[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA
TRAMA DE ESTOS FILMS.]
Un esquizofrénico llamado Moisés: Exodus:
Dioses y reyes (Exodus: Gods and Kings, 2014), de Ridley Scot.- Reitero por enésima vez que
actualizo este blog cuando puedo, no cuando quiero, lo cual explica que en
muchas ocasiones me deje películas de actualidad “en el teclado”. Voy a
intentar compensarlo con unos pequeños comentarios de algunos films que me han
llamado la atención últimamente. Empiezo con la más reciente propuesta de
Ridley Scott, esta irregular pero en absoluto despreciable nueva visión del
libro del Antiguo Testamento que, cierto, tiene un buen puñado de cosas que no
terminan de funcionar. Señalo, por ejemplo, lo poco trabajada que está la
evolución del personaje de Moisés (Christian Bale), y en particular su toma de
conciencia de su condición de hebreo, y por tanto, de miembro del pueblo que
los egipcios mantienen esclavizado desde hace cuatrocientos años. Habrá que
esperar más adelante para ver un probable director’s
cut con metraje añadido —los primeros rumores que precedieron al estreno de
esta película afirmaban que su montaje definitivo superaba las tres horas—, que
probablemente indague con mayor precisión estos y otros aspectos que en la
versión que ahora conocemos aparecen desdibujados: no solo, como digo, en lo
que a la evolución de Moisés se refiere, sino a la falta de profundidad en el retrato
de su relación con su hermanastro, el príncipe y luego faraón Ramsés II (Joel
Edgerton), y el escaso relieve de personajes como la reina Tuya (¿qué hace una
actriz como Sigourney Weaver desempeñando un rol tan insignificante?), Bithia
(Hiam Abbass) y Miriam (Tara Fitzgerald); en definitiva, sospecho que con ese
hipotético “montaje del director” de Exodus:
Dioses y reyes volverá a ocurrir lo que ya pasó con El reino de los cielos (Kingdom of Heaven, 2005): que veremos
“otra” película, y quizá —como en el caso de esta última— mejor que la que
conocíamos. Sea como fuere, Exodus:
Dioses y reyes tiene otros alicientes que hacen de él un film bastante más
interesante de lo que se ha dicho: no me refiero solamente a su excelente
sentido del ritmo (muy notable, teniendo en cuenta que la película dura dos
horas y media); o al, por descontado, excelente sentido de la imagen y el
espectáculo que Scott demuestra en los momentos “fuertes” (la visualización de
las plagas y el cruce del Mar Rojo, episodios bíblicos sobre los cuales se
arroja, sobre todo en lo que se refiere a las primeras, una mirada harto
irónica refrendada por posibles “explicaciones científicas”); sino también, y
quizá por encima de todo, el inesperado retrato de Moisés como una especie de esquizofrénico
que, tras recibir un golpe en la cabeza, empieza a tener visiones con Dios —y
Dios no es aquí sino un niño: esto es, una representación de aquello que el
escéptico Moisés más ama en el mundo: su hijo—, que el ateo Scott visualiza
mediante un sencillo pero eficaz plano/contraplano que le permite sembrar una
duda razonable sobre la verdadera naturaleza de esas visiones. Insisto: un film
mejor de lo que se ha dicho.
Un negocio redondo: Big Eyes
(ídem, 2014), de Tim Burton.- Hace tiempo ya que a Tim Burton se le está negando el pan y
la sal, algo a mi entender comprensible si juzgamos lo más reciente de su obra
en virtud de un título tan fallido como Alicia
en el País de las Maravillas (Alice in Wonderland, 2010) (1), pero absolutamente desproporcionado
y fuera de lugar si lo hacemos en base a dos películas tan magníficas —y, ¡ay!,
tan menospreciadas— como Sombras
tenebrosas (Dark Shadows, 2012) y su puesta de largo en formato animación stop-motion de Frankenweenie (ídem, 2012) (2).
No es al único al que le pasa últimamente: está ocurriendo, y me parece
alarmante, con David Cronenberg, de quien, dicen, ya-no-es-el-de-antes (es
decir, negándosele la menor posibilidad de evolucionar a nivel personal; eso,
en mi tierra, se llama conservadurismo). Parece que la estima de Burton ha
tocado fondo con esta, lo digo ya, interesante Big Eyes, la cual, cierto es, no está a la altura de sus mejores
trabajos —cfr. Eduardo Manostijeras
(Edward Scissorhands, 1990), Ed Wood
(ídem, 1994)—, pero que no es, ni por asomo, ese film impersonal y sin
atractivos que se ha venido pregonando estos días (con lo cual, y para
consolidar mi “maldición”, volverá a acarrearme los consabidos comentarios de
que llevo la contraria por sistema, por más que juro y perjuro de que no se
trata de una actitud preestablecida). La cuestión reside, seguramente (y aquí debería
escribir un “quizás” para cubrirme las espaldas), en que Big Eyes carece —como se percibe a simple vista— de la, digamos,
“parafernalia gótica” que ha copado el grueso de la filmografía burtoniana
hasta convertirse en su marca de fábrica más fácilmente distinguible. “¡El Rey
está desnudo!”, gritan ahora los amigos de esa fea costumbre de señalar con el
dedo la paja en el ojo ajeno (y, aunque hemos empezado con la película de
Ridley Scott, creo que no hace falta que añada el final de esa famosa sentencia
bíblica). A pesar de que se ha mencionado que los guionistas de Big Eyes son los mismos de Ed Wood, Scott Alexander y Larry
Karaszewski (faltaría más: ¡que se note que tenemos “curtura”!), la cosa no ha
ido más allá de lo anecdótico. Craso error, habida cuenta de que Big Eyes recoge y en cierto sentido
reitera el sentido de lo grotesco de personajes y situaciones tan
característico, por cierto, de Burton y de esos guionistas; es decir, que en
esta ocasión y acaso sin que sirva de precedente (¿o sí?), el sentido
burtoniano de Big Eyes hay que
hallarlo no en las formas, sino más bien en el trasfondo, y sobre todo, en esa
tonalidad grotesca con que están vistos los personajes, tanto el más obviamente
“deforme” —el descarado sinvergüenza Walter Keane que encarna un histriónico
Christoph Waltz— como el más teóricamente “candoroso” —la puritana Margaret
Keane interpretada por la siempre excelente Amy Adams—, dando por resultado un
sólido, sarcástico y excelentemente narrado “cuento para adultos” —como realza
estéticamente la recargada e “irreal” fotografía de Bruno Delbonnel— que, si
algo le sobra, es unas burdas y hasta cierto punto previsibles salidas de tono:
las escenas (breves, por fortuna) en las que Margaret ve o cree ver a las
personas de su alrededor con los “grandes ojos” de sus pinturas.
Guerra: Corazones de acero (Fury, 2014), de David Ayer.- No resulta de extrañar que la nueva
película de David Ayer pueda interpretarse como la enésima variante de la
temática del despertar a la madurez, en este caso la de un joven recluta del
ejército norteamericano en los días —abril de 1945— en que la Alemania nazi
estaba a punto de caer bajo el doble e imparable avance de los aliados por el
este y el oeste. El joven en cuestión se llama Norman Ellison (Logan Lerman), aunque
sus compañeros en el tanque Sherman a donde es destinado para reemplazar a un
miembro del mismo que acaba de fallecer suelen apodarle “Machine”, por más que las
más de las veces también se dirigen a él por su nombre de pila. Esos mismos compañeros,
aun con nombres y apellidos, suelen llamarse entre sí en virtud de una serie de
apodos que contribuyen a deshumanizarles,
empezando por su superior, el sargento al mando del tanque Don “Wardaddy”
Collier (Brad Pitt) —si no recuerdo mal, rebautizado como “Chacal” (¿) por obra
y gracia del doblaje español—, y acabando con el resto de hombres que comanda:
un católico ferviente, Boyd Swan (Shia LaBeouf), al que por eso mismo le llaman
“Bibilia”; el conductor de etnia hispana, Trini García, alias “Gordo” (Michael
Peña); y el rústico mecánico Grady Travis (Jon Bernthal), llamado “Coon-Ass” en
la versión original, …y “Rata” (¡), si no me equivoco, en la española. Como
digo, puede verse así, del mismo modo que también puede hacerse —como apunta el
amigo Tonio L. Alarcón en una reciente crítica para Imágenes de Actualidad (3)—
como la descripción del proceso de lo
que podríamos llamar (re)humanización
de los cuatro personajes mencionados en último lugar gracias, precisamente, a
la influencia beneficiosa del inocente Norman. Corazones de acero me parece una obra maestra y la mejor película
bélica de estos últimos tiempos, con perdón de los fans de ese film en el borde
mismo de la tontería más absoluta llamada Malditos
bastardos (Unglorious Basterds, 2009, Quentin Tarantino) (4), donde, por cierto, Brad Pitt
llevaba a cabo una interpretación vomitiva (nada que ver, por suerte, con la
que desarrolla aquí, bastante mejor de lo habitual en él); y, disculpen de
nuevo la franqueza, pero me produce cierta vergüenza ajena (salvo las honrosas
excepciones que siempre hay que hacer) la tibia respuesta de la crítica
nacional ante una producción de semejante envergadura, no mucho mejor que la perezosa
que se le dispensó a la anterior y muy interesante película de Ayer, Sabotage (ídem, 2014) (5). Si bien hay que hacer una
(obligada) mención especial a lo más evidente, la brillantez de sus secuencias
de combate —la batalla en la llanura de los tanques contra las ametralladoras
alemanas, o la resolución del combate final dentro del tanque averiado me
parecen modélicas—, lo que más me ha sorprendido de Corazones de acero, a pesar de su aspereza, brutalidad y violencia
(no solo física sino, sobre todo, moral),
es que al final acaba arrojando una mirada esperanzadora sobre la juventud, que
viene a reforzar esas otras dos posibles interpretaciones sobre el relato —el
despertar a la madurez de un ingenuo, y la recuperación de la inocencia de unos
hombres a los que la guerra ha convertido en despiadados— y convierte el
itinerario de Norman en una odisea entre el Cielo —la secuencia con las dos
mujeres alemanas me parece un prodigio de sensibilidad y fuerza dramática— y el
Infierno: el ya mencionado combate final, con el muchacho “naciendo” a otra
manera de entender la vida (prácticamente “parido” del interior del tanque, del
cual huye como si fuera un bebé arrojado al mundo), refrendada por ese gesto
del soldado alemán asimismo joven que le descubre debajo del vehículo y decide
perdonarle la vida. Extraordinaria.
La vida en una sola toma: Birdman o
(La inesperada virtud de la ignorancia) (Birdman or (The Unexpected Virtue
of Ignorance), 2014), de Alejandro González Iñárritu.- La nueva película del director de —mal
que pese— la magnífica e incomprendida Biutiful
(ídem, 2010) (6) me reafirma en algo
que ya aprecié con respecto a esta última, y que a mi entender en Birdman —lo digo ya: su mejor obra hasta
la fecha— brilla en todo su esplendor. Me refiero al hecho de que —al contrario
de lo que, si no todo el mundo (eso es imposible), sí la mayoría del estado de
opinión afirma— el cine de Iñárritu ha mejorado mucho desde que se libró de lo
que, a mi entender, era su mayor lastre: los sobrevalorados y para mí
insufribles guiones de Guillermo Arriaga. Primero Biutiful y ahora Birdman
nos muestran, por fin, a un cineasta hasta la fecha “esclavo” de unos libretos
que, además de repletos de obviedades, no hacían sino ocultar bajo sus alambicadas
estructuras temporales su vergonzosa falta de auténtica densidad dramática y el
más rotundo de los vacíos. Si bien Biutiful
ya mostraba síntomas de ello, Birdman
“alza el vuelo” (literalmente) a la hora de mostrarnos a un realizador
consciente de que el cine se hace con la cámara y que lleva a cabo aquí un
ejercicio de libertad expresiva que, disculpen de nuevo la franqueza, solo
puede disgustar a los envidiosos. Ahora bien, que los árboles no nos impidan
ver el bosque: lo mejor de Birdman —si
es que puede destacarse algo por encima del resto en el conjunto de un film
extraordinario— no reside en aquello que, por descontado, salta a la vista: el
virtuosismo de su puesta en escena, construida alrededor (pero no
exclusivamente) de dos planos-secuencia —en el caso del primero de los
mencionados habría que decir, más bien, un(os) larguísimo(s) plano(s)-secuencia(s)—
que, si bien son de una excepcional brillantez, no constituyen en sí mismos
considerados ni el único o ni tan siquiera el principal mérito de esta
película. Lo mejor de ese virtuosismo es que está en todo momento al servicio
de la descripción de los personajes, en particular el protagonista: Riggan
Thompson (un Michael Keaton, huelga decirlo, tan bien como siempre), ese actor
que antaño fuera una gran estrella cinematográfica gracias a su interpretación
del superhéroe Birdman, y que ahora, por mor de su empeño de dirigir y
protagonizar un “adulto” montaje escénico en Broadway de De qué hablamos cuando hablamos de amor, de Raymond Carver, en aras
de su crecimiento personal como artista, tiene que hacer frente a la montaña
rusa de la vida y al carrusel de la existencia (y la estupidez) humana(s) en una sola toma, dentro de la cual su
mente febril pero imaginativa, atormentada pero vitalista, engloba, siempre en
esa misma dirección/ese mismo plano, sus miedos y su dolor, sus pensamientos y
sus remordimientos, sus éxitos y sus fracasos, sus limitaciones como ser humano
y su capacidad ilimitada para imaginar: para soñar. Un plano-secuencia/un
sentido de la vida que tan solo desaparece(n) en un par de ocasiones: al
principio, mediante la inserción de unos escuetos planos de pájaros volando
sobre Nueva York, que dan paso (no por casualidad), a la presentación de Riggan…
flotando en su camerino (sic); y, cerca del final, cuando pierde el
conocimiento en el escenario, que recobra en la habitación del hospital.
Plano/sentido dentro del cual asimismo se engloban todos los personajes de su
entorno —su hija exdrogadicta (Emma Stone), su atribulado representante (Zach
Galifianakis), su insoportable partenaire
(Edward Norton), su dubitativa compañera de trabajo (Naomi Watts), su joven amante
(Andrea Riseborough), su exesposa (Amy Ryan)—, en un “circo” a ritmo de frenética
batería jazzística que hace pensar, salvando las distancias, en el 8 y medio felliniano. Vi Corazones de acero y Birdman en una misma tarde: hacía mucho,
mucho tiempo que el cine contemporáneo no me proporcionaba una experiencia tan
rica y placentera.
Un thriller “femenino”: Blackhat (Amenaza en la red) (Blackhat,
2015), de Michael Mann.- A pesar de que para muchos pueda ser un ejemplo de —parafraseando al
amigo Hernán Migoya— cine “viril”, por su inclinación hacia el género policíaco
y la tendencia a ceder el protagonismo de sus ficciones a personajes de sexo
masculino, en las películas de Michael Mann los roles femeninos tienen un
singular relieve. Por mencionar unos ejemplos al azar, podemos recordar a la
invidente de Hunter (Manhunter,
1986), las protagonistas femeninas de El
último mohicano (The Last of the Mohicans, 1992), las novias de los
atracadores y del oficial de policía de Heat
(ídem, 1995), la fiscal de Collateral
(ídem, 2004), la amante oriental del traficante que se enamora del policía
blanco de Corrupción en Miami (Miami
Vice, 2006), o la del atracador John Dillinger en Enemigos públicos (Public Enemies, 2009). Blackhat (Amenaza en la red) no constituye una excepción. A pesar
de que el protagonismo recae en un actor con una presencia masculina tan
aparatosa como el corpulento Chris Hemsworth, su personaje, Nick Hathaway, solo
adquiere entidad dramática a partir del momento en que se enamora de Chen Lien
(Wei Tang), la joven experta en informática que acompaña a su hermano, el
agente de policía chino Chen Dawai (Leehom Wang), en el curso de una
investigación a nivel internacional que arranca, primero, en China (donde se
produce el sabotaje informático de una central nuclear), y luego en los Estados
Unidos, a donde Dawai y Lien son enviados por su gobierno para colaborar con la
policía local en la búsqueda y captura de un hacker malicioso: un blackhat. Mann y el guionista Morgan
Davis Foehl inciden en cómo influye en Nick el amor de Lien. En una de las
primeras secuencias, vemos al primero en una celda de aislamiento en la prisión
donde cumple quince años de condena por hacker: Nick aprovecha el reducido
espacio donde está confinado para hacer flexiones, en lo que puede verse —un
tanto maliciosamente, lo reconozco— un pobre sustituto del acto sexual; no por
casualidad, Nick empieza a reaccionar ante el peligro cuando está acompañado
por Lien (secuencia de la cita con el blackhat
en el restaurante chino que culmina en una pelea cuerpo a cuerpo); en el
momento en que lleva a cabo una intrusión ilegal en el sistema informático del FBI
para “hackear” el programa apodado —otro nombre femenino— La Viuda Negra, un
primer plano de Lien, respaldándole, expresa mejor que nada su determinación;
y, llegados a un punto crucial de la trama, Nick hace propio el sentimiento de
venganza de Lien. No es el único elemento femenino que llama la atención de
este film, por cierto, también bastante mejor de lo que se ha pregonado estos
días (pese a sus defectos, sobre todo de guión): ahí está el personaje de la
agente de policía Carol Barrett (Viola Davis), la cual da pie a la escena de
mayor aliento poético: Barrett le comenta a su colega Jessup (Holt McCallany)
que su marido murió en el 11-S, y antes de fallecer ella misma, su última
mirada se dirige a lo más alto de un rascacielos… Como digo, a Blackhat (Amenaza en la red) se le
pueden poner pegas, principalmente en lo que a desarrollo de la trama se
refiere, salpicada por un exceso de golpes de efecto (tiroteos, persecuciones,
explosiones) que, se nota, están insertados con la principal intención de “animar”
el argumento y darle espectacularidad. Pero los aspectos mencionados, junto con
el ya característico vigor de Mann en materia de secuencias de acción —todas
muy bien resueltas, por más que el “abstracto” clímax violento en medio de la
celebración de una multitudinaria fiesta local tailandesa resulte estéticamente
“bonito” pero dramáticamente poco convincente—, compensan de sobras esas
deficiencias de estructura.
(6) http://elcineseguntfv.blogspot.com.es/2011/01/barcelona-ciudad-de-vida-y-muerte.html