viernes, 27 de febrero de 2015

“IMÁGENES DE ACTUALIDAD” de MARZO 2015, a la venta



Chappie (ídem, 2015) es la película de portada del núm. 355 de Imágenes de Actualidad. Su reportaje se complementa con una entrevista con su realizador, Neill Blomkamp, y un artículo sobre otros robots “amistosos” que ha dado el cine, Nuestros informáticos aliados. También se destacan en portada varios títulos de los cuales se ofrecen avances en la sección Primeras Fotos: el remake de Poltergeist (ídem, 2015) de Gil Kenan; Tomorrowland: El mundo del mañana (Tomorrowland, 2015), de Brad Bird; Crimon Peak (2015), de Guillermo del Toro, que parece ser que en España se estrenará como La cumbre escarlata; Ted 2 (ídem, 2015), de Seth MacFarlane; y Queen of the Desert (2015), de Werner Herzog.


Otros contenidos destacados son: Focus (ídem, 2015), de Glenn Ficarra y John Requa, que se complementa con un retrato de su protagonista femenina, Margot Robbie; Cenicienta (Cinderella, 2015), de Kenneth Branagh, complementado a su vez con un artículo sobre otras versiones de este famoso cuento de hadas, Zapatitos de cristal; Pasolini (ídem, 2014), de Abel Ferrara; Puro vicio (Inherent Vice, 2014), de Paul Thomas Anderson, que a su vez se complementa con una entrevista con su protagonista masculino, Joaquin Phoenix; Negociador (2014), de Borja Cobeaga; Oculus: El espejo del mal (Oculus, 2014), de Mike Flannagan; Obsesión (The Boys Next Door, 2015), de Rob Cohen; Calvary (ídem, 2014), de John McDonagh; Los caballeros del Zodiaco: La leyenda del santuario (Saint Seiya: Legend of Sanctuary, 2014), de Kei’ichi Sato; y el artículo Bienvenido a casa, Spidey, sobre el acuerdo entre Marvel y Sony para reorientar las nuevas películas centradas en el superhéroe Spiderman. El número se completa con las secciones Noticias; Stars; Ranking; Hollywood Boulevard y Hollywood Babilonia, de Nacho González Asturias; Él dice, ella dice; ¿Sabías que…?, del profesor Moriarty; Gran Vía y Se rueda, de Boquerini; Zona Sin Límites, de Ángel Sala; Diccionario Fantástico, del Dr. Cyclops; Además…; Críticas; Videojuegos, de Marc Roig; Libros, de Antonio José Navarro; y BSO y DVD & Blu-ray, de Ruiz de Villalobos.


Reciente el estreno de El francotirador, de la cual espero hablar pronto en este blog, evoco en el Cult Movie de este mes el film que contribuyó en no poca medida a fortalecer el prestigio de Clint Eastwood como realizador: el espléndido western El jinete pálido (Pale Rider, 1985): “Además del mejor “western” de los ochenta y uno de los mejores trabajos de Eastwood de esa década, “El jinete pálido” es un título idóneo para conocer los principales rasgos de su estilo como realizador. “El jinete pálido” supone, todavía más que “Infierno de cobardes” (1973) y “El fuera de la ley” (1976), un ajuste de cuentas con la tradición del género, y al mismo tiempo la reafirmación de un estilo personal”.


También firmo un par de críticas: la de una película bastante mejor de lo que parecía a simple vista, The Interview (ídem, 2014), de Seth Rogen y Evan Goldberg…


…y de la decepcionante última obra de Andy y Lana Wachowski, El destino de Júpiter (Jupiter Ascending, 2015).



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viernes, 13 de febrero de 2015

El Sol es Dios: “MR. TURNER”, de MIKE LEIGH



[ADVERTENCIA: EL PRESENTE ARTÍCULO ES UNA VERSIÓN REVISADA DE MI CRÍTICA PUBLICADA EN EL NÚM. 450 DE “DIRIGIDO POR…”.] La última película de Mike Leigh, Mr. Turner (ídem, 2014), se aleja con decisión de las convenciones del film biográfico al uso, para mostrarnos de manera atípica y personal un retrato humano y mordaz de quien probablemente fuera el pintor británico más audaz, atrevido e innovador de su época.


Contraviniendo ese tópico según el cual Mike Leigh tan solo sabe planificar-en-función-del-movimiento-de-sus-actores (?) —lo cual viene a ser sino una versión suavizada de esa corriente de opinión que sigue firmemente convencida de que los méritos de la cinematografía británica son más teatrales que fílmicos—, la primera y bellísima secuencia de Mr. Turner  es un contundente ejemplo de la capacidad de su realizador para sugerir ideas exclusivamente mediante la elección del encuadre. Un hermoso plano general del paisaje holandés, molino de viento incluido, iluminado bajo la luz del crepúsculo da paso a un lento travelling lateral de derecha a izquierda de la imagen, aparentemente siguiendo el paseo de dos mujeres con el traje típico holandés que avanzan hacia la cámara, rematando la escena con un suave reencuadre que nos descubre la silueta de un hombre en lo alto de un promontorio que está trazando esbozos en su bloc: el pintor británico J.M.W. Turner (Timothy Spall). Es decir: la película arranca con una imagen —ese plano general del paisaje holandés— que parece indicarnos que, en efecto, vamos a ver un film sobre la vida de un artista que se va a esforzar en reproducir en pantalla las más famosas imágenes y hasta los colores característicos de la obra del pintor biografiado, un poco salvando las distancias como hiciera Vincente Minnelli con Van Gogh en El loco del pelo rojo (Lust for Life, 1956); pero, a partir de esa imagen estática y «artística» a lo Víctor Erice o Isaki Lakuesta, Leigh traza, como digo, un movimiento de cámara que rompe ese estatismo y resitúa la imagen «a ras del suelo» (el paseo de dos campesinas); y, a renglón seguido, reencuadra hacia el hombre embebido por la belleza de ese paisaje y su afán de llevar a cabo una captura del mismo.


Dicho de otro modo: Mr. Turner no es una recreación de la obra de J.M.W. Turner (1775-1851), por más que no evite la misma, la cual está en todo momento dramáticamente justificada; tampoco es, ni mucho menos, aquello que suele denominarse un biopic al uso, dado que no pretende abarcar la totalidad de la existencia del pintor porque se centra en sus últimos años (salvo algunas breves, y oportunas, referencias verbales a su infancia y juventud); Mr. Turner más bien pretende ser el retrato de un hombre que además era un gran artista, o si se prefiere, el retrato de un gran artista desde un punto de vista humano.


Cayendo en la tentación de hacer uso de unos términos pictóricos (fáciles, lo reconozco, a la hora de referirnos a un film de estas características), Mr. Turner vendría a ser un dibujo impresionista de la vida del pintor, llevado a cabo mediante rápidas pinceladas sobre momentos relevantes de esa última etapa de su existencia: su relación con el también pintor Benjamin Robert Haydon (1786-1846) —encarnado en el film por Martin Savage—, quien suele acudir a Turner para que le preste dinero con el cual paliar su acuciante situación económica; su enfrentamiento con John Constable (1776-1837) —a cargo del actor James Fleet—, a quien insulta gravemente delante de sus colegas de la academia de arte corrigiéndole una de sus pinturas mediante una sola pincelada en rojo y un par de retoques con su uña (sic); o la relación que le vinculó a la viuda Sophia Booth (Marion Bailey), con la que convivió hasta su muerte, a los 76 años de edad, que tuvo lugar inmediatamente después de que pronunciara sus famosas —y reales— últimas palabras: «¡El Sol es Dios!».


Pero Mr. Turner no es solo eso (que ya es mucho), sino también el retrato en profundidad de su protagonista, un personaje singular que bajo su apariencia huraña y presuntuosa esconde un alma sensible, bondadosa e inteligente que lucha por mantener su personalidad propia y su integridad artística en el contexto de un mundo, el del arte de su época, todavía incapaz de ver hasta qué punto está avanzada su pintura, la misma que con sus marinas tempestuosas de cielos borrascosos está ya diluyendo las formas en beneficio de la luz y el color en sí mismos considerados, o lo que es casi lo mismo, está llamando a gritos al impresionismo. La película ofrece, a través de la lucha de Turner contra el canon pictórico de su tiempo, una dura y a la vez mordaz digresión sobre la pedantería que envuelve al así llamado mundo del arte, mostrado como un entorno plagado de imbéciles que se llenan la boca con elevados conceptos intelectuales en su afán de clasificar, ergo domesticar, el insondable misterio de la creación artística. Un ejemplo de lo afirmado lo hallamos en la espléndida secuencia en la que un lechuguino pagado de sí mismo, John Ruskin (Joshua McGuire), afirma que la pintura de Turner es muy superior a la de otro pintor amante de la temática de las marinas, Claude Lorrain (1600-1682), la cual le parece insulsa; Turner replica que «Claude Lorrain era un genio» y, sarcástico, le pide a Ruskin que le dé su opinión sobre dos tipos de comida..., dándole a entender, a él y a otros imbéciles de su calaña, que antes de pasarse de listo y dejarse cegar por lo moderno también hay que saber guardar el debido respeto a los artistas que desarrollaron sus creaciones en otra época, y por tanto bajo otras circunstancias: de Lorrain, se dice, pintaba sus marinas desde tierra firme, al contrario que Turner, y este, lejos de despreciarlo por el mero hecho de ser diferente a él, respeta su punto de vista y valora su obra en sí misma considerada. Cámbiese pintura por cine, y véase cómo dicha reflexión sigue siendo perfectamente válida. 


Al margen de su (brillante) discurso sobre la creación artística, Mr. Turner es, asimismo, una de las obras más cálidas y humanas de Leigh. Cierto: hay en ella mucho de ese dibujo de personajes antisociales e iconoclastas propio del autor de Grandes ambiciones, Naked (Indefenso) o Happy, un cuento sobre la felicidad, pero también considerables dosis del Leigh más psicológicamente introspectivo, ácido y comprensivo con las debilidades de las personas de Secretos y mentiras, Todo o nada, El secreto de Vera Drake y Another Year. Resultan excelentes, en este sentido, las escenas que en la primera mitad del metraje, muestran la relación cariñosa de Turner hacia su anciano padre, William (Paul Jesson). Todo está mostrado mediante una puesta en escena repleta de ingeniosas soluciones, que confieren al relato esa tonalidad sobria y contenida tan característica de su autor y donde brilla a una altura excepcional la labor de sus magníficos intérpretes —empezando por un genial Timothy Spall, y acabando por todos y cada uno de los componentes del reparto—, pero también lo hacen los recursos expresivos de un cineasta excesivamente comparado con Ken Loach por su fidelidad compartida a la tradición realista del cine británico, pero que se diferencia del firmante de El viento que agita la cebada en una mayor capacidad de elaboración de sus imágenes.
     

Leigh se mantiene fiel a ese tipo de planificación a base de planos generales de larga duración, de inspiración teatral pero de resultados eminentemente cinematográficos, que da pie a momentos tan excelentes como la llegada de Turner a su casa inmediatamente después de ese viaje a Holanda que ha abierto el relato, en particular la escena en la que toca el pecho y el sexo de su criada Hannah (Dorothy Atkinson), en un gesto perfectamente ilustrativo del tipo de relación que se da entre ellos; o ese momento extraordinario, en el cual tras haberse encarado con Haydon y accedido a prestarle al menos cincuenta de las cien libras que le suplica para subsistir (sugiriendo de este modo algo que se confirmará más adelante: que el propio Turner tampoco anda sobrado de dinero), vemos a Haydon cómo va alejándose al fondo del plano, mientras Turner y otros colegas comentan de qué modo Haydon ha terminado convirtiéndose en un paria de la sociedad artística como consecuencia de sus radicales ideas y la falta de respeto hacia quien no las comparte.


Pero también hay instantes en los que Leigh hace gala de otros recursos no tan habituales en él y que pueden provocar cierto rechazo por interpretarse como una especie de —horror— traición hacia el estilo característico de un cineasta que no ha hecho otra cosa sino mejorar, perfeccionar y evolucionar desde el principio de su carrera. Es el caso, por ejemplo, de ese gran momento en que, para poder ver por sí mismo la violencia de una tormenta en alta mar a fin de incorporarla a sus pinturas, Turner se hace atar al palo mayor de un navío, soportando, la lluvia, la nieve y el frío; lo relevante de la escena reside en el hecho de que Leigh la planifica mostrándonos la demencial hazaña de Turner, pero sin caer en la tentación de insertar los consabidos contraplanos desde el punto de vista del pintor, dado que lo que le interesa resaltar no es lo que el artista está viendo, sino lo que tiene de relevante su gesto de cara a su exploración personal de las posibilidades del arte. Un artista que, además, está mostrado no como alguien pagado de sí mismo, que lo sabe todo y no acepta los consejos de nadie, sino por el contrario como una persona siempre dispuesta a aprender de los demás. Salvo ese sarcástico momento en que un ya envejecido Turner suelta una risotada burlona ante un par de pinturas prerrafaelitas, de las que se mofa por lo que tienen de teórico retroceso al arte figurativo, el protagonista demuestra que también es alguien abierto a sugerencias. Véase su relación con la científico y polímata Mary Somerville (1780-1872) —Lesley Manville en el film—, en la que queda patente la curiosidad del protagonista ante todo lo que sea innovación, y lo que quizá es más importante, su actitud abierta, humilde y respetuosa ante quienes hacen gala de conocimientos que él no posee; esa secuencia en la que, paseando en barca con unos amigos, acepta la posibilidad de pintar la que acabará siendo una de sus más famosas obras, «El Temerario remolcado a dique seco» (1838); o el momento en que el paso de un tren de vapor le inspira el famoso «Lluvia, vapor y velocidad. El gran ferrocarril del Oeste» (1844): una obra maestra de la pintura, como el film de Mike Leigh lo es del cine, por descontado.

viernes, 6 de febrero de 2015

“EXODUS: DIOSES Y REYES” – “BIG EYES” – “CORAZONES DE ACERO” – “BIRDMAN” – “BLACKHAT (AMENAZA EN LA RED)”



[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTOS FILMS.]


Un esquizofrénico llamado Moisés: Exodus: Dioses y reyes (Exodus: Gods and Kings, 2014), de Ridley Scot.- Reitero por enésima vez que actualizo este blog cuando puedo, no cuando quiero, lo cual explica que en muchas ocasiones me deje películas de actualidad “en el teclado”. Voy a intentar compensarlo con unos pequeños comentarios de algunos films que me han llamado la atención últimamente. Empiezo con la más reciente propuesta de Ridley Scott, esta irregular pero en absoluto despreciable nueva visión del libro del Antiguo Testamento que, cierto, tiene un buen puñado de cosas que no terminan de funcionar. Señalo, por ejemplo, lo poco trabajada que está la evolución del personaje de Moisés (Christian Bale), y en particular su toma de conciencia de su condición de hebreo, y por tanto, de miembro del pueblo que los egipcios mantienen esclavizado desde hace cuatrocientos años. Habrá que esperar más adelante para ver un probable director’s cut con metraje añadido —los primeros rumores que precedieron al estreno de esta película afirmaban que su montaje definitivo superaba las tres horas—, que probablemente indague con mayor precisión estos y otros aspectos que en la versión que ahora conocemos aparecen desdibujados: no solo, como digo, en lo que a la evolución de Moisés se refiere, sino a la falta de profundidad en el retrato de su relación con su hermanastro, el príncipe y luego faraón Ramsés II (Joel Edgerton), y el escaso relieve de personajes como la reina Tuya (¿qué hace una actriz como Sigourney Weaver desempeñando un rol tan insignificante?), Bithia (Hiam Abbass) y Miriam (Tara Fitzgerald); en definitiva, sospecho que con ese hipotético “montaje del director” de Exodus: Dioses y reyes volverá a ocurrir lo que ya pasó con El reino de los cielos (Kingdom of Heaven, 2005): que veremos “otra” película, y quizá —como en el caso de esta última— mejor que la que conocíamos. Sea como fuere, Exodus: Dioses y reyes tiene otros alicientes que hacen de él un film bastante más interesante de lo que se ha dicho: no me refiero solamente a su excelente sentido del ritmo (muy notable, teniendo en cuenta que la película dura dos horas y media); o al, por descontado, excelente sentido de la imagen y el espectáculo que Scott demuestra en los momentos “fuertes” (la visualización de las plagas y el cruce del Mar Rojo, episodios bíblicos sobre los cuales se arroja, sobre todo en lo que se refiere a las primeras, una mirada harto irónica refrendada por posibles “explicaciones científicas”); sino también, y quizá por encima de todo, el inesperado retrato de Moisés como una especie de esquizofrénico que, tras recibir un golpe en la cabeza, empieza a tener visiones con Dios —y Dios no es aquí sino un niño: esto es, una representación de aquello que el escéptico Moisés más ama en el mundo: su hijo—, que el ateo Scott visualiza mediante un sencillo pero eficaz plano/contraplano que le permite sembrar una duda razonable sobre la verdadera naturaleza de esas visiones. Insisto: un film mejor de lo que se ha dicho.


Un negocio redondo: Big Eyes (ídem, 2014), de Tim Burton.- Hace tiempo ya que a Tim Burton se le está negando el pan y la sal, algo a mi entender comprensible si juzgamos lo más reciente de su obra en virtud de un título tan fallido como Alicia en el País de las Maravillas (Alice in Wonderland, 2010) (1), pero absolutamente desproporcionado y fuera de lugar si lo hacemos en base a dos películas tan magníficas —y, ¡ay!, tan menospreciadas— como Sombras tenebrosas (Dark Shadows, 2012) y su puesta de largo en formato animación stop-motion de Frankenweenie (ídem, 2012) (2). No es al único al que le pasa últimamente: está ocurriendo, y me parece alarmante, con David Cronenberg, de quien, dicen, ya-no-es-el-de-antes (es decir, negándosele la menor posibilidad de evolucionar a nivel personal; eso, en mi tierra, se llama conservadurismo). Parece que la estima de Burton ha tocado fondo con esta, lo digo ya, interesante Big Eyes, la cual, cierto es, no está a la altura de sus mejores trabajos —cfr. Eduardo Manostijeras (Edward Scissorhands, 1990), Ed Wood (ídem, 1994)—, pero que no es, ni por asomo, ese film impersonal y sin atractivos que se ha venido pregonando estos días (con lo cual, y para consolidar mi “maldición”, volverá a acarrearme los consabidos comentarios de que llevo la contraria por sistema, por más que juro y perjuro de que no se trata de una actitud preestablecida). La cuestión reside, seguramente (y aquí debería escribir un “quizás” para cubrirme las espaldas), en que Big Eyes carece —como se percibe a simple vista— de la, digamos, “parafernalia gótica” que ha copado el grueso de la filmografía burtoniana hasta convertirse en su marca de fábrica más fácilmente distinguible. “¡El Rey está desnudo!”, gritan ahora los amigos de esa fea costumbre de señalar con el dedo la paja en el ojo ajeno (y, aunque hemos empezado con la película de Ridley Scott, creo que no hace falta que añada el final de esa famosa sentencia bíblica). A pesar de que se ha mencionado que los guionistas de Big Eyes son los mismos de Ed Wood, Scott Alexander y Larry Karaszewski (faltaría más: ¡que se note que tenemos “curtura”!), la cosa no ha ido más allá de lo anecdótico. Craso error, habida cuenta de que Big Eyes recoge y en cierto sentido reitera el sentido de lo grotesco de personajes y situaciones tan característico, por cierto, de Burton y de esos guionistas; es decir, que en esta ocasión y acaso sin que sirva de precedente (¿o sí?), el sentido burtoniano de Big Eyes hay que hallarlo no en las formas, sino más bien en el trasfondo, y sobre todo, en esa tonalidad grotesca con que están vistos los personajes, tanto el más obviamente “deforme” —el descarado sinvergüenza Walter Keane que encarna un histriónico Christoph Waltz— como el más teóricamente “candoroso” —la puritana Margaret Keane interpretada por la siempre excelente Amy Adams—, dando por resultado un sólido, sarcástico y excelentemente narrado “cuento para adultos” —como realza estéticamente la recargada e “irreal” fotografía de Bruno Delbonnel— que, si algo le sobra, es unas burdas y hasta cierto punto previsibles salidas de tono: las escenas (breves, por fortuna) en las que Margaret ve o cree ver a las personas de su alrededor con los “grandes ojos” de sus pinturas.


Guerra: Corazones de acero (Fury, 2014), de David Ayer.- No resulta de extrañar que la nueva película de David Ayer pueda interpretarse como la enésima variante de la temática del despertar a la madurez, en este caso la de un joven recluta del ejército norteamericano en los días —abril de 1945— en que la Alemania nazi estaba a punto de caer bajo el doble e imparable avance de los aliados por el este y el oeste. El joven en cuestión se llama Norman Ellison (Logan Lerman), aunque sus compañeros en el tanque Sherman a donde es destinado para reemplazar a un miembro del mismo que acaba de fallecer suelen apodarle “Machine”, por más que las más de las veces también se dirigen a él por su nombre de pila. Esos mismos compañeros, aun con nombres y apellidos, suelen llamarse entre sí en virtud de una serie de apodos que contribuyen a deshumanizarles, empezando por su superior, el sargento al mando del tanque Don “Wardaddy” Collier (Brad Pitt) —si no recuerdo mal, rebautizado como “Chacal” (¿) por obra y gracia del doblaje español—, y acabando con el resto de hombres que comanda: un católico ferviente, Boyd Swan (Shia LaBeouf), al que por eso mismo le llaman “Bibilia”; el conductor de etnia hispana, Trini García, alias “Gordo” (Michael Peña); y el rústico mecánico Grady Travis (Jon Bernthal), llamado “Coon-Ass” en la versión original, …y “Rata” (¡), si no me equivoco, en la española. Como digo, puede verse así, del mismo modo que también puede hacerse —como apunta el amigo Tonio L. Alarcón en una reciente crítica para Imágenes de Actualidad (3)— como la descripción del proceso de  lo que podríamos llamar (re)humanización de los cuatro personajes mencionados en último lugar gracias, precisamente, a la influencia beneficiosa del inocente Norman. Corazones de acero me parece una obra maestra y la mejor película bélica de estos últimos tiempos, con perdón de los fans de ese film en el borde mismo de la tontería más absoluta llamada Malditos bastardos (Unglorious Basterds, 2009, Quentin Tarantino) (4), donde, por cierto, Brad Pitt llevaba a cabo una interpretación vomitiva (nada que ver, por suerte, con la que desarrolla aquí, bastante mejor de lo habitual en él); y, disculpen de nuevo la franqueza, pero me produce cierta vergüenza ajena (salvo las honrosas excepciones que siempre hay que hacer) la tibia respuesta de la crítica nacional ante una producción de semejante envergadura, no mucho mejor que la perezosa que se le dispensó a la anterior y muy interesante película de Ayer, Sabotage (ídem, 2014) (5). Si bien hay que hacer una (obligada) mención especial a lo más evidente, la brillantez de sus secuencias de combate —la batalla en la llanura de los tanques contra las ametralladoras alemanas, o la resolución del combate final dentro del tanque averiado me parecen modélicas—, lo que más me ha sorprendido de Corazones de acero, a pesar de su aspereza, brutalidad y violencia (no solo física sino, sobre todo, moral), es que al final acaba arrojando una mirada esperanzadora sobre la juventud, que viene a reforzar esas otras dos posibles interpretaciones sobre el relato —el despertar a la madurez de un ingenuo, y la recuperación de la inocencia de unos hombres a los que la guerra ha convertido en despiadados— y convierte el itinerario de Norman en una odisea entre el Cielo —la secuencia con las dos mujeres alemanas me parece un prodigio de sensibilidad y fuerza dramática— y el Infierno: el ya mencionado combate final, con el muchacho “naciendo” a otra manera de entender la vida (prácticamente “parido” del interior del tanque, del cual huye como si fuera un bebé arrojado al mundo), refrendada por ese gesto del soldado alemán asimismo joven que le descubre debajo del vehículo y decide perdonarle la vida. Extraordinaria.
     

La vida en una sola toma: Birdman o (La inesperada virtud de la ignorancia) (Birdman or (The Unexpected Virtue of Ignorance), 2014), de Alejandro González Iñárritu.- La nueva película del director de —mal que pese— la magnífica e incomprendida Biutiful (ídem, 2010) (6) me reafirma en algo que ya aprecié con respecto a esta última, y que a mi entender en Birdman —lo digo ya: su mejor obra hasta la fecha— brilla en todo su esplendor. Me refiero al hecho de que —al contrario de lo que, si no todo el mundo (eso es imposible), sí la mayoría del estado de opinión afirma— el cine de Iñárritu ha mejorado mucho desde que se libró de lo que, a mi entender, era su mayor lastre: los sobrevalorados y para mí insufribles guiones de Guillermo Arriaga. Primero Biutiful y ahora Birdman nos muestran, por fin, a un cineasta hasta la fecha “esclavo” de unos libretos que, además de repletos de obviedades, no hacían sino ocultar bajo sus alambicadas estructuras temporales su vergonzosa falta de auténtica densidad dramática y el más rotundo de los vacíos. Si bien Biutiful ya mostraba síntomas de ello, Birdman “alza el vuelo” (literalmente) a la hora de mostrarnos a un realizador consciente de que el cine se hace con la cámara y que lleva a cabo aquí un ejercicio de libertad expresiva que, disculpen de nuevo la franqueza, solo puede disgustar a los envidiosos. Ahora bien, que los árboles no nos impidan ver el bosque: lo mejor de Birdman —si es que puede destacarse algo por encima del resto en el conjunto de un film extraordinario— no reside en aquello que, por descontado, salta a la vista: el virtuosismo de su puesta en escena, construida alrededor (pero no exclusivamente) de dos planos-secuencia —en el caso del primero de los mencionados habría que decir, más bien, un(os) larguísimo(s) plano(s)-secuencia(s)— que, si bien son de una excepcional brillantez, no constituyen en sí mismos considerados ni el único o ni tan siquiera el principal mérito de esta película. Lo mejor de ese virtuosismo es que está en todo momento al servicio de la descripción de los personajes, en particular el protagonista: Riggan Thompson (un Michael Keaton, huelga decirlo, tan bien como siempre), ese actor que antaño fuera una gran estrella cinematográfica gracias a su interpretación del superhéroe Birdman, y que ahora, por mor de su empeño de dirigir y protagonizar un “adulto” montaje escénico en Broadway de De qué hablamos cuando hablamos de amor, de Raymond Carver, en aras de su crecimiento personal como artista, tiene que hacer frente a la montaña rusa de la vida y al carrusel de la existencia (y la estupidez) humana(s) en una sola toma, dentro de la cual su mente febril pero imaginativa, atormentada pero vitalista, engloba, siempre en esa misma dirección/ese mismo plano, sus miedos y su dolor, sus pensamientos y sus remordimientos, sus éxitos y sus fracasos, sus limitaciones como ser humano y su capacidad ilimitada para imaginar: para soñar. Un plano-secuencia/un sentido de la vida que tan solo desaparece(n) en un par de ocasiones: al principio, mediante la inserción de unos escuetos planos de pájaros volando sobre Nueva York, que dan paso (no por casualidad), a la presentación de Riggan… flotando en su camerino (sic); y, cerca del final, cuando pierde el conocimiento en el escenario, que recobra en la habitación del hospital. Plano/sentido dentro del cual asimismo se engloban todos los personajes de su entorno —su hija exdrogadicta (Emma Stone), su atribulado representante (Zach Galifianakis), su insoportable partenaire (Edward Norton), su dubitativa compañera de trabajo (Naomi Watts), su joven amante (Andrea Riseborough), su exesposa (Amy Ryan)—, en un “circo” a ritmo de frenética batería jazzística que hace pensar, salvando las distancias, en el 8 y medio felliniano. Vi Corazones de acero y Birdman en una misma tarde: hacía mucho, mucho tiempo que el cine contemporáneo no me proporcionaba una experiencia tan rica y placentera.


Un thriller “femenino”: Blackhat (Amenaza en la red) (Blackhat, 2015), de Michael Mann.- A pesar de que para muchos pueda ser un ejemplo de —parafraseando al amigo Hernán Migoya— cine “viril”, por su inclinación hacia el género policíaco y la tendencia a ceder el protagonismo de sus ficciones a personajes de sexo masculino, en las películas de Michael Mann los roles femeninos tienen un singular relieve. Por mencionar unos ejemplos al azar, podemos recordar a la invidente de Hunter (Manhunter, 1986), las protagonistas femeninas de El último mohicano (The Last of the Mohicans, 1992), las novias de los atracadores y del oficial de policía de Heat (ídem, 1995), la fiscal de Collateral (ídem, 2004), la amante oriental del traficante que se enamora del policía blanco de Corrupción en Miami (Miami Vice, 2006), o la del atracador John Dillinger en Enemigos públicos (Public Enemies, 2009). Blackhat (Amenaza en la red) no constituye una excepción. A pesar de que el protagonismo recae en un actor con una presencia masculina tan aparatosa como el corpulento Chris Hemsworth, su personaje, Nick Hathaway, solo adquiere entidad dramática a partir del momento en que se enamora de Chen Lien (Wei Tang), la joven experta en informática que acompaña a su hermano, el agente de policía chino Chen Dawai (Leehom Wang), en el curso de una investigación a nivel internacional que arranca, primero, en China (donde se produce el sabotaje informático de una central nuclear), y luego en los Estados Unidos, a donde Dawai y Lien son enviados por su gobierno para colaborar con la policía local en la búsqueda y captura de un hacker malicioso: un blackhat. Mann y el guionista Morgan Davis Foehl inciden en cómo influye en Nick el amor de Lien. En una de las primeras secuencias, vemos al primero en una celda de aislamiento en la prisión donde cumple quince años de condena por hacker: Nick aprovecha el reducido espacio donde está confinado para hacer flexiones, en lo que puede verse —un tanto maliciosamente, lo reconozco— un pobre sustituto del acto sexual; no por casualidad, Nick empieza a reaccionar ante el peligro cuando está acompañado por Lien (secuencia de la cita con el blackhat en el restaurante chino que culmina en una pelea cuerpo a cuerpo); en el momento en que lleva a cabo una intrusión ilegal en el sistema informático del FBI para “hackear” el programa apodado —otro nombre femenino— La Viuda Negra, un primer plano de Lien, respaldándole, expresa mejor que nada su determinación; y, llegados a un punto crucial de la trama, Nick hace propio el sentimiento de venganza de Lien. No es el único elemento femenino que llama la atención de este film, por cierto, también bastante mejor de lo que se ha pregonado estos días (pese a sus defectos, sobre todo de guión): ahí está el personaje de la agente de policía Carol Barrett (Viola Davis), la cual da pie a la escena de mayor aliento poético: Barrett le comenta a su colega Jessup (Holt McCallany) que su marido murió en el 11-S, y antes de fallecer ella misma, su última mirada se dirige a lo más alto de un rascacielos… Como digo, a Blackhat (Amenaza en la red) se le pueden poner pegas, principalmente en lo que a desarrollo de la trama se refiere, salpicada por un exceso de golpes de efecto (tiroteos, persecuciones, explosiones) que, se nota, están insertados con la principal intención de “animar” el argumento y darle espectacularidad. Pero los aspectos mencionados, junto con el ya característico vigor de Mann en materia de secuencias de acción —todas muy bien resueltas, por más que el “abstracto” clímax violento en medio de la celebración de una multitudinaria fiesta local tailandesa resulte estéticamente “bonito” pero dramáticamente poco convincente—, compensan de sobras esas deficiencias de estructura.

(6) http://elcineseguntfv.blogspot.com.es/2011/01/barcelona-ciudad-de-vida-y-muerte.html

miércoles, 4 de febrero de 2015

“DIRIGIDO POR…” de FEBRERO 2015, ya a la venta



La nueva y esperada película de Clint Eastwood, El francotirador (American Sniper, 2014), acapara la portada del núm. 452 de Dirigido por… Firma la crítica de este film Tonio L. Alarcón, complementándose con una entrevista con Clint Eastwood, y el artículo La guerra de Irak en el cine norteamericano. Una aproximación, que ha escrito Antonio José Navarro.


El contenido más extenso del número lo ocupa la primera parte de un dossier de dos entregas dedicado a Brian de Palma, compuesta por tres artículos: Entre la experimentación y el aprendizaje, de Antonio José Navarro, centrado en los primeros años de su carrera, enmarcados en el contexto del cine underground; ¿Un cineasta político?, rubricado por Óscar Brox Santiago, que ahonda en la cuestión mencionada en su encabezamiento abordando los comentarios de Impacto, Corazones de hierro, La hoguera de las vanidades y Redacted; y El cine fantástico. Rock gótico, telekinesia y viajes espaciales, sobre sus aportaciones a este género —El fantasma del Paraíso, Carrie, La furia y Misión a Marte—, que he escrito yo.


Otros contenidos destacados del mes son un estudio de los guionistas y realizadores Seth Rogen y Evan Goldberg, con motivo del estreno en España de la polémica comedia The Interview (ídem, 2014), que ha escrito Tonio L. Alarcón; y las críticas de Blackhat (Amenaza en la red) (Blackhat, 2015), de Michael Mann, que firma Israel Paredes Badía, Horns (ídem, 2013), de Alexandre Aja, escrita por Nicolás Ruiz (cuyo estreno, tras el cierre de esta edición, se ha atrasado hasta el mes de junio), Kingsman: Servicio secreto (Kingsman: The Secret Service, 2014), de Matthew Vaughn, comentada por Quim Casas, y Foxcatcher (ídem, 2014), de Bennett Miller, analizada también por Israel Paredes Badía.  El número se completa con la semblanza que Christian Aguilera ha dedicado a la obra de Jack Cardiff, con motivo del centenario de su nacimiento, en la sección Paralelismos; el Flashback centrado en analizar tres películas de Hitoshi Matsumoto recientemente editadas en formato doméstico, de las cuales nos habla Quim Casas, quien asimismo firma los comentarios de dos series para la sección Televisión, Gotham (ídem, 2014- ) y Fargo (ídem, 2014- ); la sección Home Cinema, con comentarios de otras novedades en DVD y Blu-ray a cargo de Juan Carlos Vizcaíno Martínez, Héctor G. Barnés, Israel Paredes Badía, Óscar Brox Santiago, Quim Casas y un servidor; Banda Sonora, la sección habitual de Joan Padrol; y Cinema Bis, a la cual he contribuido con un comentario del film de Curtis Harrington Planeta sangriento (Queen of Blood, 1966).


Como ya he mencionado, mi contribución a este número de Dirigido por… consiste, en primer lugar, en un artículo para el dossier Brian de Palma sobre El cine fantástico. Rock gótico, telekinesia y viajes espaciales, donde hablo de El fantasma del Paraíso, Carrie, La furia y Misión a Marte.


También he escrito, para la sección Críticas, los comentarios de Into the Woods (ídem, 2014), de Rob Marshall…,


Luna en Brasil (Flores raras, 2013), de Bruno Barreto…,


…y ’71 (ídem, 2014), de Yann Demange.


También he escrito un pequeño comentario del film de Cecil B. DeMille Por el valle de las sombras (The Story of Dr. Wassell, 1944), para la sección Home Cinema


…y uno de la ya asimismo mencionada Planeta sangriento, de Curtis Harrington, para Cinema Bis.



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