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sábado, 25 de abril de 2015

“IMÁGENES DE ACTUALIDAD” de MAYO 2015, a la venta



El núm. 357 de Imágenes de Actualidad destaca en su portada uno de los estrenos más espectaculares previstos para el mes próximo: el de Mad Max: Furia en la carretera (Mad Max: Fury Road, 2015), de George Miller, cuyo reportaje se complementa con el artículo Desiertos apocalípticos, centrado en otras películas de similar temática. También se destacan en la misma portada los dos films que ocupan este mes la sección Primeras Fotos: Misión: imposible. Nación secreta (Mission: Impossible – Rogue Nation, 2015), de Christopher McQuarrie; y 4 Fantásticos (Fantastic Four, 2015), de Josh Trank.


Otros contenidos destacados son los reportajes de la nueva versión de Poltergeist (ídem, 2015), de Gil Kenan, que se complementa con el artículo sobre la serie Franquicia maldita; Tomorrowland: El mundo del mañana (Tomorrowland, 2015), de Brad Bird, que se complementa a su vez con un retrato de su ascendente protagonista femenina, Britt Robertson, la cual también estrena entre nosotros otra película de la que asimismo se incluye reportaje, El viaje más largo (The Longest Ride, 2015), de George Tillman Jr.; Lazos de sangre (Blood Ties, 2013), de Guillaume Canet; Sweet Home (2015), de Rafa Martínez; Con la magia en los zapatos (The Cobbler, 2014), de Tom McCarthy; Nuestro último verano en Escocia (What We Did on Our Holiday, 2014), de Andy Hamilton y Guy Jenkin; Güeros (2014), de Alonso Ruizpalacios; It Follows (ídem, 2014), de David Robert Mitchell; La canción del mar (Song of the Sea, 2014), de Tomm Moore; El camino más largo para volver a casa (El camí més llarg per tornar a casa, 2014), de Sergi Pérez; y una entrevista con Chris Evans y Chris Hemsworth, con motivo del inminente estreno de Vengadores: La era de Ultrón (Avengers: Age of Ultron, 2015), de Joss Whedon.


Dentro de la sección Series TV, hallamos reportajes de la segunda temporada de Penny Dreadful, la primera de Aquarius (estreno USA) y de la miniserie Wayward Pines, cuyo episodio piloto ha sido dirigido por M. Night Shyamalan, a quien hemos entrevistado. El número se completa con las secciones Noticias; Stars; Ranking; Hollywood Boulevard y Hollywood Babilonia, de Nacho González Asturias; Él dice, ella dice; ¿Sabías que…?, del profesor Moriarty; Gran Vía y Se rueda, de Boquerini; Zona Sin Límites, de Ángel Sala; Diccionario Fantástico, del Dr. Cyclops; Además…; Críticas; Videojuegos, de Marc Roig; Libros, de Antonio José Navarro; y BSO y DVD & Blu-ray, de Ruiz de Villalobos.


Este mes hablo, dentro de la sección Cult Movie, de una famosa película de Dario Argento sobre la que ya me extendí en su día en este blog (1): Inferno (ídem, 1980): “Al igual que su anterior “Suspiria” (1977; ver Cult Movie en núm. 309), la siguiente película del realizador romano Dario Argento, “Inferno”, forma parte de lo que se conoce como la Trilogía de las Tres Madres, un triunvirato de brujas malvadas inspiradas, a su vez, en la lectura de «Levana and Our Ladies of Sorrow», poema en prosa contenido en la recopilación de ensayos fantástico-psicológicos de Thomas De Quincey «Suspiria De Profundis» (1845; «Suspiros de las profundidades»), nacido a su vez de las visiones que había tenido este escritor británico provocadas por el consumo de opiáceos, y donde se habla de la existencia de Tres Madres hechiceras que se oponen a las Tres Parcas y a las Tres Gracias. La primera hechicera, Mater Suspiriorum (La Madre de los Suspiros), se encontraba en la base de “Suspiria”; la segunda, Mater Tenebrarum (La Madre de las Tinieblas), en la de “Inferno”; y la tercera, Mater Lachrymarum (La Madre de las Lágrimas), en la posterior “La terza madre” (2007), inédita en cines españoles pero estrenada en formatos domésticos como “La madre del mal””.


También firmo un par de críticas; la primera, la de la gran película de Naomi Kawase Aguas tranquilas (Futatsume no mado, 2014), de la que también hablé extensamente en el blog (2)…,


…y, la segunda, la de la desafortunada comedia Mortdecai (ídem, 2015), dirigida por, a pesar de todo, el interesante David Koepp.



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viernes, 24 de abril de 2015

El nacimiento de una ciudad: “DODGE, CIUDAD SIN LEY”, de MICHAEL CURTIZ



[COINCIDIENDO CON LA PUBLICACIÓN ESTOS DÍAS EN “DIRIGIDO POR…” DE UN “DOSSIER” DEDICADO A LA FIGURA DEL REALIZADOR MICHAEL CURTIZ, RECUPERO AQUÍ UN VIEJO TEXTO MÍO SOBRE ESTE “WESTERN” DE CURTIZ, PUBLICADO ANTERIORMENTE EN EL PORTAL CINE ARCHIVO (1).]


Por más que el prestigio de Michael Curtiz pasa por su contribución al cine de aventuras —El capitán Blood (Captain Blood, 1935), La carga de la brigada ligera (The Charge of the Light Brigade, 1936), Robín de los bosques (The Adventures of Robin Hood, 1938, codirigida con William Keighley), The Sea Hawk (1940)—, y por haber firmado la-más-famosa-película-de-culto —Casablanca (ídem, 1942), que, por cierto, no se cuenta entre lo mejor del director—, no hay que echar en saco roto su aportación al western, género que no cultivó con frecuencia pero al cual legó algunos títulos de notable interés. Dodge, ciudad sin ley (Dodge City, 1939) es uno de ellos. Producida por la Warner con vistas a seguir explotando el rendimiento comercial de la pareja cinematográfica que por aquel entonces formaban Errol Flynn y Olivia De Havilland —quienes ya habían coincidido en El capitán Blood, La carga de la brigada ligera y Robín de los bosques, y volverían a hacerlo en Camino de Santa Fe (Santa Fe Trail, 1940), de nuevo a las órdenes de Curtiz, y en Murieron con las botas puestas (They Died With Their Boots On, 1941), bajo la batuta de Raoul Walsh—, Dodge, ciudad sin ley es una excelente película que demuestra el talento de Curtiz para crear ambientes y sugerir matices psicológicos de los personajes en el contexto de un relato narrado en todo momento con agilidad y dinamismo.


Dodge, ciudad sin ley es la historia de la ciudad que le da título, desde su fundación hasta su consolidación como una de las más prósperas al oeste de Chicago, en lo que puede verse una especie de versión metafórica de lo que fue la imposición de la civilización en el Salvaje Oeste. Una de las particularidades del film, la cual permite calibrar en gran medida su importancia dentro del género, reside en la vigorosa descripción del escenario principal, hasta el punto que este último acaba erigiéndose en el auténtico protagonista del relato. Para Curtiz y el guionista Robert Buckner, Dodge City no es tan solo un vistoso decorado fotografiado en color por Ray Rennahan y Sol Polito, sino por encima de todo un pueblo violento, palpitante, bullicioso y vivo. En sus calles, hacinadas y llenas de tiendas, donde el comercio abunda por doquier, suelen producirse aparatosos tiroteos. El saloon está abarrotado de hombres que beben whisky, juegan a las cartas, intentan manosear a Ruby (Ann Sheridan) o a las otras coristas que actúan en el escenario y, por menos de nada, se lían a puñetazos. Ni que decir tiene que Dodge City, como todo lugar donde corre el dinero, es también el centro de atención de especuladores sin escrúpulos, como Jeff Surrett (Bruce Cabot), quien al amparo de la impunidad que le brinda el hecho de que en la ciudad nadie se atreva a ocupar el cargo de sheriff se permite exprimirla a fondo con la ayuda de su banda de hombres armados. Tan solo la voz de un hombre se atreve a cuestionar los métodos de Surrett: la de Joe Clemens (Frank McHugh), el periodista director del periódico local, personaje arquetipo con una larga tradición dentro del western que llega hasta Sin perdón (Unforgiven, 1992, Clint Eastwood). 


A esta localidad arriba Wade Hatton (Errol Flynn), un conductor de caravanas, en compañía de su socio Rusty Hart (Alan Hale). Hatton conoce Dodge City desde su fundación por el coronel Dodge (Henry O’Neill), pues de hecho fue a él a quien se le ocurrió bautizar la ciudad con el nombre de su fundador, y regresa allí con la intención de permanecer una temporada para descansar tras haber conducido a otra caravana de colonos que, viajando con sus reses, quiere instalarse en la ciudad. Curtiz se vale aquí de un procedimiento narrativo tradicional del cine norteamericano, consistente en la introducción de un personaje ajeno al escenario en el que se sitúa el relato para que aquél, y el espectador con él, vayan descubriendo el funcionamiento del mismo. De este modo, la evolución de Hatton (en el que se puede ver un trasunto de Wyatt Earp, quien también fue sheriff de Dodge City) corre paralela a la de la propia ciudad: el protagonista irá abandonando su intención inicial de irse del pueblo tras hacerse cargo del caos que reina en la ciudad y, sobre todo, del dolor que ello supone para los ciudadanos honrados que Surrett oprime bajo su yugo criminal.


Dicha evolución está marcada por diversas circunstancias. La primera, el carácter de Hatton, quien bajo su apariencia burlona (nada raro, estando interpretado por Flynn) esconde a alguien preocupado por el orden: admira al coronel Dodge por su impulso civilizador a la hora de fundar la ciudad, de la misma manera que desprecia a Surrett por su carácter de depredador sin escrúpulos (al principio del relato le reprocha que haya cazado bisontes en territorio indio únicamente para arrancarles la piel y sin importarle que los pieles rojas puedan pasar hambre por ello). La segunda circunstancia es de índole personal: Hatton está enamorado de Abbie Irving (Olivia De Havilland), una joven colono, pero no puede acercarse a ella y exteriorizar su afecto porque, poco antes de llegar al pueblo, mató en defensa propia al hermano menor de Abbie, Lee (William Lundigan), quien en un arrebato bravucón provocó una estampida del ganado con sus imprudentes disparos y a punto estuvo de matar a  Rusty.


La progresión narrativa de Dodge, ciudad sin ley resulta admirable gracias a su magnífica concatenación de causas y efectos. En el saloon, Ruby canta una canción nordista y los vaqueros que acompañan a Hatton y Rusty, heridos en su amor propio, replican entonando con aire desafiador una canción sureña, provocando así una pelea que arrasa todo el local (en una extraordinaria secuencia comparable, por concepción y sentido del humor, al Wellman de Más allá del Missouri [Across the Wide Missouri, 1951] o al Hathaway de Alaska, tierra de oro [North to Alaska, 1959]). A su llegada a la ciudad, Hatton y Rusty han simpatizado con un chiquillo, Harry Cole (Bobs Watson): no por casualidad, Harry es hijo de Matt Cole (John Litle), un colono asesinado por Yancy (Victor Jory), uno de los secuaces de Surrett, que tras la muerte de su padre ayuda a su familia cuidando los caballos de los clientes del saloon a cambio de una moneda. Como consecuencia de un tiroteo, el niño hallará la muerte, arrastrado por un caballo, sin que la intervención de Hatton pueda evitarlo: la muerte del chiquillo decidirá al protagonista a aceptar el empleo de sheriff de Dodge City (Curtiz encadena la ingenua estrella de papel que Harry lucía en su pecho con la insignia de metal que ahora adorna la cartuchera de Hatton). Y si en la primera secuencia se producía una simbólica carrera entre un carromato y un ferrocarril donde viaja el coronel Dodge, que se saldaba con la clara victoria del “caballo de hierro”, su espléndido clímax vuelve a tener lugar en el tren, culminando el relato de manera circular: Hatton y Rusty hacen frente a Surrett y sus hombres en un vagón en llamas, y desde la locomotora abatirán a tiros a estos últimos mientras intentan huir a caballo.

(1) http://www.cinearchivo.com/site/Fichas/Ficha/FichaFilm.asp?IdPelicula=54879



viernes, 17 de abril de 2015

Una lección de profesionalidad: “FAST & FURIOUS 7”, de JAMES WAN



[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO, QUE COMPLETA EL ESTUDIO SOBRE JAMES WAN QUE PUBLIQUÉ EN EL NÚM. 454 DE “DIRIGIDO POR…”, SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] El interés de Fast & Furious 7 (Furious 7, 2015) va más allá del (morboso) intento de adivinar en qué planos interviene realmente el malogrado actor Paul Walker, y en qué otros a quien vemos es a sus hermanos, sus dobles o el resultado de aplicar efectos digitales en postproducción.


Dentro de Fast & Furious 7 conviven dos películas. Una es la más evidente, la más obvia, la que salta a simple vista; también es la peor, la más mediocre: el descarado producto comercial hollywoodiense, o como dice un buen amigo, puro fast-food fílmico de usar y tirar, perteneciente a una franquicia “juvenil” o “para jóvenes” (así la califican: perdonen que nunca haya creído en la existencia de un cine “para jóvenes”, ni en la de uno “infantil” o “para niños”, o para “adultos”, o “para mujeres”; a no ser, claro, que uno sea de los que tan solo ven el cine como un simple negocio dirigido hacia tal o cual demográfico). Ahí es nada, como digo, vérselas con una producción tan estereotipada y estandarizada como una ¡séptima! entrega de la serie Fast & Furious, típica franquicia de productor/de estrella/de estudio —Neil H. Moritz/Vin Diesel (su apellido ya es un chiste)/Universal Pictures—, con unas pautas perfectamente marcadas a estas alturas y a las que un director tan personal como James Wan tiene que someterse o, sencillamente, dejar correr la ocasión con el pleno convencimiento de que será reemplazado por cualquier otro que se limite a cumplir con lo que se le pide, sin más complicaciones. Pero Wan sabe dónde se ha metido, y por descontado, cumple con las expectativas de quienes le pagan: por no faltar, no falta el consabido plano con la cámara haciendo travelling siguiendo el culo de un par de chicas contoneándose mientras pasean alrededor de los coches tuneados, y que ha devenido una especie de “marca de fábrica” de esta franquicia.


¿Y qué decir del resto? La trama es un completo disparate: enlazando con el final de Fast & Furious 6 (Furious 6, 2013, Justin Lin), propone la venganza de Deckard Shaw (Jason Statham) contra los héroes de la franquicia —Dom (Diesel), Brian (Walker), Letty (Michelle Rodriguez), Mia (Jordana Brewster), Roman (Tyrese Gibson), Tej (Ludacris) y el agente del FBI Hobbs (Dwayne Johnson)—, como represalia por haber dejado a su hermano menor, el villano de la anterior entrega —Owen Shaw (Luke Evans)—, gravemente herido. Ello da pie a un enloquecido enredo argumental donde también se ven implicados otro agente federal —Mr. Nobody (Kurt Russell)— y el líder de una organización terrorista —Jakande (Djimon Hounsou)—, y que desemboca en una orgía de secuencias de acción a cuál más aparatosa: Dom y sus colegas saltando con sus coches… ¡en paracaídas!; el ataque a un camión blindado de Jakande, con la finalidad de rescatar a una informática —Ramsey (Nathalie Emmanuel)— que viaja presa en su interior; una pelea en un rascacielos de Abu Dhabi, que culmina con un increíble salto acrobático de Dom y Brian en un descapotable, ¡atravesando otros dos rascacielos!; o una batalla final en las calles de Los Ángeles que involucra coches, helicópteros y drones lanzamisiles. Todo ello presentado de la manera más estruendosa posible a lo largo de 137 minutos.


La primera de las dos películas que se esconden dentro de Fast & Furious 7 es de las que llama inmediatamente al rechazo. Pero, mal que pese y a poco que se observe con el detenimiento que se merece cualquier película por parte de toda persona interesada por el cine como medio de expresión, Fast & Furious 7 supone una admirable demostración de profesionalidad por parte de Wan, consciente de que no puede hacer nada para cambiar una franquicia inamovible tal y como está concebida y ejecutada, pero que a pesar de ello demuestra una notabilísima capacidad para intentar hacer algo con ella y sacarle el máximo partido posible dentro de tan estrechos márgenes de injerencia y creatividad personales. A mi entender, lo consigue. En primer lugar, en vez de eludir los aspectos más desvergonzadamente comerciales del producto, se entrega a ellos con entusiasmo, intentando extraerles algún provecho. Por ejemplo, filma y monta los planos generales panorámicos y aéreos de presentación de los distintos enclaves en los que se desarrolla la acción (Tokio, la República Dominicana, las montañas del Cáucaso, Abu Dhabi, Los Ángeles) para llevar a cabo diferentes variaciones formales y sonoras en virtud de distintos ritmos de montaje y musicales; es un recurso esteticista, cierto, pero al menos busca evitar la monotonía de este tipo de planos de apertura de secuencias. En segundo lugar, imprime a las (magníficas) secuencias de acción un sentido de la planificación y el montaje a mi entender muy superiores a los demostrados por Rob Cohen, John Singleton y Justin Lin —sin por ello despreciar los estimables logros conseguidos por este último en Fast & Furious: Aún más rápido (Fast & Furious, 2009), la mencionada Fast & Furious 6 y, sobre todo, Fast  & Furious 5 (Fast Five, 2011), el título que redefinió el actual devenir de la franquicia—, con instantes particularmente tan logrados como el ya mencionado (y divertidísimo) lanzamiento de los coches en paracaídas sobre el Cáucaso, la pelea cuerpo a cuerpo de Brian y el sicario Kiet (Tony Jaa) dentro del camión blindado en marcha, el no menos divertido “salto mortal” atravesando tres rascacielos de Abu Dhabi, o la igualmente mencionada batalla final en Los Ángeles, excesivamente alargada, pero a pesar de ello resuelta con encomiable pulso narrativo.


Pero, lo que es más importante, Wan consigue aportar toques personales que, insisto y por mucho que pese, pues comprendo que puede parecer una facilidad del que suscribe, erige Fast & Furious 7 en la mejor entrega de la serie. A las pruebas me remito: el arranque del relato, con Deckard Shaw visitando a su hermano en coma Ian en el hospital de Londres, en una escena que culmina en un excelente plano en cámara móvil que se va abriendo hasta descubrirnos la matanza y los destrozos provocados por los sicarios de Deckard en su brutal irrupción en el centro hospitalario; ese brillante plano que incluye un giro casi total de la cámara, siguiendo una acrobática acción durante la pelea cuerpo a cuerpo de Deckard y Hobbs en las oficinas del FBI (por más que ese encuadre se repita más adelante, redundando innecesariamente en él); el plano, con la cámara colocada dentro de un monovolumen, que muestra el rostro de Brian golpeándose contra el cristal, mientras protege con su cuerpo a su hijo de la detonación de una bomba; o el inserto del plano de un cristal que vibra como consecuencia del rugido de los motores de los coches de Dom y Deckard, preparándose para embestirse frontalmente, que expresa muy bien, visual y sonoramente, la agresividad de los personajes. Fast & Furious 7 atesora algo hasta ahora ausente en esta franquicia: un director de cine.


Llama poderosamente la atención la secuencia final, la despedida de Dom y Brian, que en base a un ardid de guión —Dom sabe que Brian se retirará de “la acción” para dedicarse a compartir su vida con Mia y a criar a sus dos hijos—, da pie a un sentido homenaje a Paul Walker que, más allá de otra facilidad (la inserción de un collage de escenas del malogrado actor tomadas de las anteriores entregas de la franquicia en las que aparecía), culmina en un plano muy bello: Dom y Brian compiten por última vez hasta que, en plano aéreo en picado muy abierto, sus coches se separan, tomando caminos distintos… Cuando Walker murió aproximadamente a mitad del rodaje del film, otro buen amigo comentó, sarcástico, que Wan ya tenía una excusa para meter un fantasma en su película… Bromas aparte, y según cómo se mire, en Fast & Furious 7 Wan ha conseguido rodar con un “auténtico” fantasma; en este sentido, esa secuencia final hace gala de un tono mortuorio quizá no del todo pretendido por sus productores.


viernes, 10 de abril de 2015

Panteísmo en la isla de Amami: “AGUAS TRANQUILAS”, de NAOMI KAWASE



[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Buena parte de la acción de Aguas tranquilas (Futatsume no mado, 2014) guarda relación con elementos acuáticos, bien sea el mar que rodea al escenario principal de la trama (la isla de Amami), la del baño que comparten el adolescente Kaito (Nijiro Murakami) y su padre Atsushi (Jun Murakami) cuando el primero viaja a Tokio para visitar a su progenitor, o la de la tormenta que se desata cerca del final. En sus primeras escenas, el océano golpea con furia las rocas alrededor de la isla bajo el cielo gris del atardecer, casi como anunciando la turbulencia que se va a desatar tan pronto caiga la noche. Cuando esta llega, ese sutil augurio se confirma: mientras a lo lejos, en el pueblo, los lugareños celebran una fiesta con bailes y canciones tradicionales, Kaito pasea por la playa, cerca de la orilla, y descubre, flotando boca abajo, el cadáver de un hombre con la espalda tatuada; asustado, el chico echa a correr; pero no es la única persona presente en el lugar: muy cerca, viéndolo todo, está Kyoko (Jun Oshinaga), una adolescente de su edad.


Kaito vive con su madre, Misaki (Makiko Watanabe), divorciada de su padre, y no siente mucho apego hacia ella, como consecuencia de las largas ausencias de la mujer fuera del hogar para atender a su empleo. De hecho, Kaito está lleno de esa rabia tan característica de la adolescencia, y por eso es radical en sus convicciones. Por ejemplo, en lo que se refiere al agua, y si bien sabe nadar, a Kaito le asusta meterse en el mar, pues le parece peligroso. No es el caso de su amiga y compañera de clase Kyoko, más bien todo lo contrario: en una de las primeras secuencias la vemos bucear, vestida con su uniforme de colegiala y con calcetines (sic), cerca de las rocas donde Kaito ha ido a visitar al viejo Kamejiro (Fujio Tokita), quien se encuentra pescando; Kyoko emerge ante ellos, cual sirena o como la diosa del amor Venus, pero Kaito le reprocha que nade en el mar y que además lo haga con la ropa puesta. El contraste es evidente: Kaito le tiene miedo al mar (en la mencionada secuencia nocturna, le vemos mojándose tímidamente los pies), y a ese temor hay que añadir el descubrimiento del cadáver, el cual, como descubriremos más adelante, guarda una relación con la vida de Kaito y de su madre mucho más de estrecha de lo que pueda parecer a simple vista. En cambio, Kyoko no solo no le tiene miedo, sino que incluso le gusta nadar vestida, tanta es su comodidad en el líquido elemento.


Este es uno de los muchos contrastes, sencillos pero mostrados con gran sensibilidad, que propone la guionista y realizadora Naomi Kawase para narrar en Aguas tranquilas varios procesos de madurez. Están, por un lado, los de los personajes más jóvenes y, por tanto, más necesitados de evolución, los mencionados Kaito y Kyoko, pero no son los únicos. Contrariamente a lo que pudiera parecer, en Aguas tranquilas los adultos también están sometidos a una evolución madurativa: Isa (Miyuki Matsuda), la madre de Kyoko, sufre una enfermedad terminal y se prepara para morir; Tetsu (Tetta Sugimoto), el padre de Kyoko y marido de la anterior, se prepara, a su vez, para ver morir a su esposa; Atsushi, el asimismo mencionado padre de Kaito, redescubre el placer de la compañía de su hijo, a punto de convertirse en un hombre, al que hacía tiempo que no veía; incluso la, como hemos apuntado, aparentemente fría y distante madre de Kaito es, en realidad, una mujer repleta de secretos y matices, sobre todo en lo que atañe a su manera de paliar su soledad.


Diversos elementos naturales marcan esas evoluciones. En el caso de Kaito y Kyoko, como ya hemos mencionado, es el agua. También lo es, en parte, en el de Atsuhi, a quien, como ya hemos apuntado, vemos estrechar lazos afectivos con su hijo compartiendo un baño tradicional en Tokio, y asimismo lo es para Misaki, cuyo secreto más oscuro —el hombre muerto encontrado en la playa era un amante con el que se relacionaba a espaldas de su hijo— se revela en una noche de tormenta que evoca, indirectamente, el mar revuelto de la noche en la que Kaito descubrió el cadáver. El personaje de Isa, de quien se nos dice que es chamán, está puesto en relación con el gigantesco árbol que está plantado justo delante de su casa y cuya visión y sombra la reconfortan: el árbol, centenario, lejos de recordarle su propia mortalidad y que su vida está a punto de apagarse, tranquiliza su espíritu reafirmándola en su amor a la vida. En cambio Tetsu, que atiende un puesto de comidas, hace frente a la muerte de su esposa dando muerte, con ayuda del tío Kome, a una cabra: asumiendo, por tanto, que la muerte no es el fin de la existencia, sino una parte intrínseca de la misma. De hecho, la primera vez que hemos visto a Kamejiro ha sido, precisamente, degollando a otra cabra y vertiendo su sangre en un cuenco, en un gesto que al mismo tiempo tiene algo de ritual y de paradójico respeto por la vida: en la segunda degollación, el anciano acaricia al animal que acaba de desangrar, como agradeciéndole que su sacrificio contribuya a dar sustento a los vivos. Pero, sin duda alguna, es lo que atañe al vínculo entre Kaito y Kyoko y a la muerte de la madre de esta última, dado que estos tres personajes se encuentran estrechamente relacionados entre sí, donde Aguas tranquilas alcanza sus mayores niveles de intensidad y poesía.


Es evidente que el miedo de Kaito al mar es un reflejo simbólico de su miedo a la existencia; miedo a vivir que, como hemos visto, Kyoko tiene más superado que su compañero, algo que se expresa en su facilidad y comodidad para meterse y sumergirse en el mar (ergo, en la vida misma) incluso con la ropa puesta: ese típico “uniforme de colegiala” japonesa que expresa los pocos años de la chica Ambos adolescentes se aman, pero es Kyoko la que toma la iniciativa, diciéndole a Kaito que deberían tener relaciones sexuales y exigiéndole que el chico le diga claramente que la quiere. Más adelante, vemos a Kaito llevar a Kyoko en su bicicleta, como suele hacer; pero, en esta ocasión, la chica carga su peso sobre las espaldas del chico, dificultándole el pedaleo; Kaito le pide a Kyoko que no se apoye encima suyo de esa manera, pero la chica hace caso omiso hasta que, inevitablemente, pierden el equilibrio y se caen: puede verse en esta situación, aparentemente inicua, otra simbólica representación del miedo de Kaito al amor de Kyoko, consciente de que será un “peso” que deberá cargar sobre sus espaldas para siempre o como mínimo durante mucho tiempo, y que llevar ese “peso” consigo conlleva, como todo en la vida, el riesgo a “caerse”: a equivocarse. No es casual, en este sentido, y en coherencia con todo lo que hemos expuesto hasta ahora, que la consumación del amor de Kaito y Kyoko no se produzca hasta después de las duras catarsis que deben atravesar ambos: la segunda, la muerte de su madre; y el primero, si no la muerte de su progenitora, en cierto sentido sí la “muerte” de la concepción que Kaito tenía de ella, unido al descubrimiento de que su madre es, a fin de cuentas, como Kyoko o cualquier otro ser humano, alguien con deseos e impulsos carnales que satisfacer, y a la que la separación/ausencia del marido/padre ha arrojado a los brazos de un desconocido. Será después de toda esta crucial cadena de acontecimientos cuando por fin veremos a Kaito y Kyoko buceando juntos, y desnudos (una vez superado el miedo al mar/a la vida de él, y la ingenuidad de ella), y haciendo el amor en la orilla de la playa, al amparo de la vegetación.  



Más lírico es, si cabe, todo lo que concierne a los últimos días del personaje de Isa. Ya hemos mencionado el estrecho vínculo que se da entre ella y el árbol que hay frente a su casa: Isa y los suyos descansan a la sombra de ese árbol, cuyas ramas les amparan de la luz solar a modo de enorme claustro materno vegetal. Y, por más que acaso Naomi Kawase abusa un poco del tradicional plano en contrapicado que permite intuir la luz del sol filtrándose entre el ramaje, hay que reconocer que en este caso utiliza este recurso clásico y un tanto desgastado con gran coherencia en relación a lo que narra: ese plano en contrapicado se corresponde en muchas ocasiones con el punto de vista subjetivo de la agonizante Isa, aunque puede interpretarse como un humilde reconocimiento al sol, como fuente de luz y de vida, desde la perspectiva de los humanos a los que ilumina y proporciona calor. En la primera secuencia, como asimismo se ha apuntado, los habitantes de la isla celebran una fiesta tradicional; en el último tercio del relato, el marido y la hija de Isa, así como sus mejores amigos, se congregan alrededor de su lecho de muerte, cantando y bailando temas antiguos que reconfortan a la pobre mujer en sus últimos minutos, en una secuencia bellísima y emocionante hasta el llanto, que no puede menos que hacer pensar en la serena planificación de un Yasuhiro Ozu o en el extraordinario epílogo de Vivir (Ikiru, 1952), de Akira Kurosawa. Kawase demuestra, con Aguas tranquilas, que es una digna heredera de otros grandes cineastas nipones con sentido de lo telúrico: pienso no solo en Kurosawa, sino también en el Hiroshi Teshigahara de La mujer de la arena (Suna no onna, 1964), o el Shôhei Imamura de El profundo deseo de los dioses (Kamigami no fukaki yokubô, 1968) y La balada de Narayama (Narayama bushikô, 1983), con las cuales Aguas tranquilas guarda ciertos puntos de contacto. La diferencia, sensible pero en absoluto peyorativa, es que la realizadora imprime a su película un estilo que, si bien mira con respeto a sus ilustres precedentes, también sabe distanciarse de los mismos mediante una puesta en escena moderna (en el mejor sentido de la expresión), que combina el peso de esa solemne tradición con la aparente liviandad y el dinamismo de los encuadres proporcionado por las actuales cámaras digitales ultraligeras, consiguiendo englobar en un conjunto casi perfecto la sensualidad de las escenas de la isla con el tono, más abrupto y semi-documental, del episodio que transcurre en unas calles de Tokio despersonalizadas y para nada turísticas. Puede verse Aguas tranquilas como una especie de melodrama panteísta pasado por el filtro del realismo cotidiano.


lunes, 6 de abril de 2015

Monstruos de Hollywood: “MAPS TO THE STARS”, de DAVID CRONENBERG



[ADVERTENCIA: EL PRESENTE ARTÍCULO ES UNA VERSIÓN REVISADA DE MI CRÍTICA PUBLICADA EN EL NÚM. 453 DE “DIRIGIDO POR…”.] Con Maps to the Stars (ídem, 2014), David Cronenberg sigue demostrando a sus (renovados) detractores, si es que así quieren verlo y apreciarlo, que el hecho de que dejara tiempo atrás de practicar el cine fantástico como género no le ha hecho perder ni personalidad ni poderío visual a sus más recientes obras no-fantásticas.


Resulta no ya sorprendente, sino incluso alarmante, que de un tiempo a esta parte se haya extendido entre la crítica española una corriente de opinión (todo lo respetable que se quiera, por descontado) que afirma que David Cronenberg ya-no-es-el-que-era. La principal razón que sustenta ese parecer se fundamenta, a mi entender, en una simple nostalgia que muchos admiradores de Cronenberg sienten hacia su, digamos, etapa de cine fantástico más  «canadiense»: la que va de Vinieron de dentro de... (Shivers, 1975) a eXistenZ (ídem, 1999); etapa que, una vez voluntariamente concluida por su autor haciendo gala de eso que hoy en día sigue molestando tanto hasta el punto de justificar asesinatos y que se llama libertad de expresión —y dejando aparte relativas excepciones dentro de esa etapa que se insertaron en el desarrollo de aquélla, caso de M. Butterfly (ídem, 1993) o Crash (ídem, 1996)—, dio paso, como digo, a incursiones en otras temáticas y/o géneros, caso de Spider (ídem, 2002), Una historia de violencia (A History of Violence, 2005), Promesas del este (Eastern Promises, 2007), Un método peligroso (A Dangerous Method, 2011) (1) y Cosmópolis (Cosmopolis, 2012) (2). Lo que subyace en el fondo de esta polémica consiste no solo en esa nostalgia por el magnífico cine fantástico practicado por Cronenberg en los primeros años de su carrera y que, a nivel personal, yo también le echo en falta (pero sin por ello despreciar lo que actualmente hace). También subyace un enfrentamiento generacional entre críticos de «la vieja» y «la nueva» escuela, es decir, entre aquellos que hasta no hace tantos años escupían sobre el cine de Cronenberg porque les parecía intelectualmente nulo dada su adscripción al «subgénero» fantástico, y que ahora le veneran porque ha dejado de hacer esas películas «asquerosas» repletas de babas y pus (¡qué cruz!); y los que ahora se dedican al despotricar de su cine porque, por el contrario, resulta excesivamente intelectual para sus cabecitas, alegando que no se renueva o no está en sintonía con los tiempos actuales (?), u otras memeces por el estilo.


Sea como fuere, ese temible estado de opinión —el mismo que también considera que ya están «acabados» cineastas como Clint Eastwood, Tim Burton, Ridley Scott o incluso, ya, Peter Jackson (¡muere joven y serás un bonito cadáver!)— es el que ahora afirma que las excelentes Spider, Una historia de violencia y Promesas del este no son sino muestras de la incapacidad de Cronenberg para proseguir por el camino de eXistenZ (este sí realmente agotado, a mi entender); que una obra maestra como Un método peligroso no es más que —horror— «una incursión en el academicismo» (¡); que un film tan áspero como Cosmópolis tan solo es una «mera» adaptación de la novela de Don DeLillo (¡como si eso fuera tan fácil!); o que, ahora, Maps to the Stars no es más que un «film-para-festivales». Nada más lejos de la realidad. 


Al igual que las películas no-fantásticas que ha hecho en estos últimos años, Maps to the Stars es una nueva y contundente demostración de que, al contrario a lo que se afirma tan alegremente, David Cronenberg sigue siendo el mismo de siempre. Ha cambiado el método, pero no el estilo; la forma, pero no el fondo; el tono, pero no el sentido. Desde este punto de vista, Maps to the Stars vuelve a ser otra exploración «orgánica» del lado oscuro del ser humano tan virulenta como pudiera serlo Videodrome (ídem, 1983), con la diferencia (muy relativa en el caso de un cineasta como Cronenberg) de que, ahora, esa digresión está mostrada de manera implícita en vez de explícita. Con el paso de los años, Cronenberg ha depurado su cine; y cuando hablo de depuración, no me refiero a perfeccionamiento (muchas de sus grandes películas fantásticas ya eran, en cierto sentido, «perfectas»), sino a una reducción a lo esencial de las obsesiones temáticas y estilísticas que le han conferido su personalidad única y diferenciada.


Los personajes que pueblan esta agresiva e hiriente, gélida y sarcástica exploración de las debilidades humanas encajan perfectamente con el acervo del director canadiense: una actriz de Hollywood en decadencia porque se está haciendo «mayor» (Havana: Julianne Moore); una chica con el cuerpo parcialmente cubierto de quemaduras que acaba de salir de un centro psiquiátrico y se alquila como ayudante de la anterior (Agatha: Mia Wasikowska); un conductor de limusinas que sueña con hacer carrera en Hollywood como actor y guionista (Jerome: Robert Pattinson); una antigua estrella infantil/juvenil de cine y televisión cuya carrera está a punto de irse a pique por culpa de su adicción a las drogas (Benjie: Evan Bird); y sus padres, un psiquiatra famoso que sale en televisión y practica una curiosa terapia psicomotriz a clientes como Havana (el Dr. Weiss: John Cusack), y una mujer que se ha dedicado en cuerpo y alma a supervisar la carrera de su hijo (Christina: Olivia Williams). Todos ellos son, en cierto sentido, «monstruos» cuyo retorcimiento nace de su interior enfermo, de sus miedos y dudas, su maldad y su egoísmo.


La obsesión por el éxito, traumas y heridas del pasado, relaciones incestuosas y un nihilista sentido de la existencia que desemboca en la destrucción y la muerte llenan las líneas maestras de una película que ha sido «vendida» como una nueva y feroz diatriba contra Hollywood en la línea, pongamos por caso, de El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, 1950, Billy Wilder), Cautivos del mal (The Bad and the Beautiful, 1952, Vincente Minnelli) o El juego de Hollywood (The Player, 1992, Robert Altman). Ello es relativamente cierto, pues si bien es verdad que el film de Cronenberg ofrece una mirada dura y desencantada sobre la así llamada Meca del Cine, no lo es menos que lo que termina subyaciendo es esa mirada tan típica de Cronenberg sobre las relaciones humanas, contempladas de una manera cruda y visceral. Maps to the Stars no es una película sobre Hollywood en sentido estricto, por más que el hecho de que se trate del primer film que Cronenberg rueda en los Estados Unidos puede interpretarse a modo de simbólica venganza, o si se prefiere, de mordaz chascarrillo por parte de un cineasta que jamás ha terminado de integrarse en el Sistema cinematográfico por excelencia. Más bien creo que el famoso distrito angelino está tomado como referente de urbe gigantesca fría y deshumanizada, en cierto sentido una especie de versión corregida y aumentada del gélido edificio de apartamentos donde transcurría la acción de Vinieron de dentro de...


He mencionado la temática del incesto. Los padres de Benji, el Dr. Weiss y Christina, son hermanos; se dice de ellos que descubrieron esa condición años después de haberse casado pero, en la práctica, el hecho de que Agatha y Benji también sean hermanos, y que cuando eran niños celebraron una «boda secreta» que degeneró en el incendio provocado por Agatha en el curso del cual ella sufrió las quemaduras que la marcan desde entonces, introduce ese matiz «orgánico» tan del gusto de su autor: Agatha y Benji parecen condenados a repetir la «maldición» de sus padres no tanto como consecuencia del amor prohibido que hay entre ellos como, sobre todo, a causa de una cierta «herencia genética». Relación maldita que el subversivo Cronenberg observa de manera inesperadamente poética, en virtud de una serie de detalles que contribuyen a crear una determinada atmósfera a su alrededor: es el caso del bello plano de presentación de Agatha en el autobús que la lleva a Los Ángeles, que combina un travelling a través de los asientos de los pasajeros el cual confiere a la secuencia una atmósfera sensual; la camiseta rota de Agatha, en cuya espalda luce dos agujeros a la altura de los homoplatos, es decir, justo en el lugar donde podrían estar unas hipotéticas alas angelicales (algunos críticos —como, por ejemplo, Cody Lang, en su reseña publicada en la web Intercut Film Magazine (www.intercut.net) el 6 de octubre de 2014— se han referido al personaje de Agatha llamándola «ángel de la muerte» o «ángel de destrucción»); la lectura del poema «Libertad», de Paul Éluard, que sirve de punto de relación y reencuentro de los dos hermanos separados; el ritual mortífero que les vincula a ambos y con el cual concluye el relato...


No es el único lazo de sangre que se encuentra muy presente en la acción del film: a Havana le han ofrecido la posibilidad de protagonizar un remake de una película que su propia madre, la también estrella de Hollywood Clarice Taggart (Sara Gadon), ya fallecida, protagonizó en el pasado; pero, desde entonces, el fantasma de Clarice se aparece periódicamente ante Havana (o bien ella cree que se le aparece, pues eso nunca se aclara), atormentándola por esa decisión. Hay que insistir rápidamente que, a pesar de la presencia en el relato del fantasma de Clarice, o el de la niña del hospital (Cammy: Kiara Glasco) que se le aparece a su vez a Benji, Maps to the Stars no es un film fantastique, por más que tampoco sea una obra «realista» en el sentido más estricto de la expresión.


Maps to the Stars es una fábula cruel sobre Hollywood, cierto, pero principalmente y de manera no excluyente, en una fábula cruel sobre la naturaleza humana que Cronenberg, más despiadado que nunca con sus (repugnantes) personajes, muestra con un lenguaje asimismo desnudo y directo, donde, como es habitual en él, la experimentación visual y narrativa asoma su rostro con una aparente facilidad que debería hacer enrojecer de envidia (y quizá lo hace...) a todos aquellos que consideran que ya-está-acabado. En voz baja y sin hacer ruido, Cronenberg lleva a cabo aquí un interesantísimo empleo del plano/contraplano para expresar el grado total de separación y de aislamiento absoluto que separa a los personajes, hasta el punto de construir secuencias enteras en las que los personajes no comparten encuadre alguno, yendo cada uno a lo suyo, incapaces no ya de simpatizar sino ni tan siquiera de conversar racionalmente con los demás.


Un ejemplo extraordinario es la secuencia de la reunión de Benji y su madre Christina con los ejecutivos del estudio, que Cronenberg planifica en base a secos planos medios de los personajes sin que les veamos jamás compartiendo el encuadre: la incomunicación es total; su egoísmo, absoluto; sus intereses, egocéntricos. Otros momentos los hallamos, primero, en las escenas en las que Havana ve o cree ver al fantasma de su madre Clarice, en las cuales Cronenberg juega ambiguamente con el punto de vista para expresar no tanto la fragilidad mental de Havana como el traumático recuerdo que su progenitora le dejó durante su infancia; o ese otro instante, más áspero, consistente en la sangrienta resolución del conflicto que se produce entre Havana y Agatha, asimismo planificada en un plano/contraplano escueto y casi mecánico, como «mecánicos» son, en no poca medida, los sentimientos de los personajes. Un plano/contraplano que, empero, se «rompe» cuando esos personajes entran en relación directa, física, entre sí, pero haciéndolo entonces tan solo movidos por un impulso o un deseo egoístas: véase la manera como Cronenberg relaciona a Benji con su colega Sterl (Jonathan Watton) y las dos chicas que les acompañan mientras beben, y cómo la «ruptura» del plano/contraplano se corresponde con el interés de Benji de acercarse al primero (que puede proporcionarle drogas) y a las segundas (a fin de tirárselas); o cómo resuelve la escena en la que, confundiéndolo en su mente desquiciada con el «fantasma» de Cammy, Benji estrangula y casi mata a Roy (Sean G. Robertson), el pequeño coprotagonista de su nuevo film; o el plano/contraplano que muestra la seducción de Jerome por parte de Havana, y que concluye, coherentemente, con el único momento en el que ambos comparten el encuadre: mientras copulan en la parte trasera de la limusina.


(2) http://elcineseguntfv.blogspot.com.es/2012/10/cosmopolis-de-david-cronenberg.html