[ADVERTENCIA:
EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE
REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Por más que,
históricamente hablando, el famoso apodo de “la reina virgen” suele aplicarse a
la figura de Isabel I de Inglaterra (1533-1603), y ello tan solo por el hecho
de que jamás contrajo matrimonio, han existido otros monarcas de sexo femenino tildadas
de ese modo, y por la misma y endeble razón. Quien también tuvo que cargar con
ese sambenito –vergonzoso, sobre todo, a ojos de hoy, pero algo muy honorable
en su época– fue la reina Cristina de Suecia (1626-1689), la cual fue monarca
de su país desde el 6 de noviembre de 1632 –si bien no fue oficialmente
coronada hasta el 20 de octubre de 1650, poco antes de cumplir 18 años– y hasta
el 6 de junio de 1654, fecha en la que abdicó del trono en favor de su primo –y
antiguo pretendiente– Carlos X Gustavo. Reina
Cristina (The Girl King, 2015), de Mika Kaurismäki, coproducción entre Finlandia,
Canadá, Suecia, Alemania y Francia rodada en inglés, francés y alemán, recrea
la historia de la “reina virgen” sueca a partir de un guion del dramaturgo
canadiense Michel Marc Bouchard, basado a su vez en una obra de teatro suya
estrenada en versión francófona en 2012 en el Théâtre du Nouveau Monde de
Montreal, y representada en versión inglesa en el Festival de teatro de
Stratford de 2014.
No
es la primera vez, que el cine se interesa por este personaje (aunque quizá
sería más adecuado escribir “personalidad histórica”). Baste recordar, sin ir
más lejos, la popular película de Rouben Mamoulian La reina Cristina de Suecia (Queen Christina, 1933), uno de los
máximos exponentes del mito Greta Garbo que, pese a su encanto, no es ni de
lejos lo mejor de su director; y, sobre todo, la extraordinaria Abdicación (The Abdication, 1974), film
de Anthony Harvey escrito por Ruth Wolff a partir de su propia obra teatral,
admirablemente sostenido sobre la colaboración de un equipo técnico-artístico
de primera categoría –el operador Geoffrey Unsworth, el compositor Nino Rota,
el decorador Terence Marsh– y una superlativa pareja de protagonistas, Liv
Ullmann y Peter Finch. Reina Cristina
guarda una estrecha relación con estas dos películas. Con respecto a la
primera, vendría a ser su antítesis en lo que a una de las principales
cuestiones que plantea se refiere, la relativa a la sexualidad de la reina
sueca: recordemos que, a pesar de que en determinados momentos del film de
Mamoulian flotaba la sugerencia en torno al lesbianismo de Cristina –recordemos
las célebres escenas en las que la reina se viste con ropa de hombre para pasar
desapercibida; a ello hay que añadir la ambigüedad de la Garbo, bien señalada
por numerosos biógrafos–, La reina
Cristina de Suecia ofrecía una visión heterosexual de la protagonista,
haciéndole mantener un romance con el personaje de Antonio (John Gilbert), un
emisario español.
En
cambio, Reina Cristina recoge con
decisión el parecer de numerosos historiadores sobre la homosexualidad de la
reina sueca (encarnada con notable energía por Malin Buska), y no solo
mostrándola manteniendo una abierta relación amorosa con otra mujer, su prima y
dama de compañía la condesa Ebba Sparre (Sarah Gadon). La tesis del film de
Kaurismäke consiste, precisamente, en que si no toda, al menos sí buena parte
de la vida de la protagonista, y la toma de muchas de sus decisiones políticas
y personales, estuvieron condicionadas por la imposibilidad de dar rienda
suelta a su sexualidad de manera normalizada. Eso se hace patente, sobre todo,
en el hecho de que Cristina rechaza de forma sistemática a todos los
pretendientes (masculinos, claro está) que intentan casarse con ella, bien sea
por arribismo –caso del conde Johan Oxenstierna (Lucas Bryant), hijo del mariscal
y principal consejero de la reina Axel Oxenstierna (Michael Nyqvist)–, o bien
porque están sinceramente enamorados de ella –caso de Carlos Gustavo/ Karl
Gustav Kasimir (François Arnaud), que al final acabará sucediendo a Cristina en
el trono–, y que no hace sino oídos sordos a las continuas exigencias de su
corte, en el sentido de que tiene que elegir esposo para dar a luz a un
heredero.
De
hecho, la decadencia de Cristina, y lo que al final la impulsa a tomar la
decisión de abdicar a favor de Carlos Gustavo, está motivada en que su amada
Ebba acaba cediendo a las presiones que la obligan a casarse con su antiguo
prometido, el conde Jakob de la Gardie (Jannis Niewöhner), y con ello, es
separada “legalmente” de su lado. Esa frustración de índole sexual es lo que en
parte la motivará de cara a adoptar una audaz decisión política: nombrar a
Carlos Gustavo no su marido, como la corte quisiera, sino su hijo (sic), y de este modo, su heredero al trono. Reina Cristina termina, precisamente,
ahí donde empezaba Abdicación:
Cristina asiste a la coronación de Carlos Gustavo, y a continuación sale de la
iglesia donde se ha oficiado la solemne ceremonia, atravesando un dintel
iluminado con una fuerte luz blanca: así era como comenzaba la película de
Anthony Harvey, mostrando la salida de Cristina de la misma ceremonia como una
luminosa liberación para la
protagonista.
Es
una pena que un film en torno a una personalidad (sea o no “histórica”) tan
atractiva como la de Cristina de Suecia acabe resultando tan endeble,
previsible y, a ratos, tosco y aburrido por culpa de la rutina de la
realización de Mika Kaurismäki. Y lo es mayormente no solo por, como ya he
dicho, la excelente interpretación de Malin Buska en el papel protagonista (muy
bien secundada, además, por el resto de notables componentes del reparto), sino
porque el guion ofrece de la protagonista un retrato muy atractivo. Cristina es
mostrada como una “rebelde”, muy “progresista” vista a ojos de hoy, pero que el
film tiene el cuidado de retratar en el contexto de la época en la que
transcurre la trama, recalcando el telón de fondo de acontecimientos como la
Guerra de los 30 años entre católicos y luteranos –una de las primeras
decisiones de Cristina al subir al trono fue ponerle fin–; o, en particular, la
insaciable sed de conocimientos de una monarca caracterizada por una
notabilísima cultura y una inagotable curiosidad, que –tal y como se refleja en
la película– la lleva a coleccionar libros y obras de arte que devora con
fruición, y en particular, forjar una gran amistad con el filósofo René Descartes
(Patrick Bauchau): uno de los mejores momentos del film, si no el mejor, gira
en torno a la lección de anatomía que –evocando, indirectamente, a la
famosísima pintura homónima de Rembrandt, también conocida como La lección de anatomía del Dr. Nicolaes Tulp–
lleva a cabo Descartes en presencia de una fascinada Cristina, y de una
escandalizada corte sueca, en el curso de la cual el filósofo extrae la
glándula pineal de un cadáver, en su opinión la cuna de todos los sentimientos
del alma.
Pero,
como ya he indicado antes, y a pesar de ese y algún otro esporádico buen
momento, Reina Cristina nunca supera
el listón de lo discreto, y eso se debe en gran medida a la insipidez de la
puesta en escena de Mika Kaurismäki, un realizador hasta cierto punto simpático
por el hecho de ser –sin duda, exageradamente– algo así como el “hermano tonto” de
Aki Kaurismäki según los “listos”, pero cuya obra nunca se ha caracterizado por
un exceso de pretensiones, más bien al contrario. Hay que decir en descargo del
cineasta que, pese al carácter de coproducción internacional del producto, la
película se muestra más bien parca en medios, y en todo momento da la impresión
de que se ha rodado aprovechando muchos escenarios reales (por ejemplo, según
los datos de producción, el castillo de Turku en Finlandia, que pasa por ser el
castillo real de Kronor en Estocolmo), lo cual puede haber influido a la hora
de dificultar e incluso limitar la planificación de cara a conseguir buenos
ángulos de cámara. Pero ello no excusa a Kaurismäki de haber resuelto demasiadas
escenas de manera simplemente correcta y sin vida, en las cuales el plano/
contraplano acaba siendo el principal recurso expresivo (y, a ratos, ni tan
siquiera eso está completamente bien ejecutado). Una lástima, repito, porque la
reina Cristina de Suecia se merecía otra película a su altura, o al menos, a la
de la magnífica Abdicación.
Otro análisis de “Reina Cristina” en: