[ADVERTENCIA:
EN EL PRESENTE ARTÍCULO, QUE
COMPLEMENTA MI RESEÑA DE ESTE FILM PUBLICADA EN EL NÚM. 361 DE “IMÁGENES DE
ACTUALIDAD” (1), SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE SU
TRAMA.] No es ningún secreto a estas alturas que Guillermo del Toro es un
enamorado de lo gótico: eso salta a la vista viendo Cronos (ídem, 1993), Mimic
(ídem, 1997), El espinazo del diablo
(2001), Blade II (ídem, 2002), Hellboy (ídem, 2002) / Hellboy II: El ejército dorado (Hellboy
II: The Golden Army, 2008)), El laberinto
del fauno (2006) y la serie de televisión The Strain (ídem, 2014- ), con independencia de los méritos de cada
uno de esos títulos. La cumbre escarlata
(Crimson Peak, 2015) viene a ser su culminación al respecto, pues adopta la
forma de un homenaje a las fuentes del cine gótico y combina en su argumento una
serie de evidentes referencias literarias con guiños cinematográficos a
clásicos del terror gótico.
Sin
ánimo de exhaustividad, en La cumbre
escarlata su protagonista, la joven norteamericana Edith Cushing (una
siempre excelente Mia Wasikowska), escribe relatos que mezclan, se nos dice,
una trama amorosa con el cuento de fantasmas; además, ella misma afirma su
deseo de querer ser “como Mary Shelley”.
Yendo un poco más lejos (quizá demasiado, lo admito), podría verse un vago
paralelismo entre la atracción amorosa que Edith siente hacia el noble
británico Thomas Sharpe (Tom Hiddleston) con la relación que Mary Shelley tuvo
con el poeta Percy Shelley. A fin de cuentas, tanto en un caso como en el otro,
Mary/ Edith son ejemplos de jóvenes vírgenes que descubren el amor/ el sexo en los
brazos de Thomas/ Percy, amantes apasionados con aureola de “malditos”: el
Thomas de La cumbre escarlata tiene
mucho de antihéroe romántico, con sus largos cabellos, sus ropajes oscuros y su
aire decadente y misterioso. También está presente, por descontado, la Jane Eyre de Charlotte Brontë, con Edith
convertida en una nueva Jane, Thomas en un equivalente a Rochester, y su
hermana Lucille (Jessica Chastain), en una tránsfuga de la esposa de Rochester,
demencia homicida incluida, con la diferencia de que, en este caso, Lucille da
rienda suelta a su locura con total libertad y haciendo valer su prevalencia
sobre su hermano menor.
Edith
también tiene más de un punto en común con la protagonista de Otra vuelta de tuerca, de Henry James,
otro título clarísimamente evocado en La
cumbre escarlata. Si bien en el relato de James se trata de un ama de
llaves contratada para cuidar a los hijos del señor de la casa, mientras que
Edith es la esposa recién casada del señor de la mansión, ambas mujeres
comparten no solo la inexperiencia sexual, sino también que sus miedos y
temores vienen acompañados de apariciones espectrales que las atormentan, que
pueden ser o no reales en el caso de la protagonista de Otra vuelta de tuerca, y que en cambio sí lo son para la de La cumbre escarlata, y la acompañan desde
su más tierna infancia. Están, finalmente, los ecos de una novela que no es
sino una irregular heredera de la literatura gótica escrita en el siglo XX: Rebeca, de Daphne Du Maurier, con Edith
asumiendo un rol parecido al de la muchacha sin nombre que se casaba con Maxim
de Winter, en su caso conociendo la viudedad de su esposo y yéndose a vivir con
él a una suntuosa mansión repleta de extraños ecos del pasado y de la(s)
anterior(es) esposa(s) de Maxim/ Thomas.
También
lo son, a nivel estrictamente fílmico, los guiños al cine gótico (sea o no de
terror), empezando por la presencia de Mia Wasikowska, quien interpretara a Jane
Eyre en la interesante versión dirigida en 2011 por Cary Joji Fukunaga, y si me
apuran, a otra heroína con connotaciones vagamente góticas: la protagonista de Alicia en el País de las Maravillas/
Alice in Wonderland, 2010, Tim Burton (1);
por no hablar del apellido de su personaje, en evidente referencia a Peter
Cushing. Dejando aparte los vagos ecos de ¡Suspense!
(The Innocents, 1961), la extraordinaria lectura de Otra vuelta de tuerca llevada a cabo por Jack Clayton, Del Toro no
puede/ no quiere resistir la tentación de homenajear a clásicos del cine de
fantasmas y casas encantadas firmados por Robert Wise —el momento en que Edith
intenta abrir una puerta que, de repente, se cierra de golpe por sí sola,
recuerda The Haunting (1963)—, Peter
Medak —ese hermoso plano que muestra, fugazmente, una figura fantasmal sentada
en una silla de ruedas y como flotando en medio del polvo, que hace pensar,
claro está, en Al final de la escalera (The
Changeling, 1980)— y Stanley Kubrick —el momento en que el cadavérico fantasma
de una mujer se levanta de la bañera trae a la memoria uno de los instantes más
recordados de El resplandor (The
Shining, 1980)—, aunque la referencia estética a Mario Bava, sobre todo en lo
que se refiere al uso del color, me parece la más destacable. Por descontado,
el suntuoso decorado de Allerdale Hall, la mansión de los Sharpe, con su
aspecto medio derruido, sus grietas y su frialdad, reflejan el carácter
decadente de sus habitantes de una manera parecida a como lo ensayara Roger
Corman en una de sus mejores películas, La
caída de la casa Usher (House of Usher, 1960).
Pero
lo que llama la atención de La cumbre
escarlata no es ese destilado de citas, inevitables a día de hoy en el cine
actual y que, por lo visto, no pueden “faltar a la cita”, valga la redundancia.
Lo más atractivo es el rotundo desprecio que Del Toro lleva a cabo del carácter
inverosímil de una trama que bebe a tragos largos de toda esa tradición
cultural literario-cinematográfica en torno a lo gótico. Una trama de la que no
se preocupa de disimular ni su carácter folletinesco ni sus elementos, digamos,
“excesivos”; por el contrario, más bien potenciándolos. El resultado, para el
que suscribe muy bello, está siendo/ será discutido por su carácter
eminentemente formalista, que va en detrimento de su dramaturgia, la cual está
puesta en todo momento al servicio de la plástica de una realización en la que la forma acaba siendo el fondo del relato.
Del Toro presenta un desaforado melodrama gótico salpicado de aterradoras
apariciones fantasmales (por más que se haya “vendido” así, La cumbre escarlata no es exactamente
una película “de” fantasmas, sino más bien “con” fantasmas), sin disimular en
ningún instante los mimbres del argumento: desde el principio intuimos que
Edith está siendo víctima de un diabólico engaño por parte de su marido Thomas
y de su pérfida hermana Lucille. Perfidia que, como digo, Del Toro no solo no
disimula, sino que incluso potencia desde el primer momento. En este sentido,
la mirada de desprecio de Lucille la primera vez que ve a Edith, sus negras
vestimentas, su frialdad y su arrogancia ante la protagonista no dejan lugar a
dudas sobre las malas intenciones del personaje, que Jessica Chastain incorpora
con plena conciencia de estar dando vida (o, mejor dicho, movimiento) a un
arquetipo.
Dicho
de otra manera: lo que aparentemente
narra La cumbre escarlata no tiene
mayor interés que el que Del Toro le confiere desde un punto de vista
estrictamente enunciativo, por más que tampoco esté exento por completo de
atractivo. Se le podría reprochar al film que lo que cuenta carece de sorpresa
u originalidad alguna (sobre todo, claro está, si se conoce mínimamente la
literatura y el cine góticos), aunque también cabe pensar que lo que ha hecho Del
Toro es, precisamente, hacer una película gótica no tanto para amantes de lo
gótico como para desconocedores de lo
gótico. Desde este punto de vista, la trama de La cumbre escarlata es tan excesiva como suelen serlo las historias
góticas. De hecho, lo gótico es, por definición, excesivo (en el sentido de
exuberante) y recargado (en el de denso, espeso, asfixiante). No existe un
gótico sobrio ni moderado; lo gótico lo es o no lo es, sin medias tintas.
Puede
interpretarse esa indiferencia por el argumento, entendido como algo que puede
servir entre otras cosas para “contar historias”, como un desprecio por parte
de Del Toro hacia la noción de que las películas tienen que contar “algo”, y
que ese “algo” tiene que ser, preferentemente, una “historia”. La vieja idea de
que el cine sirve solo para eso: para contar historias. En efecto, en La cumbre escarlata hay una historia, y
Del Toro la cuenta impecablemente, por más que la misma no sea demasiado complicada,
más allá de un par de golpes de efecto o “giros de guión” destinados a hacerla
avanzar: el asesinato del padre de Edith, Carter Cushing (Jim Beaver), en el
cuarto de baño de su club, que más adelante descubrimos que fue cometido por la
demente Lucille; o la revelación de la evidente naturaleza incestuosa de la
relación entre Thomas y Lucille. Lo primero sirve para que Edith termine aceptando
la proposición matrimonial de Thomas, pues ese asesinato no es sino un recurso
para hacer avanzar la acción. Del Toro lo demuestra resolviendo elípticamente
la boda de Edith y Thomas, ansioso como está de situarles a donde quiere llegar,
esto es, Allerdale Hall. Lo mismo podemos decir de lo segundo, a partir de lo
cual Edith es consciente de que su vida corre peligro mientras permanezca
dentro de la mansión por culpa de las maquinaciones de una Lucille psicópata y
sin escrúpulos, y no de las almas en pena que periódicamente se le aparecen
atormentándola (en realidad, advirtiéndola: la función canónica de los
fantasmas).
Si
seguimos entendiendo que lo que narra La
cumbre escarlata “es” la película/ la historia que salta vemos ante
nuestros ojos a simple vista, puede comprenderse que haya quien vea en la misma
una obra de interés limitado. Pero si entendemos, viendo la manera como Del
Toro la cuenta, que esa historia no es más que un instrumento o un medio para
llegar a lo que verdaderamente le interesa contar, es entonces cuando La cumbre escarlata se revela como un
film de extraordinario interés. Porque los auténticos protagonistas de la
película no son ni Edith, ni Thomas, ni Lucille, ni el resto de personajes,
sino todo aquello que compone la parafernalia estética que narra sus
vicisitudes: la puesta en escena. La auténtica
razón de ser de La cumbre escarlata, lo
que le confiere su verdadero sentido,
reside en el despliegue visual de Del Toro para contar una trama que le
interesa solo en la medida que le sirve de apoyo para todo lo demás.
¿Y
qué es todo lo demás? Lo que conforma
no ya la mayor baza de la película, sino casi me atrevería a decir que la única: su atmósfera. Una atmósfera tan intrínsecamente
pegada al relato que es lo que acaba confiriéndole, como digo, todo su sentido.
Atmósfera que recorre todo el metraje y que está muy presente, a base de golpes
de intensidad, en los momentos “fuertes”: las escenas de las apariciones
espectrales. No hay que olvidar que el film arranca con una corta escena, luego
recuperada en las escenas finales, en la cual vemos a Edith, con un vestido
blanco y las manos y el rostro manchados de sangre, corriendo por un
blanquísimo paisaje nevado (los alrededores de Allerdale Hall), y empuñando un
cuchillo con el cual intenta defenderse de “alguien” o “algo”. Es una apertura clásica
que sugiere que el relato, o al menos la mayor parte del mismo, va a ser
contado desde el punto de vista de Edith y que, a modo de prólogo, da paso a un
largo flashback que arranca con los
primeros recuerdos de una Edith infantil (Sofia Wells), evocando cómo, poco
después de su defunción, su propia madre se le presentó en su alcoba convertida
en un horrendo espectro negro (Doug Jones) para hacerle una advertencia: “¡Cuidado con la cumbre escarlata!”.
Llama
la atención que las apariciones fantasmales estén relacionadas con figuras
maternas, de las cuales se ofrece una visión pavorosa: la madre de Edith, que,
como digo, se aparece aterradoramente por primera vez ante la protagonista
siendo una niña; y luego, el esquelético espectro que recorre Allerdale Hall, que
no es sino el alma en pena de una de las exesposas de Thomas, asesinada estando
embarazada de su primer hijo. Las apariciones de ambas se producen en pasillos:
el que conduce al dormitorio de la pequeña Edith (extraordinario el plano
general en el que vemos, al fondo del encuadre, la sombra de las siniestras
manos del fantasma de la madre proyectándose sobre la pared); y el pasillo
cercano, asimismo, al dormitorio de la Edith adulta en Alledarle Hall, donde un
esqueleto sanguinolento brota del suelo y se arrastra hacia la protagonista. Es
fácil pensar en otras producciones de Del Toro de planteamientos similares –El orfanato (J.A. Bayona, 2007), No tengas miedo a la oscuridad (Don’t Be
Afraid of the Dark, 2010, Troy Nixey), y sobre todo Mamá (Mama, 2013, Andy Muschietti) (2)—, donde se producía, asimismo, un vínculo de tipo
materno-filial entre los vivos y los muertos.
Ya
he mencionado que la madre de Edith se le aparece siendo esta última una niña:
la pequeña, lógicamente aterrorizada, y en un gesto que denota su inmadurez,
trata de eludir la visión de esa presencia fantasmagórica escondiéndose bajo
las sábanas de su cama; inútil gesto de defensa que, claro está, no impide al
fantasma materno acercarse al lecho y posar una mano negra y cadavérica sobre
el hombro de la niña. Muchos años después, la madre de Edith vuelve a
manifestársele de manera parecida, apareciendo al fondo del pasillo que conduce
a su dormitorio. En esta ocasión, la ya adulta Edith trata de evitar esa
horrenda visión con otro gesto inmaduro e inútil: cerrando la puerta;
naturalmente, eso no sirve para impedir que las manos del fantasma atraviesen
la madera y la sujeten, obligándola a escuchar de nuevo su advertencia: “¡Cuidado con la cumbre escarlata!”.
No
me parece casual que ambos encuentros sobrenaturales se produzcan en el
dormitorio de Edith, y más teniendo en cuenta que, durante buena parte del
metraje, flota alrededor de la protagonista la cuestión de su virginidad e
inexperiencia sexual. Ese “cuidado con la cumbre escarlata” (de color rojo
sangre: como la menstruación, como la desfloración) guarda relación con el
hecho de que, estando recién casados, Edith y Thomas no han consumado su
matrimonio porque la primera sigue muy afectada por el asesinato de su padre,
hasta el punto de dormir temporalmente en habitaciones separadas. El aparente
pudor y sensibilidad de Thomas hacia Edith no es sino, como luego sabremos,
reflejo del miedo que siente a que su incestuosa hermana Lucille se ponga
furiosa si él demuestra un excesivo interés carnal hacia su joven esposa. Pero
no es menos cierto que el proceso de madurez psicológica de Edith en Allerdale
Hall corre parejo a su madurez sexual. Por eso tampoco es casual que la primera
relación sexual entre ambos esposos se produzca fuera del escenario de la
mansión, aprovechando una noche que tienen que pasar alojados en una cabaña
refugiándose de una tormenta. Del Toro planifica esa primera (y única) noche de
amor mostrando a Thomas como una suerte de “vampiro” que se arroja con avidez
sobre su “víctima”; en lo que puede verse, además, la influencia estética (más
bien, esteticista) del famoso Drácula de
Bram Stoker (Bram Stoker’s Dracula, 1992) de Francis Ford Coppola, con el
que La cumbre escarlata comparte diseñador
de producción: Thomas E. Sanders.
Inmediatamente
después de la segunda aparición del alma en pena de su madre, y como consecuencia
de la misma, Edith acepta la invitación de Thomas para ir al baile. La forma
como lo resuelve Del Toro es magnífica: aterrorizada por esa segunda aparición
espectral de su progenitora, la joven baja corriendo las escaleras que la conducen
a la planta baja de su casa, y allí se encuentra con Thomas, quien, ajeno a la
experiencia que la muchacha acaba de sufrir, le propone que la acompañe;
entonces, el realizador inserta un plano en ligero semipicado, con la cámara
colocada en lo alto de la escalera, el mismo lugar hacia donde Edith dirige su
atemorizada mirada, y a continuación corta, mostrándonos ya a Edith y Thomas
llegando al baile: el plano en semipicado desde (se sugiere) el punto de vista del fantasma de la madre,
y el corte de montaje a la siguiente secuencia / al siguiente decorado, bastan
para expresar que la asustada protagonista ha aceptado la proposición de Thomas
para no tener que volver a subir a su dormitorio…
Una
vez en Allerdale Hall, las manifestaciones sobrenaturales en presencia de Edith
reinciden en la idea de un acercamiento físico
a su persona que está sutilmente relacionado, además, con su evolución como
personaje y como ser humano: como mujer. Una de ellas tiene lugar mientras la
protagonista está tomando un baño, en una escena en la cual se reincide en el
escenario de un pasillo: planos generales de Edith dentro de la bañera
combinados con lento travelling de
aproximación / contraplanos desde su punto de vista, mostrando la puerta
abierta del cuarto de baño que da al oscuro pasillo. Es la primera vez que
intuimos el cuerpo desnudo de la protagonista: Edith sale de la bañera, y Del
Toro inserta un primer plano de sus pies desnudos y mojados apoyándose en el
suelo. Es un procedimiento narrativo sencillo y bastante habitual en este tipo
de secuencias de “suspense”, pero eficaz en cuanto contribuye a ir dibujando,
lentamente, esa madurez psicológica y sexual de la protagonista, puesta en
relación con sus miedos y temores.
A
mayor ahondamiento, y como ya hemos apuntado, una de las más aterradoras
apariciones del fantasma de la mujer que ronda por Allerdale Hall tiene lugar
dentro de la bañera, con un hacha de carnicero hundida en su frente, indicativa
del procedimiento por el cual fue asesinada. Teniendo en cuenta que fue Lucille
la responsable de su muerte, y que la demente hermana de Thomas mantiene una
posesiva relación incestuosa con este último, no es descartable el pensar que
ese gesto asesino fue perpetrado con la intención de destrozar un cuerpo
femenino sexualmente deseable para su
hermano: el cuerpo de una rival amorosa. Que la asesinara en la bañera,
aprovechando que estaba desnuda e indefensa, y el encarnizamiento empleado, así
lo sugieren. Por otra parte, el asesinato de esa mujer en la bañera enlaza, en
cierto modo, con el asesinato, también a manos de la psicópata Lucille, del
padre de Edith, que ha tenido lugar, asimismo, en unos aseos, en este caso los
de su club.
En
otro momento del film, a solas en su dormitorio y en camisón, Edith presiente al
espectro que la está rondando, y extiende su mano, con vistas a establecer
contacto. Una sombra fugaz (como un barrido de la cámara) pasa a su lado,
rozándola. Dejando aparte el hecho de que la escena guarda ecos, una vez más,
de The Haunting, la misma se erige en
una nueva expresión de la evolución de la protagonista: el fantasma no solo es
visible para la vista, sino también al tacto.
La introducción de esa fisicidad
sobrenatural devendrá así una especie de metáfora del proceso de madurez de
Edith.
No
es de extrañar que cuando Edith por fin sea consciente de la personalidad del
fantasma (una de las varias esposas de Thomas, si bien a diferencia de las
otras con las que se casó para robarles todo su dinero, esta además le dio un
hijo, también asesinado), la misma se le aparezca con su hijo en brazos, en una
macabra imagen maternal que no puede menos que recordar el clímax de Mamá. Además, los espectros de madre e
hijo se manifiestan ante Edith en el hueco de una escalera, volando por encima
de su cabeza como si fueran una versión fantasmagórica de la Inmaculada
Concepción, algo que Del Toro realza en ese plano tomado en contrapicado, con
los fantasmas flotantes en primer término y Edith al fondo del encuadre,
estableciendo una irónica superioridad/ inferioridad entre ambas mujeres, la
muerta y la viva, la que ha recorrido su ciclo vital (maternidad incluida) y la
que apenas está empezándolo, la que ya ha cruzado el umbral de la muerte y la
que todavía no lo ha hecho.
Con
el apoyo inestimable del operador Dan Laustsen y el decorador Thomas E. Sanders,
Guillermo del Toro convierte La cumbre
escarlata en una fiesta para amantes de lo gótico, construyéndola como si
fuera una sinfonía visual en rojo: el rojo de la sangre; de la arcilla que
rodea Allerdale Hall, impregnando de manera sanguinolenta el suelo de la
mansión y de la nieve que la circunda; de la luz irreal que baña los decorados.
Hemos mencionado a Mario Bava: los rojos que emplea Del Toro evocan tanto sus
mejores films fantásticos en color de lo sesenta —Las tres caras del miedo (I tre volti della paura, 1963), La frusta e il corpo (1963), Seis mujeres para el asesino (Sei donne
per l’assassino, 1964), Operazione paura
(1966)— como los peores —Ercole al centro
della Terra (1961), Terror en el
espacio (Terrore nello spazio, 1965), Diabolik
(ídem, 1968)—.
Si,
en cine, entendemos el trabajo tras la cámara como el auténtico generador de sentido de lo que se nos está contando, en
detrimento del guión (no tan malo como se ha dicho, o no tan malo como pueda
serlo el de Seis mujeres para el asesino,
sin ir más lejos), el sentido de La
cumbre escarlata lo hallamos en las atmosféricas secuencias que hemos
descrito y en la densa escena del asesinato del padre de Edith en los lavabos
del club, donde Del Toro efectúa un interesante contraste entre el elegante
trabajo de ambientación e iluminación (esa luz carmesí que baña el decorado) y
la brutalidad con que muestra la muerte del mencionado Carter Cushing (unas
manos, enfundadas en unos guantes negros muy de giallo, sujetan su cabeza y la golpean contra el lavabo, hasta destrozar
ambos); la llegada de Edith a Allerdale Hall, con esa combinación de planos
generales en ligero contrapicado (destinados a mostrar tanto la magnificencia
del decorado como la sensación de pequeñez
de la protagonista en su nuevo y suntuoso hogar), y de travellings siguiendo a Edith con la cámara situada en las plantas
superiores del salón (expresando de nuevo no solo esa pequeñez de la protagonista, sino también sugiriendo la presencia
de un “punto de vista invisible”, fantasmal,
que la está acechando); el sótano repleto de esos pozos llenos de la arcilla
rojo sangre que Thomas extrae con una máquina de su invención, en uno de los
cuales vemos flotar unos restos esqueléticos; el contraste radical entre el
rojo y el negro predominantes en el interior de Alledale Hall, y el blanco
reluciente y helado de sus exteriores nevados, donde Edith y Lucille tienen su
último y mortal enfrentamiento, ambas en camisón: dos mujeres enfrentando
cuerpo a cuerpo su feminidad y su amor hacia un mismo hombre.
Pero,
incluso contemplándola desde el punto de vista exclusivo de su argumento (por
más que ello sea empobrecedor, y por definición, anti-cinematográfico), el
guión, urdido por Del Toro en colaboración con Matthew Robbins —a quien se le
debe, como director, una de las mejores fantasías heroicas de los ochenta: la
estupenda El dragón del lago de fuego
(Dragonslayer, 1981)—, no es ni mucho menos tan despreciable como se ha dicho.
Si su construcción dramática es deliberadamente convencional, dado su carácter
de recopilación de lugares comunes de la literatura y el cine góticos, su
sentido del detalle brilla, por compensación, a considerable altura. Están, por
un lado, los que compensan el superficial personaje del Dr. Alan McMichael
(Charlie Hunnam), amigo de la infancia de Edith y, huelga decirlo, secretamente
enamorado de ella. Por un lado, vemos a Alan llevando a cabo con la
protagonista una pequeña sesión de proyección de diapositivas, en las cuales
aparecen supuestas imágenes de fantasmas reales que han sido captadas
accidentalmente, y descubiertas una vez reveladas las placas fotográficas de la
época. Del Toro le imprime a esta secuencia un tono cotidiano y, por contraste
con el que predomina en el resto del film, para nada fantastique; ello se debe a que el propósito soterrado de la
secuencia no es sorprender al espectador con esa fotos de almas en pena, sino
más bien sugerir el grado de afecto que Alan siente hacia Edith, a la que le
enseña dichas imágenes porque, conocedor de la “visita espectral” que tuvo la
protagonista siendo niña, sabe que ese tema es importante para ella y pretende
así captar su atención (algo unido, además, a los celos que empieza a sentir
hacia Thomas en cuanto advierte el interés de Edith hacia este último). Otro
buen detalle relacionado con el personaje de Alan se produce en el clímax del
relato: sospechando que Edith está corriendo peligro, Alan se presenta de
improviso en Allerdale Hall dispuesto a ayudarla (en un giro de guión que, desde
luego, hace pensar en el tercio final de El
resplandor, la novela de Stephen King y la película de Kubrick);
consciente, asimismo, de la peligrosidad de Lucille, y de la prevalencia que tiene
sobre su hermano, pero también de que este último tiene que obedecer a
regañadientes la orden de Lucille de apuñalarle, Alan aconseja en voz baja a
Thomas dónde tiene que herirle sin afectar un punto vital, a fin de engañar a
la demente Lucille.
Antes
de casarse con Thomas, Edith pasea por un jardín con Lucille, coge una mariposa
muerta y comenta que es una lástima que alto tan hermoso pueda ser al mismo
tiempo tan frágil. Bien avanzado el relato, y ya casada y viviendo en Allerdale
Hall, Edith se percata de la presencia por toda la mansión de montones de
mariposas negras que vuelan o se posan en las viejas paredes: recordemos la
existencia de ese antiguo mito que relaciona las mariposas negras con la mala
suerte, o también, con las almas en pena. En este caso, el comentario de
Lucille, y el posterior descubrimiento de estos insectos en la mansión por
parte de Edith, guardan una estrecha relación: no es casual que la mariposa de
la primera escena mencionada esté muerta en manos de Lucille, alguien acostumbrada
a matar “mariposas” (ergo, personas), destinadas a convertirse en almas en pena.
Edith
descubre a Thomas en su habitación dedicándose a la construcción de autómatas,
extraño hobby que, no obstante, guarda también una estrecha relación con los
conocimientos de ingeniería y mecánica del personaje, los mismos que le han
llevado a diseñar y construir la máquina extractora de arcilla que quiere
patentar. Es tan solo un apunte, pero suficiente para insinuar algo que pronto
se verá confirmado: que Thomas no es sino un “autómata” en manos de Lucille, la
persona que dirige a distancia sus movimientos y efectúa por él todos los
planes. Pero si hay un detalle que define, más y mejor que nada, la fragilidad
de la relación entre la pareja protagonista es aquella hermosa secuencia en la
cual Edith y Thomas se enamoran bailando un vals mientras sostienen una vela de
la cual, se dice, no debe apagarse, a fin de demostrar la destreza y sobre todo
la perfecta coordinación entre los bailarines.
No
falta en La cumbre escarlata alguna que otra torpeza. Pienso, por ejemplo, en
el breve e innecesario flashback que
visualiza algo que ya sabemos de antemano: que fue Lucille la asesina del padre
de Edith; o la aparatosa caída de Edith desde la planta alta de la casa
(amortiguada, eso sí), ¡y de la cual sale prácticamente indemne!: un exceso,
este sí, excesivo, valga la redundancia. Pero a pesar de ello La cumbre escarlata es un bonito melodrama
gótico “con” fantasmas, triste y melancólico: al final, Edith logrará salir con
vida de la trampa mortal urdida por Lucille en colaboración con Thomas, pero a
costa de ver rotos sus sueños de juventud y verse abocada, probablemente, a un
nuevo matrimonio con alguien más convencional, menos “romántico” y más “a ras
del suelo”, como Alan (cuya profesión de médico es, asimismo, indicativa de su
sentido de la vida, más prosaico y no tan poético, más racional y poco o nada
fantasioso). El destino de los hermanos Sharpe es, si cabe, peor: Thomas,
convertido en un triste fantasma de pálidos contornos, como si recuperara en la
muerte esa pureza precozmente perdida en su adolescencia entre los brazos de su
posesiva hermana; y esta última, transformada a su vez en otro aterrador
espectro oscuro y, a tono con su desorden mental, eternamente condenada a tocar
el piano en el salón de Allerdale Hall. Inquietante destino que Del Toro sella
visualmente con un travelling de
aproximación que se detiene en las cadavéricas manos de Lucille tocando las
teclas, mientras la voz en off de
Edith cierra el relato con un tono que, salvando las distancias, guarda ecos de
la escalofriante línea de diálogo final de, una vez más, The Haunting, heredada a su vez de la extraordinaria novela de
Shirley Jackson en la que se inspiraba: “Los
que andamos por aquí, lo hacemos en soledad”.