[NOTA PREVIA: Aunque doy por sentado que el argumento de esta película es sobradamente conocido a estas alturas, advierto que en el presente texto se revelan importantes detalles sobre su trama.] Hay películas que desafían los parámetros convencionales de la crítica de cine porque no ofrecen aquello que, aparentemente, prometen a simple vista, y que para ser apreciadas en su justa medida requieren un esfuerzo adicional por parte del espectador: una detenida observación, ecuánime y libre de prejuicios, de su puesta en escena. Fantasmas de Marte (Ghost of Mars, 2001) es una de esas películas. Y aunque soy consciente de que no es esta la opinión mayoritaria al respecto, el firmante rompe una lanza a favor de este incomprendido film de John Carpenter el cual, sin ser genial, también está muy lejos de resultar esa obra sin “nada demasiado intelectual, no vaya a darle un cortocircuito a los espectadores”, carente de sutileza (“no es una de las virtudes de John Carpenter”), en la que “lo importante es que si uno no se toma en serio lo que le cuentan, estará ante un pasatiempo parecido a una conversación entre parroquianos de un bar, oyéndoles hablar sobre el partido del domingo o sobre el ser y la nada con la misma facilidad”, en palabras que respeto pero que, desde luego, no comparto del colega Hilario J. Rodríguez (vertidas en su crítica Los héroes nunca se cansan, publicada en Dirigido por…, nº 305, octubre 2001, págs. 40-41).
En Fantasmas de Marte hay “dos películas” en una. La primera, la más aparente, es una reincidencia en temáticas, convicciones, personajes, escenarios y situaciones característicos del cine de su autor, bajo la forma de una trama de ciencia ficción futurista que bebe, a partes iguales, de la sempiterna fascinación del realizador hacia Howard Hawks, el western, y el “relato de grupo”, puesta de manifiesto en algunas de sus mejores películas, tales como Asalto en la comisaría del distrito 13 (Asault on Precinct 13, 1976), 1997: Rescate en Nueva York (Escape from New York, 1981) o La cosa (The Thing, 1982), por más que recupere el tema del fantasma, ausente en su cine desde La niebla (The Fog, 1979). El argumento, en principio sin grandes complicaciones, nos sitúa en Marte durante el año 2176, momento en el que las colonias terrestres han habilitado el planeta rojo de manera que un 80% de su superficie sea respirable. Al principio del relato, la teniente de policía Melanie Ballard (Natasha Henstridge) aparece, inconsciente y esposada a una litera, en el interior de un tren que ha regresado automáticamente a Chryse, una de las principales ciudades terrestres en suelo marciano. Una vez recuperada, Melanie responde ante un alto tribunal presidido por una Inquisidora (Rosemary Forsyth) sobre lo ocurrido en el curso de una misión de la cual la primera formaba parte, dirigida por la capitana Helena Braddock (Pam Grier), cuya finalidad era escoltar a un peligroso convicto, James “Desolación” Williams (Ice Cube), y traerlo de vuelta a Chryse para procesarlo por una serie de graves cargos por asesinato.
A partir de ese momento, el film adopta una estructura a base de flashbacks que, desde el punto de vista de Melanie (retengamos este detalle), nos informan de lo ocurrido en Shinning Canyon, la colonia minera donde debía producirse la recogida y puesta en custodia de Williams: al llegar, los policías se encontraron el lugar desierto, encontrando los cadáveres de algunos de sus habitantes, y, entre los escasos supervivientes, al delincuente que buscaban aún encerrado en su celda; Whitlock (Joanna Cassidy), la jefa de los trabajos de perforación en la mina, les informó que, al abrir una galería tapiada con un frágil muro decorado con inscripciones marcianas, liberaron accidentalmente una fuerza incontenible: los fantasmas de los antiguos habitantes de Marte, que rápidamente se apoderaron de los cuerpos de algunos de los mineros y empezaron a exterminar al resto; hasta el final de la película, Melanie describe cómo ella, sus compañeros y otras personas que fueron sumándose a su grupo (Whitlock, otros detenidos en la comisaría y hasta un par de compinches de Williams que intentaban liberarle), hicieron frente a los salvajes poseídos, siendo Melanie la única que ha regresado para contarlo.
En este primer nivel de percepción, lo que narra Fantasmas de Marte se circunscribe a una situación límite construida con escasos elementos y que se va desarrollando siguiendo las convenciones del “relato de grupo”, a saber, una rápida descripción de personajes metidos en un cerco del cual tan sólo pueden salir empleando la violencia, y cómo los miembros de ese mismo grupo van siendo diezmados tanto por la brutalidad del enemigo que les acorrala como por sus propios miedos y sus rencillas con sus compañeros o consigo mismos. Todo ello revestido por una estética visual y musical muy característica de Carpenter: desde la tipología heavy de los “fantasmas de Marte” hasta una banda sonora a base de guitarras eléctricas y sonido “metálico” compuesta, como viene siendo habitual, por el propio realizador, pasando por una visión brutal y sin adornos de la violencia. Esta es la película que casi todo el mundo vio, sin querer ir más allá.
Sin embargo, en el fondo de Fantasmas de Marte se agazapa una segunda película, mucho más interesante que la primera que le sirve de mero soporte, y que se va desvelando a los ojos del espectador en virtud de un sutil trabajo de puesta en escena, basado en un sugerente empleo del plano encadenado, que termina revelando sotto vocce un contenido mucho más complejo, profundo y sorprendente. Recordemos que Melanie está relatando lo ocurrido ante un tribunal y que su relato es visualizado mediante flashbacks, un procedimiento narrativo que no puede menos que hacernos pensar en el de Rashomon (ídem, 1950), la famosa película de Akira Kurosawa. Al principio de los recuerdos de Melanie, antes de que el tren que les conduce a Shinning Canyon llegue a su destino, vemos a la protagonista descansando en su litera y tomando drogas: unas pastillas blancas que le han creado dependencia, por más que no quiera reconocerlo (en un par de ocasiones la tildan de “drogata” y “colgada”); cuando la joven ingiere una de esas pastillas, su mente se sumerge en un plácido delirio que Carpenter visualiza con un plano de detalle del amuleto de Melanie, cuyo dibujo empieza a moverse por sí solo, y con planos encadenados de unas enormes olas marinas que se superponen a un primer plano de la muchacha. El empleo del plano encadenado, por lo que tiene de transición irreal entre imágenes sucesivas, resulta adecuado para expresar esa sensación de eufórica distorsión de la realidad que experimenta el drogadicto.
Sin embargo, lo más atractivo aún está por venir: cuando llegan a la colonia minera, Carpenter sigue empleando, aparentemente sin ninguna razón de ser, diversos planos encadenados que visualizan los movimientos de los policías armados que exploran el lugar, cruzando puertas y atisbando por los rincones en busca de algún indicio sobre lo ocurrido. Ahora bien, ¿esos nuevos planos encadenados son un mero recurso esteticista por parte del realizador? ¿O son, más bien, una sugerencia de que Melanie sigue bajo los efectos de las drogas que consume, proporcionándole esa visión distorsionada de la realidad, y que por tanto todo lo que, recordemos, está narrando ante un tribunal, no es otra cosa que una mera distorsión, hecha a su medida, de lo que realmente ha ocurrido?
Fantasmas de Marte se adentra, de este modo, en un terreno tan atractivo como resbaladizo, que a poco que uno se fije permite participar en un irresistible juego de irrealidades. De ahí que resulte absolutamente coherente con este planteamiento el hecho de que, en vez de narrar toda la aventura de una sola tirada, Carpenter prefiera ir interrumpiendo la narración de Melanie, y devolvernos brevemente a la sala del tribunal, a fin de que el propio espectador no “viva” el relato, vaya haciendo pausas y lo contemple con la debida distancia: en todo momento podemos estar asistiendo a la visualización de la fantasía de una joven en pleno “cuelgue”: la puesta en escena de una mentira. ¿Y qué se esconde tras las fantasías de Melanie? Retrocedamos un poco y mencionemos un dato, presente ya desde los mismos créditos del film por medio de un rótulo que nos informa de que, en el Marte futurista, el modelo social imperante es de tipo matriarcal: no por casualidad, el tribunal que escucha el relato de Melanie está compuesto íntegramente por mujeres. Tampoco estoy de acuerdo en que, como sigue diciendo nuestro amigo Rodríguez, “a Carpenter la cultura le resulta antes que nada enunciativa, solo de esa manera se explica que quiera hacer de la sociedad establecida en Marte un matriarcado y luego no desarrolle el tema en absoluto”, olvidando que nuestro cineasta no necesita, como otros, soltar peroratas para hacer notoria su postura: su discurso se transmite mejor y más efectivamente por medio de gestos, miradas y detalles.
Ya en la secuencia del tren anterior a la llegada a la colonia minera hemos presenciado los avances lésbicos de la capitana Braddock dirigidos hacia Melanie y su compañera, Bashira Kincaid (Clea DuVal), hasta el punto que esta última empieza a cuestionarse seriamente la posibilidad de ceder a los deseos de su superiora, a fin de escalar dentro de esta hipotética sociedad en la cual la mujer ha reemplazado al hombre en el papel de ente dominante y represor.
Todo el relato se desarrolla desde el punto de vista exclusivo de Melanie, hasta el punto de que hay episodios que no presenciamos porque ella misma no ha podido hacerlo (véase la escena en la que Williams la deja sin sentido de un puñetazo y se escabulle de los compañeros de Melanie, en off visual, mientras ella permanece sin conocimiento), y hay otros que, en cambio, son visualizados —también con planos encadenados— cuando es otro personaje el que le narra a la protagonista lo que ha presenciado, dándose así un complejo juego de flashbacks internos dentro de los flashbacks principales que constituyen el relato de Melanie ante el tribunal. De todo ello se deriva una narración eminentemente subjetiva, en la cual las situaciones y el resto de personajes que pueblan el relato están convenientemente deformados bajo la perspectiva alucinada y, por qué no, un tanto misógina de la protagonista.
Lo que subyace en el fondo de Fantasmas de Marte es, por tanto, una virulenta manifestación de las fantasías sexuales de la protagonista que, primero, adoptan la forma de un manto de niebla roja que se extiende por doquier como un flujo de sangre (¿menstrual?), y que luego se personifican en una turba de cuerpos poseídos por una especie de furia incontrolable que les obliga tanto a desgarrarse la carne como a penetrarse la piel con afilados adornos.
¿Acaso no responde a una fantasía radical típicamente femenina el que Melanie vea en Jericho Butler (Jason Statham), su compañero policía, a alguien que constantemente intenta follársela, o que ella misma sienta, por un instante, la tentación de ceder impulsivamente a esa petición sexual?
¿No es algo muy corriente, desde un punto de vista enfermizamente feminista, el considerar a los hombres una especie de imbéciles sin cerebro, capaces de dejarse encerrar por Melanie en una celda por culpa de un estúpido descuido, o que uno de esos mismos hombres se corte un dedo pulgar, a modo de simbólica castración, cuando quiere demostrar su hombría ante una mujer intentando... abrir una lata?
La conclusión de la película no deja lugar a dudas: al término de su relato, Melanie se retira a su habitación a descansar, siendo despertada por Williams (su compañero perfecto: ¿su amante ideal?), quien le entrega un arma y la anima a enfrentarse a los fantasmas marcianos que, bajo la forma de niebla roja, ya han llegado a las puertas de Chryse. El film concluye aquí, sin siquiera mostrarnos el desarrollo de la batalla que se avecina y, lo que es más importante, sin aclararnos si ese enemigo es tal y como nos lo ha descrito Melanie... o no. En Fantasmas de Marte, las almas en pena son, entre otras cosas, el reflejo del inconsciente insatisfecho.