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martes, 30 de abril de 2013

Los superhéroes van al psiquiatra (a propósito de “IRON MAN 3”)



[NOTA BENE: Las presentes líneas no pretenden ser un comentario crítico sobre “Iron Man 3” abordada en su totalidad (publico una crítica sobre este film en el núm. 433 de “Dirigido por…” correspondiente al mes de mayo), sino una digresión sobre un aspecto concreto de la misma.] El reciente estreno de Iron Man 3 (ídem, 2013, Shane Black) ha permitido comprobar por enésima vez que las franquicias hollywoodienses en general, y las de superhéroes en particular, obedecen a un determinado patrón narrativo preestablecido. Esto que digo no es nada nuevo, hace muchos años que viene repitiéndose y analizándose con frecuencia, pero no por ello deja de resultar llamativo sobre todo cuando se dan casos como el de la película de Shane Black, de la cual se ha destacado por encima de todo su “originalidad” (sic) con respecto a sus predecesoras dentro de su propia franquicia, Iron Man (ídem, 2008) y Iron Man 2 (ídem, 2010), ambas de Jon Favreau, cuando a poco que se contemple con un mínimo de detenimiento no se tarda en descubrir que Iron Man 3 es una “tercera parte” que cumple con prácticamente todos los requisitos “obligatorios” en muchas “terceras partes” de su estilo, y que ese carácter de “tercera parte” se hace particularmente evidente en el contexto maniqueísta de la mayoría de adaptaciones al cine de cómics de superhéroes, tanto da que sean de Marvel o D.C. Comics: una determinada corriente temática las hermana. Me refiero al hecho de que las “terceras partes” de cualquier franquicia de Hollywood acostumbran a ser replanteamientos de lo ya mostrado en la “primera entrega” de la saga o serie, dígase como se quiera, pero bajo la perspectiva de una determinada reflexión hecha desde el presente sobre hechos relacionados con el pasado de los personajes protagonistas o con los acontecimientos narrados, asimismo, en esa “primera entrega”.


Téngase en cuenta, antes de continuar, que cuando hablamos de primeras, segundas o terceras entregas, capítulos, episodios o partes de una franquicia, saga o serie, estamos usando —deliberadamente— el lenguaje convencional preestablecido por Hollywood para referirse a un fenómeno que no es sino una estandarización de algo que, en realidad, es tan antiguo no ya como el propio cine, sino como el arte en general: la producción de continuaciones de éxitos precedentes, las cuales se llevan a cabo porque generan un negocio lucrativo; en realidad, y salvo honrosas excepciones, no existe ni jamás ha existido la más mínima “obligación” de hacer continuaciones de una película de éxito, salvo por la posibilidad de seguir explotando un filón, bien sea en forma de secuelas (continuaciones en sentido estricto), “precuelas” (secuelas, o mejor dicho, “presecuelas” que se remontan a los hechos supuestamente acontecidos antes de la trama del film originario) o spin-offs (derivaciones de las películas originarias centrándose por lo general en otros personajes o aspectos de la trama, de nuevo, del film matriz; por ejemplo, y sin salirnos del ámbito “superheroico”, Elektra, ídem, 2005, Rob Bowman, con respecto a Daredevil, ídem, 2003, Mark Steven Johnson). Ello es así con absoluta independencia de que la “parte”, “entrega”, “episodio” o “capítulo” resultantes, sea secuela, “precuela” o spin-off, pueda resultar artísticamente relevante: aseverar la nulidad de una película por el mero hecho de su pertenencia a una franquicia, y a la inversa, presuponerle valores meritorios por el mero hecho de dicha pertenencia, es en ambos un prejuicio. El ejemplo paradigmático que suele citarse casi siempre que sale a colación esta cuestión se titula El Padrino II (The Godfather, Part II, 1974, Francis Ford Coppola).


Decía que Iron Man 3 hace honor a su condición de “tercera parte” —o de “cuarta parte”, o de “parte 3 punto 2”, o de “parte 3 bis”, si tenemos en cuenta que su acción no prosigue tal y como quedó al final Iron Man 2, sino que retoma al superhéroe de la armadura en el punto en que quedó en Los Vengadores (The Avengers, 2012, Joss Whedon)— llevando a cabo un planteamiento muy típico de toda “película 3” que se precie, consistente en un retorno a los orígenes del personaje protagonista, una especie de borrón y cuenta nueva que viene a erigirse en una digresión sobre el pasado, el presente y el hipotético futuro del multimillonario exfabricante de armas Tony Stark, alias Iron Man (Robert Downey Jr.). Planteamiento que, como digo, no tiene nada de novedoso, y que incluso llegó a ser enunciado de una forma muy diáfana por Coppola, again, cuando abordó en su momento la realización de El Padrino III (The Godfather, Part III, 1990) definiéndola como la entrega A’ de una serie previamente formada por A (El Padrino) y B (El Padrino II). En este sentido, Iron Man 3 presenta a un “nuevo” villano directamente extraído del acervo de los cómics del personaje, El Mandarín (Ben Kingsley), pero que en el film está presentado como un súper terrorista modelo Al Qaeda que no puede menos que recordarnos a los terroristas afganos en cuya cueva “nacía” el primer Iron Man. Más allá de este hecho anecdótico —y que, como ya sabrán quienes hayan visto la película, tiene su miga: no voy a revelar spoilers—, Iron Man 3 propone ese “retorno a los orígenes” al que me refería a partir de una destrucción radical de la lujosa vivienda del protagonista junto al mar, y con ella su sofisticadísimo laboratorio de diseño y construcción de armaduras, obligándole literalmente a empezar de cero: en primer lugar, Stark es dado por muerto, lo cual le forzará a “resucitar”; luego, su nueva armadura es defectuosa (se trata de un prototipo no perfeccionado), de ahí que en esta ocasión el personaje tenga que jugarse el cuello en no pocas ocasiones sin contar con la inestimable ayuda de su famosa coraza multiusos; a mayor ahondamiento, el tormento del superhéroe está aquí condimentado por noches de insomnio y ataques de ansiedad, reflejo de su turbulento estado interior; huelga añadir que, al final, acabará triunfando sobre los villanos, mas lo importante no es tanto eso como el gesto de reafirmación que esa victoria supone: en las escenas finales, Stark lleva a cabo una serie de reflexiones en off y concluye: “Soy Iron Man”.


Esta afirmación supone el punto culminante del proceso de auto-reconocimiento del protagonista de Iron Man 3, quien tras haber sufrido un calvario que ha puesto en cuestionamiento todo “su mundo” (su casa, su novia, su credibilidad, su propia vida), acaba llegando a la conclusión que no solo “es” Tony Stark, sino que además “es” Iron Man. Es un planteamiento dramático, como digo, muy típico de las “terceras partes”; sin ir más lejos, se daba ya en la asimismo mencionada El Padrino III en materia de retorno a los orígenes —el viaje a Sicilia, donde-todo-empezó— y reafirmación de la propia personalidad —Michael Corleone (Al Pacino) envejece, y muere, como lo hizo su padre, el patriarca fundador del imperio familiar Don Vito (Marlon Brando)—, y si bien, al contrario que en Iron Man 3, no se decía en voz alta, Michael Corleone también acababa llegando a la conclusión de que ya no podía dar marcha atrás y dejar de ser lo que siempre había sido —el “padrino”—, por más que en esta ocasión la conclusión fuera, por descontado, trágica y shakespeariana, no triunfalista como la de Iron Man 3.


Valoraciones sobre la película aparte, Iron Man 3 reincide, como digo, en un tipo de construcción narrativa característico de la típica “tercera parte” que se ha dado con frecuencia dentro del cine basado en superhéroes del cómic. Si, en cierto sentido, aquí Tony Stark se enfrenta a su mímesis, que no es sino Aldrich Killian (Guy Pearce), una especie de versión en negativo de sí mismo, o mejor dicho, alguien que ahora es en lo que Stark pudo haberse convertido —un megalómano egocéntrico y convencido de su superioridad sobre los demás— de no haber mediado su transformación en Iron Man, algo parecido ocurría en Superman III (ídem, 1983), la “tercera parte” de la franquicia sobre el Hombre de Acero, en la cual Superman (Christopher Reeve) se enfrentaba, literalmente, a una versión perversa de sí mismo como consecuencia del inesperado “efecto Jekyll & Hyde” de un fragmento de kryptonita adulterada. Desde luego que la idea era en el fondo tan pedestre como toda la película de Richard Lester en su conjunto, pero daba pie, inesperadamente, a una curiosísima digresión sobre la naturaleza dual, humana y divina, del superhéroe venido de Krypton, que se materializaba, además, en la mejor secuencia del film: aquélla en la que un Superman “degenerado”, malvado, se enfrenta contra la versión “pura”, bondadosa, de sí mismo, esta última bajo los rasgos no de Superman sino de su alter ego humano, Clark Kent, en el escenario de un cementerio de coches. En el clímax de la secuencia, Clark Kent, el hombre, acababa destruyendo al Superman malvado, el dios, gracias a lo cual el primero volvía a ser el Superman heroico de siempre. O sea, ante la disyuntiva de ser un tirano semidivino o un ser humano con principios, el último hijo de Krypton acababa asumiendo esto último previa aniquilación de su oculto lado perverso: ese que, en el supuesto de ser liberado, le permitiría someter al planeta entero a su entera voluntad. Dicho de otra manera, Superman decide “ser” un (súper) hombre y no un dios, en un acto de reafirmación no muy alejado del “soy Iron Man” que cierra Iron Man 3.


Como acabamos de ver, la idea esbozada en Superman III, junto con la mecánica general de las “terceras partes”, ha influido parcialmente en Iron Man 3, pero esta no fue la única. Antes de ella estuvo Spider-Man 3 (ídem, 2007), en la que Sam Raimi planteaba un enfrentamiento maniqueo del superhéroe arácnido contra el “lado oscuro” de sí mismo, en este caso como consecuencia de la influencia de una negruzca substancia extraterrestre que convierte a Peter Parker, alias El Hombre Araña (Tobey Maguire), en una versión en negativo de sí mismo, y como paso previo al posterior “nacimiento” del villano Venom. De este modo, se corregía y ampliaba una idea ya apuntada en la anterior entrega de la serie asimismo firmada por Raimi, la muy superior Spider-Man 2 (ídem, 2004): que Peter Parker quiere recuperar su vida cotidiana y dejar atrás su etapa como lanzador de redes. Pero, al contrario de lo que ocurría en Superman III, en la cual el ver a Clark Kent / Superman enfrentado consigo mismo cual titánicas versiones del Dr. Jekyll y Mr. Hyde era el momento más llamativo de la película de Lester, en Spider-Man 3 las escenas de Parker convertido en una versión “negra” de sí mismo, cual macarra de discoteca, eran para cerrar los ojos… de pura vergüenza ajena.


Sin embargo, mucho antes de que llegaran Spider-Man 3 y Iron Man 3, la misma idea de la reafirmación del superhéroe atormentado por problemas derivados de su dura doble vida aparecía, con escasas variaciones, en Batman Forever (ídem, 1995), primera de las dos desdichadas incursiones de Joel Schumacher en el universo del superhéroe creado por Bob Kane y “tercera parte” de la franquicia sobre el Hombre Murciélago inicialmente empezada por Tim Burton, que pese a su mediocridad atesoraba siquiera a nivel de guión un concepto interesante, por más que mal desarrollado: la posibilidad de que Bruce Wayne, alias Batman (Val Kilmer), acabe superando el famoso trauma infantil del asesinato de sus padres, el mismo que le impelió a convertirse en el Señor de la Noche, y al final decida por propia voluntad continuar asumiendo su esquizofrénica lucha contra el crimen; “Ahora soy Batman porque elijo serlo”, afirmaba, poco más o menos, tras haber vencido a sus enemigos. Se insinuaba, incluso —por más que, insisto, sin sacarle jugo—, que Wayne es alguien que podía requerir atención psiquiátrica: a fin de cuentas, ¿qué ve el protagonista, en las manchas del famoso test de Rorschach que decoran el despacho de la Dra. Chase Meridian (Nicole Kidman), sino… un murciélago?  
 

Un nuevo acto de reafirmación se encontraba esbozado en otro film sobre el mismo personaje que, si bien es la sexta entrega de la franquicia, es desde otro punto de vista la “tercera parte” de lo que ya se conoce como la trilogía del caballero oscuro. Me refiero, naturalmente, a El caballero oscuro: La leyenda renace (The Dark Knight Rises, 2012, Christopher Nolan), sobre la que ya hablé más extensamente en el momento de su estreno (1), donde se ofrece una variante sobre ese planteamiento, en virtud del cual aquí Bruce Wayne (Christian Bale) sueña con algo con lo que ya especulaba en la anterior El caballero oscuro (The Dark Knight, 2008, Nolan), es decir, dejar de ser Batman y que alguien ocupe su lugar en esa lucha contra el crimen que tan solo le ha proporcionado dolor, penalidades y un cuerpo lleno de golpes y cicatrices, las mismas que en La leyenda renace casi le han convertido en un inválido prematuramente envejecido; y, si bien en la vibrante escena final parece ser que alguien por fin va a recoger su testigo —el joven e idealista agente de policía John (Robin) Blake (Joseph Gordon-Levitt)—, no es menos cierto que, hasta que ese relevo no se atisba, un Wayne dolorido en cuerpo y alma se ve obligado a regresar a Gotham City para poner orden porque, a fin de cuentas, él “es” Batman. ¿Nos apostamos algo a que las futuras “terceras partes” de las aventuras de los X-Men, Lobezno, Superman, el Capitán América, Spiderman, Thor, Hulk o Los 4 Fantásticos que actualmente se están cociendo a fuego lento acabarán planteando las dudas existenciales de todos estos Prodigios y su deseo de colgar, dependiendo del caso, las zarpas, la capa, el escudo, las telarañas o el martillo, para vivir una vida “normal”, antes de darse cuenta de que han nacido para “ser” lo que son? 

(1) http://elcineseguntfv.blogspot.com.es/2012/07/la-caida-y-el-regreso-del-murcielago-el.html

sábado, 27 de abril de 2013

El hombre marcado: “LA CAZA”, de THOMAS VINTERBERG



[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] No es la primera vez que el realizador danés Thomas Vinterberg ha hecho gala de su interés, gusto o inclinación (táchese lo que no proceda) hacia el dibujo hostil de la sociedad contemporánea: recuérdese, sin ir más lejos, la película del fútil movimiento Dogma95 que cimentó su prestigio, Celebración (Festen, 1998), la cual giraba en torno a las dramáticas consecuencias de un aniversario de boda sacudido por el exceso de ventilación de trapos sucios de una familia durante el curso de esa velada, y que puede verse como un precedente siquiera parcial de la primera mitad de Melancolía (Melancholia, 2011), de Lars von Trier (1); su extraña It’s All About Love (2003), la historia de amor crepuscular de una joven pareja al borde del divorcio…, con el fin del mundo como telón de fondo; su interesante Querida Wendy (Dear Wendy, 2004), en torno a la pasión enfermiza por las armas de fuego de un grupo de muchachos; o su melodramática, si bien fallida, Submarino (ídem, 2010), en torno a dos hermanos cuya tendencia a la autodestrucción arranca desde la muerte accidental de su hermano más pequeño, apenas un recién nacido (2); nada puedo opinar en torno a la comedia Cuando un hombre vuelve a casa (En mand kommer hjem, 2007), dado que no la he visto, si bien su planteamiento argumental también parece girar, como las anteriores, en torno a conflictivas relaciones de familia con el fondo de un ácido retrato social.


Muchos de esos conceptos reaparecen en el más reciente film de Vinterberg, La caza (Jagten, 2012), el cual, como Celebración y Submarino, vuelve a arrojar una mirada cruel sobre determinados hábitos sociales y el concepto estándar de relaciones familiares, en este caso a través de la historia de Lucas (un magnífico Mads Mikkelsen), un profesor de párvulos separado y padre de un hijo adolescente, Marcus (Lasse Fogelstrom), al cual solo puede ver en-fines-de-semana-alternos, vive con la única compañía de su perrita y cuya existencia deviene un infierno a partir del momento en que una de sus alumnas, la pequeña de 5 años Klara (Annika Wedderkopp), que además es la hija menor de uno de sus mejores amigos, Theo (Thomas Bo Larsen), insinúa que Lucas ha podido cometer algún tipo de abuso sexual sobre su persona. La credibilidad del protagonista, no ya como docente sino incluso como ser humano, se hace añicos por culpa de las gravísimas sombras de sospecha que se abaten sobre él desde todos los ángulos (la escuela, los amigos, el pueblo donde vive), del mismo modo que, salvando las distancias, la confesión del protagonista de Celebración en mitad de la fiesta de aniversario de boda de sus padres destrozaba la respetabilidad de todo su núcleo familiar, o el traumático sentimiento de culpa que arrastran desde su infancia los hermanos protagonistas de Submarino ha condicionado la totalidad de su existencia. Pero también reaparece, en parte, la fascinación por las armas de fuego de Querida Wendy, si bien aquí relacionándola con el dibujo social que se propone de fondo: Lucas y sus amigos forman parte de un club de caza, y periódicamente quedan para cazar venados; uno de los miembros del grupo es Bruun (Lars Ranthe), el único amigo de Lucas que en los peores momentos sigue creyendo en su inocencia y padrino de su hijo Marcus, a quien en las escenas finales regala un rifle de caza que certifica ante los demás el momento en que “el niño” pasa a ser oficialmente “un hombre”.


Thomas Vinterberg, autor del guión junto con Tobias Lindholm (su coguionista en Submarino), pone mucho cuidado desde el principio en dejar bien claro que la “acusación” de la niña contra Lucas carece de fundamento alguno. Resulta excelente, en este sentido, la minuciosidad con que están construidas las secuencias anteriores al desencadenamiento del drama del protagonista, en las cuales vemos a Lucas mostrándose afectuoso y juguetón con los niños y niñas de los que se ocupa, y cómo el déficit de atención que arrastra la pequeña Klara —cuyos padres, Theo y su esposa Agnes (Anne Louise Hassing), discuten con frecuencia—, unido a una pequeña broma que le gastan sus hermanos mayores —le enseñan unas fotos pornográficas donde aparecen “pitos” erectos—, acaba desencadenando una confusión afectiva en la niña, propia de sus pocos años, con respecto a Lucas: la niña vuelca en este último el cariño que no recibe o cree no recibir de sus padres; Klara le regala (anónimamente) a Lucas un juguete en forma de corazón, pero intuyendo que ha sido la pequeña quien se lo ha obsequiado y siendo consciente de su situación familiar, Lucas rechaza el regalo; enfadada, la niña le dice a la directora de la escuela, Grethe (Susse Wold), que Lucas le ha enseñado “el pito” y que este “apuntaba hacia arriba” (sic). El efecto de esa inconsciente declaración será demoledor. Pero lo más interesante de La caza no reside, a mi entender, en el suspense que se crea alrededor de la situación de Lucas y el descubrir cómo logrará salir de la misma (por más que todo ello sea de por sí apasionante gracias a la fuerza que Vinterberg le imprime), sino —y, de nuevo, como en Celebración, pero corregido y aumentado— todo el corrosivo caudal de sugerencias sobre el modo de vida de la sociedad, o al menos de una parte de ella, que acaba saliendo a relucir a raíz de ese turbio asunto.


Dejando aparte el hecho de que la película apunta a otra idea de penosa actualidad estos días en nuestro país, la triste realidad de los así llamados “juicios paralelos”, y sin por ello pretender minorizar la gravedad de esta cuestión, lo que subyace en el fondo de La caza es el retrato terrible y sin concesiones de una sociedad que saca a la luz lo peor de sí misma apenas se produce una mínima sospecha ni tan siquiera confirmada de vulneración del orden establecido. No cuesta demasiado ver un obvio paralelismo en el hecho de que Lucas y sus amigos sean cazadores de venados y la “cacería” a la que el protagonista se ve sometido por sus semejantes sin permitirle que dé explicación alguna en su defensa: Lucas es y será para siempre una persona “marcada” por el signo de la ignominia y el prejuicio, como se encarga de perfilar la extraordinaria secuencia final. Pero lo más aterrador reside en la manera como Vinterberg dibuja con precisión un sistema social basado en ritos aparentemente “civilizados” y que, a poco que se rasque en su superficie, dejan al descubierto el poso de barbarie y de pasiones y sentimientos primitivos que ocultan; véase, sin ir más lejos, cómo la camaradería de los amigos y compañeros de cacería de Lucas, inicialmente dibujada a través de la participación del protagonista en salidas campestres, bromas y cenas acompañadas de canciones y regadas con alcohol, se hace literalmente añicos —con la única excepción de Bruun— tan pronto como se desencadena el drama, poniendo de relieve la fragilidad de todas esas apariencias. No se trata solo (que también) de la aguda reflexión que plantea el film en torno a la necesidad del ser humano de pertenecer a un grupo, sino de la pavorosa facilidad con la que una persona puede ser excluida no ya del grupo, sino del mundo entero, en virtud de prejuicios e ideas preconcebidas como la que asevera que los-niños-nunca-mienten (sic).


Otro acierto de esta magnífica película, que me parece la mejor de Vinterberg hasta la fecha o al menos la mejor de las que le conozco, reside en que, sin dejar de mostrar la condición de Lucas como víctima de una injusticia insoportable, no se olvida de dibujar los aspectos menos favorecedores de la psicología del protagonista. Lejos de ser alguien pasivo y que acepta con sumisión la asfixiante presión de su entorno, Lucas lucha por su dignidad y su autoestima. Pero, de la misma manera que la sociedad que le rodea saca a relucir sus aspectos más “animalescos” contra su persona, el protagonista se revuelve asimismo con fiereza cuando es llevado al extremo: véase, por ejemplo, la durísima secuencia del supermercado a donde Lucas acude intentando comprar, en la cual el personaje acaba respondiendo con la misma gratuita brutalidad de la cual ha sido objeto un momento antes. O cómo reacciona ante las dudas de su amante Nadja (Alexandra Rapaport), la cocinera que trabaja en su mismo colegio de párvulos y con la cual acaba de iniciar una relación amorosa, echándola de su casa. O ese momento extremo en que, con el rostro lleno de las cicatrices, Lucas se presenta en la iglesia del pueblo para la misa de Navidad, ceremonia de paz y reconciliación que —de nuevo, como en Celebración— deviene un doloroso ejercicio de hipocresía social en la cual aquello que se predica, el amor, la caridad, la piedad y la comprensión hacia los semejantes, brilla por su ausencia. Esta secuencia, tensa hasta decir basta, apunta asimismo una cuestión colateral que flota a lo largo del relato pero que aquí se hace un poco más evidente: la temática de la fe; más allá del hecho de que la comunidad retratada dé la espalda a Lucas —¿un nombre bíblico acaso por casualidad?—, demostrando que no creen verdaderamente en aquello de lo que presumen creer, además se contrapone la fe del protagonista, que se sabe inocente a los ojos de Dios, y la fe de Theo, a quien Lucas le reprocha precisamente su falta de fe en su amistad; el gesto posterior de Theo, visitando a Lucas en su casa y llevándole comida y bebida, tiene mucho de acto de contrición.


Resulta admirable la sobriedad con que Vinterberg muestra esta trama en el borde mismo del tremendismo, pero sin incurrir nunca en él, y ello gracias a una puesta en escena de corte naturalista: una mirada que observa sin intervenir y muestra sin interferir, descargando los mejores momentos en la captación de gestos que expresan mejor que mil palabras el fondo de dolor de lo narrado: la visita de Lucas a casa de Theo y Agnes para intentar explicarles lo ocurrido, y la airada reacción de la mujer; el momento en que Lucas asusta sin querer a su propio hijo Marcus, creyendo que se trata de alguien que intenta forzar la vivienda de su casa (un vecino airado: cualquier vecino airado); el injusto “castigo” que recibe Marcus en casa de los padres de Klara cuando intenta que la pequeña diga la verdad; Bruun descubriendo a Lucas en su jardín, cavando bajo la lluvia la tumba para su perrita… Ello no obsta para que no haya apuntes sofisticados en su labor, si bien tan sutiles que fácilmente pueden pasar desapercibidos, tal es el caso del plano general abierto que cierra la escena en la que el desesperado Lucas intenta hablar con Grethe en el jardín de la escuela (que expresa tanto la incomodidad de la mujer, quien rechaza hablar con Lucas porque teme las repercusiones legales que pueda sufrir si lo hace, como la distancia, física pero también emocional, que se ha abierto entre ambos personajes); o la soterrada tensión que flota en las ambiguas miradas que Lucas recibe, un año después de esos terribles hechos, cuando él, Nadja (reconciliada) y Marcus asisten a la partida de caza en la cual este último recibirá de manos de su padrino su primer rifle de caza…, y donde, poco después, el propio Lucas estará cerca de morir de un balazo nada accidental disparado por alguien que ni perdona ni olvida: tanto da, en este sentido, quién haya jalado el gatillo y quién sea la figura que, a contraluz, le mira y desaparece en medio del bosque: Lucas será para siempre un hombre marcado.

 
   
(2) Véase mi crítica publicada en Dirigido por…, núm. 404 (octubre 2010): http://elcineseguntfv.blogspot.com.es/2010/10/dirigido-por-octubre-2010-ya-la-venta.html

miércoles, 24 de abril de 2013

“IMÁGENES DE ACTUALIDAD”, MAYO 2013, ya a la venta


Una vez más, un título de la sección Primeras Fotos acapara la portada de Imágenes de Actualidad en su núm. 335, correspondiente al mes de mayo: Lobezno inmortal (The Wolverine, 2013), de James Mangold. Otras destacadas novedades que aparecen en esta misma sección son los avances de Elysium (2013), de Neil Blomkamp; Kick-Ass 2: Con un par (Kick-Ass 2, 2013), de Jeff Wadlow; Blue Jasmine (2013), de Woody Allen; y 2 Guns (2012), de Sebastian Kormákur.
El grueso del número lo ocupan los estrenos más destacados para el mes que viene, como son Fast & Furious 6 (ídem, 2013), de Justin Lin; R3sacón —¡menudo título!— (The Hangover Part III, 2013), de Todd Phillips, que se completa con una entrevista con uno de sus protagonistas, Bradley Cooper; El gran Gatsby (The Great Gatsby, 2013), de Baz Luhrmann; Objetivo: La Casa Blanca (Olympus Has Fallen, 2013), de Antoine Fuqua; Stoker (ídem, 2012), de Park Chan-wook, acompañado a su vez de una entrevista con una de sus protagonistas femeninas, Mia Wasikowska; The Lords of Salem (ídem, 2012), de Rob Zombie; Dead Man Down: La venganza del hombre muerto (Dead Man Down, 2013), de Niels Arden Oplev; Cruce de caminos (The Place Beyond the Pines, 2012), de Derek Cianfrance; Un amigo para Frank (Robot & Frank, 2012), de Jake Schreier; y La mula (2013), de Michael Radford, firmando como Anónimo como consecuencia de una serie de problemas legales. El número se completa con las secciones habituales: Además…; Críticas; Hollywood Boulevard y Hollywood Babilonia, de Álex Faúndez; Gran Vía y Se Rueda, de Boquerini; Ranking, de Josep Parera; Stars; Él dice, ella dice; Noticias; Zona Sin Límites, de Ángel Sala; Diccionario Fantástico, del Dr. Cyclops; ¿Sabías que…?, del profesor Moriarty; Libros, de José María Latorre; y BSO y DVD & Blu-ray, de Ruiz de Villalobos.
A partir de este mes, la revista incorpora una nueva sección: Videojuegos, escrita por Marc Roig, que llamará la atención sobre las principales novedades en este campo que estén más estrechamente vinculadas con el mundo del cine.
El propósito de buscar un Cult Movie que encajara de un modo u otro con la temática de la acción sobre ruedas que propone Fast & Furious 6 ha hecho que la elección haya recaído en un gran clásico: el famosísimo telefilm de Steven Spielberg El diablo sobre ruedas (Duel, 1971): “Como se ha dicho en infinidad de ocasiones, el apellido [del protagonista] Mann suena fonéticamente igual que «man», hombre en inglés. Acabamos de ver que su esposa le viene a reprochar que no se comportara como-un-hombre defendiendo su honorabilidad (defendiendo a su hembra). Dejando aparte el hecho fehaciente de que este apunte vuelve a demostrar, una vez más, que desde el principio de su carrera su autor no ha hecho otra cosa que mostrar matrimonios destrozados (y mal que les pese a quienes siguen insistiendo ciegamente en que Spielberg es el-defensor-de-la-familia-feliz), el realizador y Richard Matheson, virtual co-autor de este excelente telefilm, proponen una metafórica fábula sobre el proceso de recuperación de su virilidad (y autoestima) por parte de un hombre simbólicamente castrado. ¿Y qué mejor manera de recuperarla que enfrentándose a alguien que no es sino uno de las recurrentes representaciones de la masculinidad exacerbada, esto es, un camionero?”.
También he firmado la crítica de la interesante última película de Gus Van Sant, Tierra prometida (Promised Land, 2012).

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lunes, 22 de abril de 2013

“OZ, UN MUNDO DE FANTASÍA” – “POSESIÓN INFERNAL (EVIL DEAD)” – “MEMORIAS DE UN ZOMBIE ADOLESCENTE”



El origen del Mago: Oz, un mundo de fantasía (Oz the Great and Powerful, 2013), de Sam Raimi.- [ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Me ha decepcionado considerablemente este nuevo trabajo del firmante de Posesión infernal (la buena), quien en esta ocasión se ha limitado a orquestar con profesionalidad y poco más un espectáculo familiar que adopta una perspectiva muy habitual dentro de este tipo de producciones que intentan arrojar una mirada renovada sobre los así llamados clásicos de la literatura infantil y/o juvenil. Una opción al respecto es idear continuaciones o, si se prefiere, secuelas de los títulos originales, especulando más o menos libremente sobre qué-ocurrió-después, tal es el caso sin ir más lejos y sin salirnos del ámbito de la obra de L. Frank Baum de otra película de casi idéntico título español, el muy curioso y apreciable único largometraje dirigido por el genial montador y diseñador de sonido Walter Murch Oz, un mundo fantástico (Return to Oz, 1985). La otra opción es, como aquí, proponer una especulación sobre qué-ocurrió-antes, a modo de prólogo o de introducción imaginarios al relato primigenio (“precuela”, para los amigos de los “palabros”). De este modo, Oz, un mundo de fantasía no hace sino contarnos el origen del Mago de Oz, presentado inicialmente como un charlatán de feria asimismo llamado Oz (James Franco) que, por arte de birlibirloque, acaba yendo a parar al mágico país del mismo nombre para acabar terciando en una guerra de hechiceras encabezada por Glinda (Michelle Williams), “la buena”, y Evanora (Rachel Weisz) y Theadora (Mila Kunis), “las malas”, de la cual saldrá triunfante, of course, y acabará coronándose como el Mago de Oz hasta el fin de los tiempos.


Nada tiene de malo (ni de bueno) este planteamiento, tan adecuado como cualquier otro a la hora de hacer un buen film, y si alguien piensa que los así llamados “cuentos de hadas” no son importantes, peor para él. Lo que pesa en Oz, un mundo de fantasía es la excesiva dependencia de la película con respecto a la más famosa versión cinematográfica de la obra de Baum, la todo lo entrañable que se quiera pero bastante mediocre El Mago de Oz (The Wizard of Oz, 1939), firmada por Victor Fleming y en realidad dirigida parcialmente por este último junto con Richard Thorpe, King Vidor y Mervyn LeRoy (y George Cukor en calidad de asesor), de la cual el film de Raimi retoma la idea de filmar en blanco y negro y formato cuadrado las escenas iniciales de presentación del personaje de Oz —las mejores de la función, como ya ocurría en la versión de 1939, donde fueron realizadas por King Vidor—, para luego pasar al color y formato panorámico tan pronto como el protagonista llega a aquel fantástico país —el cambio de formato tampoco es algo novedoso: ya lo puso en práctica, p. e., Robert Redford en El hombre que susurraba a los caballos (The Horse Whisperer, 1998)—; así como la caracterización de Theadora tan pronto adopta la malvada forma de la Bruja del Oeste, idéntica a la de la actriz Margaret Hamilton en la versión de Fleming & Cia. El problema es que, más allá de estas servidumbres, acaso difíciles de soslayar en el contexto posmoderno del cine actual, la labor de Raimi tras las cámaras no resulta particularmente inspirada (ni especialmente defectuosa), limitándose a facturar con oficio un rutilante espectáculo que funciona mejor cuando el relato adopta un formato más “pequeño” e intimista —caso de las escenas de la Niña de Porcelana y la mencionada transformación de Theadora en un ser vil y grotesco (Antonio José Navarro dixit)— que cuando el formato “grande” se apropia de la pantalla (la mayor parte de sus larguísimos 130 minutos de duración). Puestos a ver un film “familiar” pero inventivo y rodado con ingenio, recomiendo preferentemente la visita al mundo de Jack el caza gigantes (Jack the Giant Slayer, 2013, Bryan Singer).  



Regreso a la cabaña del bosque: Posesión infernal (Evil Dead) (Evil Dead, 2013), de Fede Álvarez.- [ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Y seguimos con Raimi, ahora en calidad de productor de este remake de su famosísimo primer largometraje y que, con franqueza y a la vista del resultado, más le valdría habérselo ahorrado, a no ser que haya en el propósito de financiar esta nueva versión la soterrada (mala) intención de realzar las virtudes de su original, que no eran pocas. Posesión infernal, año 2013, parte a mi entender de un error de planteamiento que perjudica seriamente sus resultados, esto es, considerar que lo más notorio del primer Posesión infernal (The Evil Dead, 1981) era su para la época generosa exhibición de atrocidades gore, o dicho de otra manera, que-molaba-porque-había-mucha-sangre. Me parece un concepto muy pedestre, sobre todo porque de este modo se viene a dar la razón al espectador “viejo” que reniega de entrada de este tipo de producciones fantastiques alegando el mismo motivo en virtud del cual estas entusiasman al espectador “joven”: la mucha sangre que contienen. Eso, además, contribuye a alimentar todavía más ese burdo concepto de cine fantástico = cine sangriento, marcando todavía más la separación irreconciliable —y fomentada, a la hora de la verdad, por intereses puramente económicos: los mismos que hablan tanto de “cine para adolescentes” como de “cine para mujeres” o “cine para niños”— entre los adultos, o que se consideran como tales, quienes desprecian el género exclusivamente en función de esos “excesos”, y los jóvenes, o catalogados así, que lo abrazan en función de esa misma procacidad, por más que detrás de la misma no suela haber nada más que una provocación pueril, y a la postre, inofensiva. 


Puede alegarse, con razón, que los personajes del primer Posesión infernal tampoco eran un prodigio de complejidad, pero la gracia de este film consistía no solo en su exhibición de detalles gore, más irónica que otra cosa, sino también y por encima de todo en su atmósfera, la verdadera protagonista de un relato que asumía de entrada la condición de sus personajes como simples peleles en torno a los cuales construir un cuento de miedo “granguiñolesco” (y perdón por el nuevo “palabro”). Como se ha dicho con razón estos días, la sensación general que transmite Posesión infernal (2013) es que se toma demasiado en serio a sí misma, empezando por la necesidad de tener que darles a sus personajes (también peleles, aunque se esfuercen en no serlo) algo así como una “motivación”; en este caso, la reunión de amigos en la cabaña del bosque —Mia (Jane Levy), su hermano David (Shiloh Fernandez), Eric (Lou Taylor Pucci), Olivia (Jessica Lucas) y Natalie (Elizabeth Blackmore)— tiene como finalidad el acompañar y arropar a la primera de las mencionadas entre guiones en su enésimo intento de liberación de su adicción a las drogas, ayudándola a superar “el mono”. Tanto da que se haya planteado así como no, habida cuenta de que ni siquiera se intenta sacar algún provecho dramático de la condición de adicta a los estupefacientes de Mia; por ejemplo, proponiendo una distorsión del punto de vista subjetivo de esta última, de forma que se sugiriera que los demonios convocados por el Libro de los Muertos (que aquí se llama de otra manera: también da igual) no fueran sino reflejos de su propio y turbulento inconsciente de enferma. Pero está muy claro que el film no está para sutilidades de este tipo —eso ya lo planteó, muy bien, John Carpenter en su menospreciada Fantasmas de Marte (Ghosts of Mars, 2001), y casi nadie se lo agradeció—, y sí, en cambio, para —vuelvo a insistir: equivocadamente— limitarse a recoger la herencia “sangrienta” del original de Raimi, intentando corregirla-y-aumentarla, pero despreciando por completo la creación de nada parecido a una atmósfera. Ello no obsta para que haya algún momento bien planificado por el realizador uruguayo Fede Álvarez, más contento que un niño con zapatos nuevos en su rol de pleitesía a su maestro Raimi (como ya apuntó, de nuevo, Antonio José Navarro: la pelea de Eric y la poseída Olivia en el cuarto de baño), aunque al final las teóricas “innovaciones” de esta Posesión infernal —el (horrible) prólogo, y el renovado protagonismo que se le otorga aquí al pelele Mia— tan solo contribuyen al discreto aburrimiento que produce la función. Por favor, basta de remakes del cine de terror norteamericano de los 70-80 (La matanza de Texas, Viernes 13, Las colinas tienen ojos, Piraña, Noche de miedo); o que se los den tan solo a Rob Zombie y Zack Snyder.    
 


¡Quiero vivir!: Memorias de un zombie adolescente (Warm Bodies, 2013), de Jonathan Levine.- [ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Hay películas que parecen tener todos los números para que, antes siquiera de haberlas visto, podamos decir de cada una de ellas que era tan-mala-como-me-la-había-imaginado. Es el caso de este film escrito y dirigido por Jonathan Levine, basado a su vez en una novela de Isaac Marion —inicialmente publicada en España por Mondadori con el título de R y Julie; como suele ser usual, las más recientes ediciones llevan, como reclamo, el título español de la película a la cual ha dado pie—, y anunciado como un intento de aprovechamiento del filón de la tediosa saga fantástico-romántica-juvenil Crepúsculo, en la línea de la reciente y todavía más aburrida, que ya es decir, The Host (La huésped) (The Host, 2013, Andrew Niccol), esta última asimismo a partir de una obra de Stephenie Meyer. ¡Hasta la joven actriz australiana Teresa Palmer, que asume el principal papel femenino de Memorias de un zombie adolescente, se parece físicamente (pero en rubia y saludable…) a Kristen Stewart! Semejantes credenciales son, como mínimo, desmoralizadoras. A ello hay que añadir, desde un punto de vista estrictamente personal de quien esto suscribe, el escaso entusiasmo que por lo general me produce la temática zombi dentro del género fantástico, más allá de aportaciones puntuales (no todas) de George A. Romero, Zack Snyder y, sorprendentemente, el español Jorge Grau de No profanar el sueño de los muertos (1974) (y por no remontarnos a los lejanos tiempos de La legión de los hombres sin alma/ White Zombie, Victor Halperin, 1932, o de The Plague of the Zombies, 1966, John Gilling). De ahí la sorpresa, pequeña desde la perspectiva del equilibrio entre sus intenciones y sus resultados, pero grande bajo el punto de vista de sus “escalofriantes” antecedentes fílmicos, que acaba proporcionando, aún con todos sus defectos, Memorias de un zombie adolescente.


Debo empezar confesando que parte de mi (positiva) estupefacción ante este modesto pero a la postre agradable film se debe a mi desconocimiento previo de la labor del realizador Jonathan Levine, cuyos tres anteriores largometrajes —All the Boys Love Mandy Lane (2006; editada en España en formato doméstico como Seducción mortal), The Wackness (2008), y sobre todo 50/50 (2011)— gozan de cierta estima. Me parece plausible, habida cuenta de que muchos de los mejores aciertos de Memorias de un zombie adolescente se derivan principalmente de su labor de puesta en escena, por más que buena parte de la inesperada “chispa” que transmite el conjunto se deba a su planteamiento de guión (planteamiento, sobre todo, dado que como luego veremos su desarrollo, y a falta de haber leído el libro de Isaac Marion, no está exento de graves defectos). A diferencia del “cine de zombis” habitual, Memorias de un zombie adolescente tiene un planteamiento más cercano a las convenciones de la comedia que a las del cine de terror, pero sin alcanzar los tintes paródicos de El regreso de los muertos vivientes (The Return of the Living Dead, 1985, Dan O’Bannon) y sus secuelas —La divertida noche de los zombies (Return of the Living Dead II, 1988, Ken Wiederhorn), Mortal Zombie (Return of the Living Dead III, 1993, Brian Yuzna), Return of the Living Dead: Rave to the Grave (2005) y Return of the Living Dead: Necropolis (2005), estas dos últimas de Ellory Elkayem—, ni los de la famosa Zombies Party (Shaun of the Dead, 2004, Edgar Wright), por más que de esta última se recupera en parte uno de sus más logrados gags: esa escena en la que el protagonista, a quien conoceremos como R (Nicholas Hoult), le dice a la joven humana que ha tomado bajo su protección, Julie (Teresa Palmer), que camine “como una muerta” a fin de disimular su apetitosa presencia en medio de un numeroso grupo de muertos vivientes.   


Memorias de un zombie adolescente gira alrededor del proceso de “rehumanización” de R, un joven muerto viviente desde cuyo punto de vista —apuntalada sobre la voz en off, pues al principio nuestro zombi es, como todos, incapaz de hablar— se desarrolla el grueso del relato. La película se sostiene, básicamente, sobre una premisa de guion —cada vez que R y sus compañeros zombis comen cerebros humanos, absorben los recuerdos de sus víctimas: una dieta que, a medio plazo, les va “humanizando” de nuevo—, una convención propia de la comedia juvenil adolescente —R se enamora de alguien que-no-es-para-él: la humana Julie— y una idea que, esta sí, está en la línea del temible tono suavizador del cine basado en Stephenie Meyer: dentro de los zombis existe una variedad, esta maligna sin remisión, formada por los muertos vivientes degenerados hasta el esqueleto a los que conoceremos como “los huesudos” (sic), en la línea de la división maniquea entre vampiros “buenos” y “malos” de Crepúsculo, o la que se da en The Host (La huésped) entre invasores alienígenas “buenos” (Saoirse Ronan), “malos” (Diane Kruger) e “indiferentes” (todos los demás). Dicho de otra manera, Memorias de un zombie adolescente navega entre la comedia adolescente y el cine de terror, proponiendo de manera alternativa una parodia de ambos géneros (sobre todo, curiosamente, del primero), con resultados, a pesar de todo, como mínimo curiosos. Hay, como digo, algunos pegotes de guión que dañan considerablemente la solidez del conjunto, como la escena —típica de comedia adolescente norteamericana— en la que R y Julie prueban un deportivo descapotable por los alrededores del aeropuerto donde R tiene su refugio nocturno (un avión de pasajeros abandonado): no se entiende demasiado bien que la joven no aproveche antes ese veloz vehículo que tiene a mano para intentar escapar, como luego sí hace; o ese otro momento en que la acción da un “salto”, sin aclarar cómo Grigio, el padre de Julie y líder de los supervivientes humanos en guerra contra los zombis, logra librarse de Nora (Analeigh Tipton), la amiga de Julie, que le está apuntando a la cabeza con una pistola (cabe preguntarse, asimismo, qué caray hace John Malkovich, intérprete de Grigio, haciendo un papel tan esquemático). 


Pero, a cambio, Memorias de un zombie adolescente ofrece detalles divertidos y pequeños momentos que elevan el interés de la función: el contrapunto irónico de algunos de los pensamientos en off de R, como cuando le vemos salir del aeropuerto “para comer” acompañado de otros zombis (“¡Mira que somos lentos!”), o intentando no poner “cara de zombi” con tal de no asustar más a Julie (“¡No des miedo, no des miedo!”); hay que añadir que el personaje se beneficia enormemente de la excelente interpretación que del mismo lleva a cabo Nicholas Hoult; esa escena en la que R recuerda la época, antes de la plaga zombi, en la que los componentes de la raza humana se relacionaban cálidamente entre sí…, y su comentario cae sobre un irónico plano/flashback de los transeúntes del aeropuerto consultando sus teléfonos móviles y similares, completamente ajenos a su prójimo; ese instante en el cual se parodia la célebre escena del balcón del Romeo y Julieta de Shakespeare, en un guiño obvio pero por lo demás nada cargante y bien dosificado. Llama la atención, también positivamente, la utilización de la música dentro del relato: el proceso de “rehumanización” de R pasa en parte por el extraño gusto del joven muerto viviente de escuchar viejos discos de vinilo en su refugio; hay un momento inesperadamente logrado al respecto: R pone música para animar a Julie; a continuación, Jonathan Levine inserta un plano general nocturno del avión de pasajeros donde los protagonistas están escondidos, sobre el cual se oye, atenuada, la música que sale del tocadiscos, a modo de recordatorio del peligro que acecha a la muchacha, caso de que esa música sea oída por los hambrientos compañeros de R; pero hay otro instante en el que el empleo de la música da pie a otro buen momento: Julie y su amiga Nora deciden maquillar a R para que su presencia pase inadvertida entre los seres humanos de su campamento; mientras lo hacen, de fondo musical se oye la famosa canción de Roy Orbison Oh, Pretty Woman, enormemente popularizada —y, desde entonces, estrechamente vinculada a la comedia americana de estos últimos años— a raíz del éxito de Pretty Woman (ídem, 1990, Garry Marshall); pero hete aquí que la canción de Orbison no forma parte de la banda sonora de Memorias de un zombie adolescente, por más que al principio así lo parece…, sino que en realidad es un disco que suena “diegéticamente”, puesto en marcha por Nora para ambientar el proceso de camuflaje de R, hasta que Julie le obliga a quitarlo.

jueves, 18 de abril de 2013

El estilo y la trascendencia: “TO THE WONDER”, de TERRENCE MALICK



[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Cuando Paul Schrader hablaba de “estilo trascendental” en su famoso ensayo sobre Carl Theodor Dreyer, Robert Bresson y Yasuhiro Ozu, se refería básicamente al hecho de que estos realizadores eran capaces de reducir el lenguaje del cine a un grado máximo de esencialidad y, a pesar de ello (o precisamente gracias a ello), alcanzar resultados fílmicos de tan excepcional pureza que iban más allá de lo empírico y se situaban en un plano incluso espiritual. El cine de Terrence Malick está dominado, asimismo, por un anhelo de trascendencia, de tal manera que, cuando ha narrado la historia de una pareja de adolescentes perseguidos por la justicia —Malas tierras (Badlands, 1973)—, o ha evocado la América rural durante la Depresión —Días del cielo (Days of Heaven, 1978)—, la Guerra del Pacífico —La delgada línea roja (The Thin Red Line, 1998)—, y los primeros días de la conquista de América —El nuevo mundo (The New World, 2005)—, o se ha inspirado en sus propios recuerdos de infancia —El árbol de la vida (The Tree of Life, 2011)—, lo ha hecho siempre con el propósito (o la pretensión) de contar algo más. Según la definición académica, ¿qué es la trascendencia, en filosofía —materia en la cual Malick, recordemos, se licenció summa cum laude en la Universidad de Harvard—, sino aquello que está más allá de los límites naturales y desligado de ellos? Desde este punto de vista, Malas tierras sería, también, la poética evocación de una pareja de amantes malditos cuyo amor intenta superar las limitaciones del mundo que les rodea; Días del cielo, una digresión melancólica sobre una época pasada reconstruida minuciosamente en forma exterior y esencia interior; La delgada línea roja, una visión del espíritu humano cuando se enfrenta a la experiencia vital extrema que es la guerra; El nuevo mundo, una mirada sublimada sobre la primitiva América que todavía conservaba sus esencias primordiales; y El árbol de la vida, una panorámica espiritual sobre la existencia por medio del paralelismo entre los orígenes cósmicos de nuestro planeta y el quehacer cotidiano de una familia norteamericana de clase media de los años cincuenta.


Al igual que El árbol de la vida, To the Wonder (ídem, 2012) parece ser que se inspira en parte en vivencias personales de su director, quien entre 1985 y 1998 estuvo casado con la francesa Michelle Morette, y el mismo año en que se divorciaron se reencontró y unió a una antigua compañera de estudios, Alexandra Wallace, su pareja en la actualidad. Lo que cuenta la película guarda similitudes con lo explicado, si bien su argumento es extremadamente sencillo, simple incluso. Un hombre y una mujer se enamoran. Él, Neil (Ben Affleck), es norteamericano. Ella, Marina (Olga Kurylenko), es rusa, y la joven madre soltera de una niña de diez años, Tatiana (Tatiana Chiline). Se conocen en Francia: pasean por París, y visitan el castillo de Saint-Michel. Luego se marchan los tres a vivir a los Estados Unidos, a la casa que él tiene en una ciudad de provincias de Oklahoma. Al principio todo marcha bien. Se aman, juegan, son felices. Más tarde, las cosas se tuercen. Empiezan las discusiones, las broncas. El visado de Marina caduca. Infelices y decepcionadas, ella y su hija regresan a París, y dejan a Neil desolado. Pasa el tiempo. Neil conoce a otra mujer, Jane (Rachel McAdams). Vive sola y tuvo una niña que murió. Se enamoran. Nuevo ciclo de felicidad y fracaso: la relación fructifica y se consolida, pero todo vuelve a salir mal, se renuevan los encontronazos y Neil acaba de nuevo solo. Mientras tanto Marina, harta de París, harta de la soledad (su hija se ha ido a vivir con su padre), quiere regresar a los Estados Unidos. Neil accede a casarse con ella para facilitarle el visado. Vuelven a estar juntos. Vuelve a brotar el amor. Vuelve la felicidad, pero seguida también la insatisfacción, las peleas, el fracaso. Marina tiene una aventura con un amante ocasional (Charles Baker). De nada sirve: ella y Neil vuelven a separarse, en esta ocasión divorcio mediante. Otro personaje pulula por el relato: es el padre Quintana (Javier Bardem), el sacerdote católico de la iglesia del mismo pueblo donde vive Neil. Un hombre triste. Una de sus feligresas le dice que reza para que Dios le dé por fin la alegría que no tiene. El padre Quintana percibe la presencia de Dios en todo lo que ve, incluso en los pobres, los drogadictos, las prostitutas o los presidiarios que visita, pero le entristece no poder ver nunca directamente y sin cortapisas a Dios. 


To the Wonder vuelve a ser, como ya lo eran en parte La delgada línea roja y El árbol de la vida, una reflexión sobre la fe, aquí presentada de dos formas diferentes que se contraponen y hasta cierto punto se complementan la una a la otra: la fe amorosa, entendida como la creencia ciega de que el amor es un vínculo inquebrantable entre dos personas que se profesan afecto con la convicción inicial de que se querrán para siempre; y la fe religiosa, en este caso la del personaje del sacerdote que cree asimismo ciegamente en Dios, hasta el punto de que quiere creer en Él a pesar de que no pueda verle en medio de la miseria humana que presencia cada día. Como en todas sus películas anteriores, Malick busca la trascendencia. La conclusión a la que llega viene a decirnos, poco más o menos, que todas las experiencias vividas por los personajes no son sino caminos que nos llevan hacia lo trascendente; trascendencia que puede ser la religiosa en la que cree el sacerdote católico, es decir, la que se alcanza por la vía del sufrimiento y que termina conduciendo hacia Dios (recuérdese, como ya se dijo en su momento, que el tercio final de El árbol de la vida no era sino una puesta en escena de las ideas contenidas en el Libro de Job; téngase en cuenta, asimismo, que como Martin Scorsese o Paul Schrader, Malick recibió una fuerte educación religiosa durante su infancia y juventud); trascendencia que también puede verse como la que alcanzan los personajes de Neil y sobre todo Marina, entendida no en un sentido tan religioso y más cerca en cambio de un sentido moral o ético, en virtud del cual las personas maduran y crecen en función de las experiencias vividas y las enseñanzas que pueden aprenderse de ellas. A priori todo esto es muy elogiable, no tanto porque constituye un desafío en un contexto actual de cine adocenado y recorrido por el duro pragmatismo que parece haberse adueñado del mundo entero a raíz de la crisis económica de estos últimos años (solo hay que ver cómo triunfan más que nunca los films que ofrecen escapismo puro, vía comedia o un caudal de efectos visuales, o los que ofertan “finales felices”, es decir, esperanzadores); como, además, por el hecho de venir firmado por el responsable de dos de las mejores películas norteamericanas de estos últimos tres lustros, las citadas El nuevo mundo y El árbol de la vida.


A pesar de ello, y a diferencia de los mejores trabajos de Malick, en los que la trascendencia aparecía a modo de conclusión, y a la cual se llegaba como resultado de lo narrado (y sobre todo, de la manera de narrarlo), To the Wonder transmite la sensación de que se busca lo trascendente desde el principio. Es decir, que aquí la trascendencia no es, como digo, el resultado, sino el punto de partida. Esto condiciona sobremanera la puesta en escena, que como también se ha dicho puede verse como el resultado del éxito artístico de El árbol de la vida, de la cual repite buen parte de su concepción formal, y un nuevo paso en la trayectoria de un cineasta que, dejado atrás el largo impasse que supusieron los veinte años que separan Días del cielo de La delgada línea roja, se ha lanzado en estos últimos tiempos a un sorprendente frenesí creativo, garantizado en gran medida gracias a los presupuestos relativamente ajustados que maneja y por las ventajas que proporcionan las cámaras digitales ultraligeras. Téngase en cuenta, y a la espera de ver los resultados finales, que inmediatamente después de To the Wonder Malick ha concluido nada menos que otros ¡tres! largometrajes: Knight of Cups (2013), protagonizado por Christian Bale (quien era el protagonista inicialmente previsto para To the Wonder), Natalie Portman, Teresa Palmer, Cate Blanchett, Wes Bentley, Isabel Lucas, Antonio Banderas, Imogen Poots y Freida Pinto; un film sin título provisionalmente conocido en el momento de escribir estas líneas como Untitled Terrence Malick Project (2013), con Ryan Gosling, Christian Bale, Michael Fassbender, Natalie Portman, Rooney Mara, Cate Blanchett, Val Kilmer, Benicio del Toro, Holly Hunter y Bérénice Marlohe; y Voyage of Time (2014), con Brad Pitt y Emma Thompson como narradores. Ello es una versión corregida y aumentada de lo que Malick siempre ha hecho: filmar y filmar casi con frenesí, y a partir de una determinada cota de material llevar a cabo un montaje, con la diferencia de que, de la misma manera que en To the Wonder aparecen subrepticiamente imágenes ya utilizadas en El árbol de la vida (al menos así consta en sus créditos finales), sus tres nuevos proyectos rodados consecutivamente son, en el fondo, tres montajes, o si se prefiere, otras tantas versiones de un mismo macro-proyecto —de ahí que los nombres de Christian Bale, Cate Blanchett y Natalie Portman se repitan en los elencos de los dos primeros mencionados—, y cuyo sentido puede que no percibamos por completo hasta que hayamos visionado todos los eslabones que lo componen. Esa manera de trabajar explica que, como ya ocurrió por ejemplo en La delgada línea roja, de cuyo montaje definitivo para cines “saltaron” algunas de las estrellas de su reparto o vieron reducida significativamente su participación —caso este último de George Clooney—, en To the Wonder haya desaparecido del montaje para cines —y a falta de saber en estos momentos si habrá más adelante un director’s cut más extenso— la participación de figuras como Rachel Weisz, Jessica Chastain, Michael Sheen, Amanda Peet y Barry Pepper; y ya veremos cuántas de las de esos tres nuevos films “sobreviven” en los montajes que se verán cuando se estrenen.


Menciono ese frenesí porque, si bien ya se percibía en sus anteriores películas pero se hace todavía más patente en To the Wonder, esta última parece más improvisada que nunca. Desde este punto de vista, no se le puede negar sentido del riesgo a un film que, por así decirlo, renuncia explícitamente a narrar en el sentido más convencional de la expresión, de tal manera que el argumento —mínimo, ya lo hemos visto— se nos aparece más que nunca como una mera excusa para trenzar con carácter narrativo un (otro) esplendoroso carrusel de bonitas imágenes, cuya belleza, empero, resulta aquí más hueca que de costumbre en su autor, habida cuenta su tono volátil y en el borde mismo del esteticismo pueril. Supongo que no faltará quien dirá que To the Wonder es aquello que suele despacharse como un “ejercicio de estilo”, algo que jamás he tenido muy claro qué significa (el estilo se tiene o no se tiene, y si se tiene siempre se ejercita), y que suele salir a colación cada vez que un cineasta con personalidad —Malick la tiene, y guste o no, To the Wonder es indiscutiblemente personal— lleva a cabo algún experimento formal de este calibre, donde se perciben los rasgos que le caracterizan pero no se tiene demasiado claro hacia dónde se dirigen en esta ocasión. En este sentido, y cumpliendo con ese axioma no escrito en virtud del cual todos los grandes realizadores acaban firmando tarde o temprano una película que parece pensada para darles la razón a sus detractores, To the Wonder cumple con esta incómoda función en el seno de la actual filmografía de Terrence Malick.


Pese a todo, y por más que To the Wonder acabe siendo un producto insatisfactorio, no es menos cierto que incluso en sus peores momentos es un film que a ratos sugiere cosas interesantes. Como digo, Malick retoma la estrategia formal de determinados momentos de El árbol de la vida y convierte la narración en un encadenado de imágenes que, por la vía de una planificación donde abundan los encuadres en movimiento, y un montaje que a ratos crea asociaciones entre esas mismas imágenes pero que en no pocas ocasiones también parece “dejarse llevar” por cierta idea de espontaneidad que “rompe” la fluidez de lo narrado, acaba creándose así la ilusión de estar presenciando una película casi “flotante”, situada en un ambiguo plano intermedio entre lo real y lo onírico, entre el cielo y el suelo: recuérdese que estamos hablando de un film que busca desde el principio y en todo momento ser “trascendental”. Desde esta perspectiva, no me parece una mala idea el hecho de que Malick recurra a esa planificación y ese montaje para expresar sotto voce la fragilidad de las relaciones que se dan entre los personaje de Neil, Marina y Jane, acaso sugiriendo de este modo que su amor e incluso sus vidas mismas son tan fugaces e insignificantes que acaban viéndose reducidos a la nada tan pronto como se los coloca sobre el inmenso tapiz del mundo: un mundo compuesto a base de planos del cielo y de las nubes, de paisajes rurales, de campos de hierbas altas por los que silba la brisa y pacen bisontes. 


Como concepto no está mal, mas el problema es que Malick lo destroza a base de insistir en él una y otra vez a lo largo de casi dos horas de metraje, con lo cual el film acaba perdiendo densidad e interés por la vía de la reiteración. La prueba está en que, por ejemplo, los planos que ilustran los momentos de felicidad de Neil y Marina en la residencia del primero en Oklahoma tanto la primera vez que viven juntos como la segunda son perfectamente intercambiables: Olga Kurylenko hace exactamente los mismos gestos, da los mismos saltitos y abre los brazos en cruz de la misma manera en un segmento y en otro del relato. Puede alegarse en descargo del realizador que los actores tampoco dan mucho de sí, ni Kurylenko, tan hermosa como inexpresiva (por más que, desde el punto de vista del axioma godardiano según el cual toda película acaba siendo un documental sobre sus actores, To the Wonder es un completísimo reportaje para solaz de los admiradores de la actriz), ni un Ben Affleck que, al margen de la relativa madurez de sus últimos trabajos como actor (y trabajos como realizador aparte), anda aquí más perdido que nunca; solo Rachel McAdams y Javier Bardem confieren cierto peso a sus performances. Y si esa reiteración tenía el propósito de sugerir lo repetitiva que puede llegar a ser la existencia humana, el concepto sigue siendo más teórico que práctico: se agota una vez enunciado.


Desde luego que puede asimismo alegarse, a renglón seguido, que Malick no es un cineasta “práctico” (y no tiene porqué serlo), mas resulta difícil negar que, al contrario que en sus mejores trabajos, este no ofrece el caudal de sugerencias habitual en él, contentándose con ofrecer y estirar hasta la extenuación dos o tres conceptos que no dan de sí ni mucho menos. Para colmo de males, To the Wonder atesora el que me parece sin lugar a dudas el más execrable momento de toda su filmografía: esa secuencia en la que, paseando por las calles del pueblo tras su segundo reencuentro y boda con Neil, Marina escucha la insoportable perorata de su amiga Anna (Romina Mondello), que la conmina a ser libre, libre, libre…; no por casualidad, es el único momento en el que se habla más de la cuenta, y más demagógicamente, dentro de una película en la que, como viene siendo habitual en Malick, hay escasos diálogos, en su mayoría intrascendentes (la trascendencia, insisto, se sitúa en el terreno visual), y una subrepticia utilización subjetiva de la voz en off destinada a ofrecer un contraste con la imagen (en ocasiones, acertado: véase ese instante en el cual se contraponen hermosas imágenes de los paseos de Marina por París con la afirmación en over de la protagonista: “Odio París”). A pesar de todo, no faltan momentos e imágenes, estas sí, verdaderamente sugerentes: es el caso, por ejemplo, del fundido a negro que cierra el primer episodio protagonizado por Neil y Marina inmediatamente después de su separación, y cómo la imagen se abre a continuación sobre un plano de Jane, anunciando de este modo la llegada de una nueva mujer a la vida del protagonista masculino; o el plano que muestra al padre Quintana en la oscuridad y soledad de su vivienda, con la cámara en el interior de la misma, captando al unísono a una famélica mujer con aspecto de drogadicta que llama a su puerta sin que el sacerdote se vea capaz de hacerle caso, inmerso en sus dudas místicas y existenciales. Pero me parece un pobre balance viniendo del firmante de Malas tierras. Habrá que ver si, como en algunos instantes se intuye, To the Wonder no es más que la pieza de un puzzle que Knight of Cups, Untitled Terrence Malick Project y Voyage of Time podrían venir a completar, dándole su sentido definitivo.