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lunes, 28 de mayo de 2012

“UN LUGAR DONDE QUEDARSE”, DE PAOLO SORRENTINO (Telegrama núm. 13)



[Advertencia: en el presente artículo se revelan importantes detalles de la trama de este film.] A pesar de que su título español coincide con el que tuvo hace casi tres años la penúltima película de Sam Mendes –Un lugar donde quedarse (Away We Go, 2009)—, parece ser que apenas existe alguna conexión entre aquélla y la más reciente de Paolo Sorrentino, también titulada en España Un lugar donde quedarse (This Must Be the Place, 2011) y cuyo título original en inglés –extraído del de una canción de David Byrne para los Talking Heads: Byrne firma la banda sonora y lleva a cabo una aparición en el film interpretándose a sí mismo— podría haberse traducido poco más o menos como “Este debe ser el lugar”, más allá del hecho de que tanto el film del realizador británico como el del italiano son, cada uno a su manera, road movies en torno a personajes que viajan con la intención de encontrar algo concreto. No puedo profundizar más en la cuestión, dado que no he visto la película de Mendes y de la misma no tengo nada más que referencias. De ahí que me centraré en la de Sorrentino, de quien tan solo había visto hasta ahora su reputada (y excelente) Las consecuencias del amor (Le conseguenze dell’amore, 2004), una obra dura y sombría que en nada anticipaba, al menos para mí, el extraño sentido del humor del cual hace gala Un lugar donde quedarse y que al parecer ya estaba muy presente en Il divo (Il divo: La spettacolare vita di Giulio Andreotti, 2008), que se me escapó en su momento. No obstante, y a pesar de que la comicidad de Un lugar donde quedarse puede desconcertar a más de uno (su sentido del humor es, como suele decirse popularmente, “marciano”), no es menos cierto que, en el fondo, ni lo que cuenta ni el cómo lo cuenta resulta particularmente divertido y sí, en cambio, bastante triste y melancólico. Un lugar donde quedarse es un curioso melodrama existencial que a ratos adopta los ligeros ropajes de la comedia, o si se prefiere, un relato agridulce que propone cosas terribles pero que a pesar de ello no sube el volumen de voz más alto de lo necesario.



Otro aspecto que, sospecho, es de los que pueden/ suelen provocar rechazo reside en la labor de su principal protagonista, Sean Penn, actor de una rara personalidad cuya dotes como intérprete suelen ser puestas en cuestión, muchas veces en beneficio de sus dotes como realizador. Mi opinión al respecto –y, como no me canso de repetir, juro y perjuro que no lo hago aposta— es justamente la contraria: considero que Penn es un magnífico actor y, en cambio, un mediocre y sobrevaloradísimo director –pese a haber firmado el mejor sketch del film colectivo 11’09’’01 – 11 de septiembre (11’09’’01 – September 11, 2001)—, siendo precisamente su labor en Un lugar donde quedarse uno de los primeros alicientes de este largometraje, sobre todo teniendo en cuenta que el personaje encarnado por Penn vendría a ser, poco más o menos, no solo un desplazado de la sociedad equivalente al encarnado por Toni Servillo en Las consecuencias del amor, sino también, y como ya ocurría con aquél, es el personaje que prácticamente confiere color, relieve y brillo a todos y cada uno de los encuadres en los que aparece. Desde cierto punto de vista, podría afirmarse incluso que hay una especie de utilización, por así llamarla, “instrumental” del personaje encarnado por Penn, el cual con su sola y estrafalaria presencia tiñe de abstracción, de extrañeza, todos los planos en los que aparece. No me parece casual, en este sentido, que la evolución del protagonista venga a culminar, justo en la secuencia final, en un desprendimiento de su look habitual, el cual tiene a ser un equivalente de la culminación del proceso de descubrimiento de sí mismo que acaba de llevar a cabo y tras haber descubierto, entre otras muchas cosas, que ya no necesita el disfraz tras el que ha estado ocultándose, de sí mismo y de los demás, durante los últimos años.



Cheyenne es una exestrella del rock que lleva veinte años retirado. Su estética gótica (cabello negro largo y enmarañado, labios y ojos pintados), que le hace parecer un trasunto de Robert Smith, el vocalista de los magníficos The Cure, o una versión rockera de Eduardo Manostijeras (1), le convierte automáticamente en un paria de la sociedad, a pesar de que su vida cotidiana desde que se retiró es, aparentemente, de lo más “normal”, vulgar incluso: lleva casado treinta y cinco años con Jane (Frances McDormand), de profesión, bombera (sic); vive apartado del mundo en una lujosa mansión en Dublín, y mata parte de su tiempo con la compañía, absolutamente platónica y paterno-filial, de Mary (Eve Hewson), una adolescente gótica como él, y con la que congenia a pesar de la enorme diferencia de edad que les separa. Un día, la noticia de que su padre, que vive en Nueva York, está a punto de morir, rompe con su (aburrida) rutina y le lleva a emprender un largo viaje, primero desde Irlanda a los Estados Unidos, donde no llega a tiempo de ver a su progenitor con vida porque, temeroso de los aviones, ha preferido cruzar el Atlántico en barco, tardando mucho más. Pero, como digo, su viaje no termina ahí: tan pronto como descubre que su padre, un judío superviviente de un campo de exterminio, dedicó el resto de su vida a la búsqueda del nazi que le torturó y que, a pesar de su avanzadísima edad, puede que todavía esté vivo y escondido en algún rincón de los Estados Unidos, Cheyenne decide cumplir con el último deseo de su padre y encontrar a ese viejo criminal de guerra. Ni que decir tiene que el viaje de Cheyenne por América, en pos del anciano nazi, no es sino un intento del protagonista de saldar cuentas con su propio pasado. Proceso de purgación que está estrechamente relacionado con el carácter y la idiosincrasia de Cheyenne: este último, ya lo hemos dicho, se mantiene fiel a su estética gótica pese a estar retirado del mundo del rock, peinándose y maquillándose como ha hecho siempre; no cuesta demasiado ver en ello una especie de patético esfuerzo del personaje por preservar su juventud: su esposa Jane le dice que él es como “un niño” (sic); paradójicamente, en otro momento del film, Cheyenne confiesa que no fuma tabaco –si bien en sus años de rockero flirteó, “como todos”, con las drogas y el alcohol— porque le parece “de niños” (¡sic!); pero, a fin de cuentas, lo que acaba siendo Un lugar donde quedarse es la constatación que lleva a cabo el protagonista de que lo quiera o no, le guste o no, el tiempo ha pasado, y que nada volverá a ser lo que era. De ahí, insisto, de que a pesar de su apariencia aparentemente ligera, en el fondo de esta película de Sorrentino hay mucha amargura, y a raudales: en su estancia en Nueva York, Cheyenne se reencuentra con su viejo amigo David Byrne, y acaba confesándole que él nunca fue un artista, al contrario que Byrne, que sigue en activo y mostrándose creativo: “yo solo era famoso…”, concluye; más adelante, y a raíz de su encuentro con Rachel (Kerry Condon), una madre soltera, y su hijo obeso, Cheyenne es consciente de que echa de menos el no haber tenido hijos y, sobre todo, de que ya es demasiado tarde para tenerlos (“nunca es tarde”, le dice Rachel para animarle, pero la réplica de Cheyenne no puede ser más lúcidamente amarga: “no, tarde es tarde”); a ello hay que sumar el asimismo mencionado afecto paterno-filial que siente por Mary y sus esfuerzos para emparejarla con un joven que trabaja en el centro comercial del pueblo porque le parece un-buen-chico para su amiga; incluso cuando se produce el momento culminante del relato, el hallazgo del criminal de guerra nazi, lo que Cheyenne encuentra es –tal y como ya se lo había advertido el cazador de nazis Mordecai Midler (Judd Hirsch)— a un patético anciano (Aloise Lange: Heinz Lieven) que no fue un gran-criminal-de-guerra, sino más bien un personaje de segunda fila en el drama del Holocausto…, y ni siquiera llegó realmente a torturar al padre de Cheyenne: tan solo le humilló, riéndose de él porque se meó encima delante de sus compañeros…



A pesar de su relativa morosidad narrativa, que contribuye a su irregularidad, Un lugar donde quedarse no me parece, ni de lejos, un título tan despreciable, y menos en estos tiempos tan poco dados a películas “incómodas” como esta, por lo que tiene de atípica y reflexiva. En este sentido, me ha llamado la atención, con respecto y en comparación con Las consecuencias del amor (vuelvo a recordar que todavía no he visto Il divo), que aquí Sorrentino aplica una puesta en escena que, al contrario que la de aquélla, parece buscar un replanteamiento constante de tonos, de situaciones, de decorados, de tal manera que casi cada nueva secuencia es al mismo tiempo una invitación a la sorpresa y a la reflexión. Me refiero, pues, al efecto de contraste que se da de forma continuada a lo largo de un relato que arranca, como digo, en Dublín, para a continuación llevarnos a Nueva York y sumergirnos de lleno, primero, en el descubrimiento de la muerte del padre de Cheyenne mientras este viajaba en barco para estar a su lado (es magnífica la secuencia de la llegada de Cheyenne al apartamento de su progenitor y su velatorio del cadáver), y luego, y en otro giro inesperado, saltar y plantarnos en medio de una actuación de David Byrne (resuelta sobre un plano de larga duración que concluye en un excelente travelling que nos descubre a un entristecido Cheyenne en medio del público que aplaude). No son las únicas imágenes y momentos memorables en un film que contiene varios dignos de ser recordados, tal es el caso del asimismo mencionado, muy sensible y melancólico, episodio de Cheyenne con Rachel y su hijo; la conversación del protagonista con el anciano Robert Plath (Harry Dean Stanton), quien vive en el pueblo donde, según todos los indicios, reside o residió el nazi que Cheyenne anda buscando; la posterior conversación de Cheyenne con la exesposa norteamericana del criminal de guerra, Dorothy Shore (Joyce Van Patten), y el divertido episodio de la intrusión nocturna de Cheyenne en la casa de la mujer para buscar pistas; la compra de una (gigantesca) pistola por parte del protagonista, con el objetivo de “vengarse”; en particular, el también mencionado descubrimiento del nazi en cuestión, un anciano enfermo y demacrado al que, como único castigo, Cheyenne deja desnudo delante de la caravana donde aquél espera una muerte que no tardará en visitarle… Al final, y de regreso a su casa, Cheyenne acepta un cigarrillo de un empleado del aeropuerto y se lo fuma, porque ha dejado de ser un niño; de nuevo en el pueblo, un Cheyenne con el pelo cortado y la cara lavada se presenta ante la vivienda de la demente madre de Mary (Olwen Fouere), a modo de coda esperanzadora.



(1)
Dicho sea de paso, en su reciente Sombras tenebrosas Tim Burton rinde un explícito homenaje al rock goth mediante la incorporación in person de Alice Cooper.

miércoles, 23 de mayo de 2012

“IMÁGENES DE ACTUALIDAD” JUNIO 2012, YA A LA VENTA

La portada del núm. 325 de Imágenes de Actualidad viene principalmente ocupada por una de las “películas estelares” del inicio de la temporada cinematográfica veraniega (que, siguiendo la convención establecida en Hollywood, empezó ya este mes de mayo); me refiero a Blancanieves y la leyenda del cazador (Snow White and the Huntsman, 2012, Rupert Sanders), de la cual se ofrece un extenso reportaje informativo y crítico, amén de una entrevista con su famosísima estrella juvenil protagonista, Kristen Stewart, que ha realizado Gabriel Lerman. El segundo gran estreno destacado es el del thriller de James McTeigue El enigma del cuervo (The Raven, 2012), protagonizado por John Cusack, en el papel de Edgar Allan Poe, y a quien Lerman también ha entrevistado. Otro estreno que seguro dará de qué hablar, sobre todo entre los espectadores más jóvenes, es el de Tengo ganas de ti (Fernando González Molina, 2012), la esperada secuela de la exitosa 3 metros sobre el cielo que promete volver a romper récords dentro del cine español, de nuevo con Mario Casas en el papel protagonista, a quien ha entrevistado Boquerini. Hay que llamar la atención sobre los avances de películas de próximo estreno, dentro de la sección Primeras Fotos, con títulos tan llamativos como Django desencadenado (Django Unchained, 2012), de Quentin Tarantino, con Leonardo DiCaprio; Lawless (John Hillcoat, 2012), con Shia LaBeouf y Tom Hardy; House at the End of the Street (Mark Tonderai, 2012), protagonizada por la ahora irremplazable Jennifer Lawrence; Drácula 3D (Dracula 3D, 2012), el nuevo Dario Argento; The Paperboy (2012), de Lee Daniels (Precious); Seven Psychopaths (2012), de Martin McDonagh (Escondidos en Brujas); y Looper (2012), de Rian Johnson (Brick). A las secciones habituales –Hollywood Boulevard y Hollywood Babilonia, de Álex Faúndez; Zona sin Límites, de Ángel Sala; Diccionario Fantástico, del Dr. Cyclops; ¿Sabías que…?, del profesor Moriarty; Se Rueda y Gran Vía, de Boquerini; Ranking, de Josep Parera; Hollywood Psicopático; Él dice, ella dice…; Noticias; Libros, de José María Latorre; BSO y DVD, de Ruiz de Villalobos; Críticas— hay que añadir reportajes de otros destacados estrenos para este mes de junio –Moonrise Kingdom (ídem, 2012), de Wes Anderson; Red State (ídem, 2012), de Kevin Smith; Le Skylab (ídem, 2011), de y con Julie Delpy; Acto de valor (Act of Valor, 2012), de Mike McCoy y Scott Waugh; Project X (ídem, 2012), de Nima Nourizadeh; MS1: Máxima seguridad (Lockout, 2012), de James Mather y Stephen St. Leger; Wanderlust (ídem, 2012), de James Wain; Sin rastro (Gone, 2012), de Heitor Dhalia; La suerte en tus manos (2012), de Daniel Burman; e Hysteria (ídem, 2011), de Tanya Wexler—, así como los numerosos que figuran en la sección Además... Finalmente, Josep Parera firma el artículo Televisión con acento inglés, comentando el actual boom de las nuevas series británicas, tales como Sherlock o Downton Abbey, entre otras.

Mi contribución específica a este número consiste, en primer lugar, en la sección Cult Movie, dedicada este mes a una popular película realizada por Lawrence Kasdan, el nostálgico western Silverado (ídem, 1985), dado que su director estrena este mes entre nosotros ¡Por fin solos! (Darling Companion, 2012), de la cual también se ofrece información: ““Silverado” vendría a ser con respecto al género del “western” lo que “En busca del arca perdida” (Steven Spielberg, 1981; Cult Movie en núm. 180) representó para el cine de aventuras, o lo que “Fuego en el cuerpo”, del mismo Kasdan, supuso para el cine negro, variante “femmes fatales”, o “Muerte entre las flores” (Joel & Ethan Coen, 1990), también para el cine negro, variante películas de gánsteres: una evocación nostálgica de sus convenciones más clásicas desde la perspectiva de lo que ha terminado denominándose la posmodernidad cinematográfica”.

También firmo este mes un artículo, más informativo que analítico, sobre Edgar Allan Poe en el cine, que se ofrece como complemento de la información sobre El enigma del cuervo: “Aunque hay quien afirma que la primera versión cinematográfica de una obra de Edgar Allan Poe, o cuanto menos una de las primeras de las cuales debe tenerse noticia, es una rarísima producción de 1908 titulada… “Sherlock Holmes in the Great Murder Mystery” (sic), que al parecer mezclaba al célebre detective creado por Sir Arthur Conan Doyle con el no menos famoso cuento de Poe «Doble crimen en la calle Morgue», lo cierto es que, tan solo al año siguiente, la figura del escritor ya habría sido objeto del primer “biopic” que se conoce, “Edgar Allan Poe” (1909), dirigido nada menos que por uno de los padres fundadores de la cinematografía estadounidense, David Wark Griffith, y protagonizado por Herbert Yost”.

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lunes, 21 de mayo de 2012

“MARTHA MARCY MAY MARLENE”, DE SEAN DURKIN (Telegrama núm. 12)



[Advertencia: en el presente artículo se revelan importantes detalles de la trama de este film.] Hace algunas semanas hablaba en este mismo blog de Tenemos que hablar de Kevin (1), una película de Lynne Ramsay que en el momento de su estreno generó una (saludable) división de opiniones en virtud de su forma de estar contada, a base de flashbacks que rompían constantemente el orden cronológico del relato tradicional, y cómo esos mismos flashbacks podían ser, en un momento dado, el motivo tanto de la admiración como del rechazo con respecto a este film. Algo muy parecido ocurre con la película de Sean Durkin aquí comentada, la cual juega asimismo con los saltos temporales por más que, en sus líneas generales, parece que ha tenido una acogida más favorable y uniforme entre crítica y público, bien sea porque (como siempre…) su “tema” –el lavado de cerebro y la esclavitud a los cuales las sectas someten a sus miembros, ergo, víctimas— pueda resultar más atractivo, en cuanto que más cercano, que el de Tenemos que hablar de Kevin –los estudiantes asesinos que provocan matanzas en sus escuelas, un terrible asunto que, por ahora (y esperemos que nunca), no se ha dado en las escuelas españolas—, por más que en el fondo sea tan abstracto y oscuro como el de esta última. Otro factor que puede haber inclinado las simpatías a favor de Martha Marcy May Marlene (ídem, 2011) –lo avanzo ya: no sin merecimiento— sospecho que reside en la atracción que despierta la belleza física, la juventud y la frescura de la protagonista de esta película, Elizabeth Olsen (cuya interpretación, dejando aparte todo eso, es verdaderamente excelente), en perjuicio de la dureza, sequedad y cierta apariencia andrógina de la no menos magnífica Tilda Swinton de Tenemos que hablar de Kevin; dicho de manera simple, Olsen despierta los instintos protectores del espectador, mientras que de Swinton el público parece opinar que ya sabe defenderse ella solita… Nunca hay que olvidar que el cine, como toda invención humana, provoca o puede provocar impulsos humanos de toda índole.


“Debilidades” extra-cinematográficas aparte (o quizá no tanto: luego seguiremos hablando… del cuerpo de Elizabeth Olsen), debemos empezar preguntándonos, tal y como ya hicimos con respecto a Tenemos que hablar de Kevin, si la construcción narrativa no cronológica de Martha Marcy May Marlene resulta la más adecuada para que el guionista y realizador Sean Durkin explique lo que quiere explicar, o dicho de otra manera, si su película sería mejor o peor en el supuesto de que estuviese contada de manera, digamos, más “normal”, o si se prefiere, más “habitual”. Respondo afirmativamente que esa forma no cronológica me parece la más adecuada, y ello es así porque, al igual que la estructura temporal “a saltos” de Tenemos que hablar de Kevin acababa descubriéndonos que el auténtico misterio del relato no residía en la personalidad del hijo asesino, sino en la de su atormentada madre (aspecto jugado hábilmente por el film de Lynne Ramsay que difícilmente podría haberse planteado y resuelto con la misma efectividad mediante una narración cronológica), algo muy parecido tiene lugar en Martha Marcy May Marlene, y en función asimismo de la forma como está contada. Valiéndose de la narración temporal discontinua, Sean Durkin elude la principal cuestión lógica y racional que plantea su película –¿cuál ha sido exactamente el proceso que ha convertido a la joven Martha (Olsen) en un miembro activo de la secta liderada por Patrick (John Hawkes)?—, del mismo modo que Ramsay eludía la de la suya –¿cuál ha sido exactamente el proceso que ha convertido al hijo de Tilda Swinton es autor material de una masacre de estudiantes?—, quizá porque ambos realizadores no tienen una respuesta a tan trascendentales preguntas, o sencillamente porque lo que quieren contar son otras cosas. En el caso de Martha Marcy May Marlene, parece plausible que lo verdaderamente interesante no reside en los efectos perjudiciales sobre Martha de su larga estancia de dos años en la secta de Patrick, por más que sea la base dramática del relato y de que Durkin dedique abundantes minutos a detallárnoslo, sino más bien en el efecto revulsivo y casi, casi subversivo que provoca, tras su huida de la secta, el regreso de Martha junto a su hermana mayor Lucy (Sarah Paulson) y el marido de esta, Ted (Hugh Dancy).


En este sentido, lo verdaderamente provocativo de Martha Marcy May Marlene no reside, a mi entender, en lo más llamativo a simple vista, es decir, el horror de las sectas por lo que tienen de alienante y vejatorio para la dignidad humana (ello resulta tan obvio que ni siquiera merece mayores comentarios), sino en la compleja y muy sutil equiparación que lleva a cabo Durkin entre el modo de vida de Martha en la secta y el modo de vida de la protagonista junto a su hermana y su cuñado, de tal manera que, antes que recalcar sus (de nuevo, obvias) diferencias, lo que hace es comparar y contrastar aquello que tienen en común. Ello explica, de entrada, el porqué de la narración “a saltos”: en el supuesto de que se hubiese seguido un orden cronológico, esa equiparación entre la vida en la secta y la vida en casa de Lucy y Ted corría el riesgo de haber quedado más difusa si se hubiese descrito primero la una y luego la otra. En cambio, alternando las escenas de la estancia de Martha en la casa de campo de su hermana en tiempo presente con los flashbacks de sus dos años en la granja de la secta de Patrick en tiempo pasado, se consigue de este modo una constante comparación, reforzada por una inteligente planificación que, en más de un momento (espléndido, por cierto), consigue “romper” durante unos segundos las fronteras espacio-temporales entre ambos tiempos y escenarios, sugiriendo sutilmente esa equiparación. Es el caso, por ejemplo (hay muchos a lo largo de todo el film), de ese instante en el cual vemos a Martha “entrar” en un pasillo a oscuras de la casa de Lucy y, gracias al encadenado en negro, a continuación la vemos “salir” de esa oscuridad estando ya en la granja donde vivía con la secta, o aquel otro en el que Ted se la encuentra durmiendo en el suelo de la cocina sin que, en un primer momento, estemos completamente seguros de si esa estancia es de la casa de la hermana o de la granja, es decir, de cuándo es presente y cuándo es pasado; viéndolo así, ¿acaso no sería otra forma que tiene el director de sugerir que, para la protagonista, los conceptos de pasado y presente no existen dentro de su mente perturbada?


Cuestión aparte, pero intrínsecamente relacionada con todo lo que hemos comentado, reside en el hecho de que la conducta de Martha acaba siendo un revulsivo para las vidas acomodadas y digamos que mucho más convencionales de Lucy y Ted. Resulta notable el hecho de que Martha replique con sequedad y una lógica implacable a la situación actual y a los planes de futuro de su hermana y su cuñado (hay, asimismo, diversas réplicas de distinta índole a lo largo de la proyección), como por ejemplo el porqué tienen una casa de campo tan grande para ellos solos, o el porqué Lucy quiere tener hijos si –como le dice Martha— “serás una madre horrible” (sic). Evidentemente podemos pensar, y siguiendo con estos dos ejemplos concretos, que Martha responde así porque ha estado dos años viviendo hacinada en una misma habitación junto con las demás mujeres de la secta, o porque parte del adoctrinamiento de Patrick consistía en la innecesaria presencia de hijos en sus vidas. Pero, a un nivel más profundo, no tardamos en advertir que el resentimiento entre ambas hermanas viene de mucho antes de que Martha desapareciese durante esos dos años, y que la secta no ha hecho más que acentuar, llevándolos hasta la exasperación, algunos rasgos de carácter que ya se encontraban latentes en la propia Martha. Téngase en cuenta que Martha en ningún momento les explica a Lucy y Ted que ha estado con la secta (la única versión que les proporciona de esos dos años de ausencia es que estuvo viajando “con un novio”), de ahí que aquéllos al principio interpreten la extraña conducta de la protagonista como meros caprichos de una muchacha egoísta y malcriada. Es aquí donde, como apuntaba líneas atrás, la presencia física de Martha, y por ende el cuerpo de la actriz Elizabeth Olsen, son explotados (en el sentido más positivo de la expresión) por el realizador con vistas a conseguir esa reacción entre los personajes: véanse, por ejemplo, las escenas en las que Martha se baña por primera vez en el lago junto a la casa de Lucy y Ted, y lo hace desnuda (su hermana le recrimina que no utilice un traje de baño, alegando que “puede haber niños de los vecinos cerca”); ese momento en que Lucy le pide a Martha que quite sus pies desnudos de la encimera de la cocina sobre la que se ha sentado; o la escena en la que Martha irrumpe en mitad de la noche en el dormitorio de Lucy y Ted mientras están haciendo el amor (algo completamente normal para ella, cuyo sentido de la intimidad ha sido completamente anulado a base de ser utilizada como esclava sexual por Patrick y los demás miembros masculinos de la secta). Uno de los temas favoritos de la crítica de cine de estos últimos tiempos reside en el descubrimiento del cuerpo como elemento a descubrir/explorar/estudiar por la cámara cinematográfica (Bruno Dumont suele ser al respecto uno de los referentes más citados); en Martha Marcy May Marlene, Durkin vuelve a hacer bueno aquel repetido aforismo que afirma que cualquier película acaba siendo un documental sobre sus intérpretes, y lo hace convirtiendo a Elizabeth Olsen y su cuerpo en una pieza fundamental del trasfondo del relato: a las significativas escenas del primer baño en el lago sin ropa y la de los pies sobre la encimera hay que añadir otras, como aquélla en la cual Lucy convence a Martha para que se ponga un vestido de noche (“¡Qué hermosa eres!”, exclama la primera, dándole a entender, además, que siente envidia de su belleza y su juventud); la secuencia del paseo en lancha motora, que culmina con el chapuzón en bikini de Martha, y que acaso sugiere un incipiente deseo de Ted hacia la muchacha (por tanto, una nueva perturbación de su vida matrimonial junto a Lucy); ese momento, en plano medio fijo, en que vemos a Martha durmiendo en el suelo y cómo, de repente, la incontinencia urinaria moja su falda (en una expresión de miedo soterrado pero latente que irá aflorando de forma progresiva); o el plano que cierra la película, con la aterrorizada Martha dentro del coche y camino de la consulta del psiquiatra, sospechando que quizá alguien de la secta la está vigilando de cerca… Desde luego que hay otros aspectos de Martha Marcy May Marlene dignos de ser comentados –las escenas de las actividades de la secta, tales como la del entrenamiento de Martha en el uso de armas de fuego, o el asesinato (muy logrado) de un hombre en cuya casa Patrick, Martha y otros colegas han entrado a robar—, pero he querido centrarme en aquello que, particularmente, me interesaba más, y tampoco quiero alargar este “telegrama” más de lo acostumbrado (aunque ya lo he hecho…): este notable film de Sean Durkin rebosa sugerencias de toda índole.


(1) Entrada del 27 de abril de 2012:

domingo, 20 de mayo de 2012

“LOS DIARIOS DEL RON”, DE BRUCE ROBINSON (Telegrama núm. 11)

Cuando creía, ingenuo de mí, que había acabado con la racha de “telegramas”, me encuentro con que otro puñado de películas de reciente estreno me “exigen”, cada una a su (sibilina) manera, que hable de ellas ni que sea rápida y, espero, no demasiado superficialmente. Con que allá vamos.



[Advertencia: en el presente artículo se revelan importantes detalles de la trama de este film.] Los diarios del ron (The Rum Diary, 2011) ha llegado a los cines de España precedida de cierta “mala fama”: que si fracaso comercial absoluto en los Estados Unidos (¿eso justifica cualquier fama, sea “buena” o “mala”?); que si mero vehículo para el lucimiento y a mayor honra y gloria de su protagonista-y-productor Johnny Depp [Nota bene: aprovecho la mención a este último para avanzar que un comentario mío sobre Sombras tenebrosas/Dark Shadows, 2012, Tim Burton, saldrá publicado en el próximo número de Dirigido por…]; que si mediocre adaptación de la novela homónima de Hunter S. Thompson (aspecto sobre el cual no puedo pronunciarme, dado que no la he leído); o que, si se compara con la-otra-famosa-adaptación-de-Thompson, Miedo y asco en Las Vegas (Fear and Loathing in Las Vegas, 1998, Terry Gilliam), Los diarios del ron sale perdiendo (algo que tampoco termino de ver claro, dado que, si bien me gusta la de Gilliam, tampoco me parece de lo más logrado de su autor)… En fin, que la impresión generalizada es que Los diarios del ron es una de esas películas que ahora no le apetecía a nadie, y menos viniendo firmada por un realizador, el británico Bruce Robinson (asimismo autor del guión), que carece del suficiente “marchamo” artístico a la hora de hacerse cargo de una empresa, a priori, también “artística”; otro aspecto este último que tampoco termino de percibir (y vaya por delante que puede tratarse de una limitación por mi parte), porque a fin de cuentas, y a falta de haber visto el segundo de sus hasta la fecha cuatro largometrajes como director –Cómo triunfar en publicidad (How to Get Ahead in Advertising, 1989)—, lo cierto es que no solo no me ha parecido que Los diarios del ron estuviese tan mal (más bien me inclino a pensar que está bastante bien), sino que, y por si alguien lo ha olvidado (muchos, al parecer, lo han hecho ya), Robinson es autor de una de las mejores películas británicas de la década de los ochenta –Withnail y yo (Withnail and I, 1987)—, y de uno de los mejores thrillers norteamericanos de los noventa –Jennifer 8 (Jennifer Eight, 1992)—, lo cual no me parece digno de ser echado en saco roto.


Ya he dicho que, como no he leído la novela de Thompson, no pienso entrar en los méritos o deméritos del film de Robinson desde el punto de vista de su valor como adaptación (por más que sé de buena tinta que, al parecer, hay notables diferencias entre libro y película, y que en consecuencia, acertada o equivocada, lograda o fallida, la labor de traslación de la novela al cine por parte de Robinson teóricamente ha sido muy personal; de ser así –ahora estoy especulando—, resultaría sorprendente la libertad que Johnny Depp habría dado a Robinson de cara a hacer su propia lectura del libro, teniendo en cuenta que el actor y, recordemos de nuevo, también productor del film era amigo de Hunter S. Thompson –a quien está dedicada póstumamente la película—, y, como se ha dicho hasta la saciedad estos días, este proyecto era asimismo algo muy personal para Depp). Es por eso que empezaré diciendo que lo que me ha interesado de la película de Robinson no es tanto lo que cuenta como, sobre todo, el cómo lo cuenta; ello se debe a que, tal y como ya demostró en Withnail y yo y Jennifer 8, Robinson plantea y resuelve Los diarios del ron con una extraña sobriedad, que se encuentra en las antípodas de –insistamos otra vez— el barroquismo y exuberancia del Terry Gilliam de Miedo y asco en Las Vegas; en comparación con esta última, lisérgica hasta decir basta, Los diarios del ron resulta una obra muy sobria, casi ascética, hasta en los momentos que se prestan al delirio: es el caso, claro está, de la presentación del protagonista, Paul Kemp (Depp), en la habitación del hotel, después de una noche de borrachera y apurando los escasos botellines de licor que se le habían escapado; todo lo relacionado con el “colgado” personaje de Moberg (Giovanni Ribisi); o la escena en la cual Kemp y su amigo Sala (Michael Rispoli) comprueban, en la soledad de su apartamento, los efectos alucinógenos de una extraña droga que se consume echándose algunas gotas en los ojos como si fuera un colirio (sic). Robinson enseña esos y otros delirios pero sin participar en ellos con su cámara, y en consecuencia, sin pretender que el espectador participe; expresado de otra manera, Robinson enseña, pero no se recrea; muestra, pero no se sumerge en lo que muestra; mira, pero al mismo tiempo deja mirar al espectador en igualdad de condiciones.


Ello se debe a que Robinson es uno de esos raros realizadores de hoy en día que no hacen ruido, o como también suele decirse, que hablan en voz baja y construyen sus películas en función no de sus contenidos temáticos, sino con vistas a la consecución de ciertas texturas, de determinadas atmósferas. Es por eso mismo que no es un cineasta amigo de las estridencias, o cuanto menos de las que no vayan más allá de lo preciso para hacer avanzar el relato, y sobre todo, que no perturben la atmósfera del conjunto más allá de lo necesario, estridencias que se quedan así en apuntes a pie de página; esto último es el caso de las secuencias, digamos, más “fuertes” y aparatosas, ambas protagonizadas por Kemp y Sala: la persecución nocturna en coche que tiene lugar poco después de una tensa (y muy lograda) escena en una cantina, en la cual Sala provoca peligrosamente a los lugareños; o, más adelante, otra secuencia (muy divertida) que gira en torno a ese mismo coche, ahora destartalado, recorriendo las calles de San Juan de Puerto Rico, con Kemp sentado encima de Sala para alcanzar el volante mientras su amigo hace lo que puede con el freno y el acelerador. Salvando las distancias, a Robinson le ocurre poco más o menos lo mismo, o algo muy parecido, a lo que pasa con el incomprendido realizador sueco Lasse Hallström, quien suele recibir injustas críticas que le reprochan su supuesta insipidez y que, en cambio, obvian su elegancia o sus logros en el terreno de lo atmosférico: no hay más que ver o leer ciertas reacciones ante su más reciente propuesta, la interesante La pesca de salmón en Yemen (Salmon Fishing in the Yemen, 2011). Me parece un error flagrante el considerar que realizadores que saben contar una historia, y la cuentan bien, luego sean “despachados” de cualquier manera por el mero hecho de que no van restregando su estilo por la cara del espectador.


Otro aspecto de Los diarios del ron que me ha llamado la atención, y que posiblemente haya sido visto como otro de sus defectos, reside en lo que se suele denominar “indefinición genérica”. ¿Es una comedia, es un drama, o una mezcla de ambas cosas? Esto último suele derivar en acusaciones de “carencia de sentido”, o de “carencia de orientación”, que se traducen en frases hechas como “esta película no sabe hacia dónde va”, o “no sabe lo que pretende contar”, u otras por el estilo. Es algo que jamás he podido entender, siendo así que, por el contrario, cuando un film va por caminos imprevisibles y se aventura por senderos a veces inexplicables, es cuando más estimulante me parece. De ahí que, con todos sus defectos, que los tiene, me gusta la “indefinición” de Los diarios del ron; pero no me gusta dicha indefinición en sí misma considerada, en abstracto, sino porque, tal y como Robinson la aplica en esta película, le confiere, paradójicamente, un determinado sentido lógico, a tono con el relato y la descripción de los personajes. Desde este punto de vista, podríamos describir Los diarios del ron como la evolución de un personaje –Kemp— asimismo indefinido: un periodista brillante pero alcoholizado; inteligente pero a la vez impulsivo (le gusta beber y, si se tuerce, probar alguna droga); lúcido sin dejar de ser un interesado (acepta el trato servil que le ofrece el adinerado Sanderson/ Aaron Eckhart para que promocione con sus artículos el floreciente tinglado inmobiliario que va a montar con unos socios tan carentes de escrúpulos especuladores como él); corrupto y a la vez íntegro (tan pronto como Sanderson le despide injustamente, intenta arruinar su negocio dándole publicidad negativa a través del periódico para el que trabaja); honesto pero al mismo tiempo débil: cada vez que ve o está cerca de Chenault (Amber Heard), la novia de Sanderson, no piensa más que en acostarse con ella… (resulta significativa la magnífica secuencia en la que Kemp y Chenault circulan a toda velocidad en el lujoso descapotable que Sanderson le ha dejado al protagonista: los personajes están a punto de morir, casi saliéndose de la carretera, la cual concluye bruscamente en el mar; ambos son, en el fondo, personajes que corren desesperadamente hacia ninguna parte…). Resulta coherente, en este sentido, que un film tan “itinerante” como este concluya con un final abierto, con Kemp habiendo perdido a “la chica” –Chenault, que ha estado viviendo un tiempo con él tras haber sido echada de casa por Sanderson, luego también le abandona: en esta película, nada es seguro ni dura para siempre…—, y navegando, en yate y en solitario, hacia un futuro no menos incierto.


viernes, 4 de mayo de 2012

“DIRIGIDO POR…” MAYO 2012, YA A LA VENTA

Una entrevista con Tim Burton, realizada por Gabriel Lerman con motivo del estreno de Sombras tenebrosas (Dark Shadows, 2012), es el principal gancho que luce en la portada del núm. 422 de Dirigido por… Este mes toca estudio de un clásico, y el elegido ha sido el gran Leo McCarey, en un extenso análisis que corre a cargo de Quim Casas, quien también firma una crónica de la más reciente edición del Bafici – Festival de Cine de Buenos Aires y un extenso comentario del film Girimunho (ídem, 2011), de Clarissa Campolina y Helvécio Marins Jr. Otras películas que son reseñadas de forma destacada en este número son Los Vengadores (The Avengers, 2012), de Joss Whedon, crítica que firma Tonio L. Alarcón; Kiseki (Milagro) (Kiseki, 2011), de Hirokazu Kore-eda, que corre a cargo de Diego Salgado; Adiós a la reina (Les adieux à la reine, 2011), de Benoît Jacquot, que reseña Israel Paredes Badía; Un lugar donde quedarse (This Must Be the Place, 2011), de Paolo Sorrentino, analizada por Aurélien Le Genissel; y Un amour de jeunesse (ídem, 2011), de Mia Hansen-Love, comentada por Anna Petrus. Destacar, asimismo, el comentario que Antonio José Navarro dedica a la película documental de Rithy Pahn Le papier ne peut pas envelopper la braise (2007), en la sección de cine contemporáneo e inédito Fuera de Campo. Por su parte, José María Latorre firma este mes un comentario de El hombre del brazo de oro (The Man with the Golden Arm, 1955), de Otto Preminger, con motivo de su reciente edición en DVD, dentro de la sección Flashback, además de rubricar su habitual sección Pantalla Digital. Asimismo dentro de Flashback, Juan Carlos Vizcaíno Martínez comenta dos films de Frank Capra recientemente editados en disco digital versátil, La mujer milagro (The Miracle Woman, 1931) y La locura del dólar (American Madness, 1932). Y, como siempre, la sección de Banda Sonora, a cargo de Joan Padrol.

Al igual que el mes pasado, uno de los atractivos de este número consiste en el dossier dedicado a Cine de Terror Moderno e Inédito, que finaliza en esta segunda entrega con el análisis de diez títulos, de entre los cuales yo firmo uno, siendo los otros nueve: Dai-nipponhin (2007), de Hitoshi Matsumoto [Ángel Sala]; The Children (2008), de Tom Shankland [José María Latorre]; Martyrs (2008), de Pascal Laugier [Quim Casas]; Vinyan (2008), de Fabrice Du Welz [Antonio José Navarro]; Enter the Void (2009), de Gaspar Noé [Ángel Sala]; Dream Home (2010), de Pang Ho-cheung [Tonio L. Alarcón]; Rubber (2010), de Quentin Dupieux [Ángel Sala]; Vanishing on 7th Street (2010), de Brad Anderson [José María Latorre]; y The Orphan Killer (2011), de Matt Farnsworth [José María Latorre].

Mi antología para la segunda entrega de este dossier es la de Triangle (2009), de Christopher Smith: “un film tenso, sugestivo y excelentemente rodado, que sabe construir de manera sutil e inteligente una elaborada sinfonía de los horrores que obliga al espectador a replantearse constantemente lo que está viendo. De este modo, lo que al principio parece una mera variante de lo ofrecido en películas de «terrores marítimos» tan mediocres como “El barco de la muerte” (Death Ship, 1980, Alvin Rakoff) o “Ghost Ship (Barco fantasma)” (Ghost Ship, 2002, Steve Beck), no tarda en revelarse como algo mucho más abstracto y sugestivo: un misterioso juego del gato y el ratón dominado por fuerzas sobrenaturales que, ingeniosa y astutamente, siempre permanecen escondidas en el fondo del relato”.

También firmo este mes un par de críticas de films recientemente estrenados. El primero es el excelente thriller de Hong Kong Revenge: A Love Story (Fuk sau che chi sei, 2010), de Wong Ching-Po.

El segundo es Esto no es una película (In film nist, 2011), una pequeña pero apreciable rareza de Jafar Panahi codirigida con Mojtaba Mirtahmasb.

Finalmente, y dentro de la sección En busca del cine perdido, he escrito un comentario de un curiosísimo y muy bello trabajo de la polémica realizadora Leni Riefenstahl: La luz azul (Das blaue Licht, 1932).

miércoles, 2 de mayo de 2012

“LOS VENGADORES”, DE JOSS WHEDON (Telegrama núm. 10)



[Advertencia: en el presente artículo se revelan importantes detalles de la trama de este film.] A falta de haber visto los episodios que ha dirigido para las series de televisión que ha creado o en las que ha intervenido –Firefly, Buffy, cazavampiros, Ángel, The Office, Dollhouse o Glee—, Los Vengadores (The Avengers, 2012) me ha reafirmado en la opinión sobre las capacidades como realizador de Joss Whedon que ya me formé en el momento del estreno de su primer largometraje para el cine, el hoy olvidado Serenity (ídem, 2005) –al menos en España: en los Estados Unidos es, como casi todo lo que hace Whedon, “de culto”—, que como es bien sabido era la continuación en formato cinematográfico de la citada serie Firefly (2002). Whedon, al igual que el no menos famoso –quizá más— J.J. Abrams y algún otro, forma parte de una reciente generación de cineastas norteamericanos para los cuales las fronteras entre televisión y cine se encuentran más diluidas que nunca. Podría hablarse –y me limito a apuntarlo, pues es un tema que da para mucho— que nos hallamos en presencia de una especie de nueva –y mal llamada: tan solo es una forma de hablar— “generación de la televisión”. La gran diferencia existente entre los directores estadounidenses que formaron la “generación de la televisión” propiamente dicha –Lumet, Frankenheimer, Mulligan, Schaffner, Penn, Ritt, etc.— y la actual reside en que, cuando aquéllos dieron el salto profesional de lo que todavía se denomina (un tanto superficialmente) la “pequeña” a la “gran pantalla”, el cine gozaba de un prestigio casi infinitamente superior al de la televisión. En la actualidad, la tendencia es poco más o menos la inversamente proporcional, aunque se tiende a una especie de equilibrio entre ambos medios, de tal manera que, tras un primer momento –años 80-90— en el cual el prestigio de la televisión estadounidense llegó a colocarse por encima de la cinematografía local –algo de lo cual se dieron cuenta hasta los veteranos de la primera “generación de la televisión”, algunos de los cuales (Frankenheimer, Lumet) regresaron al medio para firmar magníficos trabajos—, a partir de la década del 2000 se ha ido produciendo una especie de hermandad cine-televisión, de forma que realizadores (y, también, intérpretes famosos) pasan de un medio a otro sin que se vea en ello un desprestigio, antes al contrario. Ese feedback entre ambos medios ha creado, entre otras cosas, un cierto estilo visual que bebe prácticamente al cincuenta por ciento de formas de planificación, iluminación y construcción de los encuadres propias al mismo tiempo de cine y televisión. Estilo híbrido, podríamos llamarlo, del cual Whedon y Abrams, realizadores-puente entre ambos medios, son ahora mismo sus máximos representantes.


Ese estilo es el único inconveniente de cierta gravedad que me ha impedido disfrutar por completo de esta, por lo demás, estimable película de superhéroes que es Los Vengadores, una producción que –me consta— está levantando mucho entusiasmo por lo que tiene de modélica adaptación del homónimo cómic Marvel (algo que comparto plenamente), lo cual está muy bien en sí mismo considerado por más que, en este caso concreto, sospecho que se está dando una cierta confusión entre los valores del film desde el punto de vista exclusivo de su valor como adaptación y sus valores desde una perspectiva exclusivamente cinematográfica. Nunca hay que olvidar que una misma película puede ser excelente como adaptación de un material preexistente (novela, obra de teatro, cómic) pero pésima desde un punto de vista estrictamente fílmico, o viceversa. Por eso mismo, Los Vengadores me ha parecido una buena, a ratos espléndida adaptación del cómic Marvel del mismo título, pero al mismo tiempo meramente correcta como film, pese a no estar exenta de valores de realización en materia de planificación, ritmo e interpretación, pero sin alcanzar por completo las cimas de M. Night Shyamalan (El protegido) y Christopher Nolan (El caballero oscuro), o por debajo incluso de los meritorios trabajos en materia de “cine superheroico” de Richard Donner, Tim Burton, Bryan Singer, Ang Lee, Zack Snyder o hasta el Joe Johnston de Capitán América: El primer Vengador (Captain America: The Fist Avenger, 2010), la película que, junto con Iron Man 1 & 2 (2008-2010, Jon Favreau), El increíble Hulk (The Incredible Hulk, 2008, Louis Leterrier) y Thor (ídem, 2010, Kenneth Branagh), conforma el ciclo argumental del cual se nutre el film de Whedon.


Desde el exclusivo punto de vista de la adaptación, Los Vengadores funciona realmente bien, y no solo porque el guión de Whedon, urdido a partir de un tratamiento argumental coescrito con Zack Penn, enlaza con habilidad con las tramas de las películas citadas en último lugar, sino también porque no depende por completo de ellas y plantea a su vez una nueva trama que casi puede contemplarse de forma autónoma. De este modo, los personajes de los superhéroes Tony Stark/Iron Man (Robert Downey Jr.), Steve Rogers/Capitán América (Chris Evans), Thor (Chris Hemsworth) y Bruce Banner/Hulk (Mark Ruffalo), así como su adversario Loki (Tom Hiddleston) o las figuras que pululan a su alrededor, caso de Pepper Potts (Gwyneth Paltrow), el coronel Nick Furia (Samuel L. Jackson) y el agente Coulson (Clark Gregg), ya no necesitan presentación, habida cuenta de que las mismas tuvieron lugar en sus respectivas películas, y el guión puede centrarse de este modo en el dibujo de las relaciones que se dan entre ellos. Las únicas excepciones las constituyen los personajes de Natasha Romanoff/Viuda Negra (Scarlett Johansson) y, sobre todo, Clint Barton/Ojo de Halcón (Jeremy Renner), los cuales estaban más “cojos” con respecto a sus apariciones previas en Iron Man 2 y Thor, respectivamente, de ahí que merezcan aquí algo más de atención, en particular la primera, sobre la cual parece pender un sangriento pasado como asesina a sueldo (por más que, como siempre, Scarlett Johansson lo interprete todo poniendo exactamente la misma cara…). Está bien dado el contraste existente entre los personajes, de tal manera que, a ratos, la arrogancia de Tony Stark choca de frente con la anticuada caballerosidad del Capitán América y con la pompa grandilocuente con que se expresa Thor: de ahí, por ejemplo, el excelente gag verbal del momento en que Stark/Iron Man interfiere en la tensa conversación entre Thor y Loki en el bosque, diciendo algo así como que lamenta interrumpir tan “shakespeariana” escena… (lo cual también puede entenderse como un irónico guiño a la labor de Kenneth Branagh tras las cámaras de la primera aventura fílmica del nórdico Dios del Trueno); así como ese momento en que, harto del cinismo de Stark, el Capitán América le desafía a ceñirse su armadura y a resolver sus diferencias luchando (“Ponte el traje…”, le dice), e inmediatamente después se produce un brutal ataque de las fuerzas de Loki contra el gigantesco portaaviones volador (sic) de S.H.I.E.L.D. en el que viajan: “¡Ponte el traje!”, vuelve a gritarle el Capitán a Stark, aunque en esta ocasión la exclamación tiene un sentido muy diferente. El suave sentido del humor que pende a lo largo de todo el relato ayuda a conferirle cierta estilización y casi hasta cierta abstracción a esta pintoresca aventura coral de superhéroes que, salvando las distancias, podría verse como una versión actualizada de las viejas “reuniones de monstruos” propuestas en los años 40 por Universal.


Quede claro que Los Vengadores está lejos, muy lejos de parecerme una mala película. Asimismo, los guiños al original gráfico están insertados en el momento oportuno, tal es el caso de ese momento en que Hulk comprueba por sí mismo que nadie más que Thor puede empuñar el mágico martillo Mjolnir. Sin duda alguna, es un espectáculo hollywoodiense por encima de la media en el cual Whedon demuestra, mediante una cuidada planificación y un sentido del montaje para nada confuso ni atropellado, la buena mano para las secuencias de acción ya exhibida en Serenity: las tres grandes set pieces de la función, como son el primer ataque de Loki a la sede de S.H.I.E.L.D. para robar el Tesseracto (o el Cubo Cósmico, como era llamado en las ediciones españolas de los cómics Marvel), el ya mencionado ataque de las tropas de Loki al portaaviones volador de la misma agencia, y por descontado, un tercio final que transcurre en una Nueva York que sufre una increíble devastación como consecuencia de un ataque procedente de más allá de Asgard y que le hace revivir una especie de segundo 11-S corregido y aumentado que hará las delicias de Katsuhiro Otomo, garantizan la solvencia del producto. Es una (relativa) pena, por eso mismo, que ese vigor no aparezca en el resto de la proyección, mediante el empleo de esa planificación a medio camino entre lo efectivo y lo funcional, tan característica como explicaba al principio de estas líneas de la actual “generación de la televisión”, que sitúa al film un poco por debajo de lo que promete y que tan solo lo da en determinadas ocasiones, bastantes como para elevar considerablemente el interés de la función pero no las suficientes como para convertirla en la-mayor-película-de-superhéroes-jamás-rodada que quiere ser sin acabar de conseguirlo.

martes, 1 de mayo de 2012

“[REC] 3: GÉNESIS” – “LOS JUEGOS DEL HAMBRE” (Telegrama núm. 9)

Un día de boda: [Rec] 3: Génesis (2012), de Paco Plaza.- [Advertencia: en el presente artículo se revelan importantes detalles de la trama de este film.] A riesgo, lo sé, de quedar como una especie de Matusalén cuya decrepitud e insensibilidad le hacen incapaz de ver (supuestos) avances en materia de lenguaje cinematográfico, reitero el sonoro aburrimiento que me ha producido siempre la serie [Rec], tanto los dos primeros jalones firmados al alimón por Jaume Balagueró y Paco Plaza en 2007 y 2009, como el que me produce ahora su más reciente entrega, [Rec] 3: Génesis, firmada por Plaza en solitario, y eso a pesar de que, dentro de su discreción, arroja un saldo a mi entender preferible con respecto al de las dos películas que la preceden. El primer tercio de [Rec] 3: Génesis es de lejos el mejor, sobre todo por el brillo de una idea que, por lo demás, tampoco tiene nada de novedosa, habida cuenta de que ya la habían explorado, entre otros, el Fellini de Y la nave va (E la nave va, 1983) y el Lynch de Twin Peaks: Fire Walk with Me (1992), esto es, el cambio de formato fílmico, bien sea del cine silente en blanco y negro al cine sonoro en color (Fellini), de la televisión al cine (Lynch) o de la filmación espontánea con videocámara y en tomas largas a la filmación con cámara cinematográfica y con cortes de montaje, que es lo que poco más o menos ocurre aquí: durante la celebración de la boda de Clara (Leticia Dolera) y Koldo (Diego Martín), un joven asistente a la misma va filmándolo todo, todo, con su videocámara, lo cual viene a ser un equivalente de la cámara de televisión que lo grababa todo, todo, en [Rec] y [Rec] 2; en un momento dado, se desata el delirio de los zombis/ infectados/ poseídos (táchese lo que no proceda), y Koldo, enfurecido, destroza la videocámara de aquel joven, por impertinente. De este modo, el cambio de formato de la imagen casera en formato cuadrado a la imagen cinematográfica en formato panorámico queda integrado dentro de la propia trama, y supone, asimismo, una ruptura con el estilo found footage que cimentó el prestigio de las dos primeras partes. Hasta ahí, bien; pero luego, ¿qué queda? Poco, muy poco: apenas una enésima variante de todas las películas de zombis y similares habidas y por haber, cuya nota distintiva reside en un sentido del humor que, ciertamente, invita a llevar a cabo lo mejor que se puede hacer en estos casos, no tomarse la cosa en serio, por más que a la larga eso sea un arma de doble filo o una pescadilla que se muerde la cola. Las pullas contra las celebraciones matrimoniales y toda la parafernalia hortera que las acompaña; el momento en que Koldo y un camarero se preparan para hacer frente a los poseídos… con una armadura y una cota de malla sacadas de una capilla dedicada a Sant Jordi (sic); la apostilla de Clara cuando ella y Koldo contemplan el marasmo zombi en el que se ha convertido la sala de baile repleta de invitados: “¡Son nuestra familia!”; la conversión de Leticia Dolera, motosierra en mano, en una trasunta de las heroínas “casposas” modelo Hollywood Chainsaw Hookers (Fred Olen Ray, 1988)… Todo es divertido, pero al mismo tiempo acaba resultando contraproducente: nada emociona, y ni mucho menos atemoriza, cuando desde el principio se nos está hablando en broma sobre algo que en todo momento hace gala de su condición de chiste –véase, por ejemplo, el tratamiento del momento en que Clara se enfrenta a su propia madre “zombificada”—, por más que se trate de una ironía deliberada y asumida por los responsables de esta película malograda.


Caza humana: Los juegos del hambre (The Hunger Games, 2012), de Gary Ross.- [Advertencia: en el presente artículo se revelan importantes detalles de la trama de este film.] Y seguimos con los productos no aptos para Matusalén, en este caso la primera entrega de una nueva y, por ahora, increíblemente exitosa (quiero decir taquillera) franquicia que adapta la serie de novelas firmadas por Suzanne Collins la cual, dicen, reemplazará (¡ya!) en el imaginario juvenil colectivo a los libros de Stephenie Meyer que habían dado pie a la saga literaria y cinematográfica de Crepúsculo. ¡Los tiempos cambian que es una barbaridad! Sin entrar en valoraciones sobre las novelas de Meyer y Collins, dado que no las he leído, y juzgando Los juegos del hambre: the movie en sí misma considerada, lo cierto es que el resultado está lejos, muy lejos de ser satisfactorio. Se ha dicho estos días que la película de Gary Ross –quien estuvo más afortunado en Pleasantville (ídem, 1998), por más que tampoco era gran cosa, y en particular en su muy apreciable Seabiscuit, más allá de la leyenda (Seabiscuit, 2003)— es una variante de diversos títulos de ciencia ficción anteriores, que van desde La fuga de Logan (Logan’s Run, 1976, Michael Anderson) a Perseguido (The Running Man, 1987, Paul Michael Glaser), pasando por Battle Royale (Batoru rowaiaru, 2000, Kinji Fukasaku), entre otros. Pues bueno, ¿y qué? El problema no es que Los juegos del hambre sea o no un destilado de anteriores influencias; el problema radica en que es un film que, cinematográficamente hablando, no funciona: su éxito se debe a factores que poco o nada tienen que ver con el cine, y en los cuales no entro. Como relato de ciencia ficción futurista, o como se dice ahora, “distópico”, lo que la película oferta es poco más que una mera variante de lo ya apuntado en su día por Aldous Huxley o George Orwell, pasado por una estética fílmica que, a ratos, bebe del THX 1138 (1971) de George Lucas (sobre todo, en lo que al dibujo del estado policial se refiere), mientras que, en otros momentos, hace gala de una forma de visualizar ese mundo futuro que tan solo puede calificarse como de hortera (todo lo relativo al vestuario, peluquería y maquillaje de las clases poderosas que se dedican a divertirse a costa del sufrimiento de las clases populares de una Norteamérica “distópica” dividida, se nos dice, en “distritos”). El punto fuerte del relato consiste en una (otra) variante de algo asimismo ya explotado en anteriores ocasiones, y mejor: la caza del hombre por el hombre, haciendo realidad la metafórica expresión de Hobbes en un relato que gira alrededor de un terrorífico espectáculo televisado por todo el país/los distritos, donde jóvenes aprendices del malvado Zaroff, algunos de buen grado pero en su mayoría a la fuerza, compiten para sobrevivir en un juego mortal donde-solo-puede-quedar-uno. Nada de todo ello, en sí mismo considerado, estaría mal si estuviese presentado de una manera atractiva, más no es el caso: Gary Ross hace gala aquí y en todo momento de una titubeante puesta en escena, en la cual no hay ni una sola idea de realización realmente destacable, limitándose a facturar una producción muy bien vendida de antemano, de la que tan solo se recuerda, y para mal, los torpes encuadres iniciales que describen la penosa situación de los oprimidos del distrito 12 al principio de la película (que vendría a ser una aburrida reincidencia en los elementos del macro-género Americana ya presentes, con más fortuna, en Pleasantville y Seabiscuit); o las pésimas escenas de acción, en las cuales el uso de la cámara en mano y el abuso del plano corto y el primer plano crean una aburrida confusión. También se recuerda, pero en este caso para bien, el carisma de Jennifer Lawrence, sobre cuyas espaldas recae todo el peso de la función, y la labor de intérpretes que, como Woody Harrelson, Donald Sutherland, Stanley Tucci, Elizabeth Banks, Toby Jones o Wes Bentley, vuelven a demostrar sin grandes esfuerzos su valía.