[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] No es ningún secreto a estas alturas, ahora que este film ha llegado a nuestros cines, las copias piratas habrán circulado a placer desde su estreno en distintos países desde finales de mayo (tiempo más que suficiente para que lo hayan hecho), y después de todo lo que se ha escrito sobre el mismo, que Prometheus (ídem, 2012) es, según se prefiera, una “precuela”, un complemento, un destilado, un spin-off o como ustedes quieran llamarlo de la franquicia inaugurada por Ridley Scott con Alien, el octavo pasajero (Alien, 1979) y proseguida por James Cameron con Aliens (El regreso) (Aliens, 1986), David Fincher con Alien 3 (ídem, 1992), y Jean-Pierre Jeunet con Alien: Resurrección (Alien: Ressurection, 1997). Una franquicia, saga o serie (aceptemos aquí y ahora todas esas acepciones a efectos de exposición) que ha creado un corpus dentro del cual se integrarían asimismo los cruces con la franquicia de Predator firmados por Paul W.S. Anderson –Alien vs. Predator (AVP: Alien vs. Predator, 2004)— y los hermanos Greg y Colin Strause –Aliens vs. Predator 2 (AVPR: Aliens vs. Predator: Requiem, 2007)—, y los abundantes tratamientos en el campo del cómic a cargo de la editorial Dark Horse.
“Alien” en la forma, “2001” en el fondo
Ridley Scott es plenamente consciente de que los treinta y tres años transcurridos entre Alien, el octavo pasajero y Prometheus no han pasado en balde: ni Scott es la misma persona que firmó la primera película de la franquicia, y esta ha evolucionado de forma patente aunque con irregular fortuna hasta erigirse, con independencia de todo tipo de valoraciones y preferencias, en un importante referente dentro del cine de ciencia ficción de estas últimas décadas. Ello explicaría que haya en Prometheus un número considerable de referencias, o de guiños (todo vuelve a ser, una vez más, cuestión de terminología), a anteriores films de la serie. No pretendo ser exhaustivo, en primer lugar porque no he querido serlo y tampoco quería distraerme de la película en sí misma considerada e ir anotando ese tipo de información dispersada aquí y allá; además, ya hay quien han hecho ese trabajo (1).
Más allá de lo obvio, como la reaparición de la famosa nave alienígena de apariencia costillar y con interiores “óseos” diseñados por H.R. Giger, el célebre “jinete espacial” (sic), determinados decorados tanto de la nave espacial Prometheus como del interior del gigantesco recinto cavernoso donde descansan los restos mortales de los extraterrestres bautizados aquí como los Ingenieros, y por descontado, el plano que cierra el film, hay detalles tales como la inserción del tema musical de Jerry Goldsmith para Alien, el octavo pasajero (que suena, premonitoriamente, coincidiendo con la aparición “holográfica” del personaje del anciano Peter Weyland / Guy Pearce); la breve reutilización del famoso adagio de Gayane compuesto por Aram Khachaturian, que en su momento popularizó Stanley Kubrick al incluirlo en la banda sonora de 2001: Una odisea del espacio (2001: A Space Odyssey, 1968), y que James Horner recicló descaradamente para la partitura de Aliens (El regreso); la canasta de baloncesto, que ya aparecía en Alien: Resurrección, o la cabeza cortada del androide David (Michael Fassbender), que evoca la famosa escena con el decapitado androide Ash (Ian Holm) de Alien, el octavo pasajero. De hecho, las similitudes van incluso más allá de esos apuntes y se incrustan en la propia estructura narrativa del relato: hay en Prometheus una primera parte de su metraje que adopta el ritmo pausado de la primera película; hay personajes más o menos equivalentes a los de Alien, el octavo pasajero, pues al ya mencionado androide David podemos añadir fácilmente a la científico Elizabeth Shaw (Noomi Rapace), que vendría a ser una variante de la popular teniente Ellen Ripley (Sigourney Weaver) –pero a escala física reducida: el 1.63 de Rapace frente al 1.80 de Weaver—, o el capitán Janek (Idris Elba), una especie de mezcla del capitán Dallas (Tom Skerritt) y el ingeniero Parker (Yaphet Kotto), raza negra incluida; y situaciones de similar construcción: no solo, por descontado, las escenas de exploración de la luna LV-223, sino también momentos de impacto que cumplen esa misma función de evocación –la a estas alturas célebre secuencia de la brutal cesárea de Shaw, que equivale a la clásica en la que Kane (John Hurt) muere como consecuencia del “nacimiento” del alien que rompe su pecho—; la sorpresa que se produce en virtud de la inesperada reaparición de un personaje –Weyland— al cual creíamos fuera de juego, que viene a ser un equivalente de la revelación del carácter artificial del personaje de Ash; y en sus líneas generales y para no alargarnos, la construcción global de un relato de tensión creciente que en su tercio final desemboca en un sinfín de carreras y persecuciones motivadas en el instinto de supervivencia.
Desde luego que podría discutirse esta (relativa) falta de “originalidad” de Prometheus si no fuera porque el título madre tampoco era un portento en este sentido: ¿o hace falta volver a hablar por enésima vez de It! The Terror from Beyond the Space (Edward L. Cahn, 1958), Terror en el espacio (Terrore nello spazio, 1965, Mario Bava) y Planeta sangriento (Queen of Blood, 1966, Curtis Harrington)? Creo que no. Como tampoco creo que lo mejor de Alien, el octavo pasajero y de Prometheus resida en esa muchas veces resbaladiza “originalidad”, sino en el tratamiento impreso a los elementos que la componen. Yendo más lejos, pienso que al menos en primera instancia el modelo o patrón narrativo del nuevo trabajo de Ridley Scott no es tanto la saga Alien, sino –y como ya lo fuera, en parte, en la misma Alien, el octavo pasajero— la citada 2001: Una odisea del espacio: hasta la apariencia física de Weyland remite a la del envejecido cosmonauta Bowman (Keir Dullea) de las escenas finales de 2001: Una odisea del espacio y su secuela, 2010: Odisea dos (2010: The Year We Make Contact, 1984, Peter Hyams). El plano de apertura de Prometheus, esa imagen del planeta Tierra con el norte tímidamente iluminado por el sol, es prácticamente igual al famoso encuadre de la alineación planetaria que abría el film de Kubrick. No por casualidad, si en este último ese plano daba paso a un prólogo de ambientación prehistórica titulado “El amanecer del hombre”, la película de Scott arranca con una primera –y bellísima— secuencia de características relativamente similares. Tras una serie de panorámicas aéreas sobre un hermoso paisaje natural a base de valles y montañas (nueva equivalencia, en este caso, con 2001: Una odisea del espacio –2—), en el cual vemos primero la sombra y luego la silueta de un gigantesco platillo volante, la cámara se detiene junto al salto de agua de una catarata, y en la orilla, a un misterioso encapuchado; el hombre se desprende de sus vestiduras, revelándose una especie de gigante de piel blanca que no parece (no es) de este mundo; la criatura ingiere una extraña sustancia, y al momento su cuerpo se convulsiona de dolor y se deforma; el ser cae catarata abajo, y su cuerpo, sus moléculas, su ADN, se disuelven en el agua…
Aunque el espectador todavía no lo sabe en este punto de la trama, acabamos de asistir a otro “amanecer del hombre”. Y precisamente la posibilidad de hallar el origen de la raza humana en un lejano rincón del espacio es el motor de un relato que, a diferencia de Alien, el octavo pasajero, no gira en torno a la angustiosa situación de supervivencia que tiene que atravesar un grupo de profesionales contratados para transportar un cargamento de combustible sin refinar hasta la Tierra y que, por un capricho del destino, tienen que hacer frente a la inesperada amenaza de un alienígena hostil, sino por el contrario (y con independencia de que esta nueva trama también derive en una lucha por sobrevivir), la odisea de una expedición científica que desde el principio conoce la posibilidad de encontrar vida extraterrestre y va en pos de la misma.
2093: el año que hicimos contacto
Prometheus retoma, asimismo, otro de los aspectos más interesantes de Alien, el octavo pasajero en lo que a construcción narrativa se refiere, llevándolo incluso en cierto sentido mucho más allá. Me refiero al hecho de que, aún tratándose de relatos ambientados en un futuro lejano –en Prometheus, tras la secuencia-prólogo que hemos mencionado, la acción se sitúa en el año 2089 y luego da un pequeño salto temporal a 2093—, la ambientación futurista casi brilla por su ausencia, en el sentido de que se limita al aparato tecnológico de las naves –la Nostromo y la Prometheus— o al diseño de la ropa: apenas vemos imágenes de la sociedad del futuro. En Prometheus, las únicas referencias a la Tierra del mañana son la segunda secuencia, ambientada en unas montañas de la isla escocesa de Skye en el año 2089 pero que podría transcurrir perfectamente en la actualidad, o la reproducción holográfica del despacho de Weyland, con un ventanal al fondo abierto hacia una construcción más o menos “futurista” y en cualquier caso contemplada a larga distancia. Por lo tanto, nos hallamos ante sendos relatos de ambientación futurista en los cuales las “distopías” que proponen se encuentran casi siempre en off visual. Si en Alien, el octavo pasajero esa sociedad futura, y en particular la empresa Weyland Corporation que había decidido capturar al alienígena para utilizarlo como “armamento” aunque fuera a costa de sacrificar a la tripulación entera del Nostromo, ya ocupaba un lugar relevante en la trama, en Prometheus ese aspecto está, si cabe, más potenciado: aquí la Weyland ha financiado la expedición científica dirigida por Elizabeth Shaw y su pareja, Charlie Holloway (Logan Marshall-Green), con la finalidad de descubrir los orígenes de la humanidad, si bien en la práctica todo acaba siendo un (nuevo) intento –aunque, cronológicamente, acontezca antes de la acción de Alien, el octavo pasajero y sus secuelas— de la Weyland de enriquecer su departamento armamentístico con lo que puedan encontrar en la luna LV-226, y para ello cuenta con el apoyo de dos personas de su confianza infiltradas entre la tripulación: el androide David y la representante de la empresa Meredith Vickers (Charlize Theron).
Este aspecto del film guarda una estrecha relación con uno de sus temas más ferozmente criticados: la descripción de sus personajes y, más concretamente, la teórica pobreza de los mismos, en particular los secundarios. Se han escuchado estos días duras opiniones relativas a, por ejemplo y sin ánimo de ser exhaustivo, cómo es posible que dos de los científicos que forman parte de la expedición, Fifield (Sean Harris) y Milburn (Rafe Spall), se pierdan en el interior de la montaña que están explorando y no sepan volver a la Prometheus antes de que se abata sobre la zona una violenta tormenta que les impide regresar a la nave (un agujero de guión que, caso de tener algún sentido más allá de subrayar la torpeza de estos personajes, tampoco he sabido encontrárselo); y que esos mismos científicos sean, por eso mismo, las víctimas propicias de las primeras manifestaciones violentas de los aliens (en la que precisamente es, y en esto sí que comparto esas críticas, la peor escena del film: aquélla en la que Fifield y Milburn acaban siendo atacados por las mandíbulas y la sangre ácida de un ser tentacular tras una estúpida expectación sazonada con un sentido del humor que roza lo grotesco: lo único positivo es que, de este modo, se quita de en medio a tan molestos personajes…). O que, en la sucesión de escenas-clímax que conforman la culminación del relato, el capitán Janek y sus dos fieles subalternos, Chance (Emun Elliott) y Ravel (Dominic Wong), sean capaces de sacrificar la Prometheus y sus propias vidas con tal de impedir el despegue de la nave extraterrestre que amenaza con llegar a la Tierra y propagar quién sabe qué clase de horribles abominaciones genéticamente creadas por los Ingenieros… Quizá sea que se parte de la presuposición de que las personas de carne y hueso, o que los personajes de ficción, son mejores o están más preparados que las personas o los personajes, digamos, “normales” (estamos generalizando) para enfrentarse a amenazas extraterrestres por el mero hecho de ser científicos; es decir, como si los científicos no fuesen capaces de idear o cometer estupideces (la bomba atómica, la talidomida, el DDT, el electroshock, la lobotomía y un larguísimo etcétera), con lo cual se ataca una idea preconcebida con otra, un tópico con otro tópico.
Todo ello en base a comparaciones peyorativas con Alien, el octavo pasajero, algo que desde este punto de vista tampoco termino de entender, habida cuenta de que los personajes de esta película no eran ni particularmente simpáticos ni especialmente atractivos, más allá de la simpatía o empatía que el espectador podía tener a título particular con los miembros de la tripulación de la Nostromo, y sobre todo con la heroína Ellen Ripley y su empecinada lucha por la supervivencia (la misma que el público de Prometheus puede sentir, por equivalencia, hacia la heroína Elizabeth Shaw, en base a esa simpatía o empatía preestablecida en cine a favor de “la chica”). Los personajes de Alien, el octavo pasajero tampoco eran un prodigio de matices y complejidad, ni lo son los de Prometheus (o, al menos, no los más secundarios). Pero, si estamos de acuerdo en que lo mejor de Alien, el octavo pasajero no eran sus personajes, sino lo que les ocurría, otro tanto puede decirse de Prometheus, hasta el punto de poderse afirmar que las imperfecciones de las figuras que pueblan este film son en gran medida la clave que da parte de su sentido al relato. Si, como se insinúa ya desde el principio y tal y como se confirma más adelante, la raza humana no es sino un experimento genético de los Ingenieros elaborado a partir de su propio ADN (recuérdese la secuencia de arranque “a lo Kubrick”), y el propósito de aquéllos es destruir a la humanidad porque consideran que el experimento ha sido fallido, la estupidez del cuadro humano que presenta la película es la más fehaciente demostración de que los Ingenieros… tienen razón.
Prometheus retoma e incluso amplía una de las sugerencias de Alien, el octavo pasajero, en el sentido de mostrarnos indirectamente una civilización futura a través del dibujo al aguafuerte de varios de sus representantes teóricamente más “ilustres”: directivos de grandes empresas, científicos, especialistas, cosmonautas experimentados. Todos ellos reducidos a un caótico grupo que ofrece un panorama humano más duro, áspero, incómodo y antipático que el ofrecido en Alien, el octavo pasajero: al menos la tripulación de la Nostromo no eran más que modestos trabajadores sorprendidos, en plena faena, por una amenaza de proporciones inimaginables que les desbordaba. En cambio, la tripulación de la Prometheus está integrada, se supone, por lo mejor de la raza humana (si bien no hay que olvidar que la mayoría son meros asalariados de una empresa privada, ergo, que trabajan motivados principalmente por el dinero), pero el resultado, desde este punto de vista, es descorazonador. En este sentido, hacía tiempo que no veía una película comercial y por tanto más o menos (se supone) convencional que tratara con tanta rudeza a sus personajes y de rebote al espectador, a quien se le ofrece un cuadro de caracteres en ocasiones trazado con algo de brocha gorda, cierto, pero coherente con el planteamiento general de un relato de ciencia ficción que no se lo pone fácil al público y le obliga a asistir a un carnaval de horrores alienígenas in crescendo sin el asidero emocional de un personaje simpático y/o empático.
Llega un momento en que casi resulta difícil de discernir qué es más repugnante: si el horror que se encuentra en las profundidades de la luna LV-226… o la vulgaridad de los terrestres que exploran aquéllas. ¿Y qué decir de lo que, al final, se encuentra tras toda esa búsqueda, toda esa costosa exploración?: que los creadores de la raza humana no son sino una raza de gigantes insensibles al dolor físico y existencial de los seres que han creado, y absolutamente indiferentes ante la pregunta trascendental que atormenta a aquéllos: ¿por qué nos habéis creado? Retomando, pues, una idea ya apuntada anteriormente –no es broma…— en Star Trek V: The Final Frontier (William Shatner, 1989), pero de una manera mucho más poderosa y perturbadora, la búsqueda del origen de la humanidad que se encuentra en el trasfondo de Prometheus, que no es sino una simbólica búsqueda de Dios, concluye trágicamente con el descubrimiento de una “divinidad” misteriosa e iracunda de la que conviene mantenerse alejado, gigantesca paradoja casi blasfema que reafirma la soledad del ser humano en el cosmos infinito. Con semejante planteamiento, ¿cómo no va a resultar incómoda –y polémica, como es habitual en el siempre discutido cine de Ridley Scott— una película de ciencia ficción que, dicen, tan solo pretende entretener?
Dioses en conflicto
Ello explicaría el carácter agresivo de la presentación o la caracterización de algunos personajes, tal es el caso, evidente, de Meredith Vickers: la primera vez que la vemos en pantalla, recién salida del féretro de hibernación en el cual ha estado más de dos años, está haciendo flexiones (lo cual contrasta de entrada con Shaw, quien lo primero que hace al despertar de su hibernación es… ponerse a vomitar); Vickers luce una indumentaria que le da un aire militar, y la arrogancia y frialdad de su conducta se corresponden con esa apariencia; hay un momento, incluso, en el cual el capitán Janek le pregunta directamente si es “un robot” (sic). No es menos cierto, empero, que a medida que avanza el relato, el personaje de Vickers va ganando en matices: acepta la proposición sexual de Janek, al que acaba invitando a su dormitorio; también vemos cómo su dureza se va resquebrajando a medida que va siendo consciente de la gravedad de la situación, y en determinados instantes hasta tiene miedo. El contraste de Vickers con los otros dos personajes principales del relato, Shaw y David, no hace sino reforzar otro de los aspectos de Prometheus que ya hemos apuntado en parte: la idea de que la expedición en pos del origen del hombre no es sino una búsqueda de la divinidad. Ello explica que la película subraye el hecho de que Shaw es una científica atípica (por tanto, no convencional) por el hecho de ser creyente: la protagonista lleva alrededor de su cuello un pequeño crucifijo que fue regalo de su padre –quien se le aparece en sus sueños con los rasgos del actor Patrick Wilson—, en lo que puede verse una herencia de algo que ya apuntaba el subvalorado film del subvalorado Robert Zemeckis Contact (ídem, 1997), según la novela de Carl Sagan Contacto (3).
La gracia del asunto, en el caso de Prometheus, es que tanto Shaw como Vickers son por así decirlo “hijas de sus padres”: Shaw, una científica y a la vez una creyente que considera que la búsqueda de la verdad empírica y la búsqueda de Dios no son incompatibles; y Vickers es hija de Weyland, como se revela en una escena crucial en el del tercio final del relato, en la cual la impresionante mujer que encarna / que es Charlize Theron y su 1.77 de estatura literalmente se arrodilla ante su padre / su dios, un Weyland al que momentos antes hemos visto con una bata blanca de hospital que le hace parecer una especie de divinidad helénica. ¡Hasta la creyente Shaw se “arrodilla” (obligada por el dolor de su vientre) ante ese “dios” blasfemo! Antes hemos visto una pequeña escena en la cual David contacta –como luego adivinaremos— con Weyland a través de la radio de su extraño casco con visera anaranjada, y la forma en que el primero se dirige al segundo es casi como si estuviese rezándole… Weyland es una mezcla de anciano avaricioso y proyecto de divinidad cuyo objetivo final es alcanzar la vida eterna; de ahí la coherencia de mostrarlo bajo los rasgos de un actor caracterizado de anciano: un hombre que se siente joven por dentro pero está atrapado en un cuerpo viejo, y que no ve otro consuelo a su condición que alcanzar la inmortalidad. ¿Hace falta recordar que Ridley Scott es el director de Blade Runner (ídem, 1982), otro film de ciencia ficción futurista que ya hacía hincapié en los conflictos entre ciencia y fe, y humanidad y divinidad?
La gran diferencia entre Shaw y Vickers reside, claro está, no solo en el hecho de que ambas “sirvan” por así decirlo a distintos “dioses” (y que lo hagan por razones diferentes: para Shaw, creer en Dios es una cuestión de fe, mientras que para Vickers, “creer” en su padre lo es de conveniencia: aguarda el momento de su muerte para poder heredar –en sus propias palabras— “su reino”). Al contrario que Vickers, que reprime sus emociones y, casi, su sexualidad, Shaw es una persona emotiva: al principio, en la secuencia de la cueva escocesa, ella es la primera en entrar allí, en descubrir la pintura rupestre que reproduce la alineación planetaria a donde luego viajarán, e incluso la que dirige la linterna de Charlie hacia ese fresco (detalle este muy significativo: ella ve cosas que él no ve), mientras lágrimas de emoción acuden a sus ojos. Shaw examina fascinada la cabeza del Ingeniero con la ayuda de la Dra. Ford (Kate Dickie), pero Charlie se muestra, en cambio, indiferente ante esa maravilla que llega incluso a asombrar a la fría Vickers: él prefiere emborracharse, para olvidar el hecho de que la expedición no está dando el resultado apetecido (“solo es otra tumba”, le hemos oído murmurar antes). En el dormitorio, y antes de hacer el amor, un comentario de Charlie provoca la tristeza de Shaw ante su incapacidad para tener hijos, lo cual hará todavía más terriblemente paradójica la angustiosa situación que vivirá tan solo unas horas más tarde.
Resulta relativamente fácil volver a evocar Blade Runner en lo que a la caracterización del androide David se refiere, y al que Michael Fassbender encarna imprimiéndole esa rara cualidad poética característica de sus mejores trabajos como actor. David es, junto con Shaw, quien asume las mejores cualidades de la humanidad, o las que se consideran como tales, por más que en ambos personajes se da una paradoja de fondo: en el caso de Shaw, ya lo hecho dicho, su carácter bipolar de científica y creyente, y en el de David, como es obvio, el hecho de que no es un auténtico ser humano sino un ingenio artificial que ha sido programado para tener cualidades humanas “positivas” (inteligencia, diplomacia, valor) y ninguna de las “negativas” (arrogancia, estupidez, cobardía)…, o casi ninguna, habida cuenta de que es un esbirro a las órdenes de Weyland, y es responsable directo del proceso de contagio genético que ha derivado en la muerte de Charlie y el horrendo embarazo contra natura de Shaw. De ahí que, en su gesto final de apoyo a Shaw, podamos intuir lo mismo que impulsa a esta última: el instinto de supervivencia (algo cuya admiración David ha llegado a expresar en voz alta). Es la culminación del proceso de “humanización” de un androide que en todo momento se siente excluido por los demás, quienes no paran de recordarle que no es humano, que no necesita escafandra para pasear por una atmósfera irrespirable, o que no tiene alma.
A David le repele, por otro lado, lo peor de la raza humana –hay un momento en que le dice a Charlie, cuando este le hace una insinuación al respecto, que no le gustaría ser “demasiado humano”—, dado que en el fondo aspira a ser mejor que un ser humano. De ahí la poética escena en la que, al principio del relato, David mira Lawrence de Arabia (Lawrence of Arabia, 1962), y en concreto, el momento en que Lawrence (Peter O’Toole) apaga una cerilla encendida con los dedos sin inmutarse, diciendo aquello de que el truco consiste en que no te importe el dolor; David tiñe y peina sus cabellos de rubio como los de O’Toole en el film de David Lean; es decir, el androide busca referentes humanos de elevada categoría, como hacían los replicantes de Blade Runner. Pero David es consciente de que ningún miembro de la expedición de la Prometheus está a la altura de sus expectativas, con la relativa excepción de Shaw, que le llama la atención porque es –como él— una persona paradójica: científica y creyente, ya lo hemos dicho, afectada por el recuerdo de su padre muerto, que se le aparece en los sueños que David conoce porque los ha visualizado durante el estado de hibernación de la mujer en el viaje.
La poesía del horror
También se ha dicho hasta la saciedad estos días, incluso los más duros detractores de la película, que Prometheus hace gala de una brillantísima factura. Es evidente, como también lo es que esa factura en sí misma considerada no tendría más valor que el anecdótico si no fuera porque las imágenes del film no solo refuerzan todo lo que hemos comentado, sino que además son las que le confieren a lo narrado su sentido definitivo. A la ya mencionada y excelente secuencia-prólogo del “amanecer del hombre” hay que añadir el espléndido plano de apertura de la secuencia inmediatamente posterior: esa imagen en negro que se va “abriendo” a la luz a medida que Shaw, desde el otro lado de una pared / de la pantalla, va abriendo un boquete de acceso a la cueva donde ella y Charlie encontrarán la pista para descubrir el planeta de los Ingenieros en forma de pintura rupestre, y que dibuja bien la sed de conocimientos de la protagonista (4). O la presentación de David, recorriendo el interior de la Prometheus mientras controla el sueño hibernado de los cosmonautas de carne y hueso durante más de dos años (y que incluye el apunte brindado por el mencionado fragmento de Lawrence de Arabia), secuencia en la cual la interacción entre el personaje y el decorado visualiza, durante unos instantes, una idílica armonía entre hombre y máquinas que pronto sabremos que es falsa: ese “hombre” no es tal, sino otra máquina, una de las muchas paradojas que pueblan una película, como ya hemos visto, abundante en ellas.
Un aspecto de la puesta en escena que, particularmente, me ha llamado la atención reside en que algunas de sus secuencias más abiertamente fantastiques estén asimismo impregnadas de ese espíritu paradójico que planea, como hemos visto, sobre buena parte de la trama. Es el caso de la lograda secuencia, en el primer tercio del relato, en la cual una serie de imágenes holográficas de los Ingenieros, grabadas 2.000 años atrás (sic), corren por el pasadizo cavernoso donde están los cosmonautas cual fantasmas del pasado, o la secuencia posterior en la cual David consigue llegar al centro de control alienígena y activa una espectacular representación holográfica del espacio. Son instantes mágicos y, al mismo tiempo, amenazadores pese a la pulsión lírica con la que están resueltos, dado que contienen el germen de los horrores que posteriormente serán revelados: los Ingenieros que corrían por el pasadizo lo hacían huyendo de la pesadilla genética que ellos mismos habían creado y que se les ha descontrolado, hasta el punto de que uno de ellos ha sido decapitado por el cierre de una puerta de acceso; y el hermoso holograma espacial en el centro de control indica cuál era el destino de la nave extraterrestre: la Tierra, y con el propósito de infectarla y arrasarla con el letal cargamento que llevan a bordo. Momentos que darían pie a hablar de una poesía del horror, o del horror en lo poético.
Scott rueda los momentos de suspense y tensión con gran oficio y, como siempre en él, con la inestimable ayuda de un extraordinario equipo de colaboradores. Dejando aparte la desdichada y ya comentada escena del ataque a Fifield y Milburn, o la gratuita pelea de los cosmonautas de la Prometheus contra un “contagiado” Fifield en la rampa de entrada a la nave, el resto funciona muy bien, tal es el caso de la espectacular sucesión de clímax de la media hora final, acaso previsible argumentalmente –en cine, un relato así hay que cerrarlo siempre “a lo grande”— pero muy bien orquestada a nivel de planificación. Volvemos a traer a colación la espléndida secuencia en la que Shaw, “embarazada” como consecuencia de haber sido inseminada accidentalmente por un infectado Charlie tras haberle hecho el amor horas antes, se practica a sí misma una brutal cesárea con la ayuda de una mesa de operaciones robotizada. Es el punto culminante de otra de las muchas sugerencias de Prometheus: el desprecio por la integridad del cuerpo, el carácter “orgánico” de gestos y detalles o que a ratos se da en las relaciones entre ciertos personajes, que de manera indirecta vuelve a sugerir lo que la película tiene de “film de monstruos”, sean estos terrestres o extraterrestres: las pisadas de los cosmonautas en el suelo de la cueva, bajo las cuales asoman gusanos; la rotura del brazo de Milburn como consecuencia de la terrible presión que ejerce alrededor del mismo la criatura tentacular; el rostro de Fifield devorado por el ácido; Vickers asesinando a Charlie con el lanzallamas; Shaw inyectándose calmantes para calmar el dolor de su vientre operado…
Prometheus corrige y amplía, en este sentido “orgánico”, el elemento sexual que se hallaba presente en Alien, el octavo pasajero y su famoso apunte voyeurístico con Ripley paseándose en bragas ante la mirada de la criatura al acecho y presta a matarla / inseminarla. Ya hemos mencionado el coito de Shaw y Charlie, o el fugaz desahogo sexual de Vickers y Janek, a lo cual podemos añadir la “penetración” en el bajo vientre de Shaw para extirparle a su repugnante “hijo” rebosante de formas fálicas, o sobre todo, el antológico momento en que el Ingeniero es “violado” por la aberración tentacular que los de su raza han creado genéticamente (el amigo Álvaro San Martín sugería hace poco que Prometheus puede interpretarse como una adaptación libre o indirecta de En las montañas de la locura, de H.P. Lovecraft: sin duda, la secuencia mencionada en último lugar aviva esa idea). La conclusión del relato no puede ser más amarga, por abierta y, en consecuencia, por incierta: Shaw y David toman otra de las naves alienígenas y se dirigen no de regreso hacia la Tierra… sino hacia el planeta de los Ingenieros, en busca de respuestas; mientras tanto, del cadáver del Ingeniero muerto brota un nuevo y definitivo engendro: ¡el alien! No puede haber resolución más puramente fantastique que aquello que no tiene un final convencional, cual pesadillesco anillo de Moebius… ¡Y todavía hay quien va diciendo que nos hallamos ante un film sin historia! Por todo ello, considero que Prometheus se erige en uno de los nombres propios del mejor cine que se ha estrenado este verano en España, junto con Elena (ídem, 2011, Andrei Zvyagintsev) y Brave (Indomable) (Brave, 2012, Mark Andrews, Brenda Chapman y Steve Purcell).
(1) Pueden consultarse, por ejemplo, las trece referencias a
Alien, el octavo pasajero que ha localizado Adrián Peña Tamayo y que recoge en su blog Big Kahuna:
http://bigkahuna3.blogspot.com.es/2012/08/los-13-guinos-alien-el-octavo-pasajero.html?spref=tw
(2) O, como me apuntaba mi hermano Ricard, ¿quizá un guiño a las imágenes aéreas del Kubrick del inicio de
El resplandor (The Shining, 1980)… y del final del primer montaje para cines de
Blade Runner, elaborado a partir de descartes de esas mismas tomas aéreas sacadas de
El resplandor?
(3) Véase mi comentario en este blog:
http://elcineseguntfv.blogspot.com.es/2011/05/el-padre-muerto-contact-de-robert.html
(4) Corríjanme si me equivoco, pero en las paredes de la cueva que exploran Shaw, Charlie y su equipo se ve pintada una hilera de cabezas de caballo… prácticamente idénticas a las que se encuentran en la auténtica cueva de Chauvet, eje del reciente documental de Werner Herzog
La cueva de los sueños olvidados (Cave of Forgotten Dreams, 2010). Tanto en el film de Scott como en el de Herzog se fecha la antigüedad de ese arte rupestre en unos 35.000 años.