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lunes, 28 de marzo de 2016

Adenda: MARVEL contra todos (o todos contra MARVEL)



Batman v Superman: El amanecer de la Justicia (1) es, se dice, es el film con el que se pretende establecer el DC Cinematic Universe, o sea, el “universo cinematográfico” formado por películas para el cine, y también series de televisión, basadas en los personajes súper-heroicos de los DC Cómics; a imitación, se añade rápidamente, de la versión cinematográfico-televisiva de los Marvel Cómics, el Marvel Cinematic Universe. Dejo para el fandom la discusión sobre cuál de ambos “universos” (así los llaman) es el mejor, o a cuál le fallan las piernas o el culo, que diría el profesor Keating; a fin de cuentas, es una controversia parcial, que gira en función de según qué cómics de qué editorial le gusten a cada cual. Con las películas o series televisivas ocurre tres cuartos de lo mismo: a quien le guste la estrategia de Kevin Feige para Marvel la aplaudirá a rabiar, y a quien le guste la de Warner para DC, la de Fox con la franquicia “marvelita” cuyos derechos sigue poseyendo, la de los X-Men, o incluso la de Spiderman en manos de Sony hasta hace muy poco, también. Pero lo que cuenta a la hora de la verdad son los films en sí mismos considerados, con independencia de su pertenencia o no a uno u otro “universo” o a una u otra estrategia de mercadotecnia. Llegados a este punto, y si tengo que pronunciarme, lo cierto es –mal que pese– que, en ese “duelo” entre Marvel por un lado y Warner/ Fox/ Sony por otro, estos últimos son los que están ganando la batalla a nivel cualitativo.


Cierto: los films de los Marvel Studios no están mal; pero, por ahora, los únicos títulos de su producción cinematográfica que realmente me parecen buenas películas son el estupendo Capitán América: El primer Vengador (2) –ya no su secuela, Capitán América: El Soldado de Invierno (3), pese a no ser nada despreciable–, y el muy divertido y menospreciado Ant-Man; el sorprendente Deadpool (4) comparte con el primer Capitán América y con Ant-Man parecido espíritu, aunque se trata de una producción de la Fox; el resto de la filmografía “marvelita”, tanto las tres entregas de Iron Man (5) como El increíble Hulk, pasando por los dos episodios de Los Vengadores (6), la primera entrega de Thor –no así la segunda, Thor: El mundo oscuro, mediocre y aburrida hasta decir basta–, o Guardianes de la Galaxia (7), me parecen solo correctos. De hecho, la película más interesante, audaz y atrevida basada en un superhéroe de los cómics Marvel es precisamente la que oficialmente no forma parte del MCU, dado que no fue producida por la división cinematográfica de la Casa de las Ideas: el arriesgado, incómodo y personal Hulk firmado por Ang Lee. Demasiado personal, y por eso mismo demasiado “molesta”, como para gustar.


De acuerdo que Fox ha cosechado “pifias” en materia súper-heroica con dos títulos tan soporíferos como el Daredevil de 2003 y su spin-off, Elektra, de 2005. De acuerdo también en que las dos primeras producciones de Fox en torno a los 4 Fantásticos –Los Cuatro Fantásticos y Los Cuatro Fantásticos y Silver Surfer– dejaban bastante que desear, pero Fox se arriesgó –aun con malos resultados en taquilla, pero aquí estamos hablando de calidad– con los notables Cuatro Fantásticos de Josh Trank, del mismo modo que lo han hecho recientemente, y en este caso con inesperado éxito, con DeadpoolEn cambio, su franquicia sobre los mutantes, con todas sus irregularidades, tiene más miga: las tres entregas firmadas por Bryan Singer –X-Men, X-Men 2 y X-Men: Días del futuro pasado (8)– son harto interesantes, y me atrevo a afirmar que lo mejor de la excelente X-Men: Primera generación le debe más a Singer que a ese sobrevalorado bluff llamado Matthew Vaughn; incluso las consideradas “malas” –X-Men: La decisión final, las dos entregas de las aventuras de Lobezno (9)– lo son menos de lo que suele afirmarse. En cuanto a Sony, y a pesar de sus dos “psicotrónicos” largometrajes en torno al Motorista Fantasma, atesoran una franquicia sobre el Hombre Araña que, al menos, contiene una buena película –The Amazing Spider-Man (10)– y un par de aceptables –las dos primeras entregas de Sam Raimi–, las cuales, si no compensan, al menos equilibran un poco el resultado de las mediocres Spider-Man 3 y The Amazing Spider-Man 2: El poder de Electro (11).


No niego que el cine de superhéroes de Marvel tiene un buen nivel; más aceptable que bueno, teniendo en cuenta la media de calidad de la notoria cantidad de títulos que han puesto en marcha en pocos años, pero, repito e insisto, en absoluto malo. Pero, ¿qué me dicen del de Warner? ¿Qué tiene cosas malas? Desde luego: el mediocre (aunque divertidísimo) Superman III; las dos entregas del Hombre Murciélago del a veces interesante (aquí no) Joel Schumacher, Batman Forever y el penoso Batman y Robin; la endeble adaptación de las aventuras de Green Lantern/ Linterna Verde de 2011; incluso el sobrevalorado segundo Superman de Richard Lester (en realidad, al 50% o más, de Richard Donner), o el primer eslabón de la así llamada Trilogía del Caballero Oscuro, Batman Begins, están por debajo de lo que suele pregonarse; y, sin ir más lejos, ahí el irregular Batman v Superman: El amanecer de la Justicia. Pero, con todo, Warner alumbró el primer y magnífico Superman de Richard Donner, muy superior a la decepcionante El Hombre de Acero (12); los dos films de Tim Burton sobre el Hombre Murciélago, Batman y Batman vuelve, que hoy no menciona casi nadie porque ni aquéllos ni su director están ya “de moda” (sic), se sitúan como mínimo a medio camino entre lo interesante y lo excelente; y, por descontado, está el magnífico El caballero oscuro de Nolan (13), así como el interesante (con todas sus irregularidades) El caballero oscuro: La leyenda renace (14). ¡Incluso el denostado Superman Returns de Singer tiene bastante más interés del pregonado! Por no hablar de una contribución al género súper-heroico tan valiosa e inclasificable –y muy heterodoxa, cosa que no puede decirse de todas las producciones de Marvel– como Watchmen (véase de nuevo 13).


La, digamos, “guerra” que parece haberse abierto entre los partidarios del cine de superhéroes producido por Marvel, y el producido/ distribuido por las demás majors de Hollywood, se encuentra excesivamente polarizada entre los admiradores de los cómics Marvel y DC, confundiéndose y mezclándose los méritos de los personajes y los personajes gráficos en sí mismos considerados, y los de las películas, entendidas asimismo de manera autónoma e independiente, incluso, del material en el que se inspiran. Dicho de otra forma: se confunden, sospecho, los méritos intrínsecos de los films con sus méritos (o, si se prefiere, valores) como adaptaciones de los originales gráficos, dándose preeminencia a esto último por encima o al margen de sus méritos, o valores, cinematográficos. Como siempre he sido del parecer de que una película, cualquier película, tiene que “funcionar” por sí sola, con independencia del material en el que se inspira (y de mi conocimiento o desconocimiento del mismo), me encuentro con films basados en superhéroes del cómic norteamericano que me “funcionan” con independencia de mi ignorancia del original gráfico (caso de Deadpool), y con otros que no me “funcionan”, o que lo hacen en menor grado, a pesar de partir de ese mismo grado de desconocimiento (caso, por ejemplo, de Guardianes de la Galaxia).


Mal que pese a los fans del cine súper-heroico de Marvel –salvo honrosas excepciones, que me consta que las hay–, por más que la política de producción llevada a cabo en el seno de los Marvel Studios por el productor Kevin Feige es de una admirable coherencia, no es menos cierto que –asimismo, salvo honrosas excepciones– las producciones Marvel se están distinguiendo, hasta la fecha, por la escasa personalidad de sus realizadores. Resulta paradójico comprobar que incluso los directores con una pátina más personal que han trabajado a las órdenes de Marvel han llevado a cabo en el seno de estos estudios sus obras más impersonales, algo notorio en el caso del Kenneth Branagh de Thor –por más que el autor de Enrique V, Mucho ruido y pocas nueces o Frankenstein de Mary Shelley lleva años haciendo films cada vez menos personales, algo que más bien cabe achacarle a su propia evolución particular que a la influencia de Feige–, el James Gunn de Guardianes de la Galaxia o el Joss Whedon de Los Vengadores y, sobre todo, Vengadores: La era de Ultrón. Que las dos mejores películas súper-heroicas de los Marvel Studios (hablo por mí), Capitán América: El primer Vengador y Ant-Man, estén firmadas por realizadores sin fama de “personales”, Joe Johnston y Peyton Reed respectivamente, ¿es una casualidad? Sospecho que no. Que ello es el resultado, para lo bueno y para lo malo, de la labor coherente, férrea, controlada, pero al mismo homogénea, uniformizada, “despersonalizadora”, de Kevin Feige. Y que lo que se gana en eficacia, se pierde en personalidad.


En cambio, con todas sus irregularidades, y a pesar de todas las interferencias de producción habidas y por haber en este tipo de blockbuster súper-heroico (creer lo contrario sería una ingenuidad), está muy claro que, en su momento, Richard Donner supo imprimir una determinada personalidad (fuera la suya, o la creada ex profeso al respecto) en su versión de Superman y en el aproximadamente 50% que le corresponde de Superman II (solo hay que ver lo que luego hizo Richard Lester, ya en solitario, en Superman III); que Tim Burton convirtió, en mayor o menor medida, a Batman y Batman vuelve en películas “burtonianas”; que Bryan Singer dejó su sello en sus films sobre los X-Men, e incluso, en su alegremente despreciada visión de Superman; que Christopher Nolan, huelga decirlo, se dejó ver, y mucho, en su Trilogía del Caballero Oscuro; que hasta Sam Raimi dejó algo de su impronta en sus tres películas sobre Spiderman (y Marc Webb en, al menos, el primero de sus dos films sobre el lanzador de redes); que Josh Trank logró algo especial con su reivindicable versión de Cuatro Fantásticos; que, a falta de ver qué derroteros seguirá su futura carrera como realizador, Tim Miller firma un debut prometedor gracias a Deadpool; y que Zack Snyder supo brillar, en Watchmen, a pesar del (para mí) tropezón que supuso El Hombre de Acero, y determinados instantes de Batman v Superman se encuentran muy cercanos, no por casualidad, a su lectura de Alan Moore. Tampoco se trata de pontificar diciendo lo contrario, que el cine súper-heroico de otras majors que no son Marvel es “el bueno”, y el de Marvel, “el malo”, ni mucho menos. Sencillamente, ni el cine “súper-heroico” made in Marvel es el mejor, ni el made in Warner/ Fox/ Sony et altrii, el peor: hay que irlo viendo todo caso por caso, película a película.


El triunfo del murciélago: “BATMAN V SUPERMAN: EL AMANECER DE LA JUSTICIA”, de ZACK SNYDER



[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Batman v Superman: El amanecer de la Justicia (Batman v Superman: Dawn of Justice, 2016), de Zack Snyder, es la típica película que, según como se entre en ella, puede apasionar tanto como resultar decepcionante. Probablemente tendrá que pasar algo de tiempo, y esperar a que se “enfríen” la expectativa creada por el siempre nefasto fandom y por la apabullante mercadotecnia (merchandising, como dicen los españoles) que ha acompañado a su lanzamiento en salas, para que todos podamos verla con un poco más de “objetividad” (aun partiendo de la base de que esto último, que particularmente detesto porque no creo en absoluto en ello, es imposible).


Batman v Superman: El amanecer de la Justicia se presenta como una especie de secuela de El Hombre de Acero (Man of Steel, 2013, Zack Snyder) (1) y, al mismo tiempo, como la base a partir de la cual Warner piensa desarrollar una serie de films sobre otros superhéroes de DC, como Wonder Woman, The Flash o Aquaman, e incluso un par de películas sobre la Liga de la Justicia, de ahí su subtítulo. La película bebe a tragos largos de dos cómics de DC muy famosos, el influyente Batman: El regreso del Señor de la Noche (reedición: Batman: El regreso del Caballero Oscuro), de Frank Miller y Klaus Janson, y el popular La muerte de Superman, seria gráfica impulsada por el editor Mike Carlin con el respaldo de una amplia nómina de guionistas y dibujantes (2). Al mismo tiempo, paga sus deudas con las que la preceden: no solo, por descontado, El Hombre de Acero, sino también los films de Tim Burton, Batman y Batman vuelve, e incluso los de Joel Schumacher, Batman Forever y Batman y Robin, de los que recoge cierta atmósfera gótica en todo lo que concierne al Hombre Murciélago, y el diseño y concepción de la Batcueva; naturalmente, también bebe de la Trilogía del Caballero Oscuro de Christopher Nolan: el diseño del Batmóvil, no tan parecido a un tanque pero todavía aquí un vehículo acorazado, y el grueso tono de voz que emplea al hablar Batman (Ben Affleck), herencia del que utilizaba Christian Bale cuando también se ponía la capa del cruzado enmascarado y que aquí se justifica mediante un ardid de guion, que especifica que es resultado de un truco con un micrófono (sic). A fin de cuentas, puede verse en el regreso a la lucha contra el crimen de un Bruce Wayne/ Batman ya retirado una especie de simbólico enlace con el final de El caballero oscuro: La leyenda renace, donde el protagonista fingía su propia muerte para jubilarse.


Batman v Superman paga ese tributo a sus predecesoras mediante homenajes directos: el film arranca con, ¡otra vez!, el asesinato de los padres del pequeño Bruce Wayne (Brandon Spink), Thomas y Martha Wayne (Jeffrey Dean Morgan, no acreditado, y Lauren Cohan), retomando del primer Batman de Burton el celebrado detalle de las perlas del collar de Martha Wayne que se desparraman cuando recibe el disparo mortal, y la caída en la cueva de los murciélagos del pequeño Bruce de Batman Begins. La diferencia, empero, es que en esta ocasión Snyder acentúa la perturbación mental de Bruce Wayne recurriendo en varias ocasiones (quizá demasiadas) a las pesadillas para crear “falsas” secuencias. Es el caso, nada más empezar la película, de la mencionada caída del chico en la cueva, que concluye de forma onírica: aquí la bandada de murciélagos eleva literalmente al niño Bruce del suelo, devolviéndolo al exterior. Hay otras dos secuencias de pesadilla no menos llamativas: la primera, inscrita en los márgenes del cine de terror, en la que el ya adulto Bruce visita la tumba de su madre: de los márgenes de la placa del nicho empieza a brotar sangre y, de repente, la placa explota, saliendo de su exterior un gigantesco hombre-murciélago que hunde sus colmillos en el cuello del desprevenido Bruce (¡!). Pese a todo, esa imagen grotesca guarda una estrecha relación con ese momento posterior en el que Bruce mira su traje de Batman, cuya apariencia es sospechosamente parecida a la del monstruo de su sueño. O lo que es casi lo mismo: Bruce “es” ese monstruoso murciélago de sus pesadillas cuando se viste de Batman.


Más “escandalosa” es, si cabe, la secuencia en la que Bruce tiene otro horrible sueño, el cual tiene lugar en un ignoto rincón de Oriente Medio, donde Batman participa en una compra clandestina de kryptonita (sic), la cual deriva en una batalla campal del superhéroe contra unos mercenarios que acaban dejándole sin sentido; Batman despierta, encadenado, en una sórdida mazmorra…, donde se presenta Superman (Henry Cavill), y que sin demasiadas dilaciones, ¡le asesina!, clavando su puño de acero en el pecho, humano, del enmascarado. Esta secuencia, que por otro lado atesora uno de los momentos más vistosos del film –la pelea cuerpo a cuerpo de Batman contra los mercenarios, resuelta en un único y coreográfico plano general–, así como las otras dos mencionadas, apuntan a algo que, a medida que avanza el metraje, no tarda en hacerse evidente: que Batman v Supeman es, sobre todo, una película “de” Batman, antes que una “de” Superman. 


No descubro nada cuando digo que esto es una consecuencia lógica de algo más que sabido a estas alturas: que Batman siempre ha sido un personaje más interesante que Superman. Bruce Wayne, encarnado correctamente por Ben Affleck (¡cualquiera diría, a juzgar por los comentarios del fandom, que hace falta ser Laurence Olivier para interpretar este papel!), es aquí un superhéroe retirado y prematuramente envejecido, como acreditan las canas de sus sienes (se nos dice que estuvo veinte años ejerciendo de vigilante), y su carácter, entre taciturno y colérico, está cerca del que caracteriza al personaje en el relato gráfico de Frank Miller, pero sin su radicalismo. En esta ocasión, ni siquiera se percibe una gran relación de afecto con su fiel mayordomo y ayudante Alfred (Jeremy Irons), quien contempla las actividades súper-heroicas de su amo con mal disimulado escepticismo.


No es de extrañar, en este sentido, que no solo lo que atañe a Bruce Wayne/ Batman sea, de nuevo, lo mejor del film, sino también que sea en esos momentos donde percibimos a un Zack Snyder más implicado en lo que narra; mucho más, a mi entender, que lo demostrado en el caótico e impersonal trabajo desarrollado en El Hombre de Acero. Y eso a pesar de que, dada la condición de peudo-secuela de esta película, la misma arranca, tras el prólogo centrado en la infancia de Bruce Wayne, con el adulto Bruce asistiendo a la destrucción de Metrópolis durante la climática batalla de Superman contra el general Zod (Michael Shannon). Hay que reconocer, de entrada, que es un punto a favor de Snyder que planifique esta secuencia sin apenas repetir los encuadres ya tomados en El Hombre de Acero y haciéndolo, además, mediante la oferta de nuevos planos desde la perspectiva que ahora le interesa destacar: la de las personas de a pie que tuvieron que asistir, impotentes, al combate de los dos titanes alienígenas, sufriendo las consecuencias. Más allá de la enésima referencia visual al 11-S, inevitable a estas alturas en ninguna producción norteamericana “catastrofista” de lo que llevamos de siglo XXI, aquí vemos cómo Bruce tiene que acudir al rescate de una niña e incluso al de un empleado suyo, Wallace Keefe (Scoot McNairy), que perderá ambas piernas como consecuencia de ese destrozo, y jugará un papel decisivo en los planes de Lex Luthor (Jesse Eisenberg) para enfrentar a Batman con Superman.


Batman es presentado aquí como el reverso oscuro y humano de un Superman luminoso y casi divino. Resulta de agradecer, en este sentido, que Snyder recupere a ratos el tono sombrío y sórdido de la que, hasta la fecha, sigue siendo su mayor contribución al cine de superhéroes: el interesante Watchmen (ídem, 2009) (3): la secuencia de la primera cacería nocturna de Batman recuerda, por su tono terrorífico, las memorables escenas de Watchmen centradas en las correrías urbanas del duro personaje de Rorschach (Jackie Earle Haley), aunque sin su violencia. No es el único apunte de Batman v Superman que evoca un poco a su lectura del gran relato gráfico de Alan Moore y Dave Gibbons: la primera aparición de Wonder Woman (Gal Gadot), ataviada con su traje de diosa, tiene lugar en una vieja fotografía en blanco y negro tomada en 1918 que recuerda los testimonios fotográficos que, en Watchmen, existían en torno a los Minute Men.


En comparación, y con todas sus irregularidades, el “lado Batman” de la nueva película súper-heroica de Snyder resulta más interesante que su “lado Superman”, por más que, con respecto a este último, haya estimables apuntes que intentan proseguir e incluso ampliar la revisión del personaje bien concebida –pero, a mi entender, mal desarrollada– que se planteaba en El Hombre de Acero. Se insiste en su humanización; por ejemplo, a través de una escena, inédita hasta la fecha en las adaptaciones al cine del personaje, en la que vemos una estampa cotidiana de Clark Kent/ Superman compartiendo apartamento con su novia Lois Lane (Amy Adams), y metiéndose en la bañera donde ella se está bañando; es una escena convencional, por descontado, pero que intenta transmitir una sensación de naturalidad, de cotidianeidad, sin plantear las disquisiciones sobre la incompatibilidad sexual existente entre Superman y Lois que se daban en el sarcástico Superman II de Richard Lester/ Richard Donner. Asimismo, si Bruce/ Batman tiene pesadillas, Clark/ Superman, en cambio, tiene sueños agridulces: véase ese ambiguo momento en el que se le aparece su progenitor en la Tierra, el difunto Jonathan Kent (Kevin Costner), dándose consejos en un momento de incertidumbre personal.


Más atractivo resulta que Superman esté contemplado como una figura controvertida: un amplio sector de la población, entre ellos Bruce Wayne, le ven tan solo como un ser venido de otro planeta (le tildan de “alienígena”), y como una amenaza en potencia, dada su invulnerabilidad y la imposibilidad física de detenerle, caso de que decidiera por su cuenta atacar a la raza humana y ocasionar tantos o más destrozos que los provocados en el clímax de El Hombre de Acero. Por el contrario, otro sector no menos amplio le ve como a un ángel de la guarda; literalmente, como a “un dios”. Es por este lado que el guion, firmado por David S. Goyer y Chris Terrio (y también, según rumores, por no acreditado Ben Affleck), introduce nuevos apuntes que se encuentran, de nuevo, en la línea de lo explorado por Snyder en su lectura fílmica de Watchmen, aunque, por desgracia, no dejan de ser meras pinceladas cuyo desarrollo tampoco da lo que promete. Funcionan bien, por ejemplo, detalles como el de la gigantesca estatua de bronce de Superman que se ha erigido en medio de Metrópolis, como muestra de agradecimiento de los ciudadanos de la ciudad por haberles salvado del ataque del general Zod; el monumento a Superman está acompañado de una serie de monolitos de piedra negra que tienen grabados los nombres de las víctimas mortales de esa aciaga jornada, en lo que puede verse, de nuevo, otra referencia al 11-S, o incluso a la guerra de Vietnam, dado su parecido con los monumentos funerarios reales erigidos en distintos puntos de los Estados Unidos. A mayor ahondamiento, el citado personaje de Keefe, el empleado de Bruce Wayne que perdió las dos piernas durante la batalla de Metrópolis, se ha convertido en un homeless mal vestido y sin afeitar que se pasea en su silla de ruedas (una estampa idéntica a la de un prototípico “veterano de Vietnam”), y en un momento dado protagoniza una protesta anti-Superman encaramándose a su estatua para pintarle en el pecho con spray el lema: “falso dios” (sic).


En consonancia con este planteamiento, Snyder filma varias escenas cortas destinadas a mostrarnos a Superman como esa divinidad protectora que su madre adoptiva, Martha Kent (Diane Lane), quiere que sea, con vistas a conseguir el amor de los humanos: el rescate de un cohete en explosión, de una familia encaramada en el tejado de una casa en medio de una zona inundada, el momento en que una multitud agradecida se coloca alrededor del superhéroe con expresiones beatíficas, etc., son mostradas por Snyder recurriendo al ralentí o a un tono fotográfico ensoñador que contrasta con la dureza, la oscuridad y el (relativo) realismo de la manera como fotografía todo lo relacionado con Batman. 


Tono de ensueño que contrasta, paradójicamente, con la secuencia en la que Superman se presenta voluntariamente en el Capitolio a requerimiento de la senadora Jane Finch (Holly Hunter), en realidad una trampa preparada por Lex Luthor para conseguir que el superhombre sea visto, de forma definitiva, como una amenaza para la humanidad: Snyder crea un buen “suspense” a partir de un pequeño detalle –el vaso lleno de ¿té?, ¿orina?, junto a la senadora Finch, en virtud del cual esta última intuye, cuando ya es demasiado tarde, que Luthor se la ha jugado…–, y cierra la secuencia con una bonita imagen: la sala estalla, como consecuencia de la bomba que Luthor ha escondido en la silla de ruedas eléctrica de Keefe; Superman, rodeado por el fragor de la explosión que, naturalmente, a él no le afecta, cierra los ojos, compungido, al comprender que quizá acaba de perder su última oportunidad para dar explicaciones sobre su conducta.


Resulta curioso el retrato que se ofrece de Lex Luthor, aquí reconvertido en un joven psicópata multimillonario que, como a ratos se sugiere, fue abusado y convertido en lo que ahora es por su propio padre; no obstante, puede verse en ello una mera variante del que, todavía hoy, sigue siendo el retrato más profundo que se haya hecho hasta la fecha sobre el célebre archienemigo de Superman: el llevado a cabo en la teleserie Smallville (ídem, 2001-2011). El personaje de Diana Prince, alias Wonder Woman, está literalmente metido con calzador en la intriga, hasta el punto de que, caso de haberse eliminado, creo que la trama no se hubiese resentido en absoluto. La única justificación para la inserción del mismo reside en reforzar lo que Batman v Superman tiene de piedra angular sobre la posterior franquicia de Warner alrededor de la Liga de la Justicia. Hay, no obstante, un apunte curioso: el conato de atracción amorosa entre Diana y Bruce Wayne, que se contradice con cierta tradición dentro de los cómics DC que involucra sentimentalmente a Wonder Woman con Superman (recuérdese, sin ir más lejos, el estupendo Kingdom Come, con guion y dibujos de Alex Ross); pero, como ocurre con demasiada frecuencia a lo largo del metraje, es una pincelada que tampoco va más allá.


Lo mismo puede decirse de la presentación de futuros miembros de la Liga de la Justicia, como Barry Allen/ The Flash (Ezra Miller), Aquaman (Jason Momoa) y Victor Stone/ Cyborg (Ray Fisher), vistos fugazmente en los vídeos que conforman unos archivos secretos sobre otros seres con súper-poderes escondidos alrededor del mundo; o la introducción del personaje de Doomsday, o Juicio Final, bien conocido por los aficionados a los cómics DC por ser el responsable de la muerte de Superman en la asimismo mencionada serie gráfica homónima supervisada por Mike Karlin, y que aquí es el resultado de un megalómano experimento “frankensteiniano” de Luthor a partir del ADN del cadáver del general Zod: es indiscutiblemente vistoso…, pero no termina de venir a cuento (sin perjuicio, a pesar de ello, de que la batalla de Batman, Superman y Wonder Woman contra Juicio Final sea, por comparación, menos frenética que el clímax de El Hombre de Acero, y por eso mismo preferible).


A todo ello hay que añadir defectos de guion que contribuyen a debilitar todavía más la tramoya del relato: está demasiado cogido por los pelos que, en el momento culminante de la pelea entre Batman y Superman, y cuando el primero, armado con su armadura y con kryptonita –en una idea claramente deudora de Frank Miller–, está casi a punto de acabar con el Hombre de Acero, se detenga ante la coincidencia de que sus madres –la biológica de Batman y la adoptiva de Superman– tengan el mismo nombre de pila, lo cual crea un poco creíble vínculo entre ambos que impide al Hombre Murciélago rematar a su rival.


O el que, sin duda, es el peor momento del relato: durante la batalla contra Juicio Final, Lois arroja, dentro de la piscina que se ha formado en los bajos inundados de un edificio en ruinas, la lanza de kryptonita que Batman ha creado para acabar con Superman. Pero, a continuación, cambia de idea: regresa al interior del edificio, se zambulle en el agua y bucea hasta el fondo, intentando recuperar esa arma, con tan mala fortuna que una sacudida tapona el sector inundado y a punto está de morir ahogada, siendo rescatada in extremis, cómo no, por Superman (en una secuencia que, por otro lado, puede verse como una variante de otra que también transcurría en una piscina, relativamente similar, en el Superman de Donner). Puede que estos defectos se deban a los recortes en el montaje definitivo que el film parece haber sufrido antes de su estreno (según rumorología, de alrededor de media hora), y que habrá ocasión de ver la película completa con motivo de una Ultimate Edition que se comercializará en formato doméstico este verano. Batman v Superman: El amanecer de la Justicia no es un mal film, pero sí una película insuficiente porque, a pesar de sus dos horas y media de metraje, desarrolla poco de lo que plantea con la suficiente profundidad, dejando un poso de insatisfacción a pesar, por descontado, de sus generosos medios técnicos y de la espectacularidad de sus secuencias de acción. Es una pena, porque lo que plantea no está exento de interés, y como acabamos de ver, atesora ideas nada despreciables.


miércoles, 23 de marzo de 2016

“IMÁGENES DE ACTUALIDAD” de ABRIL 2016, a la venta



La segunda temporada de la serie Daredevil es el principal motivo de portada del núm. 367 de Imágenes de Actualidad. El reportaje de la misma se complementa con una entrevista con sus showrunners, Marco Ramirez y Douglas Petrie. Otros contenidos de la sección Series TV son el artículo Lo que prepara Marvel televisión; la emisión en Netflix del largometraje Croching Tiger, Hidden Dragon: The Green Legend (2016), de Yuen Woo-ping; y una entrevista con Javier Olivares y Marc Vigil, showrunner y director de la serie El Ministerio del Tiempo, que también afronta actualmente su segunda temporada.


El resto de contenidos destacados en portada son los reportajes de Capitán América: Civil War (Captain America: Civil War, 2016), de Anthony y Joe Russo; la nueva versión en imagen real del clásico Disney El libro de la selva (The Jungle Book, 2016), de Jon Favreau; una entrevista con Zack Snyder, director de la recientemente estrenada Batman v Superman: El amanecer de la Justicia…;


…y los avances de películas como El hogar de Miss Peregrine para niños peculiares (Miss Peregrine’s Home for Peculiar Children, 2016), de Tim Burton, Cazafantasmas (Ghostbusters, 2016), de Paul Feig, dentro de la sección Primeras Fotos, que se acompañan con el avance de The Purgue: Election Year (2016), de James DeMonaco, que en España se titulará Election: La noche de las bestias.


Otros contenidos destacados son los reportajes de Objetivo: Londres (London Has Fallen, 2016), de Babak Najafi; Cegados por el sol (A Bigger Splash, 2015), de Luca Guadagnino; La invitación (The Invitation, 2015), de Karyn Kusama; Julieta (2016), de Pedro Almodóvar; Victor Frankenstein (ídem, 2015), de Paul McGuigan; Reina Cristina (The Girl King, 2015), de Mika Kaurismäki; El niño y la bestia (Bakemono no Ko, 2015), de Mamoru Hosoda; Mi amor (Mon roi, 2015), de Maïwenn; Toro (2016), de Kiko Maíllo; Trumbo: La lista negra de Hollywood (Trumbo, 2015), de Jay Roach; Orgullo + prejuicio + zombis (Pride and Prejudice and Zombies, 2015), de Burr Steers; El infierno verde (The Green Inferno, 2013), de Eli Roth, que se complementa con el reportaje sobre el “cine de canibalismo” italiano ¡Comidos vivos!; y Las crónicas de Blancanieves: El cazador y la reina de hielo (The Huntsman: Winter’s War, 2016), de Cedric Nicholas-Troyan. A todo ello hay que añadir las secciones habituales: Además…, con el resto de estrenos cinematográficos del mes; Noticias; Ranking, de Gabriel Lerman; Stars; Hollywood Babilonia y Hollywood Boulevard, de Nacho González Asturias; Él dice, ella dice; ¿Sabías que…?, del profesor Moriarty; Gran Vía y Se rueda, de Boquerini; Diccionario Fantástico, del Dr. Cyclops; Zona sin Límites, de Ángel Sala; Libros, de Antonio José Navarro; y BSO y DVD & Blu-ray, de Miguel Fernando Ruiz de Villalobos.


El estreno este abril de la mencionada Victor Frankenstein es la excusa para que en el Cult Movie de este mes haya incluido un clásico-de-los-de-toda-la-vida, El doctor Frankenstein (Frankenstein, 1931), de James Whale: “Dejando aparte la simpatía que los aficionados al cine fantástico sentimos ante esta famosa película de James Whale, y a pesar de que atesora momentos magníficos que justifican su reputación y su importancia dentro de la evolución del género, no es menos cierto que “El doctor Frankenstein” es un film más deficiente de lo que suele afirmar, hasta el punto de que su realizador logró un resultado muy superior con “La novia de Frankenstein””.


Mi contribución a este número se cierra con tres críticas: la de la controvertida (y mejor de lo que pueda parecer a simple vista) 13 horas: Los soldados secretos de Bengasi (13 Hours: The Secret Soldiers of Benghazi, 2015), dirigida por, sí, Michael Bay…,


…la de la maravillosa película de animación de Isao Takahata El cuento de la princesa Kaguya (Kaguyahime no monogatari, 2013) (1), sin duda alguna la mejor película de la actual cartelera española…,


…y la de la interesante producción de J.J. Abrams Calle Cloverfield 10 (10 Cloverfield Lane, 2016), de Dan Trachtenberg.


(1) Aprovecho la ocasión para confesar una errata que ha aparecido en esta crítica: cuando, en el segundo párrafo de la misma, digo que se trata de una nueva adaptación del relato popular ya adaptado en imagen real por Kon Ichikawa, a continuación afirmo que “Naruse (sic) lanza un atrevido desafío no ya al cine de animación digital imperante como a la propia tradición del “anime”…”. Evidentemente, no me refería a Mikio Naruse, al que menciono un poco antes, sino a Isao Takahata. Disculpen el error.

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sábado, 19 de marzo de 2016

La mirada de Jack: “LA HABITACIÓN”, de LENNY ABRAHAMSON



[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Quienes tienen la bendita paciencia de seguir lo que escribo sobre cine saben que, en la medida de mis posibilidades, siempre que miro una película trato de discernir, separar y diferenciar sus méritos o defectos de guion de sus méritos o defectos de realización. Un film puede tener un buen guion y estar mal realizado, o por el contrario puede tener un guion endeble, pero atesorar un buen trabajo de puesta en escena. Dicho de otra manera, una película puede interesarme mucho, poco o nada en función de su argumento, pero puede resultarme atractiva (parafraseando a Alberto Moravia) ver cómo el director se las ha arreglado para desarrollar esa trama. Por desgracia, cuando fallan ambos aspectos, digamos, troncales de un film, guion y realización, entonces surgen producciones tan fallidas como la, no obstante, elogiadísima La habitación (Room, 2015). En La habitación, el guion de Emma Donoghue basado en su propia novela, hace gala de tantos y tan deplorables errores de bulto que, con franqueza, me cuesta creer (por más que, por descontado, lo respete), a la vista de los mismos, en la reputación de este film, uno de los peores títulos “de prestigio” que se hayan estrenado últimamente.


La habitación parte de una coartada narrativa que en muchas ocasiones ha proporcionado brillantes resultados cinematográficos, mas no es este el caso. La película narra la odisea de “Ma” (Brie Larson), una joven mujer encerrada en el cobertizo de un jardín durante la friolera de siete años por el hombre, “el viejo Nick” (Sean Bridgers), que la secuestró, y que durante todo ese tiempo la ha tenido a su merced, utilizándola como esclava sexual. Pero hete aquí que “Ma” no está sola en su cautiverio: en los últimos cinco años, ha estado acompañada por su hijo Jack (Jacob Tremblay), nacido de la vejación sufrida a manos del “viejo Nick”. Entendemos que a fin de hacerle la existencia lo más llevadera posible (este es un film en el que hay que sobreentender muchas, demasiadas cosas), “Ma” ha creado, por así decirlo, “un mundo” lo más cómodo y agradable posible para Jack, algo que se expresa bajo la forma de acciones rituales ejecutadas a diario, con vistas a conseguir que el niño viva una existencia lo más humana posible, ajeno a la terrible realidad en la que se encuentra inmerso sin saberlo.


El film arranca mostrándonos ya a “Ma” y Jack en su prisión, que la primera ha convertido para el segundo en una versión microscópica del mundo gracias a la práctica de una rutina diaria. Por ejemplo, vemos cómo el niño se despierta por la mañana y da los buenos días a los muebles y enseres de la habitación. Luego, le vemos haciendo yoga con su madre. Más tarde, advertimos cómo “Ma” mantiene a su hijo en la mejor forma física posible haciéndole correr de una pared a otra de su estrecho cubículo. Otra de sus rutinas es gritar: gritar lo más fuerte posible; naturalmente, sin que el niño lo sepa, el propósito de ese griterío no es otro que alguien pueda oírles y acuda en su rescate… La sordidez de su situación se apunta en esos tensos momentos en los que se produce la visita del “viejo Nick”, quien entra y sale de la habitación abriendo la puerta blindada de la misma usando un código electrónico que, por descontado, solo él conoce. Entonces, la madre encierra al niño en el armario, donde tiene improvisada una cama en la que duerme mientras el “viejo Nick” se desfoga con “Ma”.


El problema, gran problema de La habitación reside en que todo esto, que en teoría debería ser agobiante y claustrofóbico, en la práctica no lo es en absoluto. Es aquí donde la película recurre a la coartada que he apuntado líneas arriba, consistente en justificar ese tono plácido, neutro, sin excesivas estridencias, en el hecho de que todo lo que hemos explicado está contemplado desde el punto de vista del pequeño Jack. La coartada, por tanto, consiste en “dulcificar”, por así decirlo, el tremendismo de lo narrado, mediante la excusa de que todo ello se presenta a través de la mirada pura e inocente de un niño ajeno a la terrible realidad en la vive, y que la disfruta con ingenuidad, convencido de la verdad de lo que hasta ese momento le ha explicado su madre en su afán de protegerle del horror. Es decir, que “el mundo” no es sino la habitación; que fuera de su mundo, de su habitación, no hay nada; y que los seres humanos que el niño ve por televisión no son sino imágenes de fantasía, irrealidades: solo “Ma”, Jack y el “viejo Nick” son realmente reales, valga la redundancia.


Puede decirse en descargo del film no solo que esta es la opción elegida por sus responsables, y que, por descontado, es perfectamente libre y legítima; que, de esta manera, y apelando a las buenas intenciones, lo que se pretendía era impedir a toda costa que la película pudiera caer en el efectismo y el tremendismo; o que el planteamiento decididamente severo y realista de la situación planteada habría dado pie, sin duda alguna, a un relato de una dureza difícil de soportar (y, en consecuencia, más difícil de vender). Es una opción respetable, desde luego, lo cual no quita que sea una opción mal planteada y peor resuelta, y que carece de la más mínima fuerza porque se sostiene sobre la base de una planificación harto convencional, aburrida incluso: cf. el tono supuestamente realista de esos ya típicos primeros planos tomados con una cámara ultraligera y filmados “a mano”, de manera que la imagen tiembla ligeramente porque, se dice, así es más “realista” (que un plano fijo no se considere realista es harto discutible, como también lo es que un plano “con tembleque” sí se lo considere de ese modo, pues tampoco es verosímil, a no ser que el punto de vista/ el ángulo de cámara desde el cual se toma sea el de alguien afectado por el Parkinson); y, en segundo lugar, la “inevitable” inserción de planos desde, claro está, el punto de vista subjetivo del niño, de forma que el espectador vea el mundo a través de sus ojos, por más que lo que vemos, y cómo lo vemos, carece de interés alguno (interés cinematográfico, se entiende: hay que tener siempre muy claro que una cosa es el interés, digamos, humano de lo que una película cuenta, y otra bien distinta el lenguaje estrictamente fílmico que utiliza para hacerlo).


No obstante, lo peor reside en que, a la vulgaridad de un trabajo de puesta en escena que ni tan siquiera es merecedor de ese nombre, añadamos gazapos de guion de considerables proporciones. De entrada, resulta inverosímil que, durante los últimos cinco años, el “viejo Nick” no haya querido ni tan siquiera echarle un vistazo al niño, contentándose con tirarse a su madre mientras el pequeño aguarda a que él acabe y se marche desde dentro del armario; puede argumentarse, por descontado, que el “viejo Nick”, además de un criminal (cosa que, sin duda, es), también es un energúmeno sin la más mínima sensibilidad al que, en efecto, tanto le da ver el aspecto de su hijo como no verlo, por más que en una escena intenta echarle un vistazo a través de la puerta entreabierta del armario. Pero cinco años son muchos años.


No será la única ocasión que el film obliga al espectador a comulgar con ruedas de molino. La cuestión empeora irremediablemente gracias a la ridícula secuencia que describe el método elegido por “Ma” para sacar a Jack de la habitación y que pida ayuda. La protagonista logra convencer al “viejo Nick” de que el niño está gravemente enfermo y con fiebre elevada, y luego, que ha muerto. En realidad, Jack está fingiendo, y permanece inmóvil dentro de una alfombra enrollada, esperando un momento de descuido del “viejo Nick” para huir en busca de rescate. Pues bien, resulta imposible creer que el mameluco del “viejo Nick” se limite a recoger el supuesto cadáver del niño que ya se encuentra envuelto en la alfombra sin tan siquiera echarle un vistazo: recordemos que estamos hablando de un criminal que, durante siete largos años, ha mantenido cautiva a una mujer joven y fuerte, encerrándola en un cobertizo insonorizado de su propio jardín, y manteniéndola viva a base de suministrarle comida, ropa, enseres y hasta algunos muebles y electrodomésticos, que se dice pronto. ¿Cómo una persona (de alguna forma hay que llamarla) así, capaz de mantener la sangre fría, la inhumanidad, la ausencia de piedad y la total y absoluta falta de escrúpulos necesarias para mantener a alguien cruelmente encerrado y vejándolo regularmente a lo largo de siete años, siete, se cree a pies juntillas que dentro de la alfombra hay un niño muerto, sin más, y no lo comprueba? No menos absurda resulta que la confrontación de Jack con ese mundo exterior que desconoce desde que nació se resuelva de una forma tan convencional –nuevos planos subjetivos del cielo luminoso desde el punto de vista del niño/ contraplanos de un asombrado Jack, tumbado en el suelo de la furgoneta donde le ha colocado el “viejo Nick” tras haber desenrollado él solo la alfombra–, ni la “casualidad” que sirve para liberarle a su madre y a él de su cautiverio: un vecino que pasea con su perro descubre al niño saltando de la furgoneta del “viejo Nick”, y este último, sabiéndose descubierto, se da a la fuga.


Tampoco es ningún secreto a estas alturas que La habitación tiene, como suele decirse, dos-partes-bien-diferenciadas. Si lo que hemos descrito hasta ahora de la trama ocupa entre el primer tercio y la primera mitad de la película aproximadamente, el resto del metraje se encarga de explicarnos qué les ocurre a “Ma” y Jack una vez puestos en libertad, y con su secuestrador puesto a buen recaudo. Llegados a este punto, y con plena coherencia con lo anterior, el film no pierde la perspectiva, y continúa desarrollando lo que viene a continuación desde el punto de vista del niño. Descubrimos, de este modo, que “Ma” tenía/ tiene unos padres, los abuelos de Jack, con los que vivía antes de su secuestro: Nancy (Joan Allen) y Robert (William H. Macy). “Ma” también lleva a cabo su propio descubrimiento: siete años después, sus padres ya no viven juntos; Robert ni siquiera vive en la misma ciudad, mientras que Nancy ha rehecho su vida con otro hombre, Leo (Tom McCamus). Demasiado tiempo de ausencia, el suficiente para que hayan ocurrido demasiadas cosas. “Ma” y Jack se instalan en el viejo hogar de sus padres, que Nancy conserva y donde ahora vive con Leo, pero todos están incómodos: “Ma”, porque ya no reconoce la casa donde vivió; Jack, porque todavía tiene miedo al mundo exterior; Nancy, porque es consciente de que, con su separación de Robert, ha destrozado sin pretenderlo las expectativas de “Ma”, lo que la ayudaba a resistir el cautiverio: el reencuentro con papá y mamá; y Leo, ajeno al drama pero involucrado en él, trata de trampear la situación, llevándose bien con Nancy y “Ma”, y siendo paciente con Jack.


Pero, a pesar de ese cambio de escenario, no por ello hay un cambio de tono en la realización, tan vulgar como la de la primera parte del relato. En su afán de mantener, como ya he dicho, por coherencia, la perspectiva de la trama desde el punto de vista de Jack, Lenny Abrahamson reitera, sin posibilidad de remisión, las mismas torpezas. Lo que, en teoría, debería ser el emocionante descubrimiento del mundo exterior por parte de un Jack tan maravillado como, por descontado, comprensiblemente asustado, deviene una narración no menos insulsa que la de la parte desarrollada dentro de la habitación. Asimismo, las inconsistencias de la trama siguen acumulándose. Por ejemplo, en la horrible secuencia de la cena, que culmina con ese embarazoso momento en el que Robert es incapaz de mirar al pequeño Jack, como si se avergonzara de él, o lo más probable, porque la presencia de ese niño es la prueba viviente de que alguien abusó de su hija y acabó con su juventud, con su inocencia, forzándola a una maternidad no deseada. Puede entenderse de ese modo, cierto, o de cualquier otra manera, igualmente válida, habida cuenta de que el guion no proporciona mayores detalles al respecto, dejando al espectador en la oscuridad, o como decía líneas atrás, obligándole a presuponer demasiadas cosas sin que el film proporcione sugerentes pistas al respecto.


El nivel de la película tampoco mejora cuando asistimos a otros momentos tan mal resueltos como lo que acabamos de mencionar, caso de la entrevista emitida por televisión a la que “Ma” acepta someterse para narrar su terrible odisea ante una reportera amante del sensacionalismo (Wendy Crewson). O ese instante en el que “Ma” le reprocha a su madre que fuera ella la que, sin querer, enviara a su hija a hacer un recado en casa del vecino, facilitando así que fuera secuestrada; a falta de mayores detalles, y a la vista de la actitud enfurecida de “Ma”, hay que presuponer que ocurrió eso, o algo parecido… O la ausencia total de fuerza, de tensión, de dramatismo, de poesía, de todo, de la que hace gala la secuencia final, con “Ma” y Jack visitando a petición del niño la vieja habitación donde permanecieron encerrados durante tanto tiempo: es una secuencia que sorprende, desagradablemente, por su aburrida indiferencia. Tampoco ayuda a elevar el interés de la función la cargante interpretación de Brie Larson, sorprendentemente premiada y, al final, incluso “oscarizada” (sic); más si tenemos en cuenta que, a la postre, el personaje y el actor que llevan encima todo el peso del relato son Jack y su joven y sensible intérprete, Jacob Tremblay, la auténtica revelación de esta película, al menos en lo que al capítulo interpretativo se refiere.  


Otro análisis de “La habitación” en: