2002;
edición española: Anagrama, 2009), el libro de Sarah Waters del cual parte y
que lamento desconocer –tampoco he visto la adaptación previa, en formato de
miniserie para la televisión británica, de la misma: Fingersmith (Aisling Walsh, 2005)–, aunque, a juzgar por las referencias
existentes, lo mejor del film coescrito y realizado por el surcoreano Park
Chan-wook ya se encontraba en la novela: su construcción narrativa.
Dicha
construcción, aparentemente compleja, es en el fondo más sencilla que lo que
los retruécanos argumentales que la acompañan en el film puedan dar a entender:
la eficacia de La doncella en
particular, y del cine de Park Chan-wook en general, depende mucho de las
apariencias. A diferencia del libro de Waters, Park y el coguionista Jeong
Seo-kyeong trasladan la acción a la Corea de la ocupación japonesa (1910-1945),
durante la década de los treinta. El primer tercio del relato está narrado
desde el punto de vista de Sook-Hee (Tae-ri Kim), una joven coreana que entra a
trabajar como sirvienta en la mansión donde vive una refinada dama japonesa,
Hideko (Min-hee Kim), en compañía de su viejo tío Kouzuki (Jin-woong Jo). En
realidad, Sook-Hee es cómplice de un timador que, adoptando la identidad del
conde japonés Fujiwara (Jung-woo Ha), pretende engañar a Hideko, aprovechándose
de su ingenuidad, a fin de seducirla, casarse con ella y llevársela a Japón,
donde, una vez se haya apoderado de su dinero, conseguirá que la encierren de
por vida en un centro psiquiátrico. La misión de Sook-Hee es convertirse en la
doncella de Hideko, tomar nota de todos los detalles de su vida y pensamiento,
y pasarle esa información a Fujiwara para ayudarle en su farsa. Lo que no
estaba previsto es que Sook-Hee se enamore de Hideko, y que ambas devengan
amantes. Los celos devoran a Sook-Hee, la cual no soporta que Fujiwara toque a
Hideko; pero, incapaz de echarse atrás, sigue adelante con el plan, el cual funciona
tal y como estaba previsto: Fujiwara consigue seducir a Hideko (por más que
esta se niega a renunciar a la compañía, y sobre todo a las atenciones sexuales,
de Sook-Hee), y convencerla para que contraigan nupcias y viajen a su país de
origen acompañados de la fiel doncella. Pero, una vez allí –y cuando ya
llevamos alrededor de una hora de metraje–, el relato da un giro imprevisto:
llegado el momento de entregar a la desdichada Hideko al centro psiquiátrico
donde será encerrada, ¡será Sook-Hee, confundida con la auténtica Hideko, la
que acabará dando con sus huesos en dicha institución!
¿Qué
ha ocurrido? Una serie de flashbacks
nos lo desvelan: sin que Sook-Hee lo supiera, Hideko no es, ni por asomo, la
mujer frágil que aparentaba ser, sino por el contrario una persona astuta que
vive encerrada por su tío Kouzuki. Este tampoco es el honorable caballero nipón
que parece, sino un depravado que ha obligado desde pequeña a Hideko a
convertirse en lectora y actriz de sesiones privadas de lectura de novelas
eróticas, para solaz de Kouzuki y su selecto grupo de degenerados amigos. Más
aún: la tía de Hideko y esposa de Kouzuki (So-ri Moon) era, en el pasado, la
encargada de protagonizar esas sesiones de lectura e interpretación eróticas, y
de instruir a la pequeña Hideko en ellas, hasta que, destrozada por la
humillación, los maltratos de Kouzuki y la locura, acabó quitándose la vida,
ahorcándose en el árbol que corona el jardín de la mansión y que Hideko ve cada
noche desde su ventana…
A
espaldas de Sook-Hee, Hideko y Fujiwara, que también contra todo pronóstico se
ha enamorado de la mujer a la que pretendía embaucar y ha acabado confesándole
cuáles eran sus secretas intenciones, han trazado juntos un plan B: Hideko
fingirá que Fujiwara ha logrado camelarla para, más adelante y una vez casados
e instalados en Japón, encerrar a Sook-Hee en el psiquiátrico haciendo creer a
los médicos que ella es la señora, mientras que Hideko fingirá ser la doncella…
Un plan diabólicamente perfecto, pero que vuelve a dar paso a otro giro de
guion en virtud de la existencia de un plan C: Hideko y Sook-Hee se han
confesado la una a la otra lo que ocultaban, y han preparado ese tercer plan,
en virtud del cual Sook-Hee será temporalmente encerrada en el psiquiátrico
pero logrará escapar gracias a la ayuda de Hideko, la cual mientras tanto se
habrá librado de Fujiwara, llevándose consigo todo el dinero para luego huir
con Sook-Hee, y dejar a Fujiwara a merced del vengativo Kouzuki y sus sicarios…
El
principal problema de La doncella es
que, más allá de los dos efectos sorpresa derivados de tan tramposa
construcción narrativa, y de algunos curiosos detalles, no ofrece gran cosa.
Despojado de esos golpes de efecto, el film es un decorativo pero hueco
melodrama erótico-criminal que, en sus peores momentos, Park ilustra con esos
trazos de brocha gorda tan característicos de su efectista estilo. Cierto: la
película está llena de muchos y muy variados movimientos de cámara, de esos que
gustan tanto y que dotan a cualquier director del marchamo de “estilista”
(sic); se ha comparado con frecuencia al cineasta surcoreano con Brian de Palma
o Dario Argento, pero en la práctica carece de las virtudes de ambos, sobre
todo si tenemos en cuenta que sus travellings
no son nada más que pirotecnia destinada a rellenar el más absoluto de los
vacíos. Un reproche que durante mucho tiempo se les ha formulado a De Palma y
Argento, con la diferencia de que estos (en particular, el primero) saben
convertir el travelling en un recurso
bello, algo atractivo en sí mismo considerado y con indiferencia, cuando no
abierto desprecio, hacia lo que se conoce como “funcionalidad narrativa”. Por
el contrario, los movimientos de cámara de Park, aparte de ser de una notable
fealdad, están ejecutados con la intención de subrayar algo: cf. el vuelo de la cámara, siguiendo la admirada
mirada de Sook-Hee la primera vez que entra en la suntuosa mansión de sus
nuevos amos japoneses (los movimientos de la cámara son tan rápidos que apenas
permiten apreciar la belleza del decorado, y ni mucho menos, compartir el
embelesamiento del personaje); o el veloz travelling
frontal que, desde el punto de vista de Sook-Hee, nos descubre a Hideko y su
tío Kouzuki conversando en la cámara secreta que, como luego sabremos, es el
escenario de las performances de Hideko (con el cual se pretende expresar, “artísticamente”, una sensación de
sorpresa de Sook-Hee equivalente a la que podría haberse logrado, sin tantas
florituras, con un simple zoom).
La
mencionada construcción del relato da pie a Park a elaborar,
asimismo, un ejercicio de montaje inspirado en los llevados a cabo (con
resultados mucho más brillantes) por De Palma. Hasta cierto punto, puede
entenderse que la superficialidad del primer tercio de la trama –solo compensada
por la excelente interpretación de los actores y la belleza formal de la
fotografía– resulta hasta cierto punto “deliberada”, habida cuenta de que, tan
pronto como la trama presenta su primera “sorpresa” (el plan B), una serie de flashbacks nos devuelven al primer
tercio del metraje, y es entonces cuando descubrimos, por así decirlo, los encuadres
que faltaban en las escenas que hemos presenciado antes y que ahora, una vez
añadidos, le confieren su auténtico y completo sentido. Descubrimos, así, que cuando
Hideko gritó en mitad de la noche, lo hizo para atraer a la doncella a su
lecho, y empezar así su proceso de seducción; que, cuando Sook-Hee descubrió a
Hideko y Fujiwara apasionadamente abrazados en el bosque, el gesto de los amantes
estaba en realidad dirigido hacia la doncella para crearle una falsa impresión;
o que, cuando Sook-Hee vio la mancha de sangre en el lecho de Hideko y Fujiwara
tras la noche de bodas de estos últimos, certificando aparentemente que
Fujiwara había desvirgado a Hideko, en realidad esa mancha no era sino
resultado de un corte que Hideko se infligió en una mano con un cuchillo para
simular esa desfloración. El resultado, empero, no resulta todo lo enigmático e
ingenioso que, se supone, debería ser, sino por el contrario mecánico, pesado y
bastante aburrido. De ahí que, una vez establecida esa “mecánica sorpresiva”,
el seguro giro de la trama (el plan C) no haga sino acrecentar la sensación de
que La doncella es poco más que una
gigantesca tomadura de pelo, revestida, eso sí, de una elegancia formal que no
es sino un mero paliativo de cara a disimular, sin éxito, su condición de mera pompa de jabón.
Pese
a la presencia de algunos detalles que impiden que la película se hunda por
completo, hay en ella demasiados aspectos que terminan inclinando la balanza
hacia el saldo de lo negativo, tales como la sempiterna costumbre, tan
característica del cine surcoreano, de alargar los metrajes más allá de lo
estrictamente necesario (sus 144 minutos acaban pesando sobremanera); o el
pobre recurso de la voz en off de
Sook-Hee en el primer tercio de la trama; o la inacabable secuencia de violencia dirty, cerca del
final (tan típica, asimismo, de la cinematografía surcoreana), en la que Fujiwara descubre que el viejo Kouzuki ha reemplazado la
satisfacción de una pulsión sexual que, dada su edad, ya se ve físicamente incapaz de
saciar, por la satisfacción de una pulsión, más perversa, hacia la tortura:
Park Chan-wook no puede decepcionar a los fans que le encumbraron gracias a la
mediocre Oldboy (Oldeuboi, 2003), la
más conocida chorrada de la carrera de un director cuya filmografía ya tiene
unas cuantas, léase Joint Security Area
(Gongdong gyeongbi guyeok JSA, 2000), Sympathy
for Mr. Vengeance (Boksuneun naui geot, 2002), Thirst (Bakjwi, 2009) o Stoker
(ídem, 2013), por limitarme a las que he tenido la desgracia de ver. Asimismo, que La doncella gire alrededor de personajes perversos y plantee situaciones perversas no significa, ni mucho menos, que sea una película perversa: la perversidad es, paradójicamente, la gran ausente de un film que arroja sobre personajes y situaciones una mirada meramente esteticista y complaciente, cuando no burdamente irónica, caricaturesca. Es lo que la diferencia de una película como Elle (ídem, 2016), en la que el veterano Paul Verhoeven arroja, aquí sí, una mirada perversa, cuando no malvada, sobre personajes y situaciones igualmente perversos y malvados, haciendo incómodamente partícipe al espectador de esa vesania mostrándola en toda su crudeza, en toda su humanidad.