viernes, 27 de noviembre de 2015

Sinfonía visual en rojo: “LA CUMBRE ESCARLATA”, de GUILLERMO DEL TORO



[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO, QUE COMPLEMENTA MI RESEÑA DE ESTE FILM PUBLICADA EN EL NÚM. 361 DE “IMÁGENES DE ACTUALIDAD” (1), SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE SU TRAMA.] No es ningún secreto a estas alturas que Guillermo del Toro es un enamorado de lo gótico: eso salta a la vista viendo Cronos (ídem, 1993), Mimic (ídem, 1997), El espinazo del diablo (2001), Blade II (ídem, 2002), Hellboy (ídem, 2002) / Hellboy II: El ejército dorado (Hellboy II: The Golden Army, 2008)), El laberinto del fauno (2006) y la serie de televisión The Strain (ídem, 2014- ), con independencia de los méritos de cada uno de esos títulos. La cumbre escarlata (Crimson Peak, 2015) viene a ser su culminación al respecto, pues adopta la forma de un homenaje a las fuentes del cine gótico y combina en su argumento una serie de evidentes referencias literarias con guiños cinematográficos a clásicos del terror gótico.


Sin ánimo de exhaustividad, en La cumbre escarlata su protagonista, la joven norteamericana Edith Cushing (una siempre excelente Mia Wasikowska), escribe relatos que mezclan, se nos dice, una trama amorosa con el cuento de fantasmas; además, ella misma afirma su deseo de querer ser “como Mary Shelley”. Yendo un poco más lejos (quizá demasiado, lo admito), podría verse un vago paralelismo entre la atracción amorosa que Edith siente hacia el noble británico Thomas Sharpe (Tom Hiddleston) con la relación que Mary Shelley tuvo con el poeta Percy Shelley. A fin de cuentas, tanto en un caso como en el otro, Mary/ Edith son ejemplos de jóvenes vírgenes que descubren el amor/ el sexo en los brazos de Thomas/ Percy, amantes apasionados con aureola de “malditos”: el Thomas de La cumbre escarlata tiene mucho de antihéroe romántico, con sus largos cabellos, sus ropajes oscuros y su aire decadente y misterioso. También está presente, por descontado, la Jane Eyre de Charlotte Brontë, con Edith convertida en una nueva Jane, Thomas en un equivalente a Rochester, y su hermana Lucille (Jessica Chastain), en una tránsfuga de la esposa de Rochester, demencia homicida incluida, con la diferencia de que, en este caso, Lucille da rienda suelta a su locura con total libertad y haciendo valer su prevalencia sobre su hermano menor.


Edith también tiene más de un punto en común con la protagonista de Otra vuelta de tuerca, de Henry James, otro título clarísimamente evocado en La cumbre escarlata. Si bien en el relato de James se trata de un ama de llaves contratada para cuidar a los hijos del señor de la casa, mientras que Edith es la esposa recién casada del señor de la mansión, ambas mujeres comparten no solo la inexperiencia sexual, sino también que sus miedos y temores vienen acompañados de apariciones espectrales que las atormentan, que pueden ser o no reales en el caso de la protagonista de Otra vuelta de tuerca, y que en cambio sí lo son para la de La cumbre escarlata, y la acompañan desde su más tierna infancia. Están, finalmente, los ecos de una novela que no es sino una irregular heredera de la literatura gótica escrita en el siglo XX: Rebeca, de Daphne Du Maurier, con Edith asumiendo un rol parecido al de la muchacha sin nombre que se casaba con Maxim de Winter, en su caso conociendo la viudedad de su esposo y yéndose a vivir con él a una suntuosa mansión repleta de extraños ecos del pasado y de la(s) anterior(es) esposa(s) de Maxim/ Thomas.


También lo son, a nivel estrictamente fílmico, los guiños al cine gótico (sea o no de terror), empezando por la presencia de Mia Wasikowska, quien interpretara a Jane Eyre en la interesante versión dirigida en 2011 por Cary Joji Fukunaga, y si me apuran, a otra heroína con connotaciones vagamente góticas: la protagonista de Alicia en el País de las Maravillas/ Alice in Wonderland, 2010, Tim Burton (1); por no hablar del apellido de su personaje, en evidente referencia a Peter Cushing. Dejando aparte los vagos ecos de ¡Suspense! (The Innocents, 1961), la extraordinaria lectura de Otra vuelta de tuerca llevada a cabo por Jack Clayton, Del Toro no puede/ no quiere resistir la tentación de homenajear a clásicos del cine de fantasmas y casas encantadas firmados por Robert Wise —el momento en que Edith intenta abrir una puerta que, de repente, se cierra de golpe por sí sola, recuerda The Haunting (1963)—, Peter Medak —ese hermoso plano que muestra, fugazmente, una figura fantasmal sentada en una silla de ruedas y como flotando en medio del polvo, que hace pensar, claro está, en Al final de la escalera (The Changeling, 1980)— y Stanley Kubrick —el momento en que el cadavérico fantasma de una mujer se levanta de la bañera trae a la memoria uno de los instantes más recordados de El resplandor (The Shining, 1980)—, aunque la referencia estética a Mario Bava, sobre todo en lo que se refiere al uso del color, me parece la más destacable. Por descontado, el suntuoso decorado de Allerdale Hall, la mansión de los Sharpe, con su aspecto medio derruido, sus grietas y su frialdad, reflejan el carácter decadente de sus habitantes de una manera parecida a como lo ensayara Roger Corman en una de sus mejores películas, La caída de la casa Usher (House of Usher, 1960).


Pero lo que llama la atención de La cumbre escarlata no es ese destilado de citas, inevitables a día de hoy en el cine actual y que, por lo visto, no pueden “faltar a la cita”, valga la redundancia. Lo más atractivo es el rotundo desprecio que Del Toro lleva a cabo del carácter inverosímil de una trama que bebe a tragos largos de toda esa tradición cultural literario-cinematográfica en torno a lo gótico. Una trama de la que no se preocupa de disimular ni su carácter folletinesco ni sus elementos, digamos, “excesivos”; por el contrario, más bien potenciándolos. El resultado, para el que suscribe muy bello, está siendo/ será discutido por su carácter eminentemente formalista, que va en detrimento de su dramaturgia, la cual está puesta en todo momento al servicio de la plástica de una realización en la que la forma acaba siendo el fondo del relato. Del Toro presenta un desaforado melodrama gótico salpicado de aterradoras apariciones fantasmales (por más que se haya “vendido” así, La cumbre escarlata no es exactamente una película “de” fantasmas, sino más bien “con” fantasmas), sin disimular en ningún instante los mimbres del argumento: desde el principio intuimos que Edith está siendo víctima de un diabólico engaño por parte de su marido Thomas y de su pérfida hermana Lucille. Perfidia que, como digo, Del Toro no solo no disimula, sino que incluso potencia desde el primer momento. En este sentido, la mirada de desprecio de Lucille la primera vez que ve a Edith, sus negras vestimentas, su frialdad y su arrogancia ante la protagonista no dejan lugar a dudas sobre las malas intenciones del personaje, que Jessica Chastain incorpora con plena conciencia de estar dando vida (o, mejor dicho, movimiento) a un arquetipo.


Dicho de otra manera: lo que aparentemente narra La cumbre escarlata no tiene mayor interés que el que Del Toro le confiere desde un punto de vista estrictamente enunciativo, por más que tampoco esté exento por completo de atractivo. Se le podría reprochar al film que lo que cuenta carece de sorpresa u originalidad alguna (sobre todo, claro está, si se conoce mínimamente la literatura y el cine góticos), aunque también cabe pensar que lo que ha hecho Del Toro es, precisamente, hacer una película gótica no tanto para amantes de lo gótico como para desconocedores de lo gótico. Desde este punto de vista, la trama de La cumbre escarlata es tan excesiva como suelen serlo las historias góticas. De hecho, lo gótico es, por definición, excesivo (en el sentido de exuberante) y recargado (en el de denso, espeso, asfixiante). No existe un gótico sobrio ni moderado; lo gótico lo es o no lo es, sin medias tintas.


Puede interpretarse esa indiferencia por el argumento, entendido como algo que puede servir entre otras cosas para “contar historias”, como un desprecio por parte de Del Toro hacia la noción de que las películas tienen que contar “algo”, y que ese “algo” tiene que ser, preferentemente, una “historia”. La vieja idea de que el cine sirve solo para eso: para contar historias. En efecto, en La cumbre escarlata hay una historia, y Del Toro la cuenta impecablemente, por más que la misma no sea demasiado complicada, más allá de un par de golpes de efecto o “giros de guión” destinados a hacerla avanzar: el asesinato del padre de Edith, Carter Cushing (Jim Beaver), en el cuarto de baño de su club, que más adelante descubrimos que fue cometido por la demente Lucille; o la revelación de la evidente naturaleza incestuosa de la relación entre Thomas y Lucille. Lo primero sirve para que Edith termine aceptando la proposición matrimonial de Thomas, pues ese asesinato no es sino un recurso para hacer avanzar la acción. Del Toro lo demuestra resolviendo elípticamente la boda de Edith y Thomas, ansioso como está de situarles a donde quiere llegar, esto es, Allerdale Hall. Lo mismo podemos decir de lo segundo, a partir de lo cual Edith es consciente de que su vida corre peligro mientras permanezca dentro de la mansión por culpa de las maquinaciones de una Lucille psicópata y sin escrúpulos, y no de las almas en pena que periódicamente se le aparecen atormentándola (en realidad, advirtiéndola: la función canónica de los fantasmas).


Si seguimos entendiendo que lo que narra La cumbre escarlata “es” la película/ la historia que salta vemos ante nuestros ojos a simple vista, puede comprenderse que haya quien vea en la misma una obra de interés limitado. Pero si entendemos, viendo la manera como Del Toro la cuenta, que esa historia no es más que un instrumento o un medio para llegar a lo que verdaderamente le interesa contar, es entonces cuando La cumbre escarlata se revela como un film de extraordinario interés. Porque los auténticos protagonistas de la película no son ni Edith, ni Thomas, ni Lucille, ni el resto de personajes, sino todo aquello que compone la parafernalia estética que narra sus vicisitudes: la puesta en escena. La auténtica razón de ser de La cumbre escarlata, lo que le confiere su verdadero sentido, reside en el despliegue visual de Del Toro para contar una trama que le interesa solo en la medida que le sirve de apoyo para todo lo demás.


¿Y qué es todo lo demás? Lo que conforma no ya la mayor baza de la película, sino casi me atrevería a decir que la única: su atmósfera. Una atmósfera tan intrínsecamente pegada al relato que es lo que acaba confiriéndole, como digo, todo su sentido. Atmósfera que recorre todo el metraje y que está muy presente, a base de golpes de intensidad, en los momentos “fuertes”: las escenas de las apariciones espectrales. No hay que olvidar que el film arranca con una corta escena, luego recuperada en las escenas finales, en la cual vemos a Edith, con un vestido blanco y las manos y el rostro manchados de sangre, corriendo por un blanquísimo paisaje nevado (los alrededores de Allerdale Hall), y empuñando un cuchillo con el cual intenta defenderse de “alguien” o “algo”. Es una apertura clásica que sugiere que el relato, o al menos la mayor parte del mismo, va a ser contado desde el punto de vista de Edith y que, a modo de prólogo, da paso a un largo flashback que arranca con los primeros recuerdos de una Edith infantil (Sofia Wells), evocando cómo, poco después de su defunción, su propia madre se le presentó en su alcoba convertida en un horrendo espectro negro (Doug Jones) para hacerle una advertencia: “¡Cuidado con la cumbre escarlata!”.


Llama la atención que las apariciones fantasmales estén relacionadas con figuras maternas, de las cuales se ofrece una visión pavorosa: la madre de Edith, que, como digo, se aparece aterradoramente por primera vez ante la protagonista siendo una niña; y luego, el esquelético espectro que recorre Allerdale Hall, que no es sino el alma en pena de una de las exesposas de Thomas, asesinada estando embarazada de su primer hijo. Las apariciones de ambas se producen en pasillos: el que conduce al dormitorio de la pequeña Edith (extraordinario el plano general en el que vemos, al fondo del encuadre, la sombra de las siniestras manos del fantasma de la madre proyectándose sobre la pared); y el pasillo cercano, asimismo, al dormitorio de la Edith adulta en Alledarle Hall, donde un esqueleto sanguinolento brota del suelo y se arrastra hacia la protagonista. Es fácil pensar en otras producciones de Del Toro de planteamientos similares –El orfanato (J.A. Bayona, 2007), No tengas miedo a la oscuridad (Don’t Be Afraid of the Dark, 2010, Troy Nixey), y sobre todo Mamá (Mama, 2013, Andy Muschietti) (2)—, donde se producía, asimismo, un vínculo de tipo materno-filial entre los vivos y los muertos.


Ya he mencionado que la madre de Edith se le aparece siendo esta última una niña: la pequeña, lógicamente aterrorizada, y en un gesto que denota su inmadurez, trata de eludir la visión de esa presencia fantasmagórica escondiéndose bajo las sábanas de su cama; inútil gesto de defensa que, claro está, no impide al fantasma materno acercarse al lecho y posar una mano negra y cadavérica sobre el hombro de la niña. Muchos años después, la madre de Edith vuelve a manifestársele de manera parecida, apareciendo al fondo del pasillo que conduce a su dormitorio. En esta ocasión, la ya adulta Edith trata de evitar esa horrenda visión con otro gesto inmaduro e inútil: cerrando la puerta; naturalmente, eso no sirve para impedir que las manos del fantasma atraviesen la madera y la sujeten, obligándola a escuchar de nuevo su advertencia: “¡Cuidado con la cumbre escarlata!”.


No me parece casual que ambos encuentros sobrenaturales se produzcan en el dormitorio de Edith, y más teniendo en cuenta que, durante buena parte del metraje, flota alrededor de la protagonista la cuestión de su virginidad e inexperiencia sexual. Ese “cuidado con la cumbre escarlata” (de color rojo sangre: como la menstruación, como la desfloración) guarda relación con el hecho de que, estando recién casados, Edith y Thomas no han consumado su matrimonio porque la primera sigue muy afectada por el asesinato de su padre, hasta el punto de dormir temporalmente en habitaciones separadas. El aparente pudor y sensibilidad de Thomas hacia Edith no es sino, como luego sabremos, reflejo del miedo que siente a que su incestuosa hermana Lucille se ponga furiosa si él demuestra un excesivo interés carnal hacia su joven esposa. Pero no es menos cierto que el proceso de madurez psicológica de Edith en Allerdale Hall corre parejo a su madurez sexual. Por eso tampoco es casual que la primera relación sexual entre ambos esposos se produzca fuera del escenario de la mansión, aprovechando una noche que tienen que pasar alojados en una cabaña refugiándose de una tormenta. Del Toro planifica esa primera (y única) noche de amor mostrando a Thomas como una suerte de “vampiro” que se arroja con avidez sobre su “víctima”; en lo que puede verse, además, la influencia estética (más bien, esteticista) del famoso Drácula de Bram Stoker (Bram Stoker’s Dracula, 1992) de Francis Ford Coppola, con el que La cumbre escarlata comparte diseñador de producción: Thomas E. Sanders.


Inmediatamente después de la segunda aparición del alma en pena de su madre, y como consecuencia de la misma, Edith acepta la invitación de Thomas para ir al baile. La forma como lo resuelve Del Toro es magnífica: aterrorizada por esa segunda aparición espectral de su progenitora, la joven baja corriendo las escaleras que la conducen a la planta baja de su casa, y allí se encuentra con Thomas, quien, ajeno a la experiencia que la muchacha acaba de sufrir, le propone que la acompañe; entonces, el realizador inserta un plano en ligero semipicado, con la cámara colocada en lo alto de la escalera, el mismo lugar hacia donde Edith dirige su atemorizada mirada, y a continuación corta, mostrándonos ya a Edith y Thomas llegando al baile: el plano en semipicado desde (se sugiere) el punto de vista del fantasma de la madre, y el corte de montaje a la siguiente secuencia / al siguiente decorado, bastan para expresar que la asustada protagonista ha aceptado la proposición de Thomas para no tener que volver a subir a su dormitorio…


Una vez en Allerdale Hall, las manifestaciones sobrenaturales en presencia de Edith reinciden en la idea de un acercamiento físico a su persona que está sutilmente relacionado, además, con su evolución como personaje y como ser humano: como mujer. Una de ellas tiene lugar mientras la protagonista está tomando un baño, en una escena en la cual se reincide en el escenario de un pasillo: planos generales de Edith dentro de la bañera combinados con lento travelling de aproximación / contraplanos desde su punto de vista, mostrando la puerta abierta del cuarto de baño que da al oscuro pasillo. Es la primera vez que intuimos el cuerpo desnudo de la protagonista: Edith sale de la bañera, y Del Toro inserta un primer plano de sus pies desnudos y mojados apoyándose en el suelo. Es un procedimiento narrativo sencillo y bastante habitual en este tipo de secuencias de “suspense”, pero eficaz en cuanto contribuye a ir dibujando, lentamente, esa madurez psicológica y sexual de la protagonista, puesta en relación con sus miedos y temores.


A mayor ahondamiento, y como ya hemos apuntado, una de las más aterradoras apariciones del fantasma de la mujer que ronda por Allerdale Hall tiene lugar dentro de la bañera, con un hacha de carnicero hundida en su frente, indicativa del procedimiento por el cual fue asesinada. Teniendo en cuenta que fue Lucille la responsable de su muerte, y que la demente hermana de Thomas mantiene una posesiva relación incestuosa con este último, no es descartable el pensar que ese gesto asesino fue perpetrado con la intención de destrozar un cuerpo femenino sexualmente deseable para su hermano: el cuerpo de una rival amorosa. Que la asesinara en la bañera, aprovechando que estaba desnuda e indefensa, y el encarnizamiento empleado, así lo sugieren. Por otra parte, el asesinato de esa mujer en la bañera enlaza, en cierto modo, con el asesinato, también a manos de la psicópata Lucille, del padre de Edith, que ha tenido lugar, asimismo, en unos aseos, en este caso los de su club.


En otro momento del film, a solas en su dormitorio y en camisón, Edith presiente al espectro que la está rondando, y extiende su mano, con vistas a establecer contacto. Una sombra fugaz (como un barrido de la cámara) pasa a su lado, rozándola. Dejando aparte el hecho de que la escena guarda ecos, una vez más, de The Haunting, la misma se erige en una nueva expresión de la evolución de la protagonista: el fantasma no solo es visible para la vista, sino también al tacto. La introducción de esa fisicidad sobrenatural devendrá así una especie de metáfora del proceso de madurez de Edith.


No es de extrañar que cuando Edith por fin sea consciente de la personalidad del fantasma (una de las varias esposas de Thomas, si bien a diferencia de las otras con las que se casó para robarles todo su dinero, esta además le dio un hijo, también asesinado), la misma se le aparezca con su hijo en brazos, en una macabra imagen maternal que no puede menos que recordar el clímax de Mamá. Además, los espectros de madre e hijo se manifiestan ante Edith en el hueco de una escalera, volando por encima de su cabeza como si fueran una versión fantasmagórica de la Inmaculada Concepción, algo que Del Toro realza en ese plano tomado en contrapicado, con los fantasmas flotantes en primer término y Edith al fondo del encuadre, estableciendo una irónica superioridad/ inferioridad entre ambas mujeres, la muerta y la viva, la que ha recorrido su ciclo vital (maternidad incluida) y la que apenas está empezándolo, la que ya ha cruzado el umbral de la muerte y la que todavía no lo ha hecho.   


Con el apoyo inestimable del operador Dan Laustsen y el decorador Thomas E. Sanders, Guillermo del Toro convierte La cumbre escarlata en una fiesta para amantes de lo gótico, construyéndola como si fuera una sinfonía visual en rojo: el rojo de la sangre; de la arcilla que rodea Allerdale Hall, impregnando de manera sanguinolenta el suelo de la mansión y de la nieve que la circunda; de la luz irreal que baña los decorados. Hemos mencionado a Mario Bava: los rojos que emplea Del Toro evocan tanto sus mejores films fantásticos en color de lo sesenta —Las tres caras del miedo (I tre volti della paura, 1963), La frusta e il corpo (1963), Seis mujeres para el asesino (Sei donne per l’assassino, 1964), Operazione paura (1966)— como los peores —Ercole al centro della Terra (1961), Terror en el espacio (Terrore nello spazio, 1965), Diabolik (ídem, 1968)—.


Si, en cine, entendemos el trabajo tras la cámara como el auténtico generador de sentido de lo que se nos está contando, en detrimento del guión (no tan malo como se ha dicho, o no tan malo como pueda serlo el de Seis mujeres para el asesino, sin ir más lejos), el sentido de La cumbre escarlata lo hallamos en las atmosféricas secuencias que hemos descrito y en la densa escena del asesinato del padre de Edith en los lavabos del club, donde Del Toro efectúa un interesante contraste entre el elegante trabajo de ambientación e iluminación (esa luz carmesí que baña el decorado) y la brutalidad con que muestra la muerte del mencionado Carter Cushing (unas manos, enfundadas en unos guantes negros muy de giallo, sujetan su cabeza y la golpean contra el lavabo, hasta destrozar ambos); la llegada de Edith a Allerdale Hall, con esa combinación de planos generales en ligero contrapicado (destinados a mostrar tanto la magnificencia del decorado como la sensación de pequeñez de la protagonista en su nuevo y suntuoso hogar), y de travellings siguiendo a Edith con la cámara situada en las plantas superiores del salón (expresando de nuevo no solo esa pequeñez de la protagonista, sino también sugiriendo la presencia de un “punto de vista invisible”, fantasmal, que la está acechando); el sótano repleto de esos pozos llenos de la arcilla rojo sangre que Thomas extrae con una máquina de su invención, en uno de los cuales vemos flotar unos restos esqueléticos; el contraste radical entre el rojo y el negro predominantes en el interior de Alledale Hall, y el blanco reluciente y helado de sus exteriores nevados, donde Edith y Lucille tienen su último y mortal enfrentamiento, ambas en camisón: dos mujeres enfrentando cuerpo a cuerpo su feminidad y su amor hacia un mismo hombre.


Pero, incluso contemplándola desde el punto de vista exclusivo de su argumento (por más que ello sea empobrecedor, y por definición, anti-cinematográfico), el guión, urdido por Del Toro en colaboración con Matthew Robbins —a quien se le debe, como director, una de las mejores fantasías heroicas de los ochenta: la estupenda El dragón del lago de fuego (Dragonslayer, 1981)—, no es ni mucho menos tan despreciable como se ha dicho. Si su construcción dramática es deliberadamente convencional, dado su carácter de recopilación de lugares comunes de la literatura y el cine góticos, su sentido del detalle brilla, por compensación, a considerable altura. Están, por un lado, los que compensan el superficial personaje del Dr. Alan McMichael (Charlie Hunnam), amigo de la infancia de Edith y, huelga decirlo, secretamente enamorado de ella. Por un lado, vemos a Alan llevando a cabo con la protagonista una pequeña sesión de proyección de diapositivas, en las cuales aparecen supuestas imágenes de fantasmas reales que han sido captadas accidentalmente, y descubiertas una vez reveladas las placas fotográficas de la época. Del Toro le imprime a esta secuencia un tono cotidiano y, por contraste con el que predomina en el resto del film, para nada fantastique; ello se debe a que el propósito soterrado de la secuencia no es sorprender al espectador con esa fotos de almas en pena, sino más bien sugerir el grado de afecto que Alan siente hacia Edith, a la que le enseña dichas imágenes porque, conocedor de la “visita espectral” que tuvo la protagonista siendo niña, sabe que ese tema es importante para ella y pretende así captar su atención (algo unido, además, a los celos que empieza a sentir hacia Thomas en cuanto advierte el interés de Edith hacia este último). Otro buen detalle relacionado con el personaje de Alan se produce en el clímax del relato: sospechando que Edith está corriendo peligro, Alan se presenta de improviso en Allerdale Hall dispuesto a ayudarla (en un giro de guión que, desde luego, hace pensar en el tercio final de El resplandor, la novela de Stephen King y la película de Kubrick); consciente, asimismo, de la peligrosidad de Lucille, y de la prevalencia que tiene sobre su hermano, pero también de que este último tiene que obedecer a regañadientes la orden de Lucille de apuñalarle, Alan aconseja en voz baja a Thomas dónde tiene que herirle sin afectar un punto vital, a fin de engañar a la demente Lucille.


Antes de casarse con Thomas, Edith pasea por un jardín con Lucille, coge una mariposa muerta y comenta que es una lástima que alto tan hermoso pueda ser al mismo tiempo tan frágil. Bien avanzado el relato, y ya casada y viviendo en Allerdale Hall, Edith se percata de la presencia por toda la mansión de montones de mariposas negras que vuelan o se posan en las viejas paredes: recordemos la existencia de ese antiguo mito que relaciona las mariposas negras con la mala suerte, o también, con las almas en pena. En este caso, el comentario de Lucille, y el posterior descubrimiento de estos insectos en la mansión por parte de Edith, guardan una estrecha relación: no es casual que la mariposa de la primera escena mencionada esté muerta en manos de Lucille, alguien acostumbrada a matar “mariposas” (ergo, personas), destinadas a convertirse en almas en pena.


Edith descubre a Thomas en su habitación dedicándose a la construcción de autómatas, extraño hobby que, no obstante, guarda también una estrecha relación con los conocimientos de ingeniería y mecánica del personaje, los mismos que le han llevado a diseñar y construir la máquina extractora de arcilla que quiere patentar. Es tan solo un apunte, pero suficiente para insinuar algo que pronto se verá confirmado: que Thomas no es sino un “autómata” en manos de Lucille, la persona que dirige a distancia sus movimientos y efectúa por él todos los planes. Pero si hay un detalle que define, más y mejor que nada, la fragilidad de la relación entre la pareja protagonista es aquella hermosa secuencia en la cual Edith y Thomas se enamoran bailando un vals mientras sostienen una vela de la cual, se dice, no debe apagarse, a fin de demostrar la destreza y sobre todo la perfecta coordinación entre los bailarines.


No falta en La cumbre escarlata alguna que otra torpeza. Pienso, por ejemplo, en el breve e innecesario flashback que visualiza algo que ya sabemos de antemano: que fue Lucille la asesina del padre de Edith; o la aparatosa caída de Edith desde la planta alta de la casa (amortiguada, eso sí), ¡y de la cual sale prácticamente indemne!: un exceso, este sí, excesivo, valga la redundancia. Pero a pesar de ello La cumbre escarlata es un bonito melodrama gótico “con” fantasmas, triste y melancólico: al final, Edith logrará salir con vida de la trampa mortal urdida por Lucille en colaboración con Thomas, pero a costa de ver rotos sus sueños de juventud y verse abocada, probablemente, a un nuevo matrimonio con alguien más convencional, menos “romántico” y más “a ras del suelo”, como Alan (cuya profesión de médico es, asimismo, indicativa de su sentido de la vida, más prosaico y no tan poético, más racional y poco o nada fantasioso). El destino de los hermanos Sharpe es, si cabe, peor: Thomas, convertido en un triste fantasma de pálidos contornos, como si recuperara en la muerte esa pureza precozmente perdida en su adolescencia entre los brazos de su posesiva hermana; y esta última, transformada a su vez en otro aterrador espectro oscuro y, a tono con su desorden mental, eternamente condenada a tocar el piano en el salón de Allerdale Hall. Inquietante destino que Del Toro sella visualmente con un travelling de aproximación que se detiene en las cadavéricas manos de Lucille tocando las teclas, mientras la voz en off de Edith cierra el relato con un tono que, salvando las distancias, guarda ecos de la escalofriante línea de diálogo final de, una vez más, The Haunting, heredada a su vez de la extraordinaria novela de Shirley Jackson en la que se inspiraba: “Los que andamos por aquí, lo hacemos en soledad”.




miércoles, 25 de noviembre de 2015

“IMÁGENES DE ACTUALIDAD” de DICIEMBRE 2015, a la venta



Por si alguien todavía lo dudaba, Star Wars: El despertar de la Fuerza (Star Wars: The Force Awakens, 2015), de J.J. Abrams, es la me atrevería a decir que inevitable película de portada del núm. 363 de Imágenes de Actualidad. La revista ofrece un espectacular reportaje gráfico del film, que se complementa con el artículo El futuro de “Star Wars”, sobre los proyectos vinculados a la continuación de la saga galáctica de George Lucas en el seno de Disney; el reportaje Generación “Star Wars”, en el que directores y productores de la última generación del cine español nos comentan su película favorita de la saga; y el retrato de Adam Driver, sobre quien ha recaído el honor de interpretar al gran villano del film de Abrams, el ya popular Kylo Ren. 


El último número de este año se compone también de los destacados reportajes dedicados a: En el corazón del mar (In the Heart of the Sea, 2015), acompañado a su vez con una entrevista con su realizador, Ron Howard; El puente de los espías (Bridge of the Spies, 2015), de Steven Spielberg, complementado a su vez con una entrevista con su principal protagonista, Tom Hanks; la nueva versión de Macbeth (ídem, 2015), de Justin Kurzel; Hiena (Hyena, 2014), de Gerard Johnson; Dope (ídem, 2015), de Rick Famuyiwa; Palmeras en la nieve (2015), de Fernando González Molina; El desafío (The Walk) (The Walk, 2015), de Robert Zemeckis; y Carlitos y Snoopy: La película de Peanuts (The Peanuts Movie, 2015), de Steve Martino.


Como todos los meses, la revista completa su información en las siguientes secciones: Primeras Fotos, con avances de Warcraft (2016), de Duncan Jones, y Victor Frankenstein (ídem, 2015), de Paul McGuigan; Series TV, donde hallamos contenidos tan variados como el artículo sobre la nueva televisión de pago en España Bienvenido Mr. Netflix, el estreno del film de Cary Joji Fukunaga Beasts of No Nation (ídem, 2015), que se emite en exclusiva en Netflix, y otras producciones, como el especial televisivo A Very Murray Christmas, dirigido por Sofia Coppola y protagonizado por Bill Murray, y la reposición íntegra en Wuaki.tv de Breaking Bad; Noticias; Stars; Ranking; Hollywood Boulevard y Hollywood Babilonia, de Nacho González Asturias; Él dice, ella dice; ¿Sabías que…?, del profesor Moriarty; Gran Vía y Se rueda, de Boquerini; Diccionario Fantástico, del Dr. Cyclops; Además…; Críticas; Libros, de Antonio José Navarro; y BSO y DVD & Blu-ray, de Ruiz de Villalobos.


Este mes, el estreno de En el corazón del mar me ha dado pie a incluir en la sección Cult Movie uno de esos así llamados clásicos-de-toda-la-vida: Moby Dick (ídem, 1956), la extraordinaria adaptación de la novela homónima de Herman Melville dirigida por John Huston, a partir de un guión escrito por él mismo en colaboración con Ray Bradbury: “No resulta difícil ver en “Moby Dick” uno de los mejores trabajos de John Huston junto con “Dublineses” (1987), su admirable adaptación del relato de James Joyce «Los muertos». Haciendo gala de una gran comprensión del libro de Melville, y conscientes de que resultaba imposible condensar todo su contenido en un largometraje de menos de dos horas, Huston y Bradbury se concentraron en una de las lecturas que ofrece la novela, procurando desarrollarla tan a fondo como les fuera posible partiendo de las limitaciones y convenciones establecidas en un largometraje de Hollywood. Sus esfuerzos se dirigieron a destacar lo que el libro de Melville tiene de simbólica interpretación de la lucha del Hombre contra Dios, de manera que Moby Dick, la gigantesca ballena blanca, vendría a ser una representación de la divinidad contra la cual se rebela a su vez un representante de esa humanidad reprimida bajo el yugo de lo divino, el capitán Ahab (un magnífico Gregory Peck), con la finalidad de destruirla, o lo que es lo mismo: con la intención de liberar al Hombre de la tiranía de Dios”.


Mi contribución a este número se completa con las críticas de, en primer lugar, esa obra maestra (como siempre, hablo por mí) que es Sicario (ídem, 2015), del gran Denis Villeneuve...,


…y del estupendo film de animación Hotel Transilvania 2 (Hotel Transylvania 2, 2015), de Genndy Tartakovsky, una secuela mejor que el original y muy por encima de lo que se ha dicho.



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sábado, 21 de noviembre de 2015

“MARTE (THE MARTIAN)”, de RIDLEY SCOTT: unos apuntes



[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Me sorprende que apenas nadie o casi nadie haya establecido puntos de conexión entre Marte (The Martian) (The Martian, 2015) y Gravity (ídem, 2013), cuando ambas películas comparten, por encima de todo, algo que ya comenté en mi texto sobre el film de Alfonso Cuarón, al cual me remito (1): el hecho de que ni Gravity, ni ahora Marte, sean cine de ciencia ficción y ni mucho menos cine fantástico, sino más bien dramas o, si se prefiere, películas de aventuras situadas en el espacio sideral. Más allá de la disertación que se puede hacer en materia de distinción de géneros cinematográficos, me parece muy claro que Marte no es auténtico cine fantástico, y que su no-pertenencia a este género influye muchísimo en el tono de su planteamiento y resolución. Doy por sentado que a estas alturas nadie creerá que el hecho de que una película transcurra en un futuro más o menos cercano, y que especule con algo todavía no realizado como es un viaje de exploración a Marte, baste para considerarla como perteneciente al género de la ciencia ficción. Marte, el film de Ridley Scott (estupendo, lo adelanto), puede, como digo, pasar por ciencia ficción desde un punto de vista puramente teórico, pero lo cierto es que su realizador le imprime un tono en absoluto fantastique, y más cercano, vuelvo a insistir, al drama o al cine de aventuras.


Que Marte no sea ciencia ficción ni cine fantástico no tiene nada que ver con sus méritos fílmicos, que los tiene, pero ello permite arrojar una (otra) enésima reflexión sobre la naturaleza del cine como narrador de historias, y en particular, como creador de atmósferas. A falta de conocer por mí mismo El marciano, la novela de Andy Weir en la que el film se inspira, pero que a juzgar por las referencias es una obra cargada de datos científicos destinados a convertir su planteamiento argumental —la supervivencia de un cosmonauta solitario en Marte durante un larguísimo período de tiempo— en algo verosímil (lo cual excluye, de entrada, la noción misma de fantástico), entra dentro de lo lógico el sospechar que la tonalidad, hasta cierto punto, “real” del libro de Weir ha determinado de forma decisiva el planteamiento del guión, escrito por Drew Goddard (y, según esas mismas referencias, bastante fiel al original literario), y sobre todo, la puesta en escena de Scott. Desde luego, a nivel de realización, Marte tiene poco que ver ni con Alien, el octavo pasajero (Alien, 1979), ni con Blade Runner (ídem, 1982), y ni tan siquiera con Prometheus (ídem, 2012) (2), a pesar de su proximidad en el tiempo, pues se diferencia de ellas en su, hasta cierto punto, tratamiento realista.


Por otro lado, y dejando aparte el hecho de que no sea una película fantástica (por más que se desarrolle en su práctica totalidad en un escenario, también relativamente, “fantástico”), ello no obsta para que nos hallemos ante un film interesante, y a ratos, intenso. A pesar de tener que soportar de nuevo a un actor tan mediocre como Matt Damon en el papel protagonista, lo cierto es que la odisea del cosmonauta Mark Watney, abandonado a su suerte en la superficie del Planeta Rojo, funciona muy bien gracias a la minuciosidad de los detalles diseminados a lo largo de la trama, y en particular, del provecho que sabe sacarles Scott. El realizador filma asimismo de manera minuciosa y muy precisa todo el proceso de supervivencia de Watney, logrando que la aparente curiosidad que parece haber experimentado el propio Scott hacia este relato situado al límite de lo posible se transmita al espectador. El nacimiento del primer brote de un cultivo de patatas destinado a alimentar a Watney tan pronto como se le acaben las provisiones en menos de dos meses tiene, por ejemplo, tanta fuerza como esa pared de plástico que el protagonista coloca en una de las ventanas de su refugio, rota por una de las violentas tormentas de arena que asolan regularmente el planeta, y que para él es la diferencia entre la vida y la muerte: si el plástico cede mientras él se encuentra desprevenido o dormido, ello puede suponer el fin para él; en una imagen muy bella, vemos cómo ese plástico se mueve adelante y atrás, impulsado como la brisa marciana, convirtiéndolo así en un simbólico “corazón” que, dada su fragilidad, corre el riesgo de fallar en cualquier momento. Pero estos detalles son, precisamente, los que demuestran que, en Marte, impera el realismo (o una determinada concepción cinematográfica, hollywoodiense si se quiere, del mismo) sobre lo fantástico.


Otra opinión que ha circulado estos días sobre la película, y que comparto menos que lo relativo a su naturaleza fantástica, reside en el hecho de que se diga que el film tiene mucho sentido del humor. Perplejidad. A pesar, cierto es, de algún que otro detalle humorístico, o que puede considerarse como tal (personalmente, no lo tengo muy claro), como el fallido primer experimento de Witney con la bombona de gas que acaba de manera explosiva; a pesar de eso, como digo, no me ha parecido en absoluto que Marte sea una película que se caracterice por su sentido del humor. Entiendo que a lo que se refiere todo el mundo es al hecho de que el protagonista afronta su situación con grandes dosis personales/ particulares de sentido del humor, lo cual no quiere decir, ni mucho menos, que el film lo tenga. O a que hay una notable ironía en el dibujo de la NASA, cuyos responsables se ven  casi “obligados” a rescatar a Witney, cueste lo que cueste, a fin de no dar una “mala imagen”; pero eso es ironía, no humor: no son lo mismo, por más que en ocasiones puedan coincidir (hay ironía sin humor, pero no hay humor sin ironía). A nivel personal, prefiero que Marte no sea (pues no lo es) una película “humorística”, sobre todo teniendo en cuenta anteriores y nada halagüeñas incursiones de Ridley Scott en un terreno cercano al de la comedia: todavía recuerdo, con escalofríos, Los impostores (Matchstick Men, 2003) y Un buen año (A Good Year, 2006). Lo que sí que es cierto es que Marte retrata de manera directa, frontal y sin cortapisas la actitud irónica de Witney, alguien que intenta animarse a sí mismo en todo momento, consciente de que, si deja de hacerlo, eso puede significarle el desánimo, la inacción y, finalmente, la muerte. Pero eso, reitero, es una cualidad del personaje, no de la película. Tampoco entiendo que el optimismo que acaba desprendiendo el film, que concluye, como era de prever, con el rescate in extremis del protagonista, sea visto como un defecto. El optimismo o el pesimismo de un film suele depender siempre de la honradez y honestidad de su planteamiento. En este sentido, Marte juega sus cartas con limpieza y sinceridad, y más teniendo en cuenta que, más que por ver si Witney conseguirá salvarse, lo más atractivo de la película reside en el cómo logrará hacerlo.