No habrá paz para los malvados (2011), de Enrique Urbizu, es la película de portada del núm. 414 de Dirigido por…, comentada por Antonio José Navarro, quien asimismo se ocupa de las extensas reseñas dedicadas a Cowboys & Aliens (ídem, 2011), de Jon Favreau, y Conan, el bárbaro (Conan the Barbarian, 2011), de Marcus Nispel, así como de Miracle at St. Anna (2008), el film de Spike Lee que ocupa la sección Fuera de Campo. Por su parte, Quim Casas firma un estudio dedicado a Terrence Malick, con motivo del próximo estreno en España de El árbol de la vida (The Tree of Life, 2011), así como la reseña de Los pasos dobles (2011), el nuevo Isaki Lacuesta. Bajo el sonoro título El cine ha muerto, ¡viva el cine!, Aurélien Le Genissel explora las conclusiones que los críticos de cine Gilles Lipovetsky y Jean Serroy desarrollan en su libro La pantalla global. Christian Aguilera contribuye a este número con un artículo sobre El Napoleón de Stanley Kubrick, a raíz de la publicación del texto íntegro del guión para este descomunal proyecto a cargo de Taschen. Tonio L. Alarcón nos habla, en la sección Flashback, del estreno en DVD de Thirst (2009), de Park Chan-wook. Ramon Freixas dedica la sección Cinema Bis a Hipnosis (1962), de Eugenio Martín. Juan Padrol firma, como siempre, la sección de Banda Sonora. Y José María Latorre aborda, con motivo de su edición en DVD, un film extraordinario, Tres camaradas / Three Comrades (1938), de Frank Borzage, además de comentar otras novedades en disco digital versátil en su sección Pantalla Digital.
Para este número he escrito, como Flashback, un comentario de la edición en DVD del magnífico Robin Hood (1922) de Allan Dwan: “A diferencia de la mayoría de películas centradas en el famoso arquero de los bosques de Sherwood “que robaba a los ricos para dárselo a los pobres”, la versión de “Robin Hood” escrita (bajo su seudónimo habitual de Elton Thomas), producida y protagonizada por Douglas Fairbanks, dirigida por Allan Dwan y originalmente estrenada en cines españoles como “Robin de los bosques” se entretiene en mostrarnos los orígenes del personaje, es decir, el proceso en virtud del cual el protagonista acabó siendo Robin Hood”.
Dirigido por… publica este mes la primera parte de un dossier en dos entregas dedicado a una temática muy popular y muy cinéfila: el así llamado cine dentro del cine. Dentro del mismo he escrito tres antologías. La primera es la de la famosa película de Billy Wilder El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, 1950): “Reconociendo, de entrada, nuestro fracaso total y absoluto a la hora de ser “originales” o de decir algo que no se haya dicho sobre “El crepúsculo de los dioses”, intentaremos al menos dejar constancia de nuestras más recientes impresiones como consecuencia de un último visionado de esta película, que me sigue pareciendo la mejor de Billy Wilder (por encima, incluso, de sus por lo general más celebradas y amadas “comedias ácidas”)”.
La segunda antología es la que dedico a El desprecio (Le mépris, 1963), de Jean-Luc Godard: “Simplificando mucho, “El desprecio” vendría a ser el punto culminante de ese “cine dentro del cine” en torno al cual su realizador edificó el grueso de los primeros años de su carrera, desde “Al final de la escapada” (À bout de souffle, 1960) hasta el inicio de su etapa de activismo político más radical a raíz de Mayo del 68 y la creación del Grupo Dziga Vertov, pasando por tanto por títulos como “Banda aparte” (Bande à part, 1964), “Lemmy contra Alphaville” (Alphaville, une étrange aventure de Lemmy Caution, 1965) o “Pierrot el loco” (Pierrot le fou, 1965)”.
Good Morning Babilonia (ídem, 1987), de Paolo y Vittorio Taviani, es la tercera antología: “un relato de “cine dentro del cine” que reconstruye parcialmente hechos reales –el rodaje de la famosa película de David Wark Griffith “Intolerancia” (Intolerance, 1916), como consecuencia de la fuerte impresión causada en el realizador estadounidense por la producción italiana de Giovanni Pastrone “Cabiria” (ídem, 1914)–, por más que se toma enormes libertades a la hora de hacerlo en beneficio de un relato no realista y muy fantasioso”.
Completo mi contribución al Dirigido por… de este septiembre con las críticas de 13 asesinos (Jûsan-nin no shikazu, 2010), de Takashi Miike, y London Boulevard (ídem, 2010), de William Monahan.
A César lo que es de César: El origen del planeta de los simios (Rise of the Planet of the Apes, 2011), de Rupert Wyatt.- [Advertencia: en el presente artículo se revelan detalles de la trama de este film.] ¡Qué sorpresa más grata nos ha deparado esta inesperada película firmada por el británico Rupert Wyatt! Contra todo pronóstico, El origen del planeta de los simios ha sido la película del verano y una de las mejores de este año. De entrada, el film de Wyatt es todo lo que, lamentablemente, no fue el insuficiente remake de El planeta de los simios (Planet of the Apes, 1968, Franklin J. Schaffner) realizado por un atribulado Tim Burton hace diez años –El planeta de los simios (Planet of the Apes, 2001)—, es decir, una revisión fresca y modernizada de lo planteado por la interesante novela de Pierre Boulle y las cuatro estimables secuelas de la película original de Schaffner: Regreso al planeta de los simios (Beneath the Planet of the Apes, 1970, Ted Post), Huida del planeta de los simios (Escape from the Planet of the Apes, 1971, Don Taylor), La rebelión de los simios (Conquest of the Planet of the Apes, 1972) y Battle for the Planet of the Apes (1973; DVD: La conquista del planeta de los simios), estas dos últimas de J. Lee Thompson. Y eso que, en puridad de conceptos, El origen del planeta de los simios vendría a ser una especie de variante, o si se prefiere, de remake encubierto de La rebelión de los simios, aun con la gran diferencia de que no depende directamente de las entregas generadas por el film de Schaffner y ni siquiera del de Burton; y a pesar, asimismo, de que la película de Wyatt está llena de pequeños guiños a las versiones que la preceden, pero los incluye de una manera tan sutil y para nada cargante que casi consiguen pasar desapercibidos: la fugaz aparición de Charlton Heston por televisión (en un fragmento de El tormento y el éxtasis, The Agony and the Ecstasy, 1965, Carol Reed); el hecho, obvio, de que el chimpancé protagonista se llame César (Andy Serkis), como el encarnado por Roddy McDowall en La rebelión de los simios y Battle for the Planet of the Apes; el momento en el cual vemos a César jugando con una pequeña Estatua de la Libertad; el orangután que responde al nombre de Maurice, nombre del pila del actor que encarnó al orangután Dr. Zaius en la versión del 68 y en Regreso al planeta de los simios, Maurice Evans; el grito de: “¡Quítame tus sucias manos de encima, mono asqueroso!”, lanzado por Heston en la película original…
Pero, por fortuna, los árboles en esta ocasión sí que dejan ver el bosque, y lo que se presentaba inicialmente como un mero exploit del film de Burton, hecho además diez años después, acaba revelándose una genuina producción de ciencia ficción, dotada casi de autonomía propia y que funciona en sí misma considerada. Hay que reconocer, en primer lugar, la inteligencia del planteamiento del guión, escrito por Rick Jaffa y Amanda Silver, quienes parecen haber sido muy conscientes de que, mucho o poco, el recuerdo de los anteriores films iba a tener un peso específico en el recuerdo del espectador, pero también tenían muy claro que una de las maneras de replantear la franquicia era reiniciarla desde el principio. El replanteamiento, si bien no muy original en este sentido, existiendo el precedente de La rebelión de los simios y las referencias, contenidas tanto en esta como en Huida del planeta de los simios, a la existencia de un virus que acabó con todos los perros y gatos del mundo, aquí reconvertido en un arma bacteriológica que puede acabar con la raza humana a corto o medio plazo, tiene como digo la virtud de haber sabido desprenderse del lastre de las películas que la precedieron pero sin olvidarse de ellas por completo. De este modo, el film de Wyatt “responde” a la gran pregunta que se plantearon los lectores de la novela de Boulle y los espectadores de las películas de Schaffner y Burton: ¿cómo consiguieron los primates apoderarse del planeta Tierra y convertirlo en “el planeta de los simios”?; y lo hace de una forma distinta a la de las secuelas de la versión del 68: aquí no se trata de simios inteligentes y evolucionados que, procedentes del futuro, plantaron las semillas de la rebelión de los simios contra los humanos, sino del resultado de un experimento genético destinado a curar el Alzheimer de estos últimos –de nuevo, Frankenstein como telón de fondo— que tuvo como imprevisible consecuencia el estímulo de la capacidad cerebral de los simios, y con él el nacimiento de una toma de conciencia de su condición de oprimidos.
Si el planteamiento es bastante ingenioso, teniendo en cuenta que se enmarca en el contexto de una franquicia ya tan prolongada en el tiempo, la resolución, si cabe, lo realza con creces, mediante un brillante trabajo de puesta en escena que convierte El origen del planeta de los simios en una de esas películas, cada vez más raras de ver no ya dentro de los márgenes del cine de género (en este caso, el de ciencia ficción), sino dentro del cine en general, que se atreven a arrojar una mirada crítica sobre la sociedad humana desde un punto de vista insólito. Ni que decir tiene que esa mirada está aquí argumentalmente más justificada que nunca, habida cuenta de que se trata, en puridad de conceptos, de una mirada “no humana”: la que arroja primero César, y poco después sus congéneres, sobre la otra especie animal, “los humanos”, que les tienen esclavizados. La habilidad de este planteamiento, que la planificación del realizador destaca otorgando una importancia fundamental al punto de vista del chimpancé César –véase, por ejemplo, el contraplano en contrapicado, desde la perspectiva de un César recién nacido y dentro de la caja de cartón, en el momento en que es recibido por Will Rodman (James Franco) y su padre Charles (John Lithgow) en casa de estos últimos—, sirve incluso para subsanar o, como mínimo, atenuar algunos pequeños defectos del film, más de guión que otra cosa. Me refiero a la caracterización, un tanto superficial, de los personajes de los “villanos” del relato, el burócrata Steven Jacobs (David Oyelowo) y los cuidadores del recinto donde están encerrados los simios –John Landon (Brian Cox) y su necio hijo Dodge (Tom Felton, bien conocido por los seguidores de la franquicia de Harry Potter)—, así como al de “la chica” –la doctora en veterinaria Caroline (Freida Pinto)—, cuyo esquematismo queda en parte compensado al tratarse, asimismo, de personajes contemplados desde esa perspectiva “no humana” (en particular el mencionado de Caroline, el cual no parece tener otra función que la de cumplir con el trámite de la obligada introducción de un personaje femenino en la trama, por más que su presencia justifique en buena medida el hecho de que Will se olvide de César y su cautiverio, y contribuya así a aumentar el desamparo de este último en el recinto de los Landon, y en consecuencia, su toma de conciencia).
Pero probablemente lo más notable de El origen del planeta de los simios resida en su habilidad para que ese punto de vista “no humano” sea progresivamente adoptado por el espectador, de tal manera que este termina participando, casi activamente, o cuanto menos emocionalmente, en la “rebelión de los simios” contra la raza humana. Dicho de otro modo, la película logra, así, que el espectador se familiarice con ese punto de vista “no humano”, y reciba casi con alborozo los grandes momentos en los cuales la revuelta de César alcanza sus secuencias culminantes: poco después de la huida de los primates de su cautiverio, ese magnífico instante en el cual cientos de hojas de árboles se desploman sobre los viandantes de un lujoso barrio de viviendas unifamiliares de San Francisco, expresando de manera gráfica el avance de los simios por las copas de esos árboles; y la excelente batalla en el Golden Bridge, un decorado que, claro está, vendría a ser un equivalente de la Estatua de la Libertad de la película de Schaffner, a modo de nueva metáfora de la evolución de la humanidad, convertido aquí en el decorado donde tiene realmente inicio la decadencia del ser humano: un puente, símbolo de progreso y comunicación, que se transforma en el escenario de la ruptura definitiva entre los antiguos amos del planeta Tierra y sus futuros poseedores.
Un superhéroe puro: Capitán América: el primer Vengador (Captain American: The First Avenger, 2011), de Joe Johnston.- [Advertencia: en el presente artículo se revelan detalles de la trama de este film.] Otra sorpresa bastante más agradable de lo previsto me la ha proporcionado esta más que simpática “película de superhéroe”, sobre todo teniendo en cuenta que aborda uno de los que, en según qué sectores de opinión (respetables, sin duda alguna), suelen levantar ciertas ampollas entre los partidarios de una visión politizada no ya del cine sino de la cultura en general, y que ven en cualquier cosa que venga adornada con la bandera de las barras y las estrellas el enésimo canto prepotente a la política imperialista de los Estados Unidos, y más si en este caso dichas barras y estrellas ocupan un lugar importante en la indumentaria misma del personaje: el patriótico Capitán América creado por Joe Simon y el gran Jack Kirby, y protagonista de Capitán América: el primer Vengador –cuyo subtítulo hace referencia, claro está, a Los Vengadores (The Avengers, 2012, Joss Whedon), el film que Marvel estrenará el año que viene y cuyo tráiler cierra esta película tras los títulos de crédito finales (seguro que no serán pocos quienes se lo habrán perdido por salir en estampida del cine apenas salen los primeros –y estupendos— títulos de crédito de Capitán América: el primer Vengador)— aquí encarnado por Chris Evans. En este sentido, una de sus mejores virtudes reside en su habilidad para poner de relieve el trasfondo ingenuo del superhéroe, de tal forma que la carga patriótica (o, si se prefiere, patriotera) del mismo queda atenuada por la descripción de su pureza de sentimientos. El Capitán América –como Superman— no tiene dobleces ni medias tintas; cuando dice que ama a su país, habla completamente en serio; y su amor por los Estados Unidos no es egoísta ni ingerente, sino sincero y generoso. Buena prueba de ello reside en que la película le describe desde el primer momento como un ingenuo: a pesar de su enclenque forma física, Steve Rogers, el futuro Capitán América, se empeña en presentarse una y otra vez en los centros de reclutamiento, de los cuales es rechazado sistemáticamente, con tal de hacer realidad su sueño: alistarse en el ejército de los Estados Unidos, para viajar a Europa y luchar contra Hitler. También es incapaz de rehuir una pelea, recibiendo como consecuencia de su obstinación una brutal paliza a manos de un rival físicamente muy superior a él, hasta el punto de necesitar la ayuda de su amigo “Bucky” (Sebastian Stan) para salir con vida de la misma. Pero todo lo que Steve no tiene de fuerza física, hasta que no se somete al experimento del “súper-soldado” supervisado por el Dr. Abraham Erskine (Stanley Tucci), lo suple con grandes dosis de “fuerza moral”: de valentía, la cual demuestra con creces en ese momento en que se arroja sobre una granada de mano (falsa), lanzada por Peggy Carter (Hayley Atwell), a fin de proteger con su frágil cuerpo a sus compañeros ante una teóricamente inminente explosión.
Puede que este planteamiento no sea muy sólido, pero está jugado a fondo por los guionistas y el realizador, un aquí afortunado Joe Johnston, quien resuelve el film otorgándole esa atmósfera entre naif y “vintage” –como la define Quim Casas en su crítica de la película para Dirigido por…— ya presente en algunos de sus anteriores trabajos, sobre todo Rocketeer (The Rocketeer, 1991) y, en parte, Cielo de octubre (October Sky, 1999), y al mismo tiempo haciendo gala de la solidez con la que suele afrontar el cine de género “híbrido”, sea este el fantástico-aventurero –sobre todo, Jumanji (ídem, 1995) y Parque Jurásico III (Jurassic Park III, 2001)— o el gótico-terrorífico –El hombre lobo (The Wolfman, 2010), en su versión íntegra—, logrando, en el caso de Capitán América: el primer Vengador, una agradable combinación de “cine de superhéroes” y cine bélico. En cierto sentido, puede verse en semejante mezcla genérica la (re)creación de un universo asimismo “ingenuo”, a tono con el carácter del protagonista; de ahí que la ambientación (por lo demás, excelente) de la América de principios de los años cuarenta responda en todo momento a una imagen estereotipada de la misma (a lo Norman Rockwell, para entendernos), del mismo modo que el relato de “hazañas bélicas” que conforma las aventuras de Steve una vez convertido en el Capitán América tampoco pretende ser Salvar al soldado Ryan (Saving Private Ryan, 1998, Steven Spielberg), ni siquiera Malditos bastardos (Inglorious Basterds, 2009, Quentin Tarantino), sino más bien algo parecido a Doce del patíbulo (The Dirty Dozen, 1967, Robert Aldrich) o a El desafío de las águilas (Were Eagles Dare, 1968, Brian G. Hutton): véase, sin ir más lejos, la caracterización del equipo de soldados que acompaña al Capitán y a su amigo “Bucky” después de la operación de rescate de prisioneros llevada a cabo por el superhéroe.
Llama la atención, asimismo, que esa mirada un tanto irónica sobre la ingenuidad, o si se prefiere, la pureza de sentimientos del Capitán América, dé pie a una inesperada secuencia en la cual, al poco de haberse convertido en el “súper-soldado”, Steve se vea obligado a recorrer los Estados Unidos, al frente de un espectáculo con coristas y haciendo una pantomima destinada a la venta de bonos de guerra en la cual noquea a un burdo Adolf Hitler, todo ello a los sones de una exaltada –esta sí— canción patriótico-triunfalista (cortesía, por cierto, de Alan Menken). Resulta curioso que esta digresión, que recuerda (vagamente) a Banderas de nuestros padres (Flags of Out Fathers, 2006, Clint Eastwood), haga gala de un curioso detalle, destacado recientemente por el amigo Antonio José Navarro en su reseña del film para Imágenes de Actualidad: en estas escenas “musicales”, Steve Rogers luce un uniforme de Capitán América idéntico al “pijama” que lucía el actor Dick Purcell en la primera adaptación, en forma de serial –Captain America (Elmer Clifton y John English, 1944)—, del personaje. No resulta de extrañar, en este sentido, que Steve se sienta ridículo llevando a cabo esta farsa, por más que sea para una buena causa, y que tan pronto como logre ser tomado “en serio” por sus superiores, su uniforme deje de ser tan simplón y adquiera los trazos de un más adecuado equipo de campaña. Este fragmento es una clara demostración de que Capitán América: el primer Vengador sabe moverse hábilmente entre las convenciones del género “superhéroes”, respetando la idiosincrasia del personaje y al mismo tiempo siendo consciente de las circunstancias que le vieron nacer. No es tanto una cuestión de “corrección política” como, sobre todo, de conciencia del material que se trae entre manos, y que guionistas y realizador resuelven de la manera más elegante posible. Anotar, asimismo, la considerable brillantez de las secuencias de acción, y el buen pulso narrativo demostrado por Joe Johnston en no pocas ocasiones: el arranque del film en el ártico, que crea una bien dosificada expectativa; o el tono sombrío de las escenas desarrolladas alrededor del villano Johann Schmidt / Cráneo Rojo (Hugo Weaving), en particular ese momento del retrato al óleo: Cráneo Rojo posa para un artista sin la máscara que cubre su deforme rostro, mas la escena está planificada e iluminada de tal manera que las horribles facciones del personaje no se distinguen con claridad; entra en ese momento el ayudante de Schmidt, el Dr. Arnim Zola (Toby Jones), para informarle y de paso, mirar el retrato: “es una obra maestra”, comenta, sin que el realizador caiga en ningún momento en la tentación de insertar el preceptivo inserto / contraplano del retrato o del retratado…
La ya clásica imagen del actor Roddy McDowall, caracterizado como el chimpancé Cornelius –Aurelio (sic), según el doblaje español de la época—, ocupa la portada del núm. 41 de Scifiworld, que dedica buena parte de su contenido a la saga de El planeta de los simios, a propósito del estreno de la nueva –y magnífica— entrega de la misma, El origen del planeta de los simios (Rise of the Planet of the Apes, 2011), sin duda alguna la película del verano y uno de los mejores films estrenados este año. Mi contribución a este número consiste, precisamente, en un artículo, que escribí antes de haber visto la película de Rupert Wyatt (de ahí que, quienes lo lean ahora, comprobarán que hablo de la misma “en futuro”), sobre la saga simia en su conjunto: “La popularidad de la misma obedece a muchas y muy variadas razones. La primera, la más obvia, se debe a la sedimentación de la fama de estas películas, empezando por el prestigio del primer film de la serie firmado por Franklin J. Schaffner y reconocido clásico del género de la ciencia ficción que, por si fuera poco, coincidió en el mismo año de su estreno con otras tres carismáticas producciones fantásticas que marcaron un antes y un después en la historia del fantástico: “2001: una odisea del espacio” (2001: A Space Odyssey, 1968), de Stanley Kubrick, “La noche de los muertos vivientes” (Night of the Living Dead, 1968), de George A. Romero, y al menos, “La semilla del diablo” (Rosemary’s Baby, 1968), de Roman Polanski. Otros factores que han determinado su popularidad residen en el culto cinéfilo alrededor de los elementos de configuración de la película, tales como la espectacular labor de caracterización de los personajes de los simios –premiada con un Oscar especial— llevada a cabo por el maquillador John Chambers; la presencia al frente del reparto de una estrella “hollywoodiense”, Charlton Heston, lo cual vendría a simbolizar el final del Viejo Hollywood y el inicio del Nuevo; la celebrada partitura atonal y con elementos electrónicos –asimismo candidata al Oscar— de Jerry Goldsmith; la contribución al guión –como luego veremos, muy importante— realizada por Rod Serling, famoso creador de la mítica serie de televisión “Dimensión Desconocida” (The Twilight Zone, 1959-1965); y, por descontado, el legendario clímax de ese primer film, el aterrador descubrimiento de los restos de la Estatua de la Libertad en la playa, que ha devenido una de las imágenes más fácilmente reconocibles no ya del género “fantastique”, sino de la propia historia del cinematógrafo en general”.
Un avance de The Amazing Spider-Man (ídem, 2012, Marc Webb) es el tema de portada del núm. 316 de Imágenes de Actualidad, que incluye además otras previews de títulos tan esperados como Los Vengadores (The Avengers, 2012, Joss Whedon), así como la nueva y a primera vista muy extraña nueva película de Francis Ford Coppola, Twixt (2011).
El estreno, este mes de septiembre, de la nueva versión de Noche de miedo (Fright Night, 2011, Craig Gillespie) es la “excusa” para hablar de otra película contemporánea de vampiros, El ansia (The Hunger, 1983), de Tony Scott, según la interesante novela homónima de Whitley Strieber: “Dejando aparte la serie de televisión, “The Hunger” (1997-2000), a la que dio pie; y a los anuncios de un “remake” escrito por el propio Strieber –hecho por Warner Bros. el 23 de septiembre de 2009–, e incluso de una secuela –Tony Scott confirmó la existencia de un guión escrito por Erin Wilson que “no será una reinvención ni una reinterpretación del original. La película comenzará en Nueva York y finalizará en Sao Paulo. Es una película muy diferente pero la original servirá como trampolín a esta”–, “El ansia” se conserva, con todos sus defectos, como una de las obras más especiales de su realizador: momentos como el montaje en paralelo que muestra el deterioro al unísono de John en la sala de espera y el mono del laboratorio, o la atmósfera enfermiza en la mansión de Miriam, impiden echarla en saco roto”.
También he escrito el reportaje del magnífico film de Terrence Malick El árbol de la vida (The Tree of Life, 2011), “al mismo tiempo un retrato familiar íntimo y una digresión filosófica sobre la existencia humana. Todo ello contado mediante una exuberante puesta en escena, donde predominan las imágenes, sensuales y sensitivas como pocas, y escasean los diálogos, supeditándolo todo a un concepto de “cine puro””.
Completo su aportación mensual a la revista con una película, por lo general, recibida con hostilidad y que, sorprendentemente (para mí, claro está), me ha gustado, a pesar de venir firmada por el (repito: para mí) temible Marcus Nispel: la nueva versión de Conan, el bárbaro (Conan the Barbarian, 2011), “Sorprende, insisto, viniendo del director de otro “remake”, “El guía del desfiladero” (que ya era una especie de ensayo pre-Conan), unos encuadres tan bellamente trabajados y dinámicos, que se combinan con un tono nihilista poco complaciente, y además ilustrado con elevadísimas dosis de violencia, que diluyen las maniqueas diferencias entre “buenos” y “malos” y erigen a este Conan, versión 2011, en una de las mejores “memorias de tiempos bárbaros” de los últimos años”.