[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA
TRAMA DE ESTOS FILMS.]
Al cien por cien bis: Lucy
(ídem, 2014), de Luc Besson.- Estas líneas son un complemento de las que escribí para el
núm. 447 de Dirigido por… (septiembre
2014) (1), donde ya mostraba mi
entusiasmo por la que me parece, de lejos, la mejor película realizada hasta la
fecha por Luc Besson, o al menos —a falta de haber visto Angel-A, la trilogía de los Minimoys, Adèle y el misterio de la momia, The Lady y Malavita en el
momento de escribir estas líneas— la mejor de las que le conozco. Ignoro, por
tanto, si en los films citados ya se apreciaba una evolución positiva en el
estilo de un cineasta al que hacía tiempo que había dejado de seguirle la
pista, harto como estaba de la vacuidad estéril y gratuita de Kamikaze 1999, Subway (En busca de Freddy), El
gran azul, Nikita, dura de matar,
El profesional (Léon), El quinto elemento y Juana de Arco. ¡Menudo lote!. Lo más
gracioso del asunto es que, además de girar alrededor de la hipótesis
(científicamente infundada, por cierto) de que los seres humanos tan solo
usamos como máximo el 20% de nuestra capacidad cerebral, Lucy es, en teoría o, como a veces se dice, “sobre el papel”, una
típica película de Besson al 100%, empezando por la ligereza con la que aborda
una temática, digamos, “seria y/o trascendente” —la misma que, dentro de lo que
cabe, hacía más tolerable El profesional
(Léon) si se la comparaba con la petulancia de Nikita, dura de matar, o, cielos, El quinto elemento en relación a las pretensiones de El gran azul o Juana de Arco—, y acabando por cierta predilección hacia las
heroínas, tan evidente a estas alturas que no requiere comentario alguno.
Lo que marca la diferencia es, en
primer lugar, la gracia con la que Besson resuelve lo que plantea, de manera
que esa ligereza acaba haciéndose agradable de ver. O dicho de otra forma:
Besson eleva el resultado de Lucy muy
por encima de lo esperable gracias a una inventiva tras la cámara que sabe
conjugar, como digo, ese tono ligero con un sentido del encuadre y el
movimiento de cámara que realzan y, a ratos, embellecen la propuesta llevándola
estéticamente mucho más allá de la modestia de su planteamiento. De ahí que
situaciones tan literalmente cogidas por los pelos como las de los primeros
minutos —el ardid gracias al cual Richard (Pilou Asbaek) obliga a Lucy
(Scarlett Johansson) a entregar el maletín con drogas al mafioso Sr. Jang (Cho
Min-sik): el primero ciñe a la muñeca de la segunda el maletín mediante unas
esposas que tan solo puede abrir el gánster— acaben funcionando,
inesperadamente, gracias a la convicción con la que Besson las resuelve tras la
cámara. No menos afortunada resulta, en este sentido, el momento en que la
aterrorizada Lucy entra en el despacho del Sr. Jang: la aparición de este
último, con el rostro cubierto de sangre… y unas gafas protectoras destinadas a
evitar que las salpicaduras le vayan a parar a los ojos, unido a ese plano de
las piernas de dos personas muertas que asoman por la puerta de una habitación,
bastan para crear tensión. Nos movemos en un terreno próximo a la inmediatez de
la literatura pulp o del cómic,
cierto, pero Besson aquí sabe visualizarlo con habilidad e ingenio.
Una vez planteado el meollo del
asunto —la conversión de Lucy en una “mula” al servicio del Sr. Jang,
transportando un alijo de droga experimental escondida en su vientre—, el film
va progresando en virtud de impactantes escenas de una intensidad y convicción
insólitas en su director: desde la secuencia en la que, después de haber
recibido una paliza, el paquete de droga que Lucy transporta en sus entrañas
revienta y su contenido se derrama por su torrente sanguíneo, con resultados
inesperados (el momento en el que el cuerpo de la chica sufre una serie de
violentos espasmos, que Besson visualiza por medio de una planificación
calculadamente “desquiciada”, sugiriendo de este modo la entrada de Lucy en una
especie de “plano alternativo de la realidad”, es uno de los más logrados de su
director); hasta la brillante demostración de los superpoderes de los cuales
empieza a hacer gala la joven —la huida del cubil donde estaba encerrada; el
momento en que deja inconscientes únicamente con el pensamiento a un buen puñado
de agentes de policía en una comisaría parisina, o la posterior pelea contra
los asesinos del Sr. Jang que asaltan ese mismo lugar—, pasando por un singular
experimento narrativo: en determinados momentos, Besson va insertando imágenes
documentales que pretenden ser no tanto una especie de irónico comentario
visual sobre el desarrollo de la acción argumental de Lucy, a modo de contrapuntos, como un intento (a mi entender,
conseguido) de convertir su film en una suerte de (falso) documental sobre la
actriz Scarlett Johansson.
Es famosa la afirmación de Jean-Luc
Godard de que cada película es un reportaje sobre sus intérpretes. En cierto
sentido, Besson lleva este axioma al paroxismo, de manera que la falta de
información sobre el personaje de Lucy —salvo la notable escena en la que, en
un sostenido primer plano, conversa por teléfono con su madre: su último
instante de sincera humanidad antes de convertirse en una imparable y fría
supermujer— queda suplida mediante una utilización de la imagen más popular y
característica de la intérprete de la Viuda
Negra : es Scarlett Johansson, convertida en una suerte de
icono de la mujer-perfecta-de-hoy-en-día, la que en la espléndida secuencia
final —una serie de “saltos mentales” de Lucy a distintas ciudades del mundo
hasta viajar… al inicio de los tiempos— se enfrenta a “Lucy”, el primer
espécimen homínido del cual se tiene noticia, antes de rematar el relato
mediante otra bella idea: Lucy desaparece como ser humano, para “renacer”
fusionada, al 100% de su capacidad mental, con todo el entorno del planeta: “estoy en todas partes”, afirma. Un film
excelente, aún partiendo de materiales, aparentemente, de derribo.
El policía y el traficante: El Niño
(2014), de Daniel Monzón.- Por más que El Niño plantea un
contexto de corrupción generalizada, su acción pivota en torno a la descripción
de dos personajes aparentemente antitéticos pero más relacionados entre sí de
lo que pueda parecer a simple vista. Uno es Jesús (Luis Tosar), un agente de
policía encargado junto a sus compañeros Sergio (Eduard Fernández) y Eva
(Bárbara Lennie), y bajo la supervisión de su superior Vicente (Sergi López),
de vigilar e intentar contener el imparable tráfico de estupefacientes que se
produce entre Marruecos y las costas andaluzas. El otro es un muchacho al que
únicamente conoceremos por el apodo de El Niño (Jesús Castro), acaso porque
—tal y como comenta el traficante marroquí Rachid (Moussa Maaskri)— para él
llevar a cabo locas travesías entre España y las costas marroquíes en su moto
acuática y luego a bordo de una potente lancha neumática cargada de drogas, no
es más que “un juego” cuya ejecución le proporciona más placer que el mucho dinero
que percibe por ello.
En cierto sentido, tanto Jesús como
El Niño son, a su manera, personajes “puros”, y por eso mismo, “irreales”. El
primero es un policía que, en puridad de conceptos, no existe: un agente de la ley honrado e incorruptible, que ha
llevado al extremo de sacrificar su vida personal con tal de lograr la
detención de cuantos traficantes y la requisa de cuantos alijos sea posible. Es
un hombre solitario y casi podría decirse que romántico, por lo que tiene de
versión sublime, o si se prefiere sublimada,
de lo que sería o es un policía real. El Niño también es un personaje romántico
y sublimado: un delincuente sin alma
de criminal, que participa en el contrabando de drogas gracias a su excepcional
pericia como piloto, guiado más que nada por su amistad con sus colegas y
cómplices, El Compi (Jesús Carroza) y Halil (Saed Chatiby), y por su atracción
hacia la joven marroquí, Amina (Mariam Bachir), de la que terminará
enamorándose.
Dicho de otra manera: los personajes
de Jesús y El Niño vendrían a ser la demostración más fehaciente de la
dificultad de mostrar la temática de fondo que muestra este interesante film de
Daniel Monzón, el tráfico de estupefacientes, sin recurrir, como aquí se
recurre, a personajes, digamos, necesariamente
convencionales. Jesús y El Niño vienen a demostrar, cada uno a su modo, justo
lo contrario de lo que parece inferirse de ellos: que no hay romanticismo, ni
nobleza, ni heroísmo, ni aventura, en un mundo que no para de entorpecer los
planes de ambos protagonistas. Jesús sospecha que su superior, el mencionado
Vicente, es un agente corrupto comprado por los traficantes de Marruecos, y tan
solo cuando ya sea demasiado tarde se dará cuenta de que tenía que haber mirado
en otra dirección y hacia otra persona… Y El Niño ve cómo se complican sus
planes de vida en común con Amina como consecuencia de la amenaza de Rachid y
de un personaje que permanece en la sombra y a quien apodan El Inglés (Ian
McShane), los cuales vienen a recordarnos que el “negocio” en el cual El Niño y
sus colegas andan metidos es en la realidad
sucio, cruel, peligroso y despiadado.
Desde este punto de vista, hay en la
película de Monzón dos películas en una: la primera, la “romántica”, la irreal,
que es la que se sustenta sobre los personajes de Jesús y El Niño, base de un thriller sólidamente construido y que,
si bien bebe de numerosos y bien conocidos referentes —desde Contra el imperio de la droga hasta el
policíaco de Michael Mann: la relación de admiración y/o respeto entre
antagonistas, Jesús y El Niño, recuerda a la que se daba entre Al Pacino (el
policía) y Robert De Niro (el ladrón) en Heat—,
el resultado no molesta, e incluso resulta altamente estimulante gracias al
vigor de su realización, donde destacan sus magníficos momentos de acción: por
una vez y sin que sirva de precedente, recurriremos al tópico y diremos que las
secuencias de persecución en alta mar desde el helicóptero de la policía en pos
de la lancha conducida por El Niño no tienen nada que envidiar a las mejores
muestras del actioner made in USA.
Pero hay en El Niño, como digo, “otra” película: un retrato realista de
ambientes, una somera descripción de las actividades del narcotráfico y las de
la policía destinadas a desbaratar a las primeras, cuya crudeza choca de frente
con el, vuelvo a insistir, “romanticismo” representado por el buen policía
Jesús y el “buen” traficante El Niño. Desde esta perspectiva, la historia de
amor de El Niño con Amina es lo más endeble de una ficción que no necesitaba
esa love story, pero que a pesar de
ello al mismo tiempo sabe sacar provecho de la misma porque resulta coherente
para demostrar que, a fin de cuentas, lo que el film narra no admite
embellecimiento alguno. Y, a pesar de esa concesión a lo convencional, la
inserción de la misma permite que, en última instancia, la película se mire a
sí misma como lo que en puridad de conceptos es: una fantasía romántica con
trasfondo realista, pero con conciencia de serlo. Como en Celda 211, Monzón vuelve a demostrar que ha sabido “captar” la onda
del mejor thriller estadounidense
pero sin empacharse con el mismo: tanto Celda
211 como El Niño son el resultado
de una buena digestión.
Crece, crece, mi chiquitín: Boyhood
(Momentos de una vida) (Boyhood, 2014), de Richard Linklater.- No creo que Boyhood (Momentos de una vida) sea, como se dice, una obra maestra
del cine, y ni tan siquiera la mejor película de Richard Linklater —esa
distinción creo que sigue mereciéndola Antes
del anochecer (2)—, pero
comparto la opinión mayoritaria de que el resultado atesora un notable interés.
Lo mejor de este film tampoco creo que sea lo más obvio, es decir, la idea de
tomar a un niño —Mason: Ellar Coltrane— e irlo filmando durante doce años a fin
de que le veamos crecer de verdad en
pantalla (y no solo a él: también crece de
verdad la pequeña que interpreta a su hermana —Samantha: Lorelei Linklater,
hija del realizador en la vida real— y, en otro sentido, “crecen” —ergo, envejecen— los actores —unos magníficos Patricia
Arquette y Ethan Hawke— que encarnan a sus padres), pues la idea, en sí misma
considerada, no tiene nada de original en cuanto existen diversos precedentes
de otras películas que han llevado a cabo experimentos parecidos. Lo mejor,
como digo, no reside en eso, sino en la manera como se utiliza eso: de qué
forma Linklater trenza con habilidad el proceso de crecimiento y madurez de su
protagonista, desde que es un niño y hasta que empieza a ir a la universidad,
construyendo un relato que a pesar de su larguísima duración —165 minutos— no
pesa en absoluto, lo cual tiene mucho mérito.
Dejando aparte que una película de
estas características puede dar pie a todo tipo de disquisiciones del tipo de
cuántos posibles montajes podrían haberse llevado a cabo con las seguramente
cientos de horas filmadas a lo largo de más de una década, de forma que Boyhood hoy podría ser un film muy
diferente del que conocemos, lo más atractivo reside, como digo, en la pericia
de Linklater para hilvanar un relato que hace gala de un espléndido sentido de
la elipsis, sin duda su principal arma narrativa y expresiva. Desde este punto
de vista me sorprenden, insisto, las constantes afirmaciones en torno a la genialidad y creatividad de una película en el fondo muy sencilla e incluso me
atrevería a decir que modesta, dado que en última instancia es consciente de
que incluso filmando a un chico de verdad durante doce años, y haciendo con
todo ese material un film de una duración cercana a las tres horas, es
imposible plasmar en una sola película doce años de vida real mes a mes, día a día, hora a hora. Salvando las distancias, Boyhood comparte con El Niño el hecho de atesorar en su seno su
propia autocrítica.
Desde este punto de vista, Boyhood vendría a ser una experiencia en
cierto modo “frustrante”: una vida entera no cabe dentro de los márgenes no ya
del cine, sino del relato en términos generales, pero al mismo tiempo se da la
paradoja de que el relato, o una determinada concepción del mismo, es necesaria
para intentar ofrecer, si no esa vida entera, al menos sí un buen resumen de
doce años de la misma, en base a fragmentos de los mismos seleccionados por
Linklater en su doble función de guionista y
director con vistas a crear ese relato y hacerlo de la manera más
atractiva posible. Boyhood es, por
eso mismo, un “fracaso” con conciencia de serlo, pero al que no puede
reprochársele que lo sea (siempre, vuelvo a insistir, desde este punto de vista
teórico) porque ese “fracaso”, siempre entre comillas, no es solo el fruto de
una limitación intrínseca del cine en particular y del arte en general para
contener lo Absoluto, sino también una consecuencia lógica de la naturaleza del
relato y su canónica “obligación” de “contar algo” (y, a poder ser,
atractivamente). Lo único que quizá se le puede reprochar a Boyhood, cinematográficamente hablando,
es que al conjunto le falte algo más de intensidad y fuerza, por más que pueda
afirmarse en su descargo que la existencia humana tampoco está siempre llena de
momentos “fuertes” y/o “trascendentales”; afortunadamente.
Ello no obsta para que el resultado
sea extremadamente agradable de ver, lo cual es muy notable teniendo en cuenta
sus características. Boyhood hace de
esa narrativa aparentemente ligera pero en el fondo muy elaborada su mejor
arma. Desde luego que podría hacerse una relación exhaustiva de cuántas maneras
utiliza Linklater la elipsis para lograr que el relato progrese, mas lo interesante
no creo que sea tan solo eso (por más que sea valioso en sí mismo considerado),
sino, vuelvo a insistir, en cómo Boyhood
acaba convirtiéndose, aparentemente de manera consciente, en una especie de
demostración práctica de la imposibilidad de meter una vida entera en los
márgenes de un relato cinematográfico, o si se prefiere, la imposibilidad
última del cine de captar todos los matices de una existencia humana en toda su
plenitud. Loable es que lo haya intentado, como también lo es que ponga de relieve
esa imposibilidad.
Imprime la leyenda: Hércules
(Hercules, 2014), de Brett Ratner.- Acaso fuera porque, con franqueza, no me esperaba nada del
director de, cielos, las tres entregas de Hora
punta, Family Man o El gran golpe, y de las algo mejores —no
mucho— X-Men: La decisión final y El dragón rojo, mas lo cierto es que
esta nueva versión de Hércules me ha
supuesto una grata sorpresa. A falta de haber visto la reciente Hércules: El origen de la leyenda —hace
ya mucho tiempo que perdí todo interés por el cine de Renny Harlin—, el Hércules de Brett Ratner me ha parecido
harto curioso y, a ratos, mucho más logrado de lo que cabía esperar, hasta el
punto de que ahora mismo no me costaría demasiado afirmar que nos hallamos ante
el mejor trabajo de su habitualmente desafortunado realizador.
A falta de conocer el cómic de Steve
Moore en el que se inspira, y por tanto partiendo de que lo que voy a explicar
a continuación puede ser mérito de aquél, este nuevo Hércules llama la atención por su mirada irónica y su sarcástica desmitificación
del héroe mitológico. Su primera secuencia resulta significativa. En la misma,
asistimos a una escueta visualización de algunas de las más famosas hazañas del
fornido héroe mitológico, concretamente tres de los doce célebres “trabajos” de
los cuales habla la mitología grecorromana: matar a la Hidra de Lerna, al Jabalí de
Erimanto y al León de Nemea. La visualización va acompañada por la voz de off de un narrador, la de Iolaus (Reece
Ritchie), como luego sabremos sobrino de Hércules (Dwayne Johnson). No
tardaremos en descubrir que el relato de Iolaus no es sino un ardid para
distraer a los guerreros que le han capturado y que están a punto de matarle
mientras su tío viene a rescatarle. Por cierto, durante la visualización de esos
tres “trabajos”, el rostro del protagonista permanece oculto en la oscuridad,
potenciando en este caso la aureola mitológica-legendaria que rodea al héroe,
en concordancia con el carácter fabuloso de sus hazañas. No será hasta que
Hércules acude al rescate de Iolaus cuando su rostro se revela al espectador en
un primer plano que hace ostentoso, por cierto, que la piel de león con la que
cubre su cabeza, y que se supone es la del León de Nemea, no se corresponde con
la gigantesca testuz de la bestia visualizada en los flashbacks. Hay algo, en definitiva, que no “cuadra”.
Poco tardaremos en averiguar que,
efectivamente, “este” Hércules no es el de toda la vida, sino un rufián que ni
tan siquiera ha llevado a cabo sus “doce trabajos” en solitario, sino con la
ayuda de un grupo de mercenarios que le acompañan y a los que lidera; de hecho,
los títulos de crédito finales —imitación, todo hay que decirlo, de los de 300 (ídem, 2006, Zack Snyder)— reiteran
que los compañeros de Hércules, Amphiaraus (Ian McShane), Autolycus (Rufus
Sewell), Tydeus (Aksel Hennie), Atalanta (Ingrid Bolso Berdal) y su ya
mencionado sobrino Iolaus, le echaron algo más que una mano a la hora de
consumar esas hazañas… Hércules,
versión 2014, arroja por tanto una inesperada mirada irónica y suavemente
desmitificadora sobre el héroe mitológico, que se refuerza además mediante el
añadido de la sospecha —por más que Ratner y los guionistas Ryan Condal y Evan
Spiliotopoulos no se atrevan a llevarla hasta el final— de que el mismísimo
Hércules podría haber sido el responsable del asesinato de su propia esposa
Megara —una Irina Shayk vista y no vista, a pesar de que buena parte de la
campaña publicitaria de cara al lanzamiento del film se haya fabricado en torno
a su imagen— y sus tres pequeños hijos, bajo los efectos de una droga
alucinógena. Todo ello está contado con considerable eficacia, dentro de su
condición de producto mainstream de
rápido consumo, no faltando a pesar de todo algunos momentos inspirados. Señalo
el vigor de las secuencias de acción, y en particular, las de batalla, en las
cuales Ratner inserta en los momentos adecuados planos generales en picado que
permiten distinguir la posición de los bandos enfrentados y el desarrollo del
combate. Se agradecen las pinceladas, bien dosificadas, mediante las cuales se
describen algunos personajes secundarios, caso de Amphiaraus, quien afirma
saber cuándo y cómo va a morir, o de Tydeus, un guerrero que no habla y cuyas
noches son un hervidero de pesadillas como consecuencia de los horrores que presenció
de niño; no puede decirse lo mismo del personaje de Atalanta, la consabida
concesión a la “corrección política”, o el de Autolycus, el cual se ve a la
legua que en el último momento regresará al lado de sus compañeros de fatiga
para echarles una mano aún habiéndolos abandonado con su parte del botín.